jueves, 19 de febrero de 2009

Pánico en el túnel

Estaba apoyado en el respaldo de uno de los asientos del metro. El vagón iba lleno, porque a partir de las nueve de la noche, aunque siga siendo hora puta (y no es un error), los metros pasan cada ocho minutos y medio, fellinianos.

El chico dibujaba en su cuaderno de páginas en blanco. Dibujaba una de esas japonesas manga con los ojos enormes y redondos y brillantes, dos coletas de cabellos indomables con lazos y calcetines largos por encima de las rodillas. Tengo un déjà vu mientras lo escribo. A veces escribo algo y alguien cree que lo he hecho en plan simbólico, aquí tú te refieres a tal, y quisiste ponerme celoso o no sé, esto es un homenaje. Una metáfora.

Puede que sí. Puede que conociera a alguien que dibujara tan bien como ese chico. Pero en tal caso, lo olvidó antes de que yo le conociera.

Intento beberme esta cerveza, pero sigo enferma. La maldita gripe me obliga a dejar las birras a medias.

El chico dibujaba a la japonesa sacada, qué se yo, de Candy Candy; o de Ranma, ése (o ésa) que cambiaba de sexo cuando se mojaba. Entonces, todo ha ido muy deprisa. De repente, entre la parada de Marina y de Glòries, la japonesa ha saltado de las páginas del cuaderno.

Todavía no estaba coloreada: las coletas infinitas de naranja y los calcetines rosa pálido. Una sombra azul bajo sus ojos y a lo largo de su nariz breve. No sé si no le habrá gustado ese azul, precisamente, o qué coño ha pasado, pero ahí estaba, como un pasajero más, medio en blanco, delante de todos nosotros.

Nos hemos quedado muy quietos, asustados. Una mujer ecuatoriana no despegaba los ojos de la palanca de emergencias, por si tenía que arrancarla, y cuatro marroquíes se han puesto a reír por lo bajo, seguros de que se trataba de una performance, supongo, porque si no, no puedo imaginar qué les hacía reír tanto. El autor del dibujo se ha quedado con su lápiz azul de la marca Alpino colgado de los dedos, la boca abierta.

Y el dibujo de la japonesa, a medio pintar todavía, ha blandido una especie de vara o de palo, y luego ha tocado a una señora con el pelo lila en la cabeza. La señora se ha convertido en algo así como un hámster gigante, pero lila como su pelo. Tenía la barriga blanca.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, y antes de que llegáramos a la parada de Glòries, la japonesa manga ha tocado a un joven con cascos también en la cabeza. Se ha convertido en oso panda. Y luego, una niña en un carrito, se ha convertido en la gata blanca de Hello Kitty.

La japonesa manga estaba como loca, y cada vez que blandía su palo, su vara o lo que coño fuera eso, salían flores y mariposas y topos de colores que bailoteaban en el vagón. Un señor con bastón se ha convertido en un montículo de lodo con ojos tristes, y lo que fue una chica con flequillo y que comía chicle ahora es una vieja miope con un moño en la coronilla que come nísperos, y la boca se le queda pequeña, convertida en una cruz.

Antes de volverse robots con alas de ángel, o tortugas con rostro humano, los pasajeros chillaban, gemían, intentaban abrir las puertas del vagón con sus propias manos, en vano. Unos se escondían tras los otros, los otros lloraban al ver que la vara o el palo estaba a punto de posarse sobre sus cabezas.

El chico que había dibujado a la japonesa seguía muy quieto, con la boca abierta. Ella lo ha convertido en un graffiti. El graffiti dice: "Yo no he sido".

Nadie se hace responsable de las consecuencias, ¿verdad? Tú dejas esa cosa sobre un papel, y esa cosa convierte a quienes no interpretan ningún papel en cualquier cosa.

Cuando el metro ha llegado a Glòries y se han abierto las puertas, hemos salido todos corriendo, chillando, pidiendo auxilio. Me pregunto si será demasiado tarde.

Por si acaso, aún no me he asomado al espejo.

domingo, 15 de febrero de 2009

jueves, 12 de febrero de 2009

Silencio

De repente, dejaron de dirigirse a ti. Te gustaba esperarlas, rebotarlas con un raquetazo, con un bate, lo que fuera, patapán. Las convertías en dardos y las devolvías con toda la mala leche que (no sabes de dónde ni cómo ni por qué) has ido adquiriendo durante años. Ellas se clavaban en el rostro de quien te las había lanzado amigablemente, joder, sólo era un juego, ¿no? Se clavaban en su rostro, que enrojecía de ira o de vergüenza, se descomponía. Y después, el silencio. Las palabras caían al suelo, ni siquiera botaban. Se deslizaban entre las piernas de uno de los dos. Y, en más de una ocasión, les diste una patada.

