lunes, 26 de noviembre de 2007

Bajo el sofá



Recuerdo que, de pequeña, debajo de los sofás de la casa de mis padres, vivían unas señoras que me agarraban de los tobillos para que tropezara. A veces incluso intentaban arrastrarme con ellas a ese mundo que hay debajo de los sofás y de las camas, un mundo con bolas de polvo y monedas extraviadas y algún bolígrafo que salió rodando y los restos de una galleta.

A mí esas mujeres me daban miedo. Sobre todo por las noches. Porque cuando me levantaba a hacer pipí, me perseguían por el pasillo. Eran muy altas, y tenían el pelo largo. Vestían como hippies, con ropas vaporosas un poco transparentes. Tan altas eran, que si se ponían de cuclillas tocaban con las rodilla las paredes del pasillo, y así se deslizaban más rápido.

Recuerdo que por entonces iba a misa todos los domingos, y el cura decía que los demonios no existen, que son fruto de la imaginación o de los sueños. También recuerdo que, cuando pasaba algo malo, mi madre decía: "Sólo ha sido una pesadilla".

Así que, cada vez que una de esas señoras me perseguía, me ponía a rezar un padrenuestro, que era la única oración que me sabía con los ojos cerrados. Y cuando los abría, ellas ya no estaban ahí.

Una vez me encontré a una de esas mujeres en casa de mis abuelos, en el mismo sitio donde los Reyes Magos solían dejar sus regalos después de trepar con sus barrigotas hasta el tercer piso y colarse por la ventana. En aquella ocasión, en casa de mis abuelos, no había regalos, sino aquella mujer espectacularmente guapa que me hacía promesas extrañas. Y me puse a rezar, como siempre, para que se largara.

Ella empezó a reírse como la bruja mala de la Bella Durmiente, algo parecido a esto: jiájiájiá. "No reces, niña", dijo la cabrona, "que esto no es un sueño, y no te vas a despertar. Los sueños no existen".

He olvidado qué pasó luego. Sólo sé que tuve mucho miedo. Y que nunca entendí qué hacía esa tipeja allí, si se supone que vivían todas debajo de los sofás de la casa de mis padres.

En aquella época solían decirme que no fuera con desconocidos. El problema es que luego son los desconocidos los que vienen a ti, y por la mañana descubres que los monstruos no se ocultan bajo tu cama, sino encima de ella.

La cuestión es que en mi trabajo tienes que ir con desconocidos sí o sí. Y preguntarles cosas, y creerte lo que te cuentan. Forma parte de lo que se llama "curiosidad periodística". Y es muy interesante, porque la gente, por lo general, es bastante peculiar. En Caen, de hecho, pasa a ser directamente rara. O freaky, que es lo que se estila ahora. O, hablando con propiedad (que luego los semióticos se cabrean), bizarra.

En Caen todo el mundo hablaba del puerto. Preguntabas: "dónde se sale de fiesta por aquí?", y te respondían: "en el puerto". Preguntabas: "dónde puedo conseguir un cepillo de dientes a estas horas?", respuesta: "en el hotel Mercure, que está en el puerto". Y es un flipe, la verdad, porque Caen está a 30 kilómetros del mar. Yo no entendía nada.

Encima, como los normandos son un poco franceses, creen (como todos los franceses) que cuando les hablas no te estás dirigiendo a ellos. Es decir: consideran más lógico que hables sola. Volviendo al ejemplo anterior, antes de poder preguntar dónde está el puerto has tenido que perseguir a un gabacho durante tres calles, agarrarle del brazo como aquellas mujeres me agarraban a mí del tobillo, cogerle por la barbilla, hacer que vuelva la cara y te mire, y decirle: "Perdón, ¿podría decirme dónde está el puerto, por favor?". Entonces tal vez te conteste, aunque lo normal es que se encoja de hombros y responda: "Lo siento, es que no soy de aquí". O peor: "Lo siento, es que no entiendo su acento".

El famoso puerto resultó ser una ría con cuatro barcas amarradas. Me subí a una de ellas, hacía un frío de cojones, y me quedé dormida por culpa del vino de la cena.

