viernes, 15 de enero de 2010

La más bella historia de amor

Le gustaba preguntar: ¿cuál es la historia de amor más bella que conoces?

Escuchaba mi respuesta hundido en el sofá, rodeado de aquellas estanterías repletas de libros maniáticamente colocados, los lomos alineados, y esperaba a que acabara de hablar mientras se pellizcaba el labio inferior. Luego me contaba cuál era, según su punto de vista, la más bella historia de amor.

Le ocurrió a un Premio Nobel, no recuerdo cuál. Seguramente era un biólogo, tal vez alguno de los que descubrió el ADN, pero me parecen un poco nazis, no sé.

Imaginemos a un científico un poco loco. Loco por su trabajo, quiero decir. Se pasa el día en el laboratorio investigando. Todavía no es consciente de lo que va a descubrir. Una noche llega a casa y su novia le dice que se larga. Su novia es la mujer de su vida. Él la ama como nunca ha amado a nadie, pero tal vez no ha sabido demostrárselo, tal vez antepuso su investigación (cuántas veces habrá llegado tarde a casa) a las muestras de cariño. Tal vez creía estar loco por el trabajo pero en realidad estaba loco por ella. O loco y punto.

O tal vez ella sepa que es el pilar donde él se apoya y, harta de soportar el peso de la relación -cuánta responsabilidad-, agarrotada por lo que ha tenido que aguantar, decide que ya está bien. A lo mejor quiere divertirse. Puede que quiera demostrarle que en realidad no la necesita, que ésa es la falacia con la que él lo excusa todo.

Las maletas ya están hechas, él mira a su novia preparada para irse y le pide por favor que hablen. Ella responde que no. No tenemos nada más que decirnos. Imaginémonos a un científico que siempre ha conseguido todo lo que se ha propuesto, matrículas de honor en el colegio y la universidad, una buena plaza, un buen equipo, tiene un cerebro tan privilegiado que nunca se preocupó de blindar su corazón.

Hasta ahora bastaba con aplicarse, bastaba con trabajar. Investigación, prueba, resultado. Podía salir bien o no, pero siempre dentro de unos parámetros. Siempre partiendo de unas expectativas. Siempre provocado. Un beso ligero en la mejilla es lo último que se esperaba esta noche. Y el sonido atroz de la puerta que se cierra tras de ella, con una delicadeza infinita.

Nuestro científico se derrumba. No llora porque no sabe. Se hunde igual que hundido se quedaba él en el sofá mientras me contaba esta historia de amor rodeado de sus libros perfectos, los lomos alineados. Y la noche amenaza con una crueldad infinita.

Finge que no pasa nada. Se prepara un sándwich para cenar, mayonesa, queso, jamón york. Se queda un rato delante del televisor y se sorprende al descubrir que ni siquiera sabe cómo se enciende. Mira a través de la ventana. Quizá cualquier otro en su lugar hubiera pensado en suicidarse, pero estas ideas tan emocionales no se le pasan por la cabeza de científico.

Se pone el pijama, se mete en la cama, las sábanas están frías. Nunca antes había sentido este dolor, la amputación, le han arrancado de cuajo un órgano vital y tiene náuseas. Mira al techo y finalmente apaga la luz. Intenta dormir. Y algo se enciende de repente en su cabeza de científico.

Pulsa de nuevo el interruptor, salta de la cama, se pone el pantalón por encima del pijama, un jersey, agarra el abrigo, una bufanda y sale corriendo. Corre por las calles vacías bajo las farolas naranjas, corre junto a los árboles estáticos y las ventanas por las que asoman vidas ajenas. Corre de semáforo en semáforo, corre como si fuera a ganar algo, corre sin nada que perder.

Llega al laboratorio sin aliento. A estas horas no hay nadie, pero tiene las llaves. Se desprende del abrigo, la bufanda, los deja en el suelo de cualquier manera. Tras un breve parpadeo, los fluorescentes iluminan la habitación.

Aquí vendría una elipsis provocada por mi absoluto desconocimiento sobre el mundo de la ciencia. No tengo ni puta idea de cómo se lleva a cabo un descubrimiento. No puedo imaginar qué pasa un minuto antes ni tampoco un minuto después. Si me pongo en plan griega, nuestro héroe salta en pelotas a las calles de Siracusa y grita: "Eureka!". Más rollo Regreso al futuro: "En el nombre de Sir Isaac Newton, ¿qué sucedió aquí?".

