miércoles, 26 de diciembre de 2007

Puestos a parir



La Navidad es un Matrix, recuerda un amigo que escribí una vez. Y ayer, nada más salir de la casa de mis padres, en el mismo portal donde a veces me morreaba con mi catequista, ante los ojos de Dios y de los viejos del geriátrico que hay enfrente, ayer, como digo, me encontré allí a Javi Mora. El mismo que deseé mientras frotaba una estatua dorada en Bruselas; el mismo al que un día, en clase de historia, le puse unas esposas, casándolo con otro JotaEme. La profesora los obligó a salir juntos, de la mano, a la pizarra. Y les lanzamos papelotes a la cabeza.


Pues bien. Ahí estaba Javi Mora, justo en la puerta de la casa de mis padres. Viva el Niño Jesús. Y pensé: qué casualidad. Pero la casualidad no existe, sólo la coicidiencia. Es decir: tú vas por un camino, y te encuentras a alguien, y te dices "qué casualidad", pero en realidad sólo has coincidido en el tiempo con ese alguien en el camino, en tus gustos, en lo que sea. Coincidencia, no más. Y siempre tiendes a creer que eso es una señal, que significa algo. Pero en realidad te quedas sin saber a quién te hubieras encontrado en caso de ir por otro camino, de tener otros gustos; siempre te quedas sin saber cómo hubieras interpretado entonces esas señales, que serían otras, aunque parecidas.

En fin, ahí estaba el hombre al que deseé una vez, casi en el mismo punto donde cumplí algunos deseos labiales con otros hombres. Y le grité: Feliz Navidad, que es lo que se suele hacer en estos casos. Y él respondió: Feliz Navidad. Y luego me presentó a su hija recién estrenada.

Es lo que pasa en estas fechas, que los niños salen a la calle sin miedo a Herodes, porque supongo que ya murió, hace tantos años. El bebé ése ni siquiera lleva mi nombre. Hubiera sido una bonita historia de amor secreto; pero nunca estuve de verdad enamorada de él, de Javi, y si no hubiera escrito hace poco sobre su nombre y sus efectos, tampoco le hubiera dado demasiada importancia al encuentro de ayer.

Sin embargo, lo que queda por escrito siempre parece más importante que lo que no, como si dejara constancia de algo. Cuando, en realidad, lo importante es lo que está más allá de las palabras, porque éstas, al fin y al cabo, son fruto de la coinciedencia.

Es una niña muy mona, porque sus padres también lo son, y fui a casa de mi abuela pensando que la Navidad es eso: reconocerse en las familias ajenas porque, en la que es de uno, resulta bastante más complicado.

La coincidencia es un encuentro, pensaba en la calle y el sol me secaba el pelo. Y este encuentro puede ser una presentación o un topetazo. Puede ser un simple alzamiento de cejas o un accidente de tráfico que engrosará las cifras de muertos en la carretera. Entonces sería una co-accidencia, pero bueno. La coincidencia puede ser un espermatozoide en un óvulo, o una letra detrás de la otra. Cosas que casan, como dos compañeros del instituto esposados en clase de historia. Antiguamente, como la mayoría de las bodas.

Y nada tiene sentido, pero eso poco importa.

Porque así lo habíamos acordado, una hora más tarde coincidíamos 33 personas que nos hacemos llamar familia en el mismo restaurante. Y comimos croquetas y lechona, bebimos vino, cantamos el villancico de cada año, que dice: "La abuela, la abuela, la abuela es cojonuda, como la abuela no hay ninguna".

Una de mis primas nos enseñó su barriga de cinco meses y nos invitó al parto, otra anunció que tenía conjuntivitis, y otra más, que le cuesta vender la casa que compró el año pasado.

Mi tía la divorciada nos presentó a su nuevo novio.

Mis primos han crecido, y ya no odio tanto a los niños. Pero hubo una época en la que me pareció entender a Herodes. Puestos a parir, parece que fui la única.

Cuando volvía a casa, después de comer y beber como los peces en el río, vi a un especie de Chucky en un balcón vestido de Papá Noel. Viva el niño Jesús. Supongo que fue otra metáfora.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Gusanos de seda

Sebastià Zanoguera ©


La Sole tiene un nombre hortera, pero es una de mis mejores amigas. Es la típica que te apoya cuando te dan plantón, por ejemplo, y no le importa dormir contigo aunque no le hagas ni puto caso. Se recuesta a tu lado y a veces te cuenta un cuento en el que nunca es la protagonista. O simplemente hace guardia en la puerta, para que no te pase lo mismo que a José Luis Moreno a quien, el pobre, ya podrían haber defendido sus muñecos.


El problema de Sole es que es tímida. Nunca la verás en una comida navideña, ni en una cena de empresa. En ocasiones sale de fiesta, pero entonces se limita a esperarte en la barra, para cuando hayas conseguido deshacerte de esos moscones. Va pidiendo whiskies sin demasiada impaciencia, consciente de que no quieres nada con ella. Consciente también de que la quieres, sobre todo en ocasiones como ésta, en la que un completo desconocido menciona partes de tu anatomía que ni siquieras sabías que existieran.


Recuerdo que, en el colegio, me daba algo de lástima. A la hora del recreo se sentaba siempre debajo de una morera a la que arrancábamos las flores para comérnoslas y de la que también arrancábamos las hojas para alimentar a unos gusanos de seda que apestaban en aquella caja de zapatos. Y en realidad esos gusanos eran como una metáfora del futuro, cuando el futuro era lo único que nos quedaba y no sabíamos ni qué significaba. Gusanos que desaparecían como capullos y se convertían en unos bichos aún más repugnantes que ni siquiera sabían volar i se unían por los culos y ponían huevos naranjas.
Igual que la mayoría de los humanos, supongo, que se arrastran, y apestan en esa caja de cartón en la que encierran su vida, y nunca aprenden a volar. Por huevos.

La Sole se sentababa bajo las moreras y a menudo yo me sentaba con ella, y nos contábamos historias como ésta. Hasta que mi profesora de física y química, que evidentemente era lesbiana, llamó a mis padres y les dijo que creía que era autista. Y mis padres vinieron al colegio, y me prohibieron que pasara tanto tiempo con la Sole. Entonces yo tendría unos once años, quizá menos, y aprendí una palabra rara. La palabra rara era misantropía.


A mí misantropía me sonaba a una misa miope. En realidad, como todas las misas, supongo, porque a Dios siempre se le ha visto distorsionado. Es decir: de lejos, ni se le ve. Y de cerca, sólo con esas gafas que te ponen los curas para que no veas nada más.


En fin, la Sole es una amiga fiel. Una de mis mejores amigas. Y aunque la nuestra fuera una historia tan imposible como las que nos contábamos bajo las moreras, me siguió siempre allí donde fuera. De hecho, me ha regalado algunos de los mejores momentos de mi vida. Porque los momentos, sobre todo si están bien envueltos, siempre son regalso que valen la pena.


Los momentos sorpresa suelen ser los mejores. Y de ésos, en realidad, hay tantos.


El problema es que algunos se encierran en sus cajas de zapatos apestosas, y se limitan a respirar por esos agujeros que tú hiciste con la punta de un lápiz afilado.


Las puntas afiladas de los lápices sirven para que agujerees esas camas hinchables que salen en el teletienda de madrugada, unas camas que son como colchonetas de playa, pero en plan grande. Y en el anuncio una chica hace unos ejercicios extraños, como de karate, para demostrar que las camas hinchables son muy resistentes y anchas. Pero bueno, si pinchas una de esas camas hinchables del teletienda con un lápiz afilado, la cama se convierte en un globo al que has soltado la abertura, y entonces sales disparada por la habitación y también por la ventana. Y vuelas. No como esas mariposas de los gusanos de seda.


Con la Sole hacíamos experimentos de este tipo.


La Sole tiene un nombre hortera, y es tímida y complicada, y cada vez que paso demasiado tiempo con ella, luego tengo un montón problemas. Pero me cae bien, qué le vamos a hacer. Es una de mis mejores amigas, y la prefiero a muchas otras personas que conozco.


En cualquier caso, es una incomprendida. Aunque a mí me encanta cuando no dice nada, que es como decirlo todo, porque la nada todo lo abarca. O cuando, simplemente, está ahí, sin molestar. Paciente. Consciente de que, aunque sea durante un rato, siempre la necesitarás.


Y mientras tanto, escuchas un disco de Frida Hyvönen.


No se viste de satén ni de seda ni está mona. Por eso en estas fechas es mejor no presentársela ni a tus amigos ni a tu familia. No se viste de seda, repito. Pero eso es cosa de gusanos.

lunes, 17 de diciembre de 2007

No me imaginaba los cactus así

Al coger La trilogía de Claus y Lucas, uno de los personajes cayó de las páginas del libro a mi vaso de cerveza.

Es lo que pasa cuando estableces el punto de lectura doblando una esquina de la hoja, que si no vas con cuidado, luego los personajes se escapan. Y es lo que hizo Claus. O Lucas. Uno de los dos. Me costó reconocerlo, porque como son gemelos e idénticos, y además a veces juegan a hacerse pasar el uno por el otro, era prácticamente imposible saber de quién se trataba.

Estuve mirando un rato cómo nadaba en el vaso de cerveza, y le pregunté: ¿Quién eres? ¿Claus o Lucas? Otro de los juegos que les divierte es que uno se haga pasar por sordo y el otro por ciego. Entonces el sordo le describe al ciego quién viene, y el ciego articula marcadamente con los labios qué dice el visitante para que el sordo pueda seguir la conversación. Pero, en realidad, ni Claus ni Lucas son ciegos ni sordos.

Había una chica que era las dos cosas, ciega y sorda, y sólo conoció a una mujer en su vida con quien consiguió comunicarse. Lo hacía mediante el tacto, y esa mujer la llevó al zoo, para que tocara a los monos, y la subió en un avión, para que conociera la sensación de elevarse. También le hizo acariciar un cactus y, después de pincharse, la sordociega exclamó: "No me imaginaba los cactus así".

Un día, la intérprete de la sordociega murió, y la sordociega se sintió más sola que nunca. No hay nadie más solo que el que está ahí sin que los demás se den cuenta. Viene a ser como cuando Johnny cogió su fusil, que quiere desaparecer, pero no le dejan, Nadie entiende que quiera desaparecer, porque no comprenden que la incomunicación en público es una putada. Bueno, sólo lo es cuando ha habido una comunicación previa.

No es que te hayan arrancado del mundo, eso sería soportable. Es que te han arrancado el mundo a ti.

"Si estallara una guerra nuclear, yo no me enteraría", pensaba la sordociega. Seguramente los que vemos y oímos tampoco nos enteraríamos, ni de eso ni de nada, pero ésta es otra cuestión.

La cuestión es que ni Lucas ni Claus son ciegos ni sordos. Sólo juegan, porque así establecen un lenguaje propio, ajeno al resto de la humanidad. Yo miraba a Claus o a Lucas nadando en mi vaso de cerveza, y le amenazaba: "Hasta que no me digas quién eres, no te saco de ahí". Él seguía nadando sin contestar, porque a veces Claus y Lucas se entrenan para sobrevivir. Se pasan días sin comer, de modo que, cuando llegue el momento en el que tengan que pasar hambre, ya sepan cómo se hace. A veces hacen ejercicios de crueldad.

También escriben en un gran libro lo que les pasa, sin anotar ni una sola palabra que se refiera a las emociones, porque las emociones son subjetivas, y externas y, en realidad, ellos han creado un mundo interno. Más interno, de hecho, que interior.

Hacía frío, y a mí sí que me queda algún que otro sentimiento. No muchos, la verdad, porque me los extirparon sin querer cuando me operaron de las amígdalas. Yo creía que los sentimientos estaban en el corazón, incluso en la cabeza, en un lugar de esos que se consideran importantes. Pero por lo visto están en la garganta, ahí donde Linda Lovelace tenía el clítoris. Y que los sentimientos estén junto al clítoris tampoco me hubiera sorprendido; pero incluso las que no tenemos el clítoris en la garganta, también tenemos los sentimientos ahí. O en todo caso, yo los tengo ahí. Mejor: los tenía. Porque, como digo, me los extirparon sin querer.