Desperté en un pueblo de Finlandia cuya traducción sería Muerte. Y empecé a caminar flipando un poco, porque no sabía cómo coño había llegado hasta allí.

Entonces las vi. Primero pensé que aún iba borracha y veía doble. Las mujeres me miraban con muchísima curiosidad, como si yo fuera un fantasma. Aunque luego descubrí que si me miraban así era porque precisamente no lo era.

"¿Qué haces aquí?", preguntaron. Y había algo en ellas que me resultaba familiar, pero no sabía de qué se trataba exactamente. No es que fueran maleducadas como los franceses. Simplemente, se dirigían a mí con esa cordialidad un poco impostada de las visitas sorpresa. Tú llegas a casa de un amigo, por ejemplo, y justo en ese momento su novia acaba de decirle que quiere que lo dejen. Algo así.

Pero el caso es que yo no conocía a esas señoras, aunque me resultaran familiares. Por eso no entendía que me tutearan, ni que supieran mi idoma, ni que me preguntaran qué hacía yo allí.

"Has llegado demasiado pronto", continuaron. Y eso sí que me dejó KO, porque que te digan eso significa que te estaban esperando. Más tarde, sí, pero que te estaban esperando, al fin y al cabo.

Les conté que me había quedado dormida en una barca en Caen, y me había despertado allí, y les pregunté cuándo salía el siguiente tren a Francia, porque tenía que tomar un avión a Barcelona. Entonces una de las dos exclamó: "Debemos estar soñando".

"Los sueños no existen", respondí yo, presa de un viejo recuerdo.

Entonces aparecieron otras dos mujeres iguales a ellas. Y de repente las reconocí a todas. Eran las señoras que me habían asustado tanto de pequeña. Venidas a menos, todo hay que decirlo. Habían cambiado sus vestidos vaporosos por gruesos jerseis de lana, y se habían cortado el pelo. Llevaban gafas.

Me puse a temblar y a punto estuve de rezar un padrenuestro. Pero me di cuenta de que ya no lo recordaba.

"No te preocupes", resolvieron al final, "haremos que parezca un sueño".

Y así abrí los ojos. Como por accidente.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

El globo rojo


El cuarto de baño era rosa-casa-de-la-abuela. La bombilla hacía ese ruido inquietante de las películas de David Lynch. Y cuando llegué, la calefacción estaba apagada. Por si no quedaba claro que me habían metido en el cuartucho de la asistenta, encontré un juego de escoba, fregona y recogedor en el armario. Pero el viaje a Caen había sido tan cansado que no me costó dormir.

Supongo que el vino de la cena, y las cervezas en aquel club de jazz con chimenea y un alce decapitado en la pared también hicieron su efecto. La cuestión es que no recuerdo qué estaba soñando; hacía apenas media hora que había cerrado los ojos cuando, de repente, sonó el teléfono de la habitación.

Intenté encender la luz que hacía el ruido de las películas de Lynch, en vano. Intenté mirar qué hora era en la pantalla del móvil (las tres y media). El teléfono sonaba y sonaba, como si no tuviera nada mejor que hacer. Por fin, contesté. Era la felicidad.

-Pero si tú no existes. -le dije.
-Joder que no. -contestó. -¿Entonces estás hablando sola?
-¿Y cómo has conseguido este número? ¿Seguro que quieres hablar conmigo? -insistí.
-Claro, capulla. Y la llamada me va a costar un pastón, que es internacional.

Qué fuerte, estaba hablando con la felicidad, y resulta que tiene voz de tío.

La verdad es que no sabía muy bien qué decir. A mí la felicidad me parece una horterada de la hostia, basta ver los libros que la plantan en sus cubiertas como si fuera lo más, y luego abres el libro y está lleno de chorradas. Y si está firmado por Eduard Punset, peor, porque encima tiene fórmulas matemáticas, o químicas, o ecuatorianas, o yo qué sé cómo se mide la felicidad, pero en fin, soy alérgica a esos libros. Pero claro, eso no se lo podía decir a ella, la protagonista de esos libros. Es demasiado famosa como para criticarla.

