viernes, 30 de mayo de 2008

Silencio




Ignoro quién les avisó, yo no les había invitado a venir. Han entrado por la ventana, supongo que trepando. Afortunadamente, estaba despierta. Primero Ricard, "vengo de una cena; hemos estado hablando de tu silencio". Luego el director de aquel suplemento cultural importante, que se ha sentado sobre el colchón, "a mí me ha costado entenderlo". Y yo: "¿Mi silencio?". Y él: "No, la imagen que tienes de él, del silencio".

He sabido que estaba soñando porque no tenía ningún sentido que la gente apareciera en mi cuarto a través del balcón. Tampoco tenía ningún sentido que el director de aquel suplemento estuviera sentado encima de mi colchón.


Luego han llegado dos compañeras de trabajo, la bestia y la fashion. Y la fashion ha puesto música, creo que era Pavement, pero sonaba igual que Amy Winehouse. Las dos han levantado los brazos, como cuando te gusta mucho, pero mucho, una canción. Y se han puesto a bailar.


Entonces he entendido que mi cuarto se había convertido en mi memoria, demasiado pequeña para que cupieran todos los que he conocido alguna vez. Evidentemente estaba el catequista, el primer novio que tuve, y al principio hacía como que no me reconocía. Fingía estar muy interesado en unas fotos que había en un portapostales. Me he acercado a él, él me ha pasado un brazo por encima de los hombros, familiarmente, y ha continuado mirando aquellas fotos, como si yo no fuera yo, sino una alumna suya, o una vieja conocida, o cualquier otra persona a quien pudiera pasar un brazo sobre los hombros sin saludar siquiera.


Entonces he tenido que atender a nuevos invitados que también entraban en mi memoria y exclamaban: "Joder, gracias por recordarnos".


He vuelto junto a mi catequista, y por fin me ha dirigido la palabra: "Mis tres fotos no están". Sólo tengo tres fotos suyas, se las saqué en una excursión que hicimos cuando yo apenas tenía 16 años. En una, ata una hamaca entre dos árboles. En otra, duerme en aquella hamaca. En la tercera sonríe mientras toca la guitarra.


En otras fotos del mismo carrete, aparece una gorda comiendo calamares en salsa americana directamente de la lata, la zorra que quería enrollarse con mi catequista subida a una roca, y una amiga que también estaba enamorada de él deshaciéndose un nudo que se le había hecho en el pelo.


Durante aquella excursión, mi amiga y yo nos fuimos a dar una vuelta, estábamos en la montaña y nos cayó encima el diluvio universal. Pasamos la noche en un refugio con otra gente que también tocaba la guitarra.


Mi catequista buscaba aquellas únicas tres fotos que conservo de él, y no había manera. Entonces me he dado cuenta de que todos los que estaban en mi memoria miraban fotos. "Eh", les he dicho, "no seáis chorizos, devolvedlas todas".


Al final, alguien me ha dado las tres fotos que buscaba el catequista. Como eran mis fotos, en ellas no aparecía él, sino yo. Eran las tres únicas imágenes que él guarda de mí en silencio.
Luego, claro, me he despertado.

lunes, 26 de mayo de 2008

Explatypus

Me recompuse como pude. (una elipsis me trae hasta aquí, pero espero que la llenéis de algún modo, porque me parto con mi propia historia interpretada por vosotros).

Él también me partió. Mejor: me despedazó con unas tijeras de cortar papel. Primero las orejas, luego la nariz, después los dedos de los pies. Y recordé una canción que grabé hace unos años con el Doctor Naïf y que decía: "Cada noche cuando llego a casa, tú me estás esperando sentado en la cama, y me cuentas los dedos de los pies: uno dos y tres, hasta diez".

Nos llamábamos Explatypus y Los dedos de los pies era nuestro hit.

Teníamos cuatro canciones más: Los escarabajos del Inserso, Nosécuántos días en el desierto, En France les vaches n'ont pas de taches, y otro gran éxito, cuya letra era: "Niño Triste y Moby Dick salen juntos a pasear y comen un falafel, parecen dos amigos de verdad". Se titulaba Niño Triste y Moby Dick. Luego eso de comer falafel se puso de moda, y la canción perdió cierta gracia, pero bueno, lo mejor era cuando un camión de sifones atropellaba a Niño Triste, que había cruzado sin mirar, y Moby Dick interpretaba Me and Bobby McGee en su triste funeral, fue una frivolidaaaaaaad...