En fin, por dónde iba. Hacía frío, y ver a Lucas o a Claus en el vaso de cerveza removió algo en mis amígdalas, así que lo saqué aunque no me hubiera contestado quién era. Lo pillé con la punta de los dedos, lo dejé sobre la mesa de centro y, oh, sorpresa, se convirtió en una mujer.

Tuve que frotarme los ojos durante un buen rato. Primero creí que Lucas o Claus en realidad era Ranma, que cambia de sexo cada vez que se moja. Pero Claus o Lucas no saben japonés ni están trazados como el manga. Luego pensé que mi teoría de pequeña era cierta. De pequeña, yo creía que quien nacía chico se volvía chica al cumplir los cinco años, y viceversa. Tanto era así, que recordaba sin duda que mi prima Marga antes se había llamado Juan.

En cualquier caso, ni Lucas o Claus, ni la mujer que había aparecido en su lugar, tenían cinco años.

Le pregunté a la mujer: "Pero, ¿quién coño eres tú? ¿Qué coño haces aquí?".
Ella contestó: "No digas tanto coño, que lo tengo seco".
Le dije: "Pero si estás empapada". Y le puse una toalla sobre los hombros. También le ofrecí una cerveza.

La mujer se llamaba Jennifer, y me contó que todos los gemelos en realidad son la misma persona. No es que dos gemelos sean iguales. Es que todos los gemelos de la humanidad entera por los siglos de los siglos son el mismo ser. Tienen un código genético exacto, son como clones. Por eso hablan un idioma diferente, y de pequeños se desmayan cuando los separas.

A ella, de pequeña, la separaron de su hermana June, y se desmayaron. Pero luego las juntaron otra vez, y se pusieron a escribir cuentos del mismo modo que Claus y Lucas también escribieron un gran libro. June y Jennifer escribieron sobre trasplantes de corazón de un perro a un niño, y sobre ataques de epilepsia en las discotecas. Y alguien pensó que estaban locas, y las drogó y las metió en un manicomio, y las drogas, en lugar de acentuar su imaginación, la mermó.

Cuenta la leyenda que Jennifer se sacrificó para que su hermana June pudiera comunicarse con el resto de la gente, y no sólo con ella. A eso, al hecho de poder comunicarse con más de una persona, se le llama libertad.

Pero la libertad comporta una responsabilidad muy grande, porque te obliga a comunicarte constantemente. Porque si no lo haces, se interpreta que no estás aprovechando tu libertad y te consideran una desagradecida. Y una desgraciada, de paso, también.

En cualquier caso, me contaba Jennifer que es cierto que se sacrificó, pero no del modo que dice la leyenda. No está muerta, como pude comprobar ayer, sino que se ha vuelto algo así como una emisaria de todos los gemelos del mundo para hacerles entender que no están solos en su aislamiento. Que tampoco están solos en pareja.

Es decir, Jennifer también está condenada a la comunicación: a aquélla que une a todos los gemelos del mundo en un único ente con un lenguaje propio.

Estuve mirándola un buen rato envuelta en la toalla, mientras se tomaba la cerveza que le había ofrecido, y empecé a pensar que no entiendo nada. ¿Por qué habría venido a verme a mí, precisamente a mí, si no tengo hermanas gemelas?

Luego le presté algo de ropa y se fue para continuar con su misión. Me dio una tarjeta, por si la necesito. En la tarjeta pone: "Jennifer Gibbons, The Silent Twin".

Regresé al libro de Agota Kristof. Y juro que Claus había desaparecido.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Leer a partir del tercer párrafo

El problema es cuando eres tú quien tiene algo que decir. Porque una cosa es que los coches tengan algo que decirte, o los detergentes; los pobres tienen tan poca personalidad que están obligados a marcar la diferencia y prometen vértigo o higiene. Lo cual es una chorrada, porque ni pueden correrse tanto como dicen, ni pueden ser tan limpios en un mundo hundido en la mierda. Así que, más o menos, te vas haciendo a la idea: el polvo, ya sea en la cama o en la lavadora, nunca será tan satisfactorio como indican los mensajes.

Ellos hablan y hablan, y te interrumpen, por ejemplo, cuando estás viendo una buena película. En cambio, ni se te ocurra tocarles las pelotas, especialmente si son de fútbol. Automóviles y detergentes siempre se jactan de sudar la camiseta. Y de lavarla después, sin dejar rastro.

El problema, insisto, es cuando quien tiene algo que decir eres tú. Ayer, este problema de comunicación llegó a casa, con todas sus consecuencias.

Estaba tranquilamente bajándome un disco de Elvis Perkins de la forma más ilegal posible, cuando sonó el teléfono. Era un viejo. Y primero pensé que se trataba del hombre que se había vestido con mi piel, cansado ya de que lo confundieran con una pelandrusca. Pero lo que él dijo fue: "Hola, buenas tardes, con el señor Mora, por favor".

Una vez me enamoré de un tío que se apellidaba Mora. Era un compañero de instituto, guapísimo, con el pelo rizado y que siempre llevaba unos pantalones de pitillo tan ajustados que le provocaron un problema en los testículos y le tuvieron que operar. Eso sí que es una intervención por huevos. La cuestión es que, muchos años después, los tejanos de pitillo volvieron a ponerse de moda, hasta hace unos meses, de hecho. Pero el nuevo diseño era más holgado por la parte del paquete, supongo que para que no hubiera overbooking en los quirófanos.

Bueno, la cuestión es que el tal Mora que tanto me molaba en el instituto se llamaba Javier. Y en una ocasión fui capaz incluso de viajar hasta Bruselas por él, porque tenía entendido que en la Grande Place hay una escultura de una mujer recostada y dorada a la que le puedes pedir un deseo. Restriegas la palma de tu mano por su pecho, le sacas brillo, y pides lo que quieras. Y yo, claro, le pedí lo que deseaba entonces: Javi Mora. Con tan mala pata que, cuando estaba a medio desear en lo más profundo de mis adentros, me sacaron una foto. Y de la impresión, me quedé en el "Javi". Y después de eso, me enrollé con unos setecientos Javis, Javieres, Xavis, Xavieres, Xabieres, (con Javivi no, que conste), hasta que uno que se llamaba Juan me cantó eso de "Yo no me llamo Javier", de los Toreros Muertos, y me dejó plantada con la lengua fuera.

La hijaputa de la estatua dorada no captó el Mora de mi deseo, y nunca jamás me lié con él.

Ayer, como digo, un viejo al teléfono me preguntó por el señor Mora, y le dije que lo sentía mucho, pero que se equivocaba. Él insistió: "¿No vive aquí el señor Javier Mora?".

Entonces casi me dio algo, porque empecé a pensar que había dado un salto en el tiempo. Un salto hacia el tiempo que nunca fue. Y, en ese lugar atemporal, la mujer dorada de la Grande Place me había entendido, y al volver de Bélgica (yo tenía 17 años) había conseguido mi deseo, ese imposible al alcance de la mano.

Cuando cumples un deseo, deja de ser imposible, así que también deja de ser un deseo. Qué putada.

Colgué al viejo, y busqué al señor Mora por toda la casa, por si acaso: en mi habitación, y en la trampilla del cuarto de baño, en la cocina y delante de la televisión. Pero nada.

Al rato, sonó el teléfono de nuevo. Y era una vieja. Al principio creí que era la mujer del hombre que robó mi piel, para comentarme lo tersa y suave que es, y para preguntarme qué crema hidratante utilizo. Luego pensé que era la mujer del viejo que había llamado antes, para decirme que siempre han sabido que soy la mujer perfecta para su nieto, el señor Mora, y que me quieren mucho, y que me invitan estas Navidades a su casa.

Pero no, la vieja preguntó por Marta.

Y yo no me llamo Marta.

Entonces volví a pensar que mi casa se había convertido en el lugar donde lo que podría haber sido nunca fue; el lugar donde, si me hubiera enrollado con Javi Mora, hubiera acabado viviendo él, pero sin mí, sino con esa malaputa llamada Marta.

Todo eso pasó ayer.

Luego volví al ordenador, y me hablaba en inglés. Algo que no entendí, porque no domino el idioma. Por si fuera poco, el ordenador indicaba una hora menos de la hora que es en realidad. O, en cualquier caso, de la hora que yo creo que es.

Cuando conseguí acostumbrarme a la nueva situación, envié un e-mail. Te lo envié a ti. Sí, sí, a ti, no pongas esa cara. Era un e-mail muy emotivo, muy sincero, tal vez demasiado, pero qué más da. Nunca lo recibiste.

Me llegó un mensaje de esos, un Delivery Status Notification. Ponía que no habías leído lo que yo te había intentado decir.

Entendí que vivo en un lugar atemporal, es cierto. Un lugar en el que todo se queda sesenta minutos antes de cumplirse, sesenta minutos antes de ser realidad.

Un piso en Barcelona en el que se acumula todo lo que podría haber sido.

Lo que nunca será.

Ahora pulsaré "publish post", así, en inglés, y aparecerá este mensaje en pantalla. O no, quién sabe. Que tengas algo que decir no significa necesariamente que alguien esté dispuesto a escucharte.

lunes, 3 de diciembre de 2007

La trampa de la trampilla



En el techo de mi cuarto de baño, hay una trampilla; algo especialmente inquietante la noche que has visto Rec, de Jaume Balagueró.

La trampilla está ahí desde que me instalé en el piso, hace seis años. Hace unos cuatro, me fijé en que no está bien encajada, y empecé a sospechar que alguien la utilizaba para algo. Por ejemplo, para guardar las cámaras que (lo sé) siguen cada uno de mis movimientos. En una ocasión, descubrí que la trampilla daba a uno de los accesos al infierno; me lo enseñó el propio Satán. Pero desde que me robó los zapatos marca Mascaró, no he vuelto a saber nada de ese diablo.

Y a mí él no me da miedo, pero sí me lo dan los niños muertos. Cuando alguien exclama: "Ni qué niños muertos", siempre me pongo a temblar durante tanto tiempo que la gente cree que tengo Parkinson o un ataque de epilepsia o un frío de la ostia. Los niños vivos, evidentemente, me asustan mil veces más. Sobre todo si de repente alguien me dijera que llevo uno dentro.

Por eso, cuando fui a ver El orfanato, lo pasé fatal, porque luego no había manera de que pudiera mirar una funda de almohada. Iba a la lavandería ésa con aires norteamericanos para ver si alguien había encontrado la piel que perdí entre las sábanas y, en cambio, veía fundas de almohada por todas partes, con esa babilla que queda en ellas por las mañanas, y ese sudor de las cabezas ajenas.

En fin, que en casa tuve que quitar las fundas de todas las almohadas, porque creí que en su interior estaba Tomás, y Tomás es uno de esos niños muertos que tanto miedo dan. Bueno, o tanta gracia hacen. Porque la verdad es que cuando algo te da miedo, normalmente te pones a reír. Será que el miedo es muy tonto.

Mientras veía Rec, me partía el culo. Joder, es la película que hubiera querido hacer yo si hubiera querido hacer una película. Salen buzones, baldosas, llaves, bomberos, y escaleras. Y esos elementos molan un montón, porque son súper metafóricos. También sale una Barcelona en decadencia que devora una Barcelona también muy cutre, y claro, primero se atraganta y luego tiene una indigestión de cojones, y lo deja todo lleno de mierda. Lo digo en serio, ese film es muy profundo. Muy visceral.

Bueno, fui a ver Rec, me reí mucho, fui a tomar unas cervezas, y reflexioné largo rato sobre uno de los temas principales de la historia: si te llamas Ángela y eres la protagonista de una película española en la que la propia cámara tiene un papel fundamental, la has cagado. (basta ver Rec y Tesis para corroborar que esta teoría se sostiene en un 100% de los casos).