Además, por lo visto todo el mundo va detrás de ella, y se lo debe de tener muy creído. Si me estaba llamando a mí (a mí!) desde el extranjero, qué menos que sentirme orgullosa, o privilegiada, o afortunada, algo así.

-Vaya. -dije. -No sé qué decir.
-¿Qué te parece si me cuentas lo que has hecho hoy? Es que me aburro.

Nunca se me había ocurrido que la felicidad pudiera aburrirse. Siempre parece tan ocupada en pasárselo bien y expresar lo bien que se lo está pasando... Pero bueno, me gustaba tenerla al teléfono, así que le conté que había cogido un avión de Barcelona a Orly, que allí nos esperaba una chófer a La Loca y a mí que se comió un bocadillo antes de llevarnos a Caen, que chófer viene de chauffeur (o sea, calentador), porque antiguamente había que calentar los coches para ponerlos en marcha, que a mí no me apetecía nada que la chófer esa del bocadillo me calentara y a La Loca tampoco. Que el viaje en coche fue muy largo. Que cuando llegamos a la ciudad, sobre las diez y media, casi todo estaba cerrado. Que encontramos la calle donde están los restaurantes. Que me comí una ensalada de marisco y una pizza con queso de cabra. Que bebimos vino. Que los franceses son unos desagradables aunque no sean de París porque los de la mesa de al lado no nos dejaban su cenicero aunque no estuvieran fumando porque una gilipollas dijo: "Es que luego tal vez fumemos".

Entonces paré un momento para tomar aire y saber si la felicidad se había quedado dormida. Seguía al otro lado, y quería más.

Le conté que luego habíamos entrado en un colmadito que estaba abierto a todas horas, y que pedimos un cepillo de dientes para La Loca, pero que no había, porque el colmadito sólo tenía comestibles y los cepillos de dientes no se comen aunque te los metas en la boca. Le conté que fuimos a un hotel de cuatro estrellas para que nos vendieran un puto cepillo, y nos lo vendieron junto a un dentífrico por cinco euros, y que el recepcionista (por fin!) era muy majo.

Ahí la felicidad me interrumpió:

-¿Sabes que yo también soy recepcionista?
-¿Cómo, recepcionista? ¿A qué te refieres? ¿Recibes a todo el mundo? ¿Eres políglota? ¿Es una metáfora?
-No, trabajo en un hotel. Eso es todo.
-Ah.

Como no lo entendí muy bien, seguí hablando, y le conté que después de conseguir la pasta de dientes y el cepillo, entramos en un bar que tenía una chimenea encendida y la cabeza de un alce decapitado colgada en la pared. Había libros de caza en las mesas, y un viejo tocaba el piano en un rincón.

Aunque sólo hablaba yo, la felicidad me hacía reír todo el rato.

De repente nos dimos cuenta de que llevábamos más de una hora al teléfono. Y nos despedimos sin nostalgia. Porque la felicidad es así, te deja soñando con una sonrisa. Lo sé, suena cursi, pero la culpa es suya, no mía.

Al día siguiente, La Loca y yo hicimos muchas cosas. Y a las 20,30h de la tarde estábamos invitadas a un espectáculo de circo que se representaba en el Théâtre des Cordes. A las 20,25h los organizadores nos llamaban deseperados. Llegábamos al teatro a las 20,30 en punto, pero teníamos que hacer pis. A las 20,31 el organizador máximo nos sacó del baño.

Tuvimos que sentarnos en un escalón.

Empezó el espectáculo:

En una pantalla, se ve cómo un globo rojo llega a la orilla de una playa con el cielo gris. Un hombre sale del globo, se pone el globo en la cabeza. El globo es casi tan grande como él. El hombre del globo se va por las calles, los mercados, las plazas de Estocolmo con el globo rojo en la cabeza. Nadie le hace ni puto caso.