Que te vayan recortando como un monigote de ésos que acaban colgados en la espalda de un inocente no mola nada. Sobre todo porque te preguntas quién coño recogerá todo esto; fragmentos de ti que, de repente, podrían salir volando con la más breve corriente de aire.

El psicópata continuó haciendo un corte de mangas, vació bolsillos, me cortó el rostro o me giró la cara, recortó presupuesto, me hizo pedazos. Y todo sin patrón.

Podría hablar del hedor de la sangre, pero no la hubo. Podría describir el dolor insoportable, pero tampoco.

Permanecí esparcida en el suelo durante mucho tiempo, preguntándome cómo recomponerme, preguntándome dónde iría colocado cada uno de mis miembros y si sería capaz de recuperarlos todos.

Los primeros en reunirse fueron los dedos de mis pies, uno dos y tres, hasta diez. "Me duele la cabeza y quiero una aspirina, me da mucha pereza ir hasta la cocina". Luego mis piernas treparon hasta otro lugar y de allí brotó el ombligo y, después, de su hueco, el resto del cuerpo; tetas incluidas, menos mal. "Me siento en la butaca y abro una cerveza, ya se me ha pasado el dolor de cabeza".

¿Qué ha pasado? "Vienes y me das un beso en la nariz, yo te quiero así, soy feliiiiiiiiz".

¿Qué pasado?

No me di cuenta en seguida. Al principio me pareció que todo estaba en su sitio, que lo había conseguido.

Fue después, cuando no supe establecer aquel "principio", aquél que correspondía a "al principio me pareció que todo estaba en su sitio".

¿Qué principio? Nunca los conviertas en finalidades, mucho menos en un fin. ¿Dónde estaba ese inicio? En cualquiera de mis partes. Aquí mismo, por ejemplo, si establezco que yo tuve una granja en Australia. O aquí, si mi principio es el postcinismo. Empiezo aquí, si soy una casa. O aquí, si lo hago donde acabamos todos.

No sé, tal vez simplemente me traspapelé.

No es que tenga el culo en el pecho, ni los talones al revés; no se trata de que camine hacia atrás, en un regreso a lo que está por ver con los ojos de la coronilla o con el ojete de la rabadilla. No es eso.

De repente, cualquiera podría ser mi página de inicio, y no únicamente Google, que sólo incita a buscar y, por lo tanto, a convertirte en un inconformista perpetuo porque, cuando por fin encuentras algo, te dice igual que aquellos envoltorios de Danone: "Sigue buscando".

Me recompuse como pude y como me ayudasteis a recomponerme. Y también: cómo me ayudasteis. (gracias) "Dejé mi dedo índice bajo tu almohada, lo estuviste buscando hasta la madrugada, uh-uh".

Puedes querer mil veces a mil personas distintas y eso siempre te corresponderá a ti.

Aunque para algunos oídos mantengo la misma armonía, estoy utilizando una nueva partitura.

"Yo pinto las paredes de color morado, tú pintas las cientouna gallinas lenguado. Ya sé que es una extraña combinación, pero es algo entre tú y yo".

Y tú siempre serás tú. Y yo puedo ser el tú que quieras.

jueves, 22 de mayo de 2008

Cadáver Exquisito

Bueno, esta tarde he quedado con el psicópata del manuscrito. Como, una vez leído el libro, corroboro que existen bastantes posibilidades de que me asesine, tengo dos opciones. Una es llamar a la Policía, pero a ver qué les cuento, porque no hay más pruebas que una novela inédita y este blog, sin nombres propios en ningún sitio. Hola, qué tal, miren señores agentes, éste es el presunto psicópata que presuntamente va a matarme, y presunto, en portugués, quiere decir jamón.

La otra posibilidad precisa de vuestra colaboración.

Sí, Bastian Baltasar Bux, te estoy hablando a ti, te llames como te llames, hijo de la gran Luna.

Vamos a hacer de mi cadáver una auténtica delicatessen. Así que propongo lo siguiente: el primero que se atreva a hacer algún comentario, prolongará mi historia durante unas líneas. El segundo que comente deberá hacerlo a continuación del primero. El tercero seguirá el hilo del segundo. Y entre todos descubriremos qué ocurrirá esta tarde.

Mi vida depende de vosotros. Salvemos el reino de Fantasía.

viernes, 16 de mayo de 2008

La histeria interminable

Contra todo pronóstico, el manuscrito del psicópata es de lo mejor que he leído nunca.