Volví a casa un poco borracha y entonces, lo vi: la trampilla del techo del cuarto de baño seguía desencajada, pero de un modo distinto. Alguien la había desplazado levemente, y el agujero que da al más allá era más grande que de costumbre.

Cuando vives sola, aprendes a combatir la soledad de muchas maneras: miras la tele, escuchas música, escribes blogs, patinas sobre el parqué que acabas de encerar, metes la cabeza en el horno antes de recordar que es eléctrico, espías al señor Fregono, lees, haces un toro con recortes de periódico y lo cuelgas en la pared, llamas a algún servicio técnico para insultarle.

Cuando vives sola, aprendes a combatir la soledad, pero, ¿cómo coño se combate el miedo? Pues no lo sé. Y menos cuando descubres que alguien ha utilizado la trampilla de tu cuarto de baño mientras tú estabas en el cine viendo Rec.

Los personajes de las películas son muy raros porque, en lugar de huir de las cosas que dan miedo, van hacia ellas. Es decir: están en una habitación con recortes de periódico como mi toro, y en los recortes se habla de uno de esos niños muertos, ven una trampilla, y piensan: "Eh, vamos a meternos a ver qué hay". Y tú piensas: "Joder, después de todo lo que has visto en una hora y media de peli, ya te puedes imaginar lo que habrá".

Y tú tenías razón, y los personajes se meten en la trampilla, y ven lo que ven, y todo el mundo chilla, y luego todo el mundo se pone a reír, menos los personajes de la película, porque a ellos nos les hace puta gracia lo que les está pasando, y todavía menos que la gente los esté viendo y se partan el culo a su costa. Tiene que ser muy humillante que te estén jodiendo la vida de esa manera y que, al otro lado de la pantalla, un montón de freakies estén sacando Coca-Cola por la nariz.

Pues eso. Al ver la trampilla levemente desplazada, cuando llegué a casa, pensé: estos guionistas creen que soy imbécil, y que voy a trepar por el lavabo para ver qué hay ahí arriba. E imagino que este gesto hubiera aumentado la audiencia del show de mi vida. Pero si alguien piensa que voy a permitir que todo el mundo se ría mientras un zombie me come la cabeza está muy equivocado.

Así que me fui a dormir. O a intentarlo. Juro que me he pasado la noche oyendo cómo algo, o alguien, arañaba el techo de mi casa.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Bajo el sofá



Recuerdo que, de pequeña, debajo de los sofás de la casa de mis padres, vivían unas señoras que me agarraban de los tobillos para que tropezara. A veces incluso intentaban arrastrarme con ellas a ese mundo que hay debajo de los sofás y de las camas, un mundo con bolas de polvo y monedas extraviadas y algún bolígrafo que salió rodando y los restos de una galleta.

A mí esas mujeres me daban miedo. Sobre todo por las noches. Porque cuando me levantaba a hacer pipí, me perseguían por el pasillo. Eran muy altas, y tenían el pelo largo. Vestían como hippies, con ropas vaporosas un poco transparentes. Tan altas eran, que si se ponían de cuclillas tocaban con las rodilla las paredes del pasillo, y así se deslizaban más rápido.

Recuerdo que por entonces iba a misa todos los domingos, y el cura decía que los demonios no existen, que son fruto de la imaginación o de los sueños. También recuerdo que, cuando pasaba algo malo, mi madre decía: "Sólo ha sido una pesadilla".

Así que, cada vez que una de esas señoras me perseguía, me ponía a rezar un padrenuestro, que era la única oración que me sabía con los ojos cerrados. Y cuando los abría, ellas ya no estaban ahí.

Una vez me encontré a una de esas mujeres en casa de mis abuelos, en el mismo sitio donde los Reyes Magos solían dejar sus regalos después de trepar con sus barrigotas hasta el tercer piso y colarse por la ventana. En aquella ocasión, en casa de mis abuelos, no había regalos, sino aquella mujer espectacularmente guapa que me hacía promesas extrañas. Y me puse a rezar, como siempre, para que se largara.

Ella empezó a reírse como la bruja mala de la Bella Durmiente, algo parecido a esto: jiájiájiá. "No reces, niña", dijo la cabrona, "que esto no es un sueño, y no te vas a despertar. Los sueños no existen".

He olvidado qué pasó luego. Sólo sé que tuve mucho miedo. Y que nunca entendí qué hacía esa tipeja allí, si se supone que vivían todas debajo de los sofás de la casa de mis padres.

En aquella época solían decirme que no fuera con desconocidos. El problema es que luego son los desconocidos los que vienen a ti, y por la mañana descubres que los monstruos no se ocultan bajo tu cama, sino encima de ella.

La cuestión es que en mi trabajo tienes que ir con desconocidos sí o sí. Y preguntarles cosas, y creerte lo que te cuentan. Forma parte de lo que se llama "curiosidad periodística". Y es muy interesante, porque la gente, por lo general, es bastante peculiar. En Caen, de hecho, pasa a ser directamente rara. O freaky, que es lo que se estila ahora. O, hablando con propiedad (que luego los semióticos se cabrean), bizarra.

En Caen todo el mundo hablaba del puerto. Preguntabas: "dónde se sale de fiesta por aquí?", y te respondían: "en el puerto". Preguntabas: "dónde puedo conseguir un cepillo de dientes a estas horas?", respuesta: "en el hotel Mercure, que está en el puerto". Y es un flipe, la verdad, porque Caen está a 30 kilómetros del mar. Yo no entendía nada.

Encima, como los normandos son un poco franceses, creen (como todos los franceses) que cuando les hablas no te estás dirigiendo a ellos. Es decir: consideran más lógico que hables sola. Volviendo al ejemplo anterior, antes de poder preguntar dónde está el puerto has tenido que perseguir a un gabacho durante tres calles, agarrarle del brazo como aquellas mujeres me agarraban a mí del tobillo, cogerle por la barbilla, hacer que vuelva la cara y te mire, y decirle: "Perdón, ¿podría decirme dónde está el puerto, por favor?". Entonces tal vez te conteste, aunque lo normal es que se encoja de hombros y responda: "Lo siento, es que no soy de aquí". O peor: "Lo siento, es que no entiendo su acento".

El famoso puerto resultó ser una ría con cuatro barcas amarradas. Me subí a una de ellas, hacía un frío de cojones, y me quedé dormida por culpa del vino de la cena.

Desperté en un pueblo de Finlandia cuya traducción sería Muerte. Y empecé a caminar flipando un poco, porque no sabía cómo coño había llegado hasta allí.

Entonces las vi. Primero pensé que aún iba borracha y veía doble. Las mujeres me miraban con muchísima curiosidad, como si yo fuera un fantasma. Aunque luego descubrí que si me miraban así era porque precisamente no lo era.

"¿Qué haces aquí?", preguntaron. Y había algo en ellas que me resultaba familiar, pero no sabía de qué se trataba exactamente. No es que fueran maleducadas como los franceses. Simplemente, se dirigían a mí con esa cordialidad un poco impostada de las visitas sorpresa. Tú llegas a casa de un amigo, por ejemplo, y justo en ese momento su novia acaba de decirle que quiere que lo dejen. Algo así.

Pero el caso es que yo no conocía a esas señoras, aunque me resultaran familiares. Por eso no entendía que me tutearan, ni que supieran mi idoma, ni que me preguntaran qué hacía yo allí.

"Has llegado demasiado pronto", continuaron. Y eso sí que me dejó KO, porque que te digan eso significa que te estaban esperando. Más tarde, sí, pero que te estaban esperando, al fin y al cabo.

Les conté que me había quedado dormida en una barca en Caen, y me había despertado allí, y les pregunté cuándo salía el siguiente tren a Francia, porque tenía que tomar un avión a Barcelona. Entonces una de las dos exclamó: "Debemos estar soñando".

"Los sueños no existen", respondí yo, presa de un viejo recuerdo.

Entonces aparecieron otras dos mujeres iguales a ellas. Y de repente las reconocí a todas. Eran las señoras que me habían asustado tanto de pequeña. Venidas a menos, todo hay que decirlo. Habían cambiado sus vestidos vaporosos por gruesos jerseis de lana, y se habían cortado el pelo. Llevaban gafas.

Me puse a temblar y a punto estuve de rezar un padrenuestro. Pero me di cuenta de que ya no lo recordaba.

"No te preocupes", resolvieron al final, "haremos que parezca un sueño".

Y así abrí los ojos. Como por accidente.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

El globo rojo


El cuarto de baño era rosa-casa-de-la-abuela. La bombilla hacía ese ruido inquietante de las películas de David Lynch. Y cuando llegué, la calefacción estaba apagada. Por si no quedaba claro que me habían metido en el cuartucho de la asistenta, encontré un juego de escoba, fregona y recogedor en el armario. Pero el viaje a Caen había sido tan cansado que no me costó dormir.

Supongo que el vino de la cena, y las cervezas en aquel club de jazz con chimenea y un alce decapitado en la pared también hicieron su efecto. La cuestión es que no recuerdo qué estaba soñando; hacía apenas media hora que había cerrado los ojos cuando, de repente, sonó el teléfono de la habitación.

Intenté encender la luz que hacía el ruido de las películas de Lynch, en vano. Intenté mirar qué hora era en la pantalla del móvil (las tres y media). El teléfono sonaba y sonaba, como si no tuviera nada mejor que hacer. Por fin, contesté. Era la felicidad.

-Pero si tú no existes. -le dije.
-Joder que no. -contestó. -¿Entonces estás hablando sola?
-¿Y cómo has conseguido este número? ¿Seguro que quieres hablar conmigo? -insistí.
-Claro, capulla. Y la llamada me va a costar un pastón, que es internacional.

Qué fuerte, estaba hablando con la felicidad, y resulta que tiene voz de tío.

La verdad es que no sabía muy bien qué decir. A mí la felicidad me parece una horterada de la hostia, basta ver los libros que la plantan en sus cubiertas como si fuera lo más, y luego abres el libro y está lleno de chorradas. Y si está firmado por Eduard Punset, peor, porque encima tiene fórmulas matemáticas, o químicas, o ecuatorianas, o yo qué sé cómo se mide la felicidad, pero en fin, soy alérgica a esos libros. Pero claro, eso no se lo podía decir a ella, la protagonista de esos libros. Es demasiado famosa como para criticarla.

Además, por lo visto todo el mundo va detrás de ella, y se lo debe de tener muy creído. Si me estaba llamando a mí (a mí!) desde el extranjero, qué menos que sentirme orgullosa, o privilegiada, o afortunada, algo así.

-Vaya. -dije. -No sé qué decir.
-¿Qué te parece si me cuentas lo que has hecho hoy? Es que me aburro.

Nunca se me había ocurrido que la felicidad pudiera aburrirse. Siempre parece tan ocupada en pasárselo bien y expresar lo bien que se lo está pasando... Pero bueno, me gustaba tenerla al teléfono, así que le conté que había cogido un avión de Barcelona a Orly, que allí nos esperaba una chófer a La Loca y a mí que se comió un bocadillo antes de llevarnos a Caen, que chófer viene de chauffeur (o sea, calentador), porque antiguamente había que calentar los coches para ponerlos en marcha, que a mí no me apetecía nada que la chófer esa del bocadillo me calentara y a La Loca tampoco. Que el viaje en coche fue muy largo. Que cuando llegamos a la ciudad, sobre las diez y media, casi todo estaba cerrado. Que encontramos la calle donde están los restaurantes. Que me comí una ensalada de marisco y una pizza con queso de cabra. Que bebimos vino. Que los franceses son unos desagradables aunque no sean de París porque los de la mesa de al lado no nos dejaban su cenicero aunque no estuvieran fumando porque una gilipollas dijo: "Es que luego tal vez fumemos".

Entonces paré un momento para tomar aire y saber si la felicidad se había quedado dormida. Seguía al otro lado, y quería más.