Ha transcurrido un año desde que su mujer se fue y el científico sabe que, sin aquel abandono repentino, sin aquella ausencia inesperada, él jamás hubiera descubierto lo que descubrió aquella noche ni habría ganado el Premio Nobel. Sabe que su cerebro actuó rápidamente como mecanismo de defensa, lo desvió del dolor. Se concentró en algo que no tuviera nada que ver con ella. Y, por unos minutos esenciales, le convirtió en un genio.

Ahora está en Oslo, acaba de llegar al hotel tras la ceremonia. Durante la cena ha bebido más de la cuenta. Pero se lo merece, qué carajo, tenía que celebrarlo. Está agotado y feliz. Y solo. El recepcionista tiene para él mil treinta mensajes de felicitación. Los recoge con una sonrisa absurda y el corazón le da un vuelco mientras sube por el ascensor. Se lo debe todo a aquella mujer que le dejó, la única mujer a la que amó. Se lo debe todo. Y por fin tendrá oportunidad de agradecérselo.

Sentado en una esquina de la cama, repasará sus mil treinta felicitaciones una y otra vez: la de su hermano, las de sus amigos, las de los colegas, la de alguna vieja amante, la de alguna amante vieja, las del presidente y el ministro, la de la reina. Repasará sus mil treinta felicitaciones obsesivamente, incrédulo: la de su gestor, la de una vecina, la de éste que no sabe ni quién es, la de este otro que ah, vale, ya. Las repasará una y otra vez, con el corazón en un puño.

Regresará a su casa a primera hora y continuará recibiendo felicitaciones y telegramas, abrazos, apretones y palmaditas en la espalda. Todas le resultarán vacuas.

Seguirá esperando.

En vano.

Ella nunca llamará.

Él tampoco.

La diferencia es que a mí esa historia nunca me pareció una auténtica historia de amor.

martes, 5 de enero de 2010

Enajenación Sagrera

2001

Estrené milenio en medio del campo, en una casa de 1780. Era la casa de mi abuela y creo que nadie ha vivido en ella desde que mi abuela se casó. En las estanterías de obra se acumulan viejas novelas rosas. Mis antepasados me miraban en blanco y negro, muy serios, retratados y colgados en las paredes pintadas de cal. Llegamos a la hora de comer. Recuerdo las mecedoras y el frío, y un olor a humedad y a tiempo condensado que nos estremecieron bajo el abrigo.

Recorrí con el novio que tenía entonces todas las habitaciones de la casa, y juro por dios que aquella cuna se movió. Un murciélago nos asustó en la buhardilla y me pregunté si llevaría allí semanas o siglos. Nos comimos el salmón que habíamos llevado para cenar y a las siete de la tarde ya estábamos borrachos y hartos de tanto salmón.

Nos habíamos aislado para no enterarnos de que empezaba el puto 2000 (o el 2001, no sé cómo se cuentan estas cosas, sólo sé cómo se cuentan las otras) y, paradójicamente, nos sentíamos solos. Bajamos al pueblo y nos metimos en el único bar que hay. Las cortinas metálicas tintinearon cuando entramos. Los viejos que jugaban a dominó junto a las estufas nos miraron unos segundos antes de volver al juego. Pedimos unas herbes mesclades y brindamos.

La vuelta a casa fue deprimente. Encendimos el fuego, que ocupaba media cocina, y nos sentamos delante a beber ginebra, whisky y a jugar al Trivial. Aun así, teníamos la espalda helada. Él ganó casi todas las partidas y no me apeteció la revancha. Cuando calculamos que serían las doce, salimos al campo. El cielo estaba limpio y estrellado, hacía muchísimo frío, vimos fuegos artificiales a lo lejos. Un par de horas más tarde, nos fuimos a dormir.

Me desperté sola en aquella cama antigua custodiada por la Virgen, el abrigo todavía puesto bajo las mantas, los muelles clavados en la espalda. Esperé a que volviera del baño. La oscuridad era casi tan densa como el silencio. Pasaron los minutos. Nada. No se oía siquiera el desplazamiento de sus ropas, las caladas que la da al cigarro mientras caga. Me asustaba incluso pronunciar su nombre. Lo llamé en voz muy baja, como si alguien pudiera oírnos.

Nada.

Volví a decir su nombre, ahora claramente. En vano.

Grité.