Me senté como siempre frente a la ventana, desde donde podía ver cómo unas cuantas gaviotas destripaban a una paloma en el tejado de un parking y la engullían; intestinos convertidos en serpientes sanguinolentas. Me fijé en que el Señor Fregono, desde su balcón, dejaba momentáneamente sus tareas para observar aquel espectáculo macabro.

Cerré los ojos, tomé aire. Nunca intentes olvidar lo que acabas de ver, porque intentar olvidar algo es como arrancarte la costra de una herida: dejará marca. Abrí los ojos de nuevo, de espaldas ya a la ventana.

Empecé a leer.

Era bestia. Era divertido. Era auténtico. Lo era todo. Aquel puto loco que no bebía alcohol y que me había prestado su manuscrito para que le echara un vistazo era realmente bueno. Sublime. Excepcional. La descripción absolutamente inmoral de la violación del dependiente del Corte Inglés a una de las clientas en los probadores consigue hacerte llorar de risa, cuando es evidente que no tiene las más puta gracia. Las reflexiones sobre la gratuidad del morbo (asimismo gratificante) son exactas hasta detenerte el corazón: queremos mirar desde el palco del contribuyente; queremos participar en el acto aberrante, y de ahí que nos interese si a esa niña le bajaron las braguitas por detrás o por delante.

La culpa no es nuestra: nos han educado así. El morbo es contagioso, un virus perverso, pervertidor y letal. No querrías mirar si no te lo enseñaran; es más: no querrías hacerlo si no te hubieran enseñado a mirar. Si no ves, crees que te ocultan información. Cuándo, ¿qué información puede tener que un grupo de gaviotas le arranque las tripas a una paloma que previamente han cazado al vuelo? ¿Qué coño puede importarle a alguien que el monstruo de Amstetten se fuera o no de vacaciones a Tailandia?

Lo abominable impide la reflexión. Sólo permite que exclames: ¡Abominable! Viene a ser como las típicas conversaciones en el ascensor: si llueve o hace sol, en eso estamos todos de acuerdo. Los medios de comunicación han encontrado el modo de unirnos en comunión (más que en información): esto es terrible, esto es censurable, pero que no lo censuren porelamordedios. Y cómo nos gusta compartir este sentimiento, aunque sea de rechazo.

Leía estas reflexiones y flipaba, y las frases acertadas me ponían los pelos de punta, y empecé a sospechar. Introduje algunas de ellas en Google, convencida de que no eran obra de aquel psicópata desconocido, sino de un filósofo importante, o de un escritor. Nada. Ni con comillas ni sin ellas. Aquellas frases no se habían publicado jamás.

Tuve la tentación de devolverle el manuscrito, decirle: "esto es una mierda, no lo muevas". Y luego publicarlo yo. ¿Hubiera sido capaz? También pensé en matarle, destriparlo, y comerme sus intestinos, pero la idea me dio un poco de asco.

En la página 143, el protagonista conoce a una chica muy maja, con las piernas bastante bonitas; él no bebe alcohol, ella no bebe otra cosa. Ella le pregunta si sólo se dedica a escribir; él responde que además le gusta dormir, pero bueno, que también trabajó en unos grandes almacenes.

Cuando llega a casa, la chica enciende el ordenador, escribe en su blog que ha conocido a un psicópata que le ha prestado su manuscrito para que le diera su opinión. Está un poco acojonada, porque durante la conversación, el psicópata le ha confesado que, mientras trabajaba en aquellos grandes almacenes, abrió un documento de Word donde iba narrando lo que, bajo su punto de vista, merecía cada uno de sus clientes.

En el blog, ella apunta que él le ponía ejemplos como cortarle a una tía las tetas a rodajas, y mientras él hablaba, en el parque los niños jugaban, las parejas se besaban.

Ahí tuve que dejar de leer. Mi corazón se había detenido de verdad. Empecé a hiperventilar o lo que sea eso que te pasa cuando estás a punto de desmayarte. Mi cerebro, sin oxígeno, me hizo ver cosas extrañas, como ornitorrincos tuertos que chupaban limones, o armarios rinconeros con aire amenazante.