Le conté que luego habíamos entrado en un colmadito que estaba abierto a todas horas, y que pedimos un cepillo de dientes para La Loca, pero que no había, porque el colmadito sólo tenía comestibles y los cepillos de dientes no se comen aunque te los metas en la boca. Le conté que fuimos a un hotel de cuatro estrellas para que nos vendieran un puto cepillo, y nos lo vendieron junto a un dentífrico por cinco euros, y que el recepcionista (por fin!) era muy majo.

Ahí la felicidad me interrumpió:

-¿Sabes que yo también soy recepcionista?
-¿Cómo, recepcionista? ¿A qué te refieres? ¿Recibes a todo el mundo? ¿Eres políglota? ¿Es una metáfora?
-No, trabajo en un hotel. Eso es todo.
-Ah.

Como no lo entendí muy bien, seguí hablando, y le conté que después de conseguir la pasta de dientes y el cepillo, entramos en un bar que tenía una chimenea encendida y la cabeza de un alce decapitado colgada en la pared. Había libros de caza en las mesas, y un viejo tocaba el piano en un rincón.

Aunque sólo hablaba yo, la felicidad me hacía reír todo el rato.

De repente nos dimos cuenta de que llevábamos más de una hora al teléfono. Y nos despedimos sin nostalgia. Porque la felicidad es así, te deja soñando con una sonrisa. Lo sé, suena cursi, pero la culpa es suya, no mía.

Al día siguiente, La Loca y yo hicimos muchas cosas. Y a las 20,30h de la tarde estábamos invitadas a un espectáculo de circo que se representaba en el Théâtre des Cordes. A las 20,25h los organizadores nos llamaban deseperados. Llegábamos al teatro a las 20,30 en punto, pero teníamos que hacer pis. A las 20,31 el organizador máximo nos sacó del baño.

Tuvimos que sentarnos en un escalón.

Empezó el espectáculo:

En una pantalla, se ve cómo un globo rojo llega a la orilla de una playa con el cielo gris. Un hombre sale del globo, se pone el globo en la cabeza. El globo es casi tan grande como él. El hombre del globo se va por las calles, los mercados, las plazas de Estocolmo con el globo rojo en la cabeza. Nadie le hace ni puto caso.

Mientras tanto, en el escenario, el mismo hombre del globo pero sin globo se mete tenedores por la nariz (por la parte donde no están las púas) e invita a alguien del público a que le ayude en su próximo número. El desgraciado elegido era calvo como él, y el hombre del globo sin globo le puso un pañal, lo convirtió en un cutre-faquir. Y después de una batalla en plan Guerra de las Galaxias (uno con una espada, el otro con un puñal), al final el hombre del globo sin globo se mete la espada por la boca. Y, cuando la saca, se ve que no ha hecho trampas, porque del filo incluso cae la baba.

En la pantalla, el hombre del globo rojo con globo repite el mismo ejercicio con el neón de un supermercado. Se lo mete hasta el fondo y no se electrocuta ni nada.

Todo esto, con numeritos escatológicos intercalados que hacían reír a los franceses como si fueran ingleses. Al hombre del globo sin globo se le vio el culo, y hubo más de una normanda que se tapó la cara escandalizada.

Vale. (luego, el hombre del globo rojo sin globo me explicaría que vale -pronunciado bale- en sueco significa polla).

Mientras miraba el espectáculo no sabía qué pensar. Era como ver Los idiotas de Lars von Trier, película sobre la cual tampoco estás muy segura qué pensar. ¿Era aquel hombre del globo un idiota, o era un puto genio de la hostia?

La Loca y yo nos fuimos a cenar. Y luego acabamos en un antro patético con arena en el suelo y palmitos en las columnas, y una gogó de 70 años bailando en medio de la pista, y un mosaico del Che detrás de la barra. Y al principio la cosa nos hizo gracia. Pero tuvimos que irnos corriendo antes de ponernos a llorar.

Nos tomamos unas cervezas en el hall del hotel donde estábamos alojadas, y entonces aparecieron unos tipos con gorros andinos. Se los quitaron, y eran los suecos del espectáculo de circo; hombre del globo sin globo incluido. Se sentaron con nosotras, nos invitaron a más cervezas y a sidra, chapurreábamos el inglés y el francés, nos enseñaron palabras en sueco, eran muy divertidos.

Y entonces comenté que yo dormía en el cuartucho de la limpieza, porque estaba segura de que en la cuarta planta no se alojaba nadie más que yo. El hombre del globo sin globo puso los ojos como platos y dijo: "No dormirás en la habitación 407".

Yo contesté: "Sí, ¿cómo lo sabes?".
Él respondió: "Porque yo estoy en la habitación de al lado, y anoche una petarda no me dejó dormir, porque hablaba todo el rato y se reía sin parar. Y yo tenía que concentrarme para comer espadas. ¿O qué te crees? Comer espadas y meterse tenedores por la nariz requiere descanso; si no, te puedes morir en pleno espectáculo, conozco a un insomne a quien le pasó".

Conclusión: el hombre del globo podría haber muerto de felicidad.

O la felicidad es un globo rojo.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Bergman inédito e inaudito

El viernes me iré con mi amiga La Loca a Normandía. Vamos a un encuentro de coolturetas suecos. Aunque nos hagamos las suecas muy a menudo, la verdad es que no tenemos ni idea de lo que pasa en ese país. De hecho, tampoco tenemos ni idea de qué pintamos nosotras en ese encuentro. Pero allí estaremos. Van a proyectarnos una película inédita de Bergman en un pase privado. Hasta aquí, el dato freak. Y repito: Bergman es importante.

Empieza la historia:

A veces, cuando vamos mal de pasta, mi amiga La Loca y yo nos prostituimos etílicamente. Vamos al bar de un hotel muy pijo que hay en Passeig de Gràcia, nos pedimos una copa de vino, y esperamos a que dos capullos nos entren. Les seguimos la conversación hasta que pagan, y nos largamos.

El viernes pasado, sin embargo, la cosa fue algo distinta. La Loca decía que se nos había hecho tarde, y que tendríamos que ir a saco. Nada de esperar, pues. Vimos a dos chicos que ya se iban, ella les preguntó: "Ya os vais?". Yo les pregunté: "¿De dónde sois?". Y cuando contestaron: "Canarios", se me vino el mundo encima. Porque los canarios cantan que trinan y a mí me apetecía practicar inglés. Así que me disculpé y me fui al baño.

Cuando volví, mi amiga La Loca se había sentado con otros dos tipos. "Mira, éste es inglés, como tú querías, y éste es normando, así que perfecto, porque nos podrá contar cosas para el viaje". Entonces fue ella quien desapareció un momento, y nos quedamos los tres (el inglés, el francés y yo) sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. De chiste, claro.

Ellos habían visto cómo veníamos de la mesa de al lado. Habían visto cómo habíamos hablado unos segundos con otros dos hombres. Estaban tensos. Nosotras íbamos con jerseis gruesos, bambas y tejanos, pero igual podíamos ser putas modernas. No sabían de qué hablar, y mi inglés es malo, con lo cual tampoco me atrevía mucho a bromear. Hablé con el normando en francés un rato, pero estaba realmente cortado.

La Loca volvió, alegre como siempre, y empezó a contarles lo del viaje, lo de los suecos, un coche vendrá a buscarnos al aeropuerto de Orly. Pensaron que éramos putas de superlujo. Un coche de París a Caen sólo para nosotras. Iban flipando más y más. Hasta que por fin, no pudieron aguantarlo, y preguntaron con voz trémula: "Pero... ¿a qué os dedicáis, exactamente?". "She's journalist and I'm editor", respondió La Loca. "Publisher", corregí yo. Si es que había algo que corregir, que no lo sé.

La cuestión es que los chicos suspiraron tan, tan, tan fuerte que diría que adelgazaron un par de kilos. "Creímos que erais putas!", exclamó el inglés. Y yo pensé que periodista o prostituta o editora, tampoco hay tanta diferencia.

En fin, que ellos no querían decirnos cuál era su profesión. El inglés se puso a hablar con La Loca, el francés se puso a hablar conmigo en perfecto argentino, el cabrón. De repente me dijo que se había comprado una casa en Barcelona porque estaba claro que teníamos que conocernos. Y contesté: "Lo dudo, llevas una cadenita de oro en el cuello, y jamás me enrollaría con un tipo que llevara una cadena de oro". Entonces me di cuenta de que el otro llevaba otra cadena sospechosamente similar.

Para cambiar de tema, le dije que estaba loco, comprándose una casa. Y él dijo que es el primer paso para casarse y tener hijos. Y le dije que yo no me casaré ni tendré hijos jamás, porque si tienes un hijo a los 30, entonces tienes un intruso metido en tu comedor hasta los 65, y no hay manera de quitártelo de encima, y por si fuera poco nunca es el mismo, porque primero se caga encima, luego se caga en el cole, luego se caga en ti, y luego se caga en todo. Y él dijo: "Entonces, ¿no tienes sexo?". Y yo le dije: "Cómo, que si no tengo sexo, a qué te refieres". Y él dijo: "El sexo es para tener hijos". Y yo pensé que me estaba tomando el pelo porque de todo el mundo es sabido que los hijos vienen de París y que el sexo es para gastar condones, que sino quiebra Durex y los tienen que echar a todos.

Bueno, el normando me invitó a que fuera con él a jugar a golf a la mañana siguiente, nada menos que a las siete. Le contesté que era un esnob, porque esnob, en francés, quiere decir pijo, y volvíamos a hablar en francés. Se fue, y nos quedamos con el inglés, que pagó las copas, según lo previsto.

Como nos había caído bien, nos lo llevamos de fiesta. Él insistía en que no podía quedarse mucho rato, porque en realidad eran pilotos y tenía un vuelo a las 7,30h. A mí, que los dos pusieran más o menos la misma hora como toque de diana, me hizo sospechar un poco.

Fuimos al Astrolabi, bebimos cerveza, el inglés cantó y bailó una canción de los Smiths, confesó que no eran pilotos ni nada parecido, evitó aclarar a qué se dedicaban en realidad, y cuando cerraron el bar, lo acompañamos a su hotel, en la calle Còrsega. Para saber la dirección exacta, me enseñó su factura. Y ahí es cuando me quedé con su apellido. Atención: Verman.

Lo raro es que no reconoció su propio hotel. Y eso que se suponía que, por lo menos, tendría que haber dejado allí su equipaje. Bueno, nos despedimos sin saber a qué coño se dedicaban esos dos, y fantaseamos con un montón de posibilidades.

Al día siguiente hice un Google y lo encontré. Habíamos pasado la noche con dos predicadores de incógnito. O prediacadores, o santos, porque la hermandad a la que pertenecen se llama algo así como los nuevos santos de Jesucristo. Llamé a La Loca en seguida y recordó que, en algún momento, le habían preguntado si creía en la existencia de Dios.

Miedo.

Ayer, un taxista desapareció durante todo el día, y reapareció en Vic, y todo lo que había contado era mentira, porque no lo habían secuestrado ni nada. Su apellido era Berman.

Esta tarde me han ofrecido un trabajo que puede ser divertido. Quien lo ha hecho me ha dado el teléfono del que sería mi jefe, y ha dicho: "Es sueco".

Todo esto es muy raro. Si alguien tiene una teoría, que lo diga. Gracias.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Un metro bajo tierra

Todos los viajeros del vagón estaban muertos. Había algunos viejos, pero pocos, que éstas no son horas de morir a según qué edades.

Estaba el gilipollas de la moto haciendo el caballito, y el inoportuno que se puso delante. Estaba el agotado que se durmió al volante y el otro, el tonto, el que desde el principio todo el mundo colocó ahí. Dos putas yonkies se espatarraban en un asiento con las piernas tan abiertas como tuvieron en vida. Y, agarrada a la barra, también estaba ésa vestida de militar; con botas de tacón y chúpamela la punta, eso sí.

