lunes, 26 de octubre de 2009

Él y sus circunstancias

El señor Bernat es un filósofo reputado, uno de esos que pueden pasarse horas hablando de rugby con Edgar Morin durante una cena de intelectuales en el restaurante de Caixa Forum sin que nadie se atreva a interrumpirles. Ahí estaban directores de museos, invitados selectos y otros eruditos sirviéndose otra copa de vino, alguien mira disimuladamente qué hora es, va a perder su vuelo a París, y ellos hablaban de temas casi desconocidos, "¿te has fijado en sus cuerpos?", "no pueden estar bien de la cabeza", y "no confundamos rugby con fútbol americano", "qué estilo!".

El señor Bernat vive en un piso antiguo, tiene cuarentamil euros escondidos en un cajón y guarda las llaves de casa bajo el felpudo de la entrada.

El señor Bernat me abre en bata, me dice, pasa, pasa y desaparece en su pasillo del Eixample, regresa con un teléfono nuevo, un viejo móvil mastodóntico, me pide que le enseñe cómo funciona.

También me pide que le busque.

El señor Bernat no sabe cómo funciona Internet y quiere que cada día recopile la información que aparece sobre él en la red. Hasta el último artículo, hasta el comentario más banal. Me ha contratado para que pase una hora diaria en su despacho de baldosas recargadas y paredes con cuadros enmarcados, cortinas pesadas en las ventanas. Una hora diaria rebuscando en las páginas web, estercolero de información inútil e infamias. En Internet todo empieza muy in, promete ser individual; individualista hasta la vanidad.

Leo su nombre en todos los idiomas. Los textos le convierten en un sabio venido a menos, en un pobre hombre maltratado por la saciedad. Es un ponente de lujo, una promesa arrugada, un viejo que ha perdido pelo y criterio, un enamorado que ha perdido el culo y la cabeza, un pensador que sólo piensa en el dinero, el más grande de los silogistas, el menos reconocido entre los grandes.

Imprimo su yo y todas sus circunstancias, un ciclo filosófico en Londres, una conferencia en Roma, un premio importante en la Haya, un paseo romántico con una mexicana veinticinco años menor que él en Florencia, un hijo de la edad de sus nietos, un divorcio sonado, los insultos en las columnas que publica su exmujer.

Y todos esos agradecimientos, tantos hombres relevantes, mujeres reconocidas que se acuerdan de él.

Imprimo los artículos, desde el más prolijo hasta el más nimio. Perdí el miedo a enseñarle cómo le veían los demás un día que se enfadó conmigo al descubrir que ocultaba aquellos textos que interpretaba que podían herirle. "Te contrato para que seas mi espejo", me dijo. Y le reflejo así como le describen, consciente de que Internet es la payasada de los espejos deformados: lo que permanece es la caricatura, sólo lo grotesco destaca en este vertedero de información que inmediatamente deja de serlo. Como en la televisión o aún peor.

Llevo dos años viniendo cada tarde a la casa del señor Bernat. No diría que le conozco, pero sé qué libros están a punto de hundir las estanterías bajo su peso, sé qué merienda y qué hace mientras tanto. Sé a qué huele su after shave y quién pintó los cuadros que adornan sus paredes. Sé quién le llama por teléfono y qué visitas recibe los viernes por la tarde. Sé con qué llena la nevera y de qué color son las fundas de su sofá, sé cómo sonríe, cómo brillan sus ojos y con qué. Sé lo torpe que puede llegar a ser y reconozco la belleza en su torpeza.

En los dos años que llevo recopilando información sobre él, no he leído nada acerca de sus libros, las llamadas que recibe, sus meriendas o el perfume de su after shave.

Él lee todo lo que se escribe cada día sobre él, atónito. No hace comentarios.

Y eso que internet permite hacerlos, y hay quien suelta unas chorradas que lo flipas. (evidentemente, no me refiero a quienes participáis en este blog, gracias por cierto).