Mientras tanto, en el escenario, el mismo hombre del globo pero sin globo se mete tenedores por la nariz (por la parte donde no están las púas) e invita a alguien del público a que le ayude en su próximo número. El desgraciado elegido era calvo como él, y el hombre del globo sin globo le puso un pañal, lo convirtió en un cutre-faquir. Y después de una batalla en plan Guerra de las Galaxias (uno con una espada, el otro con un puñal), al final el hombre del globo sin globo se mete la espada por la boca. Y, cuando la saca, se ve que no ha hecho trampas, porque del filo incluso cae la baba.

En la pantalla, el hombre del globo rojo con globo repite el mismo ejercicio con el neón de un supermercado. Se lo mete hasta el fondo y no se electrocuta ni nada.

Todo esto, con numeritos escatológicos intercalados que hacían reír a los franceses como si fueran ingleses. Al hombre del globo sin globo se le vio el culo, y hubo más de una normanda que se tapó la cara escandalizada.

Vale. (luego, el hombre del globo rojo sin globo me explicaría que vale -pronunciado bale- en sueco significa polla).

Mientras miraba el espectáculo no sabía qué pensar. Era como ver Los idiotas de Lars von Trier, película sobre la cual tampoco estás muy segura qué pensar. ¿Era aquel hombre del globo un idiota, o era un puto genio de la hostia?

La Loca y yo nos fuimos a cenar. Y luego acabamos en un antro patético con arena en el suelo y palmitos en las columnas, y una gogó de 70 años bailando en medio de la pista, y un mosaico del Che detrás de la barra. Y al principio la cosa nos hizo gracia. Pero tuvimos que irnos corriendo antes de ponernos a llorar.

Nos tomamos unas cervezas en el hall del hotel donde estábamos alojadas, y entonces aparecieron unos tipos con gorros andinos. Se los quitaron, y eran los suecos del espectáculo de circo; hombre del globo sin globo incluido. Se sentaron con nosotras, nos invitaron a más cervezas y a sidra, chapurreábamos el inglés y el francés, nos enseñaron palabras en sueco, eran muy divertidos.

Y entonces comenté que yo dormía en el cuartucho de la limpieza, porque estaba segura de que en la cuarta planta no se alojaba nadie más que yo. El hombre del globo sin globo puso los ojos como platos y dijo: "No dormirás en la habitación 407".

Yo contesté: "Sí, ¿cómo lo sabes?".
Él respondió: "Porque yo estoy en la habitación de al lado, y anoche una petarda no me dejó dormir, porque hablaba todo el rato y se reía sin parar. Y yo tenía que concentrarme para comer espadas. ¿O qué te crees? Comer espadas y meterse tenedores por la nariz requiere descanso; si no, te puedes morir en pleno espectáculo, conozco a un insomne a quien le pasó".

Conclusión: el hombre del globo podría haber muerto de felicidad.

O la felicidad es un globo rojo.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Bergman inédito e inaudito

El viernes me iré con mi amiga La Loca a Normandía. Vamos a un encuentro de coolturetas suecos. Aunque nos hagamos las suecas muy a menudo, la verdad es que no tenemos ni idea de lo que pasa en ese país. De hecho, tampoco tenemos ni idea de qué pintamos nosotras en ese encuentro. Pero allí estaremos. Van a proyectarnos una película inédita de Bergman en un pase privado. Hasta aquí, el dato freak. Y repito: Bergman es importante.

Empieza la historia:

A veces, cuando vamos mal de pasta, mi amiga La Loca y yo nos prostituimos etílicamente. Vamos al bar de un hotel muy pijo que hay en Passeig de Gràcia, nos pedimos una copa de vino, y esperamos a que dos capullos nos entren. Les seguimos la conversación hasta que pagan, y nos largamos.

El viernes pasado, sin embargo, la cosa fue algo distinta. La Loca decía que se nos había hecho tarde, y que tendríamos que ir a saco. Nada de esperar, pues. Vimos a dos chicos que ya se iban, ella les preguntó: "Ya os vais?". Yo les pregunté: "¿De dónde sois?". Y cuando contestaron: "Canarios", se me vino el mundo encima. Porque los canarios cantan que trinan y a mí me apetecía practicar inglés. Así que me disculpé y me fui al baño.