Estaban el que se inmoló y el que no lo hizo; en la portada de su libro se leía: Tao. Estaba la madre desesperada, la hija desaparecida. El violador que de repente se clava su propia navaja en el costado. Y también el suicida, que ahora que ya está, se lía un porro.

Estaba el que cumplió veintisiete y, como los grandes, no quiso cumplir más. Alguno que, como quien cruza el estrecho, cruzó el Llobregat. La típica enferma que dejó de comer. El típico comilón que dejó de ponerse enfermo. La del cáncer, el del cáncer, la de pecho, el de pulmón.

Algún niño que, jugando en aquel acantilado, llegó demasiado lejos.

Alguna niña que, jugando a ser mayor, se pudrió de repente.

Los tres que prescindieron del arnés. El del hígado deshecho. Aquél que se arrepintió de haber matado a su mujer.

La mujer asesinada. El currante al que le dio un infarto. El de los cuatro millones de rayas. Uno al que atribuyeron causas naturales. El que no pudo más. La que nunca sabrá que hubiera podido.

Otro accidente laboral. Ella se atragantó comiéndose una pizza.

Nació así.

Fue la mafia, una de tantas.

Nunca sabrá lo que pasó.

Otro suicida. Y van tantos.

Éste fue de puro aburrimiento.

Entonces me doy cuenta de que voy en el mismo puto vagón. Siguiendo su puto mismo camino.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Ponte en mi piel

La cuestión es que olvidé que había cambiado de piel, y la metí con las sábanas en la lavadora.

El problema es que en mi casa las tuberías no funcionan bien. De pequeña, mi alma se coló por el desagüe de la bañera de mis padres, sin demasiada repercusión, porque también ella era poca cosa. Pero cuando me mudé aquí, lo que se fue por el agujero de la bañera fue mi espíritu. Y eso ya es otra cosa.

Un espíritu dentro de una tubería es un escandaloso, basta ver películas como Al final de la escalera. Aunque sea el tuyo, y haya confianza, el espírirtu no puede evitarlo, y se pone a golpear el metal durante la noche, y las paredes tiemblan, y a algunas personas eso les da miedo, pero a mí simplemente me saca de quicio, porque por las noches lo único que quiero es dormir, no oír los golpes que mi espíritu da a las tuberías. Que hubiera ido con más cuidado, y no se hubiera metido donde no debía.

Como está allí dentro, emboza la cañería, y cada vez que pongo una lavadora, se inunda todo.

Vino el fontanero, el señor Manuel, y estuvo estudiando la situación. Dijo: "Tiene usted un espíritu muy fuerte, señorita. No acabaríamos con él ni con todo el disolvente del mundo". Hombre, le contesté, tampoco era mi intención disolver a mi espíritu.

Así que convenimos dejarlo donde estaba, porque la otra opción era abrir toda la pared en canal, y sacarlo de allí. Con lo cual, cabía la posibilidad de que liberáramos de paso a un montón de fantasmas, porque de todo el mundo es sabido que viven en las paredes. Y la verdad, no me apetecía tener fantasmas en casa, ya me basta con los del trabajo.

En fin, que cada noche le doy un somnífero a mi espíritu; se lo paso por el desagüe del lavabo después de lavarme los dientes. Y claro, no puedo hacer la colada en casa, porque se inundaría, y luego tendría que ir nadando a la habitación, y la cama saldría flotando por la ventana y se le caería a algún transeúnte encima de la cabeza. Así que, como no puedo hacer la colada en casa, tengo que ir a una lavandería de ésas que aparecen en las películas americanas, una lavandería pública donde metes la ropa en el tambor y esperas a que acabe, o te vas de compras durante el tiempo necesario.

Pues eso. Olvidé que había cambiado de piel, y la metí con las sábanas en una lavadora de ésas públicas. Aproveché la hora y media que dura el programa 4 (colores delicados) para ir al súper a comprar garbanzos. Entonces, cuando estaba discutiendo con la cajera porque ella quería venderme un boleto de navidad y yo le decía que la navidad no existe porque es un matrix, me acordé de repente: mi piel estaría allí, en la lavadora, dando vueltas y más vueltas, mareada, convertida en un especie de felpudo.

Dejé los garbanzos y la discusión, y empecé a correr hacia la lavandería como alma que lleva el diablo (aunque no tengo alma y el diablo vive en la alcantarilla de abajo). Y, al llegar, vi a esa tía estúpida e impaciente que me miraba. "Es que la otra lavadora no funciona", dijo mientras hacía un globo con su chicle de fresa. Había vaciado el tambor, dejando mis sábanas esparcidas por el suelo, para meter sus trapos de mierda en su lugar y estaba tan tranquila. La capulla.

Revolví las sábanas rápidamente, buscando con desesperación mi piel, mientras la gilipollas ésa me miraba y hacía globos rosas con su chicle. Los globos hacían plop.

"Oye", dijo al final, "¿estás buscando un pellejo lechoso con colágeno por un tubo?".

Sí, contesté, eso mismo.

"Pues se lo ha puesto un viejo que apestaba a naftalina, y ha dicho que se ha quitado cuarenta años de encima", la subnormal profunda se me quedó mirando un buen rato, impertérrita, incluso aburrida, y añadió: "El viejo ha dicho que, en tu piel, se sentía muy puta".

Introduje las sábanas en la bolsa y volví a casa arrastrando los pies. Un viejo se ha metido en mi piel, y ahora se paseará por la ciudad como si fuera yo. Pero es evidente que no es yo; su espíritu estará podrido, y el mío es tan fuerte que emboza las cañerías y no se puede disolver.

La próxima vez haré la colada en casa del señor Fregono. No sé por qué no se me ocurrió antes.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

A carne viva

Cuando me he levantado esta mañana, algo de mí se ha quedado en el colchón.

No me he dado cuenta en seguida. He ido a la ducha y he notado que tenía más frío que de costumbre. Mucho más.

Luego, incluso el agua me dolía.

Entonces lo he entendido. Estoy cambiando de piel.

Dicen que no pasa nada, que se regenera; que la nueva es más tersa, elástica y fina. Inodora, más limpia. Como las compresas.

Pero yo no tengo alas.

Ni reglas.

Simplemente estoy cambiando de piel.

Mientras tanto, vivo a carne viva.

domingo, 4 de noviembre de 2007

El hombre del salto

Sebastià Zanoguera ©

Creo que el otro día tuve mi primera revelación post cínica. Había ido con mi amiga La Loca a un concierto del Señor Chinarro. No quedaban entradas, pero el hombre está un poco enamorado de mi amiga, y le dijo: "Esta noche te trataré como si fuéramos novios". Así que nos vino a buscar a la cola, ante la mirada atónita de los fans, y nos entró al Heliogábal sin que tuviéramos que pagar entrada, y nos invitó a unas cervezas, y cuando el concierto acabó, nos sentamos con él y su bajista a ver cómo firmaban autógrafos y posaban para las fotos hechas a móvil alzado.

Ya metidas en el papel de groupies, acompañamos al Sr. Chinarro y su bajista a un piso en la calle Escorial. Y empezó el drama. Porque una cosa es hacer de groupie y otra muy distinta hacer de hippy. Ya habían desenvainado sus guitarras y se disponían a recordar viejas canciones, cuando entendí que era demasiado tarde. No podría salir de allí.

Era evidente que no podía dejar sola a mi amiga La Loca con esos dos cantautores, no fuera que la convirtieran en musa haciendo que su nombre rimara con bicoca, o retoca, o moca o peor: en plan rima asonante como pelota, asoma, o demora. Porque los cantautores son así, si necesitan meter una palabra en un estribillo y no les cabe, la meten igual. Y si no queda del todo bien, añaden un lalalá, un nananá, o un mmmm mmmm mmm y listos.

En fin, que no podía dejar a mi amiga sola; todavía menos cuando comprobé que se disponía a hacer los coros. Así que me acomodé en el sofá, puse mucha atención, y me quedé dormida.

Luego pensaría en la cola de fans desesperados por ver al Sr. Chinarro, también en aquéllos que le pidieron firmas y fotos. Pensaría que ellos hubieran dado cualquier cosa por estar sentados allí donde me encontraba yo, y yo, mientras tanto, me dejaba arrastrar por el sueño de Morfeo (que no por 'El Sueño de Morfeo', lo cual hubiera sido el colmo del insulto, sobre todo ahora que Alonso ha perdido el mundial).

Pero a lo que íbamos. Cerré los ojos, y mientras sonaban las notas perdidas de una canción triste, recordé una pregunta que aparece en El hombre del salto, de Don DeLillo.

El libro tiene imágenes muy buenas, como el uso de la expresión "Oh my god!" que todos oímos aquel 11-S cuando el segundo avión se estrellaba con la torre gemela. La mujer grita: "Oh my god", y quienes estrellan el avión también dicen hacerlo por su propio dios: "Alá es grande". O sea, que todavía hay gente a quien le viene Dios a la cabeza en los momentos críticos o extremos.

La pregunta que recordé del libro mientras el Señor Chinarro inventaba una nueva canción era ésta:

"¿Y la gente que Dios salvó? ¿Son mejores que quienes murieron?".

Dejando al margen que la traducción es pésima (por qué no poner "¿Y las personas a las que Dios salvó? ¿Son mejores que las que murieron?"), la cuestión no radica tanto en la existencia de ese dios como en la creencia de su bondad. Mejor dicho, de su ecuanimidad.

Lo cual no tiene ningún sentido, me dije entre sueños.

Porque, vamos a ver. Fijémonos en nuestro entorno: ¿Quién está en el poder? ¿Quiénes lo ejercen? Los capullos integrales. Mediocres. Personas casi siempre incapaces que imponen sus propios intereses a la justicia. No porque quieran joder al personal, sino simplemente porque ni siquiera se han apercibido de su existencia. Jefes, políticos, reyes o papas, observan la sociedad como masa. Son incapaces de concebir la idea de individuo ni mucho menos de comprender y rentabilizar sus aptitudes.

Si, en nuestra propia oficina, quien nos manda no tiene ni puta idea de cómo somos ni hasta dónde podemos llegar... ¿cómo va a hacerlo Dios, con tanta gente a su cargo? Le reclaman tanto y en tantos idiomas, que ya ni se mira los faxes, los correos electrónicos o los mensajes en el contestador; perdería demasiado tiempo.

Seguramente el pobre inició esta empresa con ilusión, pero luego creció demasiado, se le fue de las manos. Y él no deja de ser, como la mayoría de los jefes, un mediocre. De vez en cuando tiene que hacer recorte de personal, y actúa como actuaría cualquiera: primero despide a los que hagan menos ruido, no sea que le denuncien. Luego, a los veteranos mediante prejubilación. Con los demás casi nunca acierta, porque no se ha fijado en ellos. Porque fijarse en cada uno le daría demasiado trabajo. Y tiene que actuar rápido para que no quiebre el negocio.

Tras estas elucubraciones, ya en casa, a salvo de las autocomposiciones guitarreras, recordé otra cosa que casi nadie recuerda porque vivimos en Un mundo feliz y en 1984. Hoy todos culpan al PP de haber mentido el 11-M y días posteriores. También culpan a una serie de medios de comunicación.

Pero lo que yo recuerdo es que el 11-M todas las radios y televisiones decían lo mismo que el gobierno. Y que el 12-M todos los diarios (no sólo los de la derecha) publicaron que el atentado lo había perpretado ETA.

Los que están en el poder mienten. Y, en principio, la función de los medios de comunicación es cuestionar lo que dicen los que están en el poder. Su trabajo no consiste en hacer de portavoces, sino de investigadores.