De repente, se encendió una luz. Era la luz de la escalera. Poco después vi su figura recortada en el umbral de la puerta del cuarto en el que dormíamos. Estaba totalmente desnudo, en pelota picada. Temblaba y aún no sé si era de miedo o de frío: se había despertado en el suelo de la habitación de la cuna. Se vistió rápidamente y volvió a la cama.

2002

También pasamos más o menos juntos el primer fin de año que celebré en este piso. Vino de Palma para verme. Creo que volvimos a cenar salmón. Bebimos vino blanco. Nos emborrachamos y discutimos. Me parece recordar que vacié una botella de agua sobre su cabeza, su camisa empapada.

Salí de casa a las doce menos diez dando un portazo.

Al final de la calle hay una plaza, es la plaza de Elche. En la plaza hay una iglesia y hace unos años también había una caseta de esas de los parques infantiles con toboganes, cuerdas y escaleras, ventanucos. Me senté en el interior de la caseta y esperé a que el reloj de la iglesia diera la medianoche.

Una ecuatoriana llamaba a su casa desde una cabina. Nadie más en la calle.

El puto reloj de la iglesia iba atrasado. De repente, se oyeron un montón de gritos tras las ventanas, petardos y el disparo de las botellas de cava. El cielo se llenó de luz y la calle se llenó de chicas con tacones altos, chicos con americanas. En el campanario todavía eran menos cinco. Volví a casa.

2003

El 31 de diciembre del año siguiente, tuve una cita a ciegas en aquella misma caseta delante de la iglesia. Nos paseamos por el barrio y ahora él vive por aquí, nos une el Puente del Trabajo. Trabaja en Correos y el otro día me explicó que las cartas que no van a ninguna parte acaban en un lugar llamado Enajenación.

Ese lugar en este barrio recibe el nombre de Enajenación Sagrera. Y ahí estarán almacenados los deseos de tantos niños que sueñan ahora mismo.

2004

No recuerdo qué ocurrió en 2004. Ah, sí, fui a Bélgica. Conocí a unos tipos en el autocar que nos llevaba al aeropuerto de Girona y pasé con ellos la Nochevieja. Cenamos de falafel y shawarmas en la Grande Place y nos metimos en un antro cualquiera. Desperté en casa de mi prima. Todo estaba nevado y fui a dar una vuelta por el parque.

2005, 2006, 2007

Sé que después de eso pasé algún fin de año en una casa junto al mar, algún otro reencontrándome con mis amigos mallorquines y perdiéndolos de nuevo en este bar o en aquél, y supongo que pasé alguno en Barcelona. Pero sería incapaz de recordar en qué orden van.

2008

Mi amiga La Loca, el Patrullero Mancuso y yo acabamos en un restaurante indio de color rosa. Sólo había otra mesa ocupada, y sus comensales nos ofrecieron un alimento extraño en forma de pelota para que lo probáramos. Su sabor era tan dulce que fuimos incapaces de acabarlo.

Mi amiga La Loca tuvo una conexión telepática con su hermano que nos dejó muy flipados a Mancuso y a mí. Y a eso de la medianoche pedimos por favor que pusieran Televisión Española unos minutos. Ignoro con qué presentador insoportable nos comimos las uvas, pero mi amiga La Loca se puso triste.

Fuimos a uno de los pocos bares en los que no teníamos que pagar entrada. Y mi amiga La Loca se puso más triste todavía. Luego desapareció.

2009

Crisis. Por decirlo de algún modo.

2010

Mi amor sobre ruedas y yo quisimos celebrar que vivimos juntos. Cocinó una amiga suya de Long Island vestida con lentejuelas y botas de tacón alto hechas con piel de vaca. Estaba todo buenísimo; ella también, of course.

Entre los invitados: el responsable de aquella discusión tan fuerte con aquel novio antiguo en Nochevieja de 2002, mi cita a ciegas de Nochevieja 2003, uno de los hermanos Dalton -que se puso nervioso y no paró de beber ponche de ron-, una directora que ha dejado el curro para dar la vuelta al mundo empezando por Japón y mi superamiga E, que tuvo que ver uno de esos programas infumables de la tele para poder escribir la crónica.

Hablamos de amor y de chicas.

Faltaron mi amiga La Loca y los amigos de la neoyorquina: un gay que quiere ser heterosexual y un judío ateo educador de autistas que se casó con una negra.

Y, no sé, tal vez todo esto debería servir para sacar conclusiones sobre esta década. Pero no se me ocurre nada. Lo único que quiero es investigar más sobre Enajenación Sagrera. Hoy es su día.