miércoles, 21 de abril de 2010

Hasta la vista, Señor Fregono

Hoy le he llevado una carta al Señor Fregono. Tantos años viéndolo tender la ropa desde mi ventana, limpiando el cordel con un trapo, los sábados tocaba lavar calcetines, los colgaba por riguroso orden de longitud. Tantas mañanas de verano observando cómo quitaba la pelusa de su escoba sin camiseta. En invierno lleva jerseis oscuros. Poco a poco, se ha ido quedando calvo.

Imaginaba más o menos dónde vivía, ése tiene que ser el edificio que está justo detrás del garaje colindante con mi patio interior. Deduzco que ésta es su calle, miro hacia arriba, y sí, desde aquí no se divisa, pero aquella tiene que ser tu terraza. La terraza de la que nunca sale. O al contrario, de la que no entra, sólo limpia, eternamente, no se sabe si para alguien más que él mismo, como si estuviera permanentemente encerrado fuera, como los personajes de las ciudades, que están permanentemente encerrados en los libros y en los itinerarios, en los mapas, más allá de ellos, en la imaginación de todos, en todas las cabezas, vayan quedándose éstas calvas... o no.

Señor Fregono, empezaba mi carta. Miento. Decía: Querido Señor Fregono.

El Señor Fregono ignora que ha formado parte de mi vida durante ocho años. El Señor Fregono actuaba para mí con la misma ingenuidad con la que actúan los personajes de las películas, sin saber que no son más que eso: personajes. Representaciones que alguien llevaba a cabo. El Señor Fregono se mueve con energía, con entusiasmo, como si en eso de limpiar le fuera la vida. Tal vez sea así. Si no hubiera limpiado con esas ganas, tan siempre, tan a todas horas, cualquier día, ahora mismo para mí no existiría. En cualquier caso, no sería para mí el Señor Fregono.

Y no le hubiera escrito una carta.

En la carta le decía: Querido Señor Fregono, muchas gracias por estar ahí. Usted no sabe quién soy porque el personaje desconoce a su propio creador. En realidad, me he limitado a recrearle, a inventarle desde mi ventana. Desde ambas: desde la que le espiaba y desde la otra, desde la que hacía que se asomara a la Red. O por lo menos a mi blog.

Luego añadía todos los posts en los que le he mencionado alguna vez, desde la primera. Ni siquiera recuerdo cuándo fue. Los he impreso y los he metido en el mismo sobre, para que supiera que existe. Tal vez esté allí en su terraza, inconsciente de que está. Despreocupado, o peor: ignorante del papel definitivo (ha sido más que un secundario, representa el escenario de mi día a día) que ha representado durante todo este tiempo en mi vida.

¿Y quién soy yo? Se preguntará. Eso no importa. Lo importante es que existió. Para quién es una cuestión (ésa sí) secundaria. Gracias a quién tampoco tiene valor. Existió, cuenta con una humilde biografía publicada, aquí permanece su retrato. Uno que ni siquiera él mismo se habrá detenido a contemplar. En este blog está su reflejo.

Querido Señor Fregono, créame si le digo que le echaré de menos.

Y a partir de ahora, qué.

He llamado a la puerta de un vecino, no quería darle pistas. "Quién es?", ha preguntado una mujer. Correo, he contestado yo. Me ha abierto. He estudiado los buzones con cuidado y emoción, por fin iba a descubrir su nombre. Pero no, en los buzones correspondientes a los áticos no aparece nombre alguno. Entonces me ha asaltado una duda. ¿vivirá en el ático primera o en el ático segunda? Equivocarme de destinatario sería cometer un terrible error.

Desde mi ventana, su patio queda a la izquierda. Desde el portal, también. Tendría que subir al primer piso para ver qué número corresponde a la izquierda. He subido. Primera. Bien.

He dejado la carta en su buzón. El corazón me ha dado un vuelco. Querido Señor Fregono, muchas gracias por todo, me cuesta aceptar que no volveré a verle. Querido Señor Fregono, nunca sabremos quiénes somos, si me topara con usted por la calle ni siquiera le reconocería, vivía demasiado lejos, como mucho distingo su figura. Querido Señor Fregono, hasta aquí ha llegado su personaje.

Me he quedado unos minutos estúpidamente ante el buzón, esperando tal vez que bajara a buscar el correo. Olvidando que está encerrado en su terraza, allá arriba, a la vista de quien ahora vive en mi casa.

En realidad soy yo quien ha llegado hasta aquí. En realidad, yo soy el personaje.