Entiendo su estupefacción. De algún modo, buscando lo que se dice de él, el señor Bernat se busca a sí mismo. En nada de lo que encuentra se reconoce lo más mínimo.

Hace un rato, he encontrado su nombre en una nota de sucesos. Paseaba junto a un bloque de pisos cuando éste se ha derrumbado y se le ha caído encima, bum. Iba de la mano de su hijo, que también ha muerto. Los funerales se celebrarán mañana, se instalará una capilla ardiente en un salón del Palau de la Generalitat, etcétera.

Todavía estoy en su casa, encerrada en el mismo despacho de los últimos dos años, frente a sus libros y este ordenador. He recordado que guarda cuarentamil euros en un cajón. Nadie sabe que sus llaves están bajo el felpudo.

También he recordado que todo lo que se publica sobre él es mentira.

viernes, 9 de octubre de 2009

El horno eléctrico


Nick Cave & Pj Harvey - Henry Lee

naama|MySpace Videos



Escucho a PJ Harvey y leo La mujer en silencio, de Janet Malcolm. Doy un trago largo a mi cerveza, y cuando levanto la mirada, ahí está Sylvia Plath. Sale de la cocina y está cabreada. Tiene mi edad. Qué coño, es un año más joven que yo, pero con ese flequillo horrible parece mayor. Lleva una camisa de leñador que le llega por las rodillas y se deja caer a mi lado, en el sofá. Me ofrece un cigarrillo. Lo rechazo, últimamente toso mucho. Creo que tengo tuberculosis, la enfermedad de los poetas. Pero seamos sinceros, en realidad la mayoría de artistas morían de gripe común, no de tuberculosis. En fin, encima no vamos a darle aún más prestigio a la gripe A.

"Oye", dice, "tu horno es eléctrico".

Me encojo de hombros.

Nos quedamos un rato en silencio, hasta que señala el libro con un gesto de cabeza, alza las cejas: "¿Qué te parece? ¿Te crees una sola palabra de esa sarta de sandeces?", resopla. "Te pasas la vida escribiendo poesía, destripas tus propios sentimientos, intentas reventar con ellos y luego lo tergiversan todo, se quedan con las rabietas de mamá, los celos de tu cuñada, la cobardía de tu ex".

Le pregunto cómo era Ted Hughes, no sé, para ver si se le pasa el enfado. "Lo pone ahí, ¿no?", contesta secamente. Expulsa el humo con parsimonia. Y me recuerda, no sé por qué, a esas mujeres americanas que salen en las películas ambientadas en los cincuenta que llevan diadema y viven en casitas blancas con porche, plantas y una mecedora. Suena la voz rota de To Bring You My Love.

Me sorprendo preguntándome cómo llamarla. ¿Sylvia? ¿Así, a secas? Es un poco fuerte. A ella le parece normal estar sentada a mi lado, en el sofá sin decir nada, mientras miramos nuestro reflejo en la ventana, bajo la lámpara de pie también recortada en el cristal. Oscurece y el cielo se tiñe de añil.

Le pregunto por Herta Müller; yo qué sé, para iniciar una conversación o algo, esta visita me ha pillado desprevenida. Hasta ayer, no tenía ni puta idea de quién es la Müller esta, tal vez ella tenga una opinión formada. Se vuelve hacia mí con cara de "qué coño me estás contando". Luego suspira profundamente. Espero que no haya venido a darme lecciones de nada, no estoy para rollos morales; ya sé que la gente no lee, que nadie escribe lo que debería, que el mundo está lleno de mierda, que los intereses, la economía y la política. Pero ella no se mató por lo que había afuera, sino por lo que llevaba dentro.

Su hijo también se suicidó. Se colgó en Alaska hace unos meses. Pobre desgraciado. Un día te levantas y tu madre te ha dejado el desayuno preparado junto a la cama, ha precintado la puerta de la habitación para que no se cuele el gas y te despierte... o no te despiertes nunca más. Cuarenta y seis años después, te anudas una soga al cuello. Me temo que éste tampoco es un buen tema de conversación.