En el libro, 18 personas dejan su comentario en el post de la bloggera. El post se titula "Se ha escrito un crimen". Chexpirit le reprocha que le haya metido en esto, y le asegura que no le perdonará en la corta existencia que le queda. Paul Spleen acusa a Chexpirit de haberle recomendado un blog en el que, por el mero hecho de entrar, te estás jugando la vida. Tequila tiene poco que añadir. Una tal Zittric se pone a recordar películas de Michelle Pfeiffer. Medio Cobain habla de clavos (que no de calvos). Zebedeo propone que se explique la muerte desde allá y Arafat desde más allá todavía. Benjuí riñe a la bloggera como una mamá (jamía). Senildion se pone, pues eso, senil. Al decide darle publicidad a Chiapas. Los hay que eliminan su entrada. Ficticio recita Carne de Píxel. Rotario se descojona. La guardiana pide un continuará. Y Esadelblog se impacienta.

Me puse a temblar, y volví al ordenador. Los comentarios que se detallan en la novela son exactamente los mismos que hay en este blog. ¿Cómo coño es eso posible? El psicópata me dio su manuscrito antes de que nadie comentara nada aquí. ¿Acaso somos todos ficción?

Cual Bastian Baltasar Bux, intenté leer un par de páginas más, a ver qué ocurría. La chica maja de las piernas bonitas se asoma sin demasiado entusiasmo a las primeras páginas del manuscrito, y flipa. Le encanta. Llega a plantearse devolverlo en plan: "esto es una mierda, no se lo envíes a ninguna editorial porque te lo rechazarán", y luego publicarlo ella. ¿Sería capaz de hacer algo semejante?

Voy por la página 197 y no puedo continuar. No sé qué hacer. Acabo de recibir un e-mail del psicópata. Asunto: ¿qué tal? En el mensaje pregunta con absoluta naturalidad si he leído su manuscrito, qué me ha parecido. Y a ver si quedamos un día de estos.

miércoles, 14 de mayo de 2008

La maldición

Mi vecina me odia. No siempre fue mi vecina, hubo una época en la que era mi compañera de piso. Entonces ya era una bruja, pero no me di cuenta en seguida. Un día, al lavar los platos, salió una culebra del desagüe. Pensé que era cosa de duendes; yo sabía que teníamos duendes en casa que hacían ruidos por las noches y nos regalaron un líquido desatascador y también una gota de resina que nunca supe para qué servía. Tal vez fuera mierda de duende y yo me lo tomé como un regalo. No sé.

La cuestión es que otro día encontré un sapo en el váter, y eso de los sapos y las culebras me dio muy mal rollo. Además aparecían pelos por todas partes, como en las pelis japonesas de terror. Los putos japoneses como Takashi Miike saben cuánto pavor provocan los pelos, sobre todo si son largos y están mojados. Por cierto, si tenéis la oportunidad de ver Audition, no la veáis.

La cuestión: que el cuarto de baño siempre estaba lleno de pelos largos y negros y yo tenía ganas de chillar y de tirarme por el balcón, por eso sé que mi ex compañera de piso era una bruja.

Pero bueno, cuando ya estaba convencida de que mi entonces compañera de piso convertía a los niños en ratas para engullirlos, me dijo que se largaba. Bien. A Lisboa. De puta madre. Fui feliz durante un año. Hasta que regresó.

Barcelona no es una ciudad especialmente pequeña. Es decir, hay un montón de distritos, y en cada distrito hay unos cuantos barrios, y se han construido bastantes edificios en cada barrio. O sea, que no entiendo por qué cojones, de todos los kilómetros cuadrados que tenía mi ex compañera de piso para sentar el culo, decidió hacerlo en mi mismo bloque de pisos (cuatro pisos miserables en total), el mismo puto bloque de pisos que habíamos compartido. Pero eso es lo que decidió, y lo hizo tres pisos por debajo del mío. Y pasó de ser mi ex compañera de piso a mi vecina. Igual de bruja que antaño.

En fin, si se hubiera instalado en cualquier otro lugar del mundo, las facturas de la luz y el agua hubieran continuando llegando a su nombre. Pero el cartero, al ver que ese nombre no figuraba en el buzón, hubiera puesto esas facturas en mi piso (que también consta en el sobre). El problema es que, como de todos los lugares del mundo, la muy bruja decidió instalarse en mi mismo puto bloque de pisos, el cartero ni siquiera mira el piso que indica el sobre; sólo mira el nombre, y ve el de mi vecina. Y le pone mis facturas a ella.