Al salir de la piscina, he pasado por enfermería. Me sale un hueso de la rodilla. "Hola, buenos días, me sale un hueso de la rodilla", le he dicho a la recepcionista. "Eso es imposible", ha contestado ella. "Es raro, pero no imposible", he replicado entonces. Hace un mes que lo tengo, tal vez más. "Sólo quiero saber si tendría que ir al médico".

La recepcionista ha llamado a la doctora. La doctora ha bajado de su consulta. "Me sale un hueso de la rodilla, pero no me duele ni nada", he dicho esta vez. "Qué raro", ha respondido ella.

Nos hemos metido en un pasillo, y allí me he levantado la pernera del pantalón. La izquierda. "Parece la cabeza del peroné", ha diagnosticado. "Estará dislocado", he resuelto yo. La doctora ha torcido una sonrisa mientras (lo sé) se cagaba en House y Urgencias y todas esas series de médicos y su puta madre, y ha dicho: "Si estuviera dislocado, te dolería".

La doctora ha palpado el hueso que me sale de la rodilla. "Sólo quiero saber si debería ir al médico o no", he musitado. En cualquier momento me suelta que es lupus. O una hostia, no sé.

"Sea lo que sea, se te ha enquistado, tienes un quiste, ¿ves? Toca aquí". He tocado ahí. "¿Lo notas?". Yo sólo notaba el hueso, la cabeza del peroné. "¿Te has dado un golpe fuerte?", preguntaba ella. "¿Tendría que ir al médico?", he preguntado por tercera vez.

La doctora ha vuelto a torcer esa sonrisa y he decidido que, si no me partía la cara, se la partiría yo a ella. Luego he decidido que no, que en realidad me caía bien. "Más te vale", ha contestado.

He salido de la enfermería, me he puesto los cascos y la pierna ha empezado a dolerme. No me había dolido hasta ese momento. Vivo en un ático sin ascensor, no puedo permitirme el lujo de amputármela.

Es como si lo llevaras escrito en algún lugar que desconoces. En algún lugar que no ves. "Inocente", "No fijar carteles", "Prohibido fumar", "Silencio". Eso es. "Silencio". Nadie te dirige ya sus palabras.

No es que las tergiversaras, no es eso. Es que de cerca, directamente no desde la voz, sino desde el sentimiento, traspasada esa breve reflexión que otorga la velocidad del sonido, esas palabras son dolorosas. Duelen en la autoestima y, sobre todo, duelen en lo que te dijeron. No puedes reprochar un "te quiero". Coño, se supone que te las ofrecieron como ayuda, como compañía. Se supone que debías devolverlas como un regalo sin sorpresa. A eso se le llama hablar.

Pero tú ya no hablas. Escribes. Y si no, escupes o chillas.

En el CAP de debajo de casa había cola. Viejos y viejas con la tarjeta sanitaria, y una chica que se agarraba el vientre con ambas manos y se hacía la enfermísima. Número 44. Yo tenía el 50. Podría haber esperado. Podría haberme sentado en uno de esos asientos de plástico y memorizar alguna frase ingeniosa o acabar repitiendo lo mismo que había dicho en la enfermería del gimnasio: "Me sale un hueso en la rodilla y por lo visto tengo un quiste".

Este fin de semana estuve en el hospital donde nací. Primero visité a mis abuelos, en la planta de cuidados intensivos; había fotos de respiradores y de camillas en las paredes del pasillo. Luego bajé a maternidad. Allí las fotos eran de niños con termómetros en la boca o bebés tomando el pecho. Habitación 213.

Habitación 213, todo empezó allí. Yo empecé en esa habitación.

Llamé a la puerta. Nadie respondió.

Podría haber esperado, pero afuera hacía sol, y los viejos olían a viejo, y la enfermísima se quejaba y bueno, al final he ido a casa, me he tomado una cerveza. Mi bulto en la pierna puede esperar.

Por eso prefieres callar. Creíste que de este modo te bastaría con escuchar a los demás. Así los demás no sabrían cuál es tu problema. Desde que sabes cuál es tu problema, sólo abres la boca para reír y beber cerveza, para comer y besar a alguien de vez en cuando, para lavarte los dientes y bostezar. Claro que sí, también bostezas.

Creíste que con esto bastaría. Si tuviste la lengua afilada y viperina, si fuiste venenosa y brutal, con amordazarte tendría que haber sido suficiente.

Pero hace ya días que nadie te dirige la palabra. Y aunque ignoras de qué se trata, sabes que hay algo que has hecho mal.