Sylvia Plath, Anne Sexton, Virginia Woolf. Quizá para ser una escritora reconocida tienes que dejar un bonito cadáver, tienes que ser un poco Kurt Cobain.

Me siento insistente y fea como Courtney Love.

También me siento un poco estúpida: Sylvia Plath está en mi casa y no sé qué puedo ofrecerle. ¿Tal vez una cerveza? Responde: no, gracias. Y me dedica una sonrisa espléndida.

De repente, es como si estuviera con mi mejor amiga. Me vienen ganas de preguntarle qué tal con el chico éste, que si folla bien y tal, que si cree que van a durar juntos. Ojalá me respondiera que el tío le ha regalado un cepillo de dientes para que pueda quedarse a dormir en su casa siempre que quiera. Entonces chillaríamos las dos, hostia, qué heavy, ¿y qué cara has puesto?

Pienso inconscientemente, rápidamente, que la fuerte ha sido ella, Sylvia. De algún modo, hizo que Ted Hughes destruyera el diario en el que contaba su historia juntos. Él la dejó por Assia Wevill, que nunca tuvo claro si prefería ser musa o vate. Cualquiera de las opciones se lo ponía difícil: como poeta, su rival era imbatible; como musa tampoco tenía nada que hacer. Imitó a Plath hasta el final: metió la cabeza en el horno. A diferencia de ella, después de muerta desapareció casi del todo. Y sin ella, probablemente no existiría.

Sylvia es una cabrona. Hay quien sostiene que Anne Sexton se quitó la vida porque Plath se le había adelantado. "Esa muerte era mía", dicen que dijo. Ambas fueron alumnas de Robert Lowell, pero no sé si eso tendrá algo que ver.

Plath se cargó indirectamente los diarios que la relacionaban con Hughes, acabó con sus rivales. Años después, se llevó consigo a su ex, y su hijo siguió sus pasos. La relación entre los factores de esta enumeración es tan débil como arrebatadora e inevitable resulta la muerte: acabamos todos en el mismo agujero. De todos modos, pensar que ella provocó esta masacre queda romántico. Muy gótico.

"Sírveme un Martini, ¿quieres?", suelta, y su retintín imperativo me recuerda a mi abuela. "Sólo tengo whisky", respondo por joder. "Pues un whisky con hielo", resuelve. Tengo la impresión de que su cigarro no se consume nunca.

PJ Harvey y Nick Cave cantan Henry Lee. Estoy en la cocina, y mientras doblo la cubitera para que los cubitos salten dentro de un vaso ancho, me pregunto a qué habrá venido. Uno de los cubitos cae al suelo. Lo recojo con el pulgar y el índice, y dejo que se deshaga en el fregadero.

Por fin sé que todo irá bien. Nos pasaremos la noche contándonos cosas que podrían ser poéticas, plathéticas, si así lo queremos; cotidianas, si así nos lo piden el alcohol y el cuerpo. Hablaremos, reiremos y escucharemos música hasta quedarnos dormidas. Nos sentiremos vivas.

Suena Good Fortune.

Me alegro de tener un horno eléctrico.

lunes, 5 de octubre de 2009

Noches en Blanca

Estoy en la habitación de un hotel que no tiene mesas. Escribo con el ordenador sobre mis rodillas, que se calienta. Unos niños juegan en el jardín, oigo sus comentarios, los pájaros, el susurro sordo del aire acondicionado y el movimiento de alguien en otra habitación que se parecerá sospechosamente a ésta. Los mismos cuadros en tonos pastel colgados en las paredes, el mismo mueble junto al armario y el mismo toldo que resulta acogedor no sé por qué.

Tengo ganas de llorar. Hace un rato, tumbada en la cama, he pensado que podría imaginarme que follaba con un desconocido de este pueblo minúsculo de Murcia. Que salía a la calle, le decía: “Tú, eh, ven!”. La idea no me ha excitado. Son unos neandertales. Lo digo en serio. Además tienen grandes discapacidades. En dos días he visto tres chicos en silla de ruedas, cuatro personas con síndrome de Down y la camarera del bar de moda está completamente sorda.