Hasta ahora, ella abría esas facturas, veía que el piso al que iban dirigidas era el mío, se cabreaba silenciosamente y las introducía en mi buzón. Las facturas están a su nombre, pero no en su cuenta corriente; nadie se las cobraba. Simplemente tenía que hacer el gesto de poner un sobre que había llegado a su buzón a mi buzón.

A mí me daba igual ver siempre mis facturas abiertas. Todo iba bien. Pero hace un par de noches, me encuentro la factura de la luz (abierta como siempre), y en el sobre pone: "Como no cambies el nombre de las facturas, te daré de baja". Maldita cabrona. Llamé a Fecsa, les conté lo que pasaba, y me dijeron que tenía que pagar 35 euros para la chorrada de cambio de nombre. Y, que yo sepa, a la muy puta de mi vecina, poner los sobres en mi buzón no le cuesta nada.

Pago los 35 euros para que me deje en paz, me voy a la cama. Y, de repente, me despierto rodeada de japonesas escolares, de ésas con faldas plisadas y calcetines blancos. Estaban por todas partes: dentro del armario, debajo de los sofás, encima de la nevera, en las estanterías, subidas a las sillas, escondidas bajo las mesas... Se iban acercando a mí, y una incluso empezó a abrazarme por detrás, como para arrastrarme para siempre a su mundo de japonesas escolares. Entonces les dije: "Esto es un sueño, no existís, morid". Y una de ellas respondió: "No podemos morir, puesto que no existimos".

Menudo mal rollo de la hostia.

Al final el maleficio se rompió gracias a que un tarado mental me llamó de madrugada. "Del beso de la Bella Durmiente al SMS etílico: maneras de salvar a una narcoléptica". Da para una tesis doctoral.

Hoy, al llegar a casa, he visto que había una carta en el buzón. Factura del agua. Estaba abierta. Iba a nombre de mi vecina y ex compañera de piso.

sábado, 10 de mayo de 2008

Enzima


Mi amigo Lou tiene 52 años, una manera de ver las cosas por cada paseo que da, y una biblioteca en la buhardilla de su casa.


La primera vez que quedamos, llegué tarde. Me dijo: "Del mismo modo que el organismo de los bebés produce la enzima lactasa para que puedan digerir la leche, hay otro tipo de enzima que, poco a poco, también deja de producirse".


Antes de que la gente bebiera leche en el desayuno -con el Cola-Cao o el café-, sólo los niños de teta producían lactasa. De hecho, está demostrado que, en aquellas sociedades en las que el consumo de alimentos lácteos es más reciente, también es más frecuente la intolerancia a la lactosa.


Pues bien, según mi amigo Lou, ocurre lo mismo con otra enzima que él ha inventado. Y ésta es: la enzima del tiempo.


Cuando eres joven, tus referencias hacen que toleres el tiempo igual que un nutriente: a los dos años, un año equivale a la mitad de tu vida. A los veinte, veinte minutos no son nada.


A los 52, sin embargo, has dejado de producir la enzima que te hace ver el tiempo por delante, y empiezas darte la vuelta para echar un vistazo al que te queda por detrás.


Las enzimas son catalizadores. Es decir: no desequilibran el organismo para producir más producto, sino que favorecen que la misma cantidad de producto se obtenga en menos tiempo. Un joven querría haber hecho ya lo que pretende hacer; quien no lo es tanto querría poder hacerlo todavía. Y no llega tarde, porque ha llegado tarde a demasiadas cosas.


Antes de los 50 años, aún hay tiempo. Esa sensación es la que produce la enzima inventada por mi amigo Lou.


Ayer, mi amigo Lou tuvo una alteración bioquímica. Se retrasó diez minutos. A mí me gustó sentirme como una francesa bajo la lluvia, protegida por un paraguas rojo, los pies empadados, delante de un bar de Palma.


Pensé que, de repente, lo entiendo todo. Y es que, si los segunderos de todos los relojes fueran al mismo ritmo, oiríamos su constancia en cualquier lugar, siempre, sin descanso. Tac, tac, tac. El de la muñeca de aquel viejo, y el de la iglesia del pueblo, y el del ayuntamiento, y el del oculista. Tac, tac, tac. Y el de la estación de Perpinyà, y el del Big Ben, y el que heredé de mi abuelo, y el del Big Bang. Tac, tac, tac.
Y ese paso idéntico del tiempo se haría escandaloso, mecánico e insoportable. Eterno.
Por eso me alegré tanto de que todo pase a su momento.

lunes, 5 de mayo de 2008

Se ha escrito un crimen

Desde que soy famosa de medio pelo, me pasan cosas extrañas.