Y entonces he dado media vuelta, os parecerá mentira, pero con los ojos empañados. Y entonces he tenido que decirlo en voz alta para creerlo. He dicho: hasta la vista, Señor Fregono.

viernes, 16 de abril de 2010

En ninguna parte

La casa me echó de un portazo. O me fui yo, no lo recuerdo. Hemos cortado. Quedarse sin casa es como perderse un poco. Buscas ahora unos papeles, después un libro, necesitas precisamente aquella camiseta que se quedó en el fondo de un armario. Intentas olvidar esa hora de la siesta en la que te quedabas dormida con la voz soporífiera de Ana Blanco, las flores en el balcón, el sol que entraba durante casi todo el día y tú leías en la silla Bonet que te regaló tu hermano.

Quedarse sin casa es echar de menos al Señor Fregono, aunque sea tan sólo para ver unos segundos aquella estampa familiar, él limpiando con un trapo el cordel donde en un rato tenderá la ropa. Cuando te quedas sin casa, nada te resulta familiar, todo es extraño. Y lo jodido es que la más extraña eres tú.

Un robot suplente actúa por mí. Da entrevistas, modifica ligeramente las respuestas, busca piso, responde al teléfono y a los e-mails, sale en la tele, posa para la portada de una revista, participa en mesas redondas, deja que le insulten. Cualquier persona expuesta está ahí para que la insulten. El robot recibe críticas, recibe palmaditas en su espalda de silicona, el robot sonríe porque le instalé un programa sonrisas de última generación. El robot queda con mis amigos, dice que todo va bien, viaja a Mallorca, prepara un programa, dirige al resto del equipo, regresa, intenta cuadrar las agendas, vuelve a irse. Y así.

Me canso sólo de verlo, le diría: ¿quieres parar? Y él respondería: lo hago por ti. Miro por la ventana y un hombre agita las piernas en el balcón, como si le dolieran. Nos separa una ruidosa calle del Eixample y diría que me vigila, sentada ante el ordenador. Una mujer me observa desde otra ventana, curiosa. Y no estoy acostumbrada a que la gente pueda verme así, delante de una pantalla, pueda ver la cara de mi robot suplente en la portada de una revista, mi nombre en Internet.

Creo que he dejado mi casa para huir. No quiero que note en qué me estoy convirtiendo. Quiero guardar en ella los recuerdos de la persona que he sido hasta ahora, ocho años de mi vida, el último especialmente feliz. Quiero que se quede allí el rastro, la presencia de mi último yo, o que esa imagen se quede por lo menos incorrupto en mi cabeza. Que existamos juntas, con todo lo que compartimos.

Mi robot suplente recibe la enésima llamada telefónica, otra propuesta, puta promoción. Y su voz mecánica me desconcentra, es simpático y solícito, y encima no puedo quejarme porque sé que lo hace por mí. Es positivo para los dos. No puedo escribir mientras él habla. No puedo escribir mientras envía los documentos necesarios para que podamos instalarnos en algún sitio. Ahora estamos en un piso que pertenece al amigo de una amiga, y al otro lado de la calle ruidosa una chica habla por el móvil y gestualiza exageradamente frente a la ventana. Parece enfadada, podrías ser tú.

Ahora diría que llora. La gente camina por la acera con la tranquilidad propia de los viernes tarde. Pero yo no logro tranquilizarme.

Noto la transición, lo he hecho a propósito. He dejado atrás una etapa. De un modo tan explícito, que resulta definitivo. No sé qué pasará ni hacia dónde voy. Pero, por alguna extraña razón, creo que estoy haciendo lo correcto. Aunque ignoro de qué se trata, siento que he tomado -tal vez- la primera decisión de mi vida. La segunda, si contamos vivir en Barcelona. La cuarta, si contamos el ir y volver de París.

Estar en ninguna parte, y dejar que un robot suplente actúe por ti, te desubica. Te desubica externamente y también interiormente. Tal vez esté cometiendo el peor error que haya cometido. Tal vez me arrepentiré siempre de lo que estoy haciendo. Tal vez ésta sea la gran cagada del siglo.

Miro las palomas asquerosas que también cometen la gran cagada del siglo desde una farola de la calle, y a dos gorriones que fornican en la rama de un plátano; un niño chilla con un globo en la mano y dos guiris mochileros se meten sin saberlo en un bar llamado pequeño paraíso.

Ignoro qué estoy haciendo, pero sé por qué lo hago. Y aunque por primera vez soy incapaz de calibrar las consecuencias, aunque en esta situación resulta imposible tomar el control y, en general, necesito controlarlo todo, siento que vale la pena.

Estoy en tierra de nadie. Ni siquiera tengo mi espacio. Pero ahora mismo me da igual. Nos vemos al otro lado.