Al principio no sabíamo qué le pasaba. Creíamos que el problema lo teníamos nosotros, porque era imposible entenderse con ella. Como en los bares de moda la música suele estar muy alta y no te queda otra que comunicarte con gestos... pues eso, que el de barman es el trabajo ideal para un sordo. O lo que sería más políticamente correcto: un disminuido auditivo. La cuestión, que aquí están todos tarados. Algunas personas tienen fantasías sexuales con tarados.

También podía imaginar que follaba con alguno de los invitados, pero con cuál.

Estoy resfriada desde el domingo. Cada vez que estornudo o toso, la gente se vuelve y me mira como si estuviera apestada. Nadie quiere estrecharme la mano.

En lugar de montarme una peli porno intelectual, me he levantado y he metido la ropa en la mochila. Las camisetas que he traído para tres días, los pantalones, la ropa interior. Sé dónde guarda el dinero la editora con la que comparto habitación. Hace años que somos amigas. Antes era mi amiga La Loca, pero ahora ya no lo está tanto, no puedo seguir llamándola así.

Esta mañana ha comentado que no quería llevar tanto dinero encima y me he fijado en dónde lo dejaba. He cogido su dinero y me he dicho: no le importará. Ahora ella estará nadando en la piscina de una casa rural entre los limoneros, y luego tiene que presentar un libro. Yo tengo que participar en una mesa redonda. Pero qué más da.

He contado el dinero: 150 euros. Más 75 que tengo yo, 225. He doblado los billetes y me los he metido en el bolsillo del pantalón. Ya está. Ella se divierte con otros editores en la piscina, lleva puestos los calzoncillos de un chico que se los ha prestado. El chico es amigo de otro editor que no ha podido venir y que ha cortado con su novia. Mi amiga La Loca acaba de enterarse y salta al agua dando un grito de felicidad.

Se lió con otro hombre hace dos días. Está enamorada y eso. Pero aquel editor que no ha podido venir y que ha cortado con su novia le gusta mucho. Llevan años tonteando. Por eso salta a la piscina. El agua está helada entre las montañas y los limoneros. Ella chilla.

Aquí todo parece barato, con esto tengo suficiente para desaparecer. Doscientos veinticinco euros. No sé, salgo a la carretera, camino hasta algún sitio, pregunto dónde queda la estación o hago autoestop. Me largo.

Ayer, en este mismo pueblo en el que no lee ni dios porque a ver si te crees tú que dios pasará por este pueblo, durante otra presentación, hablé del morbo. O mejor: de la falta de él, en el caso barcelonés. Esa ciudad quiere mantenerse tan perfecta que oculta sus muertos bajo la alfombra.

Me he colgado la mochila a la espalda y sólo esperaba no toparme con nadie a la salida. De este hotel se sale por el comedor.

Cuando acabamos la presentación, una mujer vino a hablar conmigo. Dijo que tenía razón. Que ella había vivido seis años en Lleida y que lo que yo decía era cierto. Que Cataluña no es morbosa. Que en Valencia, en cambio, se diría que están orgullosos de las mujeres que aparecen muertas y mutiladas en las cunetas.

Ayer me cabreé con mi amor sobre ruedas. Hace dos días, creí haber encontrado el piso de nuestra vida. Él también lo creyó así. Pero es un caprichoso, siempre piensa que merece un poco más, que puede negociar hasta conseguir la perfección. Puso condiciones.

El administrador le dio el piso a otro más conformista y sin tantas puñetas.

Sé que son las casas las que te eligen y me consta que ésa se enamoró de mí. Mi amor sobre ruedas no le gustó tanto. Nadie quiere que le saquen a relucir los defectos.

Adiós piso perfecto.

Quiero sentirme en la puta calle.