Cuando volví, mi amiga La Loca se había sentado con otros dos tipos. "Mira, éste es inglés, como tú querías, y éste es normando, así que perfecto, porque nos podrá contar cosas para el viaje". Entonces fue ella quien desapareció un momento, y nos quedamos los tres (el inglés, el francés y yo) sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. De chiste, claro.

Ellos habían visto cómo veníamos de la mesa de al lado. Habían visto cómo habíamos hablado unos segundos con otros dos hombres. Estaban tensos. Nosotras íbamos con jerseis gruesos, bambas y tejanos, pero igual podíamos ser putas modernas. No sabían de qué hablar, y mi inglés es malo, con lo cual tampoco me atrevía mucho a bromear. Hablé con el normando en francés un rato, pero estaba realmente cortado.

La Loca volvió, alegre como siempre, y empezó a contarles lo del viaje, lo de los suecos, un coche vendrá a buscarnos al aeropuerto de Orly. Pensaron que éramos putas de superlujo. Un coche de París a Caen sólo para nosotras. Iban flipando más y más. Hasta que por fin, no pudieron aguantarlo, y preguntaron con voz trémula: "Pero... ¿a qué os dedicáis, exactamente?". "She's journalist and I'm editor", respondió La Loca. "Publisher", corregí yo. Si es que había algo que corregir, que no lo sé.

La cuestión es que los chicos suspiraron tan, tan, tan fuerte que diría que adelgazaron un par de kilos. "Creímos que erais putas!", exclamó el inglés. Y yo pensé que periodista o prostituta o editora, tampoco hay tanta diferencia.

En fin, que ellos no querían decirnos cuál era su profesión. El inglés se puso a hablar con La Loca, el francés se puso a hablar conmigo en perfecto argentino, el cabrón. De repente me dijo que se había comprado una casa en Barcelona porque estaba claro que teníamos que conocernos. Y contesté: "Lo dudo, llevas una cadenita de oro en el cuello, y jamás me enrollaría con un tipo que llevara una cadena de oro". Entonces me di cuenta de que el otro llevaba otra cadena sospechosamente similar.

Para cambiar de tema, le dije que estaba loco, comprándose una casa. Y él dijo que es el primer paso para casarse y tener hijos. Y le dije que yo no me casaré ni tendré hijos jamás, porque si tienes un hijo a los 30, entonces tienes un intruso metido en tu comedor hasta los 65, y no hay manera de quitártelo de encima, y por si fuera poco nunca es el mismo, porque primero se caga encima, luego se caga en el cole, luego se caga en ti, y luego se caga en todo. Y él dijo: "Entonces, ¿no tienes sexo?". Y yo le dije: "Cómo, que si no tengo sexo, a qué te refieres". Y él dijo: "El sexo es para tener hijos". Y yo pensé que me estaba tomando el pelo porque de todo el mundo es sabido que los hijos vienen de París y que el sexo es para gastar condones, que sino quiebra Durex y los tienen que echar a todos.

Bueno, el normando me invitó a que fuera con él a jugar a golf a la mañana siguiente, nada menos que a las siete. Le contesté que era un esnob, porque esnob, en francés, quiere decir pijo, y volvíamos a hablar en francés. Se fue, y nos quedamos con el inglés, que pagó las copas, según lo previsto.

Como nos había caído bien, nos lo llevamos de fiesta. Él insistía en que no podía quedarse mucho rato, porque en realidad eran pilotos y tenía un vuelo a las 7,30h. A mí, que los dos pusieran más o menos la misma hora como toque de diana, me hizo sospechar un poco.

Fuimos al Astrolabi, bebimos cerveza, el inglés cantó y bailó una canción de los Smiths, confesó que no eran pilotos ni nada parecido, evitó aclarar a qué se dedicaban en realidad, y cuando cerraron el bar, lo acompañamos a su hotel, en la calle Còrsega. Para saber la dirección exacta, me enseñó su factura. Y ahí es cuando me quedé con su apellido. Atención: Verman.

Lo raro es que no reconoció su propio hotel. Y eso que se suponía que, por lo menos, tendría que haber dejado allí su equipaje. Bueno, nos despedimos sin saber a qué coño se dedicaban esos dos, y fantaseamos con un montón de posibilidades.