Por ejemplo, recibo e-mails de desconocidos haciéndome consultas algo así como íntimas. Uno de ellos incluso me ha propuesto que quedemos para pasarme una cosa que ha escrito y le dé mi opinión.

Bueno, lo de quedar con desconocidos no es nada nuevo, lo hago a diario por culpa de mi trabajo. Solemos reconocernos porque, en un bar, o delante de una librería, ponemos la misma cara de pardillos. Hubo una época en la que me presentaba a las citas con un ejemplar del diario donde trabajo bajo el brazo. Hasta que me di cuenta de que eso no era necesario.

No sé, quizá hubiera algo de compañerismo en aceptar esta cita; no de condescendencia, cuidado, sino de... Me cuesta creer lo que ha pasado, es como si estuviera en un lugar que no me corresponde del todo. Me siento tan afortunada que quiero expresar mi agradecimiento al mundo entero.

Por eso, a las seis de la tarde he acudido al lugar donde había quedado con el desconocido.

Hola, hola, esos raros besos en las mejillas, adónde vamos, por aquí, qué tal el puente, bien y tú, y ese ir y venir de la gente por las calles del Raval, las bicicletas del Bicing, no podré estar mucho tiempo, las tiendas de discos, una plaza, un parque, niños, aquí mismo, y ese divagar entre el todo y la nada que nada (y todo) tiene de trascendental.

Hasta aquí, todo correcto. Él no bebe alcohol, yo no bebo otra cosa. Y empieza a contarme que sus relatos son muy negros, llenos de violaciones, suicidios y asesinatos. Pienso: buf, menudo cuento. Yo soy más de realidad (que no "más de verdad", supongo).

Le pregunto si sólo se dedica a esto, a escribir. Y responde que sí; también le gusta mucho dormir, pero bueno, que también estuvo trabajando en unos grandes almacenes. De hecho, allí también escribía. Abrió un documento de Word e iba narrando todo lo que, bajo su punto de vista, merecía cada uno de sus clientes.

Es decir, una quinceañera le preguntaba cuánto costaba este top fucsia y él, mientras fingía buscar el precio en la pantalla, apuntaba: "Te voy a cortar las tetas a rodajas, hijaputa, verás cuando te metas en el vestidor". Un señor quería saber por qué todavía no había llegado el ordenador que encargó, y el desconocido apuntaba en su documento: "Electrocútate, cabrón, en cuanto te meta el enchufe por el ano te vas a pixelar entero".

Mientras el desconocido me contaba esto con absoluta naturalidad, yo me llevaba la cerveza a los labios y me preguntaba quién coño me mandaría a mí aceptar esta cita. En el parque jugaban los niños, a mi lado las parejas se besaban, y todo parecía ir bien, según un orden establecido que mi compañero de mesa no conseguía percibir.

"Y entonces, ¿qué pasó?", he preguntado, porque el silencio me daba aún más miedo que su historia.

Evidentemente, lo echaron del curro. Circunstancia que él aprovechó para escribir una novela en la que el protagonista, dependiente de unos grandes almacenes, se vengaba asesinando a un montón de personas por la calle. "En la página 27, ya había matado a tres", decía. Y me he quedado un buen rato preguntándome si con ese "había matado" hablaba en tercera persona o se refería a él (claro que él es una tercera persona, ¿no? Y bastante singular, todo hay que decirlo).

En fin, que le he prometido leer su manuscrito y darle mi opinión sincera, y me he ido. Mi primera cita con un fan ha sido directamente de delito.

sábado, 3 de mayo de 2008

Leyendo a Urbano

Entran más personas al metro de las que salen. Creo que esto lo escribieron Cortázar y Vila-Matas. No sé si porque se sentaron un día a la salida del metro y empezaron a contar, o porque se inventaron el cuento a partir de las estadísticas de los demás.

En cualquier caso, el otro día entendí por qué ocurre eso; por qué entran más personas de las que salen. Y es que, en el metro, te vuelves invisible.

Me di cuenta cuando entró ese señor cojo que vendía mecheros. El tipo decía que es triste pedir, pero que más triste es robar. Y luego se acercaba a la gente y explicaba que venía de un país del este, donde tenía cuatrocientosdós hijos, y que no podía alimentarlos porque su mujer se había muerto después de que la violaran los gobernantes de su país, y que dedicaría el dinero del mechero (sólo un euro cada uno, un solo euro) a comprar leche.