El propietario de este hotel es un encanto. Por las mañanas, prepara zumo para desayunar, nos tuesta pan. A veces se distrae con algún rumano que le pide diez euros, y cuando se los da, el rumano le pide diez euros más, y entonces al propietario del hotel (que es vasco) se le quema el pan que estaba tostando. El comedor huele a quemado y dice “otra vez!”, porque siempre olvida que está tostando pan. Acaba de verme en el comedor con la mochila a la espalda, y sé que no hubiera preguntado nada.

Podría haberme dirigido a la carretera, en busca de la estación. Podría haber buscado la piscina entre los limoneros. Podría haberme ido tranquilamente a la cuneta o a la mierda.

Me hubieran buscado esperando no encontrar mi cuerpo. Cuerpo es el eufemismo de eso en lo que nos convertimos cuando estamos muertos en un lugar inapropiado.

Me asusta ponerme triste.

Ya casi en la puerta del hotel, como digo, me he topado con el propietario, la ropa en la mochila, el dinero en el bolsillo, el futuro en cualquier parte. ¿Cuánto tiempo compras con 225 euros? Sé que no hubiera dicho nada. Buenas tardes, buenas tardes, hasta luego, adiós. Sólo dentro de un par de horas, cuando alguien me hubiera reclamado en la mesa redonda, él habría dicho: sí, vi que se iba sobre las cinco, pero pensé que querría darse un chapuzón en el río.

Río suena a Marta del Castillo. Y vertedero. Y descampado.

He sentido la necesidad de poner una excusa al propietario del hotel. Del mismo modo, no sé por qué, me siento culpable por haber perdido el que yo creí que sería un piso perfecto.

No puedo volver al piso que alquilo sabiendo que ese ático existe, joder. Y esa puta terraza.

Sé que parece estúpido. Probablemente lo sea. Lo que para ti son tonterías se convierten en abismos ante una premonstruosa.

La mochila, el odio, el morbo, el dinero. Y esa puta tristeza. Se supone que tendría que quedarme por amor. O si no, por responsabilidad. Tengo que participar en una mesa redonda.

También tengo que largarme de aquí. Y de todas partes. Empiezo a pensar en un nombre nuevo. ¿Cómo puedo llamarme? ¿Laura? No me gustan las Lauras. Marta es seco, casi todas mis amigas se llaman Ana y sucedáneos. Los nombres de mujer son feos. Por eso no quiero tener hijas. A mis hijas las llamaría Pablo, Juan o Roberto.

Si me largo, necesito un nombre.

Me he cruzado con el propietario amable del hotel cuando estaba a punto de salir, y aunque sabía que no tenía por qué decirle nada, le he preguntado: “¿Sabe dónde puedo encontrar un cibercafé? Tendría que conectarme un momento”. Era una buena excusa para irme sin levantar sospechas.

Mujer más o menos rubia y más o menos delgada y de estatura media. Se busca. Tres días desaparecida. Seis días desaparecida. Un año desaparecida.

El hombre amable ha contestado que hay internet en el hotel, pero que el WiFi no siempre funciona, que un momento, por favor, que ahora me daba un cable y así podría conectarme.

Ahora estoy sentada en la cama de la habitación sospechosamente idéntica a la de al lado, un cable une mi portátil con la pared -desgastado cordón umbilical con el mundo-, he devuelto al escondite de mi amiga el dinero que he cogido.

Esta noche iremos al concierto de un cantautor con el que descubrí que soy la peor groupie del mundo. Y hablaré de tantas cosas con mis nuevos amigos y nos reiremos tanto. Y el cantautor acabará dando un concierto junto al río rodeado de los cuatro roqueros de este pueblo, todos borrachos perdidos, rascando las guitarras, hasta que la policía les diga “disculpen, señores” a las seis de la madrugada. Mientras mi amiga La Loca que ya no lo está y yo dormimos a pierna suelta sin acordarnos de la resaca de mañana.

Acaba de llegar ahora mismo, el pelo empapado y una sonrisa triunfal. Le brillan los ojos y me comenta que hacía tiempo que no se lo pasaba tan bien como en la piscina. Que qué hago aquí metida. Que tendría que haber ido.