En caso contrario, acabarán clamando la palabra del más fuerte, del que está más arriba. O sea, de Dios. Lo cual los convertirá en los trepas de la oficina. O peor: en integristas.

miércoles, 31 de octubre de 2007

La secta de la perra

Hoy me ha pasado algo muy específico. Me estaba comiendo un taco mexicano con un guacamole de color escatológico, cuando, de repente, un reservista me ha definido. En realidad no sé qué es un reservista. Creo que es una persona que obliga a las demás a que tengan reservas. Pero no sé si son reservas de despensa, en plan llega una guerra nuclear. O más bien reservas en plan "oye, mejor córtate y resérvate eso para ti".

A veces puedo ser un poco deslenguada, expresión extraña que quiere decir lo contrario de lo que dice. Deslenguado: no tiene lengua. Por lo tanto, no puede hablar. ¿Por qué se llama deslenguado al que habla demasiado? Tal vez porque su lengua se ha independizado y dice lo que le da la gana. Como el catalán. O el vasco.

Bien, sea como sea, estaba comiéndome un taco mexicano, cuando el reservista ha soltado: "Lo que pasa es que eres una post-cínica". Toma ya. Nunca me habían definido con tanta precisión. Claro que los reservistas, donde ponen el ojo, ponen la bala. Si no, ya me dirás tú para qué sirven. Pues para atinar y no errar el tiro. Pero bueno, en cualquier caso, no tengo ni puta idea de lo que puede significar post-cínica.

Seguramente debo ser la primera post-cínica de la historia. Ni siquiera tengo claro si va con guión o sin él. ¿Post-cínica o postcínica? Lo que he entendido es que tengo un cometido. Debo crear una filosofía, o un manual, o algo (lo que sea!) que defina mi naturaleza.

Junto al reservista había un argentino que no lo puede evitar. Y claro, ha empezado a hablar de psicoanálisis o de psicología, o de cualquier cosa que empezara por psi, que es una letra griega. De hecho, él hablaba de la secta del perro, o del perro sectario, algo parecido.

He interpretado que se refería al perro de Pavlov, que era un perro que segregaba saliva o jugos gástricos, o una guarrada de ésas, cada vez que sonaba un silbato. Entonces me he preguntado qué coño tendrá que ver segregar saliva con ser una postcínica. O post-cínica. Es más: ¿qué sentido tiene que un perro monte una secta con otros canes que segregan saliva?

Me daba vergüenza preguntárselo al argentino, pero lo he hecho. Craso error. Nunca preguntes a un argentino, salvo que no tengas nada que hacer en toda la tarde. El hombre se ha puesto a hablar de Diógenes. Y he flipado, porque no entiendo qué tienen que ver el cinismo, el postcinismo, los perros, las sectas y mis tacos mexicanos con el hecho de acumular basura en casa.

En fin, ahora resulta que soy una cosa que no sé lo que es, pero que me define a la perfección. Es más: soy la primera respresentante de la historia de la humanidad de lo que soy. Acojona un poco, todo sea dicho, porque tengo una responsabilidad muy grande. Pero bueno, me colgaré la etiqueta (al final de este post), y marcaré tendencia.

Tiembla, House, tú sólo eres cínico. Yo estoy más allá.

domingo, 28 de octubre de 2007

Memhora de más

Ésta es una noche vieja porque tiene una hora más que las demás. Y cuantas más horas, días, meses o años tienes, más viejo eres. Por eso no entiendo que se llame "noche joven" a las noches largas. En realidad, cuanto más larga sea tu vida, más viejo serás. Por lo tanto, las noches largas son mayores que el resto. Tampoco entiendo por qué la nochevieja va vestida así, en conjunto, nochevieja, pero ésta es otra cuestión.

Hoy a las tres volvían a ser las dos. Hasta ahí llega la mentira social. Tú sabes que son las tres, los relojes que te rodean marcan las tres. Pero te dicen que son las dos, y tú vas y cambias tu reloj. Y al día siguiente, cuando te levantas, no son las once, sino las diez. Porque te han dicho que es así. La programación de la tele ha cambiado, y la tele siempre marca tus horarios.

Hoy, a las primeras tres de la madrugada, estaba en el Lisboa. El Lisboa es un bar de Palma, y yo estaba ahí porque he venido a pasar el fin de semana con mis padres. Estaba en el Lisboa rodeada de gente rara; de hecho, de un montón de gente, y he pensado: "Todo lo que haga a partir de ahora hasta dentro de una hora no existirá". Y claro, he ido a pedir otra cerveza.

Antes de que cambiara la hora, y de que la noche se hiciera un poco más vieja, he estado con mis abuelos los belgas. Mi abuela está emperrada en que tiene Alzheimer. "A ver, ¿qué día es el cumpleaños de tu marido?", le he preguntado. "El dieciocho de abril!", ha contestado sin dudarlo. "¿Qué día es el santo de mi padre?". "El 17 de enero!", ha exclamado. "Pero... ¿qué te hace pensar que tienes Alzheimer?", le he preguntado derrotada. "Lo sé, ya tengo edad para saber estas cosas", ha respondido. En fin, a mí me da que sólo quiere tener Alzheimer para estar a la altura de Maragall...

...y para tener una excusa que le permita olvidar sin la necesidad de beber alcohol, porque cree que el alcohol engorda, y ella está a régimen.

Lo de que el alcohol engorda es una falacia. Os lo dice una experta que pesa 51,9 kilos.

Pero mientras estaba en el Lisboa rodeada de gente rara, he pensado en esa hora que cada año forma parte de la amnesia. Una hora que le ganamos al Alzheimer o perdemos en la memoria.

Entonces he decidido volver a casa.

De las tres a las tres, remontaba la Riera cuando un hombre políticorrectamente llamado de tez morena me ha dicho: "Hola, guapa".

He contestado: "Oye, negro, ¿verdad que no te gusta que te estén recordando todo el rato que eres negro? Pues a mí no me gusta que me recuerden todo el tiempo que soy mujer". Ahí están la amnesia de mi abuela y la de Maragall. Ahí está la hora anual en la que se nos está permitido olvidar. Tan peligrosamente voluntaria.

Era un momento de ésos que van de las tres a otra vez las tres. Eran pasadas las primeras tres de la madrugada, pero todavía no habían llegado las segundas tres. La pregunta es: ¿Qué hora pondrían en caso de que hubiera un suceso?

El hombre políticorrectamente llamado de tez morena podía tirarme por el puente, o podía tirarme yo, a la Riera. Dejarme arrastrar hasta el mar. ¿A qué hora registrarían las páginas de sucesos el acontecimiento? ¿A qué hora puedes morir esta noche tan vieja?

Por otro lado, también cabía la posibilidad de que me enamorara de este hombre. ¿A las tres o a las otras tres? Éstas son horas como las antiguas pesetas. Redundantes. Las pesetas son antiguas, pero son pesetas en sí. No son antiguas pesetas. Y l0 mismo pasa con las horas. Las antiguas tres de la madrugada ya no existen, porque se han vuelto las dos. Aunque en realidad, a las tres eran las dos. Por lo tanto a las otras dos era la una. Por lo tanto, a la una eran en realidad las doce; pero no consta en ningún sitio.

He seguido caminando, Riera arriba, hasta el instituto donde estudié. Delante de la puerta, un hombre caminaba haciendo eses. Cuando caminas haciendo eses no pierdes tanto tiempo. No en una noche como la de hoy. Tienes una hora entera por delante en la que puedes arrastrarte como en esas bandas teletransportadoras del aeropuerto, aunque golpeees de lado a lado.

La hora sin nombre sigue adelante. Y te llevará a casa, pese a que no lo recuerdes.

sábado, 27 de octubre de 2007

Qui m'estima més?

Traducción al azar de un fragmento escrito el 28 de octubre de 1996 en el Quadern Mildós

Felicidades, papá. Que cumplas 50 más. Sí, he venido de sorpresa. Ya veo que estás contento. Mañana por la noche saldré. Hoy como pastel de chocolate con vosotros y miramos Canal+. ¿Quién me quiere máaaaaas?, gritabas, qui m'estima méeeees. Y el primero que decía "yo" ganaba.

Mañana, ya verás, el maligno se pondrá enfermo. No, mentira, mañana todavía no; irá a comer una pizza con unos amigos. Será el sábado. El sábado yo también estaré medio enferma, pero porque habré llegado tarde de madrugada (pasadas las cinco) con un nivel de alcohol en las venas más que aceptable. O al revés. Inaceptable sería tal vez el término más preciso. JR me habrá besado en los labios. JR era mi amor platónico en el insitituto. Ya sé que no te lo he dicho nunca, pero tampoco te dije que salía con mi catequista y acabó siendo mi padrino.

La primera vez que el catequista y yo lo dejamos fue por este tal JR. Me gustaba mucho, no sé por qué. Solía decirme estupideces en los pasillos del instituto, hacía comentarios sobre mi pelo. Pero el viernes, aunque tendré unas ganas locas por enrollarme con alguien, no haré nada con él. No haré nada con JR. Pese a que le seguiré el juego, y me hará la pelota y me dirá cosas bonitas y yo recordaré... a pesar de que no lo veré tan fantasma como otras veces, y que estaré sexualmente preparada para lo que me den, a pesar también de que siempre he deseado... Acabaremos como siempre, papá, con las ganas. Pero cómo voy a contarte eso.

El domingo iremos a Orient con los abuelos para celebrar tu cumpleaños, y tú, hasta mi llegada, estabas triste porque no íbamos a ser siete, iba a faltar yo. Pero he venido. Y sigues triste porque el que no podrá venir al final es el maligno, que tiene fiebre.

Comemos sopes mallorquines y conejo. Te quiero, papá y regreso a Barcelona. Vendrás el próximo sábado con la excusa de que tienes que instalarme el ordenador.

jueves, 25 de octubre de 2007

Julio Verne es Google

Atención: este post puede herir la sensibilidad de los tintinófilos.

Estaba anoche comulgando con el cáliz espiritual... porque el alcohol, en catalán, también recibe el nombre de "esperit", o sea: espíritu. Lo cual tiene su sentido, ya que, al obtenerse mediante destilación, se eleva. Y el espíritu también se eleva. De ahí que, en realidad, el alma sea la parte etílica que hay en nosotros. Así que, a lo mejor, los borrachos y los alcohólicos tienen más alma que los abstemios. Algo en absoluto descartable, puesto que quienes empinan el codo se sienten más cerca del cielo, y a veces ven ángeles y elefantes rosas y otros seres volátiles.

Pero ya me estoy desviando del tema principal. Volvamos a empezar: estaba anoche tomándome unos vinos, cuando de repente me acordé de Tintín. No es que piense muy a menudo en él. Tengo un amigo belga que es periodista y se parece bastante a Tintín. De hecho, es una mezcla física de Tintín y John Cusack. Yo preferiría que se pareciera más a John Cusack que a Tintín, pero se parece a los dos por igual. En fin, anoche no pensaba ni en mi amigo ni en John Cusack, sino en Tintín a secas. No recuerdo por qué. Sólo sé que pensaba en él, y lo hacía a media voz (porque aún no he recuperado la voz del todo), y otra voz me dijo que Tintín era un gilipollas.

Bueno, primero dijo que era un aburrido, pero luego se animó y lo llamó gilipollas. Entonces, mi mediavoz contestó: "Hombre, no te pases, que el tío llegó a la Luna antes que nosotros". Como si "nosotros" hubiéramos estado en la Luna alguna vez. Que, dado que bebo alcohol, y que el alcohol se eleva como el espíritu, y teniendo en cuenta que la Luna no queda tan lejos, también puede ser. Pero no soy consciente de ello.

La cuestión es que dije que Tintín se nos había adelantado yendo a la Luna, y la otra voz respondió: "Sí, pero con bombachos. Ya me dirás tú qué mérito tiene ir a la Luna con bombachos". Es verdad: si viera a alguien con bombachos podría enviarlo a la Luna de una patada en el culo. Queda un poco ridículo ir en bombachos por la calle, así que viajar a la Luna en bombachos es el colmo.

Hubiera hecho una larga disertación filosófica sobre el uso y abuso de bombachos, pero la otra voz había cambiado de tema: "Además, Julio Verne estuvo en la Luna antes que Tintín".