Al día siguiente hice un Google y lo encontré. Habíamos pasado la noche con dos predicadores de incógnito. O prediacadores, o santos, porque la hermandad a la que pertenecen se llama algo así como los nuevos santos de Jesucristo. Llamé a La Loca en seguida y recordó que, en algún momento, le habían preguntado si creía en la existencia de Dios.

Miedo.

Ayer, un taxista desapareció durante todo el día, y reapareció en Vic, y todo lo que había contado era mentira, porque no lo habían secuestrado ni nada. Su apellido era Berman.

Esta tarde me han ofrecido un trabajo que puede ser divertido. Quien lo ha hecho me ha dado el teléfono del que sería mi jefe, y ha dicho: "Es sueco".

Todo esto es muy raro. Si alguien tiene una teoría, que lo diga. Gracias.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Un metro bajo tierra

Todos los viajeros del vagón estaban muertos. Había algunos viejos, pero pocos, que éstas no son horas de morir a según qué edades.

Estaba el gilipollas de la moto haciendo el caballito, y el inoportuno que se puso delante. Estaba el agotado que se durmió al volante y el otro, el tonto, el que desde el principio todo el mundo colocó ahí. Dos putas yonkies se espatarraban en un asiento con las piernas tan abiertas como tuvieron en vida. Y, agarrada a la barra, también estaba ésa vestida de militar; con botas de tacón y chúpamela la punta, eso sí.

Estaban el que se inmoló y el que no lo hizo; en la portada de su libro se leía: Tao. Estaba la madre desesperada, la hija desaparecida. El violador que de repente se clava su propia navaja en el costado. Y también el suicida, que ahora que ya está, se lía un porro.

Estaba el que cumplió veintisiete y, como los grandes, no quiso cumplir más. Alguno que, como quien cruza el estrecho, cruzó el Llobregat. La típica enferma que dejó de comer. El típico comilón que dejó de ponerse enfermo. La del cáncer, el del cáncer, la de pecho, el de pulmón.

Algún niño que, jugando en aquel acantilado, llegó demasiado lejos.

Alguna niña que, jugando a ser mayor, se pudrió de repente.

Los tres que prescindieron del arnés. El del hígado deshecho. Aquél que se arrepintió de haber matado a su mujer.

La mujer asesinada. El currante al que le dio un infarto. El de los cuatro millones de rayas. Uno al que atribuyeron causas naturales. El que no pudo más. La que nunca sabrá que hubiera podido.

Otro accidente laboral. Ella se atragantó comiéndose una pizza.

Nació así.

Fue la mafia, una de tantas.

Nunca sabrá lo que pasó.

Otro suicida. Y van tantos.

Éste fue de puro aburrimiento.

Entonces me doy cuenta de que voy en el mismo puto vagón. Siguiendo su puto mismo camino.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Ponte en mi piel

La cuestión es que olvidé que había cambiado de piel, y la metí con las sábanas en la lavadora.

El problema es que en mi casa las tuberías no funcionan bien. De pequeña, mi alma se coló por el desagüe de la bañera de mis padres, sin demasiada repercusión, porque también ella era poca cosa. Pero cuando me mudé aquí, lo que se fue por el agujero de la bañera fue mi espíritu. Y eso ya es otra cosa.

Un espíritu dentro de una tubería es un escandaloso, basta ver películas como Al final de la escalera. Aunque sea el tuyo, y haya confianza, el espírirtu no puede evitarlo, y se pone a golpear el metal durante la noche, y las paredes tiemblan, y a algunas personas eso les da miedo, pero a mí simplemente me saca de quicio, porque por las noches lo único que quiero es dormir, no oír los golpes que mi espíritu da a las tuberías. Que hubiera ido con más cuidado, y no se hubiera metido donde no debía.

Como está allí dentro, emboza la cañería, y cada vez que pongo una lavadora, se inunda todo.

Vino el fontanero, el señor Manuel, y estuvo estudiando la situación. Dijo: "Tiene usted un espíritu muy fuerte, señorita. No acabaríamos con él ni con todo el disolvente del mundo". Hombre, le contesté, tampoco era mi intención disolver a mi espíritu.