Pues bien, el cojo de los mecheros recitaba esas cosas tan tristes. Y, es muy fuerte, pero de repente fui consciente de que la única que lo veía era yo. El tipo iba hacia una mujer que estaba agarrada a la barra del vagón, mirando al frente, le restregaba los mecheros por las narices, y la señora, nada, ni siquiera pestañeaba. Luego el tipo se acercaba a un estudiante que repasaba sus apuntes de física cuántica, y el tío se quedaba ahí sin inmutarse, con sus gafitas de estudiante de física cuántica.

El cojo, además de tener cuatrocientosdós hijos, y de haberse quedado sin mujer, se había vuelto invisibe.

La pregunta que cabía hacerse era: ¿Por qué yo sí podía verlo?

Lógico: porque yo también era invisible.

Lo capté cuando los sensores de la barrera para salir de la estación no me captaron.

Son unas barreras muy putas que ponen para que la gente no se cuele en el metro, y dan un poco la sensación de película futurista, de ésas en las que aparece Tom Cruise, y hay cámaras que leen tu identidad en los ojos. O tu futuro inmediato, o qué sé yo.

En mi caso sería complicado. Uno de mis secretos mejor guardados es que estuve apuntada a un gimnasio, para estar buena y esas gilipolleces tan insanas. En el gimnasio se creían muy modernos, y para entrar tenías que poner tu mano en un sensor que leía tus huellas y determinaba si eras quien decías ser.

Grabé mis huellas digitales en ese aparato unas siete veces, y no hubo manera. El puto sensor ése del gimnasio no me reconoció nunca. Una de las recepcionistas llegó a preguntarme si tenía una mano ortopédica, de quita y pon. Le contesté que soy como el bicho de Mimic, que se convierte en polilla gigante cuando le da la gana, y le advertí que fuera con cuidado, porque estaba dispuesta a colarme en su armario y comerme toda su ropa. La recepcionista respondió que compraría naftalina. Yo le dije que si mi mano era de quita y pon, su cerebro era de Pin y Pon. Y, bueno, nunca más pude ir a ese gimnasio; alegaron que había suplantado la identidad de una tía buena.

El caso de mi amigo Juan es todavía peor. Mi amigo Juan fue a renovarse el DNI, y le pasó algo parecido a lo mío con el sensor del gimnasio, pero en plan bestia. Él no tenía huellas digitales.

"¿Has estado en la cárcel?", le preguntó la chica que hacía los DNI. Mi amigo Juan, que yo sepa, no ha estado nunca en la cárcel, y se inquietó. La chica que hacía los DNI le contó que algunos presos peligrosos, cuando se escapan, se borran las huellas digitales cortándose la yema de los dedos.

"Mi novia es muy cortante", respondió Juan. "¿Podría ser que, de tanto acariciarla, me haya quedado sin identidad?".

La chica que hacía los DNI puso cara de experta y musitó: "Lo único que ha conseguido esa zorra es que no puedas volver a dejar huella. Te ha reseteado, lo siento".

Y entonces qué.

"Entonces, qué", me pregunté yo también el otro día ante la barrera que debía dejarme salir de la estación del metro. A mi alrededor, todo el mundo conseguía alcanzar el mundo exterior sin problemas.

Lo intenté por otra puerta de acceso, sin éxito. Las barreras se desplazaban a ambos lados cuando quien intentaba traspasarlas era otra persona. En mi caso eran más infranqueables que las esfinges de La historia interminable, libro que leí antes de conocer el significado de "esfinge".

Recordé al hombre que vendía mecheros y se había vuelto invisible en el vagón. Recordé a Cortázar y a Vila-Matas. Recordé que, en algún sitio, ambos habían escrito que entran al metro más personas de las que salen.

Tuve miedo.

Miedo de convertirme en una leyenda urbana.

Si te conviertes en una leyenda urbana, todo el mundo duda de tu existencia. Y eso no mola nada.

Un crítico musical, bajito y con pinta freaky, pasó por delante de mí justo en ese preciso momento; aproveché y me pegué a su espalda. Durante unas décimas de segundo, fuimos uno. Conseguí salir de la estación. Habíamos entrado siendo dos.

Tal vez ahí radique el misterio.