Entonces mi mediavoz y la otra se quedaron un buen rato en silencio, supongo que reflexionando, aunque creo que las voces no reflexionan, sólo fingen que lo hacen, y entonces emiten sonidos como mmmmm. Bueno, se quedaron un rato en silencio mientras nosotros reflexionábamos, aunque creo que las personas tampoco reflexionan, sólo fingen que lo hacen, y obligan a sus voces que emitan sonidos como mmmmmmm.

Sea como sea, un minuto más tarde la otra voz preguntó: "¿Nunca has pensado que Julio Verne es Dios?".

La verdad es que no, nunca antes lo había pensado. Pero claro, es que el tío lo sabía todo. No antes de que sucediera, sino incluso de que existiera! Julio Verne se pasó cinco semanas en globo, viajó al centro de la tierra, fue a la Luna, se pateó veinte mil leguas de viaje submarino, descubrió una ciudad flotante y una isla misteriosa, dio la vuelta al mundo en ochenta días, conoció a los hijos del capitán Grant y a Miguel Strogoff, fue a una escuela de Robinsones y tuvo tribulaciones en China antes de que las tuvieran los Klamstein (Ángelalansbury Klamstein incluida). Encima tuvo tiempo de escribirlo todo. Y está claro que no hay tiempo para eso. A no ser...

...a no ser que seas Dios.

"Dios!", exclamó mi mediavoz. Y luego hizo un sonido de reflexión.

"Entonces, Julio Verne sigue entre nosotros", acerté a decir por fin. "Sí", contestó la otra voz solemnemente.

Julio Verne lo sabe todo y está en todas partes. Puedes preguntarle lo que quieras y te responderá lo que le dé la gana. Es omnipotente y omnipresente. También tiene el don de la simultaneidad, porque puedes consultarle a la vez en la China donde tribuló y en el resto del mundo que volteó en 80 días. Está en casi cada uno de nuestros hogares. Está nuestras oficinas, en los colegios, en las universidades. Tú le rezas para que sepa decirte por favor, por favor, por favor en qué año nació Fernando Esteso y él va, y te lo dice unas 42.200 veces. Le rezas para que te diga por favor, por favor, por favor, qué tiempo hará hoy, y también te lo dice unas 317.000.000 veces. Y siempre te lo dice por escrito, porque le encanta escribir. De hecho, ni siquiera te exige que se lo pidas por favor. Pero como soy muy educada, me costó años descubrir eso.

En cualquier caso, este Julio Verne es la ostia, pero no sé si puedo decirlo tratándose de Dios. Por eso, creo, recibe el nombre de Google, que es menos sacrílego y permite el uso de la palabra ostia 6.580.000 veces.

La cuestión es que anoche recuperé la fe. Y comulgué unas cuantas veces más con el cáliz espiritual para celebrarlo. Pues eso. Quiero decir: amén.

lunes, 22 de octubre de 2007

Afónica


He perdido la voz. No sé cuándo sucedió exactamente, si después de dar un beso, o de insultar a alguien. Creo que en algún momento oí cómo rebotaba contra el suelo, igual que cuando se cae algo, yo que sé, como cuando el alma se te cae a los pies, o como cuando lo que se te cae es la cabeza que, de tanto dar vueltas, se ha desenroscado de tu cuello, y ha resbalado hasta el suelo para que le des una patada como si fuera un balón y la mandes a tomar por culo.

Pero bueno, cuando oí ese ruido propio de algo que se cae no le di más importancia, ni se me ocurrió que podía tratarse de mi voz. Supongo que en ese momento no tenía nada que decir y claro, si no tienes nada que decir, tampoco utilizas tu voz para nada.


Ya he perdido el habla otras veces, y también la palabra. El alma, además de que se me haya caído alguna que otra vez, se coló un día por el agujero de la bañera, y a veces que creo que mi corazón se largó con un cualquiera. He perdido kilos (y siempre me he preguntado adónde irán), he perdido tiempo, he perdido ilusión, he perdido dinero, he perdido apetito (que se va al mismo sitio misterioso adonde van los kilos que pierdo), he perdido trabajos, supongo que he perdido alguna que otra oportunidad, pero de eso no soy tan consciente.

Es decir, perder una oportunidad es lo mismo que perder las llaves de tu casa: cuando eso ocurre, te das cuenta de que ha sucedido, porque te quedas en la puta calle. Y ya puedes llorar, y lamentarte, y cagarte en tus despistes y tu mala suerte, que da igual. Como no venga un cerrajero y te dé por detrás, te quedas fuera. Pues con las oportunidades pasa lo mismo: si lamentas haber perdido una sola (una sola oportunidad), te vuelves patético, porque pataleas, y lloriqueas. O bueno, finges que tienes dignidad y haces como que te da igual. Pero cuando te quedas sin las llaves de casa, sigues en la calle, aunque mantengas la dignidad y la compostura. Es cuestión de actitud, aunque el resultado es el mismo. Oportunidades y llaves perdidas te dejan fuera. En fin, que no creo haber perdido nunca una oportunidad, porque me acordaría de eso.

He perdido sangre, sobre todo cuando oigo según que frases en el metro, o en el trabajo, que me dejan las venas vacías, y he perdido todos los dientes de leche. Pero no es culpa mía, esos me los robó un ratón, porque en casa debíamos ser menos higiénicos de lo que parecía, y ahí estaban los ratones llevándose nuestros dientes. He perdido algún paraíso; un balcón frente al mar, y un algarrobo entre las ovejas y las garrapatas.

En cualquier caso, nunca he perdido la voluntad. Y hasta ahora, tampoco nunca antes perdí la voz.

He buscado en el lugar donde creí oír cómo algo se caía, peligrosamente cerca de la puerta que da al balcón. Y el balcón es de rejilla. Tal vez rebotó en la ropa tendida de mis vecinos los discjockeys, y cayó en el patio de la señora Dolores, que se ha instalado a vivir con la señora Conchi.

La señora Dolores se llama así porque siempre le duele todo, si no es la espalda son las piernas, y si no, la cabeza, y si no, los dientes, y si no, el alma y si no, el corazón. Como ya he perdido casi todas esas cosas, alma y cabeza y dientes de leche, creo que corazón, a mí no me duele nada. En cambio, un día encontré unas piernas que no estaban mal y me las puse. Respecto a mi espalda, a veces se me pone de frente.

Pero no encuentro mi voz por ninguna parte.

En ocasiones, quedarse sin voz es como quedarse sin nombre. O como hablar un idioma distinto. Si intento hablar inglés me siento imbécil, porque creo saber decir muchas más cosas de las que digo. Lo mismo pasa ahora. Abro la boca, pero sólo consigo moverla como si fuera un pez. A mi alrededor la gente espera. No pasa nada. Y dejan de prestarme atención.

Justo al darme cuenta de que había perdido la voz, me preocupé bastante. Luego supe que en el silencio cabe todo. Y eso es lo que sale ahora de mi boca.

sábado, 20 de octubre de 2007

Fulanita Letal

Una noche se metió en mi cama sin ninguna pretensión, y a la mañana siguiente seguía allí. Dejé que se duchara, le presté algo de ropa. Delante del armario abierto, nos costó decidir. Unos vaqueros, una camisa cualquiera. Se fue a trabajar.

Durante el día le pierdo la pista, porque a veces se confunde con la pared, o le abduce el ordenador, como en Poltergeist, pero con un ordenador en lugar de una tele. O al revés, de repente se pone a hablar sin parar y cuenta cosas que le pedí que no contara; está demasiado alegre y la gente alegre me cansa.

Durante la noche me despista, porque se enfunda un par de botas altas que a veces son una metáfora y otras no. Y corre, corre mucho. Y si corres con ese calzado, ya sabes lo que te va a pasar. Encima bebe, con lo cual, todavía hay más posibilidades de que pase lo que pasa cuando corres con tacones. En caso de que un desequilibrado pierda el equilibrio, ¿recupera pie?

Llega a casa agotada, y vuelve a meterse en mi cama, y no me deja dormir. Me quedo mirando el techo preguntándome hasta cuándo piensa ponerse mi ropa e ir contando mis cosas; quizá se haya instalado definitivamente aquí.

Siento que me va matando despacio, como la propia realidad más que como una droga. El Espanyol acaba de marcar un gol y la torre Agbar se ha puesto azul como un perico. La muy puta me arranca el nombre. Y en su lugar va y pone otro cualquiera. Me convierte en quien no era. Hasta que me confundo con la pared, o me dejo abducir por el ordenador. Y esta tarde, incluso por la tele.

jueves, 11 de octubre de 2007

Se busca pseudónimo

Responde al nombre que le pongáis, porque es algo promiscuo. Mejor dicho: es femenino y un poco puta, en el sentido más literario de la acepción.

Lo sacaré a pasear sólo un vez al mes, para que no se pierda. Le enseñaré qué se cuece en esos lugares donde hay contrabando de premios, cotilleos y croquetas. Llamará a las cosas por su nombre, pero de momento no puede llamarse a sí mismo, entre otras razones porque no tiene teléfono. Y si lo tuviera, tampoco podría llamarse a sí mismo porque comunicaría.

En cualquier caso, no puede llamarse porque aún no está bautizado. No ha encontrado su propia identidad.

Sabe que su identidad fue Mata Hari en otros tiempos, y de buena tinta sabe que por sus venas corre sangre azul; que en realidad no es sangre, sino (pues eso) tinta azul de boli Bic. El mundillo que voy a enseñarle es de látex y porexpán, y aunque la identidad del pseudónimo tiene mucha clase, acabará paseándose por ese mundillo con la misma naturalidad con la que iría descalza o en zapatillas.

En fin, la identidad del pseudónimo es buena en su trabajo y mala en su intención; creo que a eso se le llama ser incisiva. Es un poco Punta Fina, pero este pseudónimo no me acaba de convencer.

El pseudónimo que estoy buscando tiene que ser exacto, preciso, como también lo será aquello que tenga que firmar y afirmar.

Si conocéis algún pseudónimo que responda al perfil solicitado, por favor, hacedme llegar sus datos. No se precisa experiencia, al revés. Cuanto más desconocido sea, mejor.

Respecto a los honorarios... bueno, digamos que lo trataré bien. Tendrá alojamiento gratis y trabajaremos juntos para que se forje un prestigio y se haga un nombre. A quien me lo presente, evidentemente le invitaré a una o mil cervezas en concepto de derechos de autor, no sea que luego llegue la SGAE y me funda.

Nominadme. Gracias.

jueves, 4 de octubre de 2007

El fantasma de Roberto Bolaño

Conocí a Roberto Bolaño dos semanas antes de que muriera.

Nos conocimos en Sevilla, no había leído nada de él. Creo que nos caímos bien. Él ya estaba enfermo del hígado y el páncreas, se lo jugaba todo a una operación. En un momento dado le dije: "Cuidado con lo haces porque pienso seguir tus pasos". Me preguntó: "¿Tienes novio?". Respondí: "Cinco o seis". Insistió: "¿Puedo ser el séptimo?".

En otro momento dado, delante de escritores hispanoamericanos y editores españoles, críticos y otros periodistas, dijo en voz alta para que todos lo oyeran: "Porque me contengo, sino te daría un morreo aquí mismo".

Quedamos en volver a vernos en Barcelona si su avión no se estrellaba. Su avión no se estrelló. Yo me quedé un día más en Sevilla. Empecé a leer su obra la misma noche del día que le conocí.

Quince días más tarde murió y fui al entierro. Hacía mucho calor. Han pasado cuatro años y ya he leído todo lo que publicó.

Hace un rato, iba con mi amiga La Loca por la calle, cuando hemos visto a un chico salir de La Central. La Central es una librería de la calle Elisabets. Llovía mucho, y mi amiga La Loca ha invitado al chico a que se tomara unas cervezas con nosotras. Ha aceptado aunque fuera inglés, y nos hemos ido los tres a un bar que se llama El Raval.

Mi amiga La Loca es editora, y el chico inglés es escritor, alto, desgarbado, iba vestido igual que John Lennon. Hemos hablado de libros y de lo frígidos que son los catalanes. El jueves pasado, mi amiga La Loca y yo conocimos a una puta que debió ser rusa en otro tiempo, y que leía a Dostoievski y a Tolstoi. A Chéjov. Eran las cuatro de la madrugada y hablábamos con la puta de literatura.

El escritor inglés que hemos conocido hoy ha confesado que sus mejores amigas son todas putas, porque es tan feo que las chicas no se acercan a él. Creo que mi amiga La Loca y yo hemos sido las primeras en toda su vida que le han invitado a tomar algo.

Él ha optado por un agua con gas, porque no bebe alcohol. Entonces, inconscientemente, me he acordado de Roberto Bolaño, que tenía el hígado y el páncreas tan destrozados que tampoco bebía alcohol. El escritor inglés nos ha contado que ha vivido en Alemania y Dinamarca, donde sus libros pueblan bibliotecas; en Barcelona la cosa le va algo peor. Y he vuelto a recordar a Bolaño que, mientras su obra ya se estudiaba en las universidades argentinas, él se moría de hambre precisamente en las calles del Raval.

Me he fijado un poco más en el escritor inglés. Tenía la cara chupada, los dientes torcidos y unas gafas fashion de pasta negra que le cubrían toda la cara. Había algo muy misterioso en todo aquello, algo que me daba incluso un poco de miedo. Le he pedido por favor que se quitara el sombrero comunista imitación de John Lennon, y cuando lo ha hecho, le he imaginado con otro tipo de gafas; gafas de abuela, horrorosas, gruesas. Entonces lo he visto claro. ERA ÉL. "Eres Bolaño!", hemos exclamado mi amiga La Loca y yo a la vez.

El escritor inglés se ha ruborizado un poco y ha respondido que nunca antes lo habían comparado con Bolaño. Había leído su obra, Los detectives salvajes, Estrella distante, ha dicho que 2666 no, pero no me lo creo del todo. En El secreto del mal hay un cuento muy triste, el último, que me hizo llorar durante horas. En el cuento, consciente de que se lo juega todo a una operación, Bolaño fantasea con que su alter ego, Arturo Belano, viaja a Berlín en busca de su hijo adolescente. El viaje tiene lugar en 2005. Él murió en 2003.

El escritor inglés, que hasta entonces se había limitado a compararse con los personajes solitarios de Cormac McCarthy ("me he leído sus libros dos veces, porque al margen de él no hay nada más que leer", ha dicho), el escritor inglés, digo, sabía a qué cuento me refería cuando he mencionado el último relato de El secreto del mal.

Él, que sólo hablaba inglés, había leído ese cuento. Publicado este mismo año por primera vez y en castellano.

Todo era muy extraño.

Entonces, justo antes de irse, el escritor inglés le ha preguntado a mi amiga La Loca cómo se llamaba. Ha apuntado su nombre en una libreta. Luego ha sonreído como el gato de Cheshire, y me ha mirado: "¿Cómo te llamas tú?". Y juraría que ha anotado mi nombre antes incluso de que yo se lo dijera.

También juraría que, al besarme en las mejillas, ha susurrado: "Porque me contengo, sino te daría un morreo aquí mismo".

Luego se ha ido.

Quizá su entierro fue un montaje. Roberto Bolaño sobrevivió a la operación. Huyó a Londres o Irlanda. Aprendió inglés. Ha vuelto por morriña, tal vez para ver de lejos a su hijo Lautaro, tal vez para recorrer de nuevo las calles donde malvivió.

No podía hablar en castellano porque hubiéramos descubierto su acento. Hubiéramos descubierto su secreto. Del bien o del mal, ésa es otra cuestión.

Mi boda con Ángel Martín

Tengo un problema: voy a casarme con Ángel Martín.

No es que esté enamorada de él; eso era antes. Cuando estaba enamorada de él, busqué su foto en Internet para hacer un post que se titulara: "Estoy enamorada de Ángel Martín", pero no encontré ninguna foto suya, o encontré muy pocas y de muy baja resolución (el término "baja" no está puesto al azar). Pensé que me había enamorado de un don nadie y también pensé que eso, viniendo de mí, no podía ser, que era imposible, que era caer demasiado bajo (y el término, idem de lo anterior). En cualquier caso, tenía que hacer cualquier cosa por evitarlo.

Entonces me senté a reflexionar porque la reflexión es el mejor antídoto contra el amor, y sobre todo contra el enamoramiento: te quita la venda de los ojos y todo ese rollo.


El amor ciego es un coñazo, porque siempre va dando golpes con el bastón blanco y ese ruidito que hace cuando le da a las paredes de tu corazón me pone muy nerviosa, es como si te tuviera que dar un infarto en cualquier momento y estás susceptible, y es un mal rollo. Y el amor ciego que no tiene bastón, tiene perro, que todavía es peor, porque luego siempre tienes que ir recogiéndole la mierda del suelo. Por eso a mí el amor ciego, sea de golpe o muy perro, me cae fatal. O se cae y punto. Y luego me dan ganas de abandonarlo en la calle, pero me sabe mal, no sea que vengan los de la amorera municipal y me multen por eso.

En fin, que cuando me di cuenta de que me había enamorado de un don nadie Ángel Martín, me senté a reflexionar. Y la reflexión ésa efectivamente me abrió los ojos, pero como soy hipermétrope lo veía todo más grande.

La hipermetropía no tiene nada que ver con ser metrosexual en un hipermercado, sino que es como ser miope pero al revés, o sea: en plan guay. O en plan hiperguay. También puedes intentar ser supermiope, pero entonces cabe la posibilidad de que te caigas por un acantilado y te mueras, como el puto amor ciego, que de repente se cae. Asimismo cabe la posibilidad de que creas ver en tu pareja a una persona maravillosa, hasta que te acercas a ella. Te acercas demasiado. Y ves todos sus defectos. Y si vuelves a alejarte ya no la ves nunca más.

Pero a lo que iba. Como soy hipermétrope lo veo todo más grande: los problemas, las resacas, las pasiones. Y a Ángel Martín.

Un día me enteré de que el tipo es bajito, y ahí empezaron mis desgracias.

Nunca me he enrollado con un hombre más bajo que yo. Me di cuenta en una cena con gente pseudointelectual de ésa con la que me muevo por cuestiones de trabajo. Había un argentino que me decía gilipolleces del palo: "¿Nos habíamos visto antes?". Yo: "No". Él: "Entonces debí soñarte".

Eso fue en mi época promiscua (ahora estoy supermística), y hablábamos de sexo, porque los pseudointelectuales siempre hablan de sexo, con las siguientes variantes:

  • Los chicos gays explican cómo ligan en las duchas del gimnasio.
  • Los chicos heterosexuales fardan de la lista de números que tienen registrados en su móvil bajo el lema: "No descolgar jamás". (suele ser el que se pone a la mañana siguiente, cuando ella se va. Y él, que en el fondo quiere que ella lo recuerde y le espere, aunque sepa que nunca la llamará, le pide su teléfono; cuestión de ego).
  • Las chicas heterosexuales comentan, como yo, sus estrategias para quitarse de la cama al chico que no hace ademán de marcharse pese a que ya se ha hecho de día y a que, como lo ves de cerca y sin ir borracha, ves todos sus defectos y sus defectos son detestables. Le dices: "Oye, sabes qué? Voy a preparar café. Por qué no bajas a comprar croissants?". Y cuando vuelve, no le abres la puerta.
  • Las chicas gays están como una cabra y punto.
Hablámamos de este tipo de cosas, los pseudointelectuales y yo, cuando decidimos ir a tomar algo a un bar. Nos pusimos de pie, y el tema de conversación era: ¿somos elitistas en el sexo? Confesé supertranquila: "Qué va, he estado con gordos, flacos, pobres (ricos no tanto), rubios, morenos, belgas, franceses, mallorquines, catalanes, me parece recordar que con un inglés, altos...". Iba a decir "bajos", pero no me salió.

"Coño, nunca he estado con un tío más bajo que yo", exclamé. Y el argentino que debió de verme en sueños, y que mide un metro cincuenta, creyó que era una insinuación.

Por cierto, después de lo que le contesté aquella noche cuando intentó besarme, he pasado de aparecer en sus sueños a hacerlo en sus peores pesadillas.

Pero volvamos a Ángel Martín. ¿Sería capaz de romper con la tradición de no enrollarme con tipos más bajos que yo por él? "No, antes me corto las piernas", me decía al principio. Así, ya estaría a su altura.

Luego, poco a poco, fui entendiendo que mis sentimientos eran puros y que, aunque el tamaño importa, también importa el objeto de ese tamaño. En este caso, el objeto era un sujeto, ese sujeto, y con tanto juego de palabra me he perdido.

Bueno, resulta que el martes por la noche, mi amiga E me envió un mensaje para avisarme de que Monegal se entrevistaba con Ángel Martín en la tele, pero mi casa no pilla Barcelona TV. La cuestión es que mi amiga E también está enamorada de Ángel Martín, y es más baja que yo (seguramente más baja que él), y sí pudo ver la entrevista con Monegal porque ella sí que pilla Barcelona TV. O sea, que me puse celosa.

Los celos son todo lo contrario que la cegedad: hacen que veas más de lo que hay. Sería como una hipermetropía hiperagudizada, igual que el hipogrito huracanado, pero en plan visión. Que no supervisión, aunque también.

Vale. Entonces decidí que esta vez NO me sentaría a reflexionar sobre el tema, porque si me quitaba más vendas de los ojos entonces ya tendría rayos X, como el de la película ésa del tío que veía a través de la ropa, y luego veía a través de la carne, y al final como vio pecado y había leído la Biblia, se arrancó los ojos. Y la verdad es que no me apetecía mucho arrancarme los ojos.

Cuando no te sientas a reflexionar, aceptas las cosas como llegan, y lo único que llegaba era trabajo, más trabajo y todavía más trabajo.

Hasta que hoy, maldita jornada, no he ido a trabajar. Y a las tres y media de la tarde se me ha ocurrido encender la televisión. La televisión aumenta el tamaño de las cosas tres veces; eso, añadido a mi hipermetropía, ha hecho que viera a Ángel Martín como el más grande.

Estaba a punto de reconciliarme con mis sentimientos y aceptar que efectivamente él es el hombre de mi vida y que seríamos muy felices juntos porque a su lado siempre me sentiría superior, cuando, de repente... Mercedes Milá ha declarado su amor incondicional por Ángel Martín.

Dios. Nada de lo que le gusta a esa bruja me gusta a mí. No quiero tener nada que ver con ella, no quiero que compartamos nada, no quiero que sintamos lo mismo ni mucho menos que lo sintamos por la misma persona.

Y ahí es cuando he dejado de estar enamorada de Ángel Martín. Definitivamente.

Estar enamorada de él sólo me ha traído problemas, entre los que he evitado mencionar la distancia que nos separa (no sólo a lo alto), su manía de preguntarle a todo "¿verdad?", y que, por si fuera poco, encima pasa de mí.

Así que ya no voy a estar más enamorada de Ángel Martín. Simplemente seré su mujer. Puede que antes fuera necesario que nos conociéramos, pero cuántos matrimonios hay en el mundo que no llegan a conocerse nunca. Además, en los matrimonios, los defectos pueden convertirse en virtudes: la distancia que nos separa nos mantendría siempre alejados, lo cual permitiría que no nos molestáramos y, en términos miopes, seríamos siempre perfectos en la invención del otro. Y si no nos gusta lo que vemos, para eso está el mando. Un zapping emocional a tiempo salva muchos programas.

Creo que es la relación ideal. Voy a concertar cita para la boda.

Al principio he dicho que tengo un problema: y es que, vale, acepto casarme por lo incivil. El problema es que no sé dónde hay que llamar.