Así que convenimos dejarlo donde estaba, porque la otra opción era abrir toda la pared en canal, y sacarlo de allí. Con lo cual, cabía la posibilidad de que liberáramos de paso a un montón de fantasmas, porque de todo el mundo es sabido que viven en las paredes. Y la verdad, no me apetecía tener fantasmas en casa, ya me basta con los del trabajo.

En fin, que cada noche le doy un somnífero a mi espíritu; se lo paso por el desagüe del lavabo después de lavarme los dientes. Y claro, no puedo hacer la colada en casa, porque se inundaría, y luego tendría que ir nadando a la habitación, y la cama saldría flotando por la ventana y se le caería a algún transeúnte encima de la cabeza. Así que, como no puedo hacer la colada en casa, tengo que ir a una lavandería de ésas que aparecen en las películas americanas, una lavandería pública donde metes la ropa en el tambor y esperas a que acabe, o te vas de compras durante el tiempo necesario.

Pues eso. Olvidé que había cambiado de piel, y la metí con las sábanas en una lavadora de ésas públicas. Aproveché la hora y media que dura el programa 4 (colores delicados) para ir al súper a comprar garbanzos. Entonces, cuando estaba discutiendo con la cajera porque ella quería venderme un boleto de navidad y yo le decía que la navidad no existe porque es un matrix, me acordé de repente: mi piel estaría allí, en la lavadora, dando vueltas y más vueltas, mareada, convertida en un especie de felpudo.

Dejé los garbanzos y la discusión, y empecé a correr hacia la lavandería como alma que lleva el diablo (aunque no tengo alma y el diablo vive en la alcantarilla de abajo). Y, al llegar, vi a esa tía estúpida e impaciente que me miraba. "Es que la otra lavadora no funciona", dijo mientras hacía un globo con su chicle de fresa. Había vaciado el tambor, dejando mis sábanas esparcidas por el suelo, para meter sus trapos de mierda en su lugar y estaba tan tranquila. La capulla.

Revolví las sábanas rápidamente, buscando con desesperación mi piel, mientras la gilipollas ésa me miraba y hacía globos rosas con su chicle. Los globos hacían plop.

"Oye", dijo al final, "¿estás buscando un pellejo lechoso con colágeno por un tubo?".

Sí, contesté, eso mismo.

"Pues se lo ha puesto un viejo que apestaba a naftalina, y ha dicho que se ha quitado cuarenta años de encima", la subnormal profunda se me quedó mirando un buen rato, impertérrita, incluso aburrida, y añadió: "El viejo ha dicho que, en tu piel, se sentía muy puta".

Introduje las sábanas en la bolsa y volví a casa arrastrando los pies. Un viejo se ha metido en mi piel, y ahora se paseará por la ciudad como si fuera yo. Pero es evidente que no es yo; su espíritu estará podrido, y el mío es tan fuerte que emboza las cañerías y no se puede disolver.

La próxima vez haré la colada en casa del señor Fregono. No sé por qué no se me ocurrió antes.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

A carne viva

Cuando me he levantado esta mañana, algo de mí se ha quedado en el colchón.

No me he dado cuenta en seguida. He ido a la ducha y he notado que tenía más frío que de costumbre. Mucho más.

Luego, incluso el agua me dolía.

Entonces lo he entendido. Estoy cambiando de piel.

Dicen que no pasa nada, que se regenera; que la nueva es más tersa, elástica y fina. Inodora, más limpia. Como las compresas.

Pero yo no tengo alas.

Ni reglas.

Simplemente estoy cambiando de piel.

Mientras tanto, vivo a carne viva.

domingo, 4 de noviembre de 2007

El hombre del salto

Sebastià Zanoguera ©

Creo que el otro día tuve mi primera revelación post cínica. Había ido con mi amiga La Loca a un concierto del Señor Chinarro. No quedaban entradas, pero el hombre está un poco enamorado de mi amiga, y le dijo: "Esta noche te trataré como si fuéramos novios". Así que nos vino a buscar a la cola, ante la mirada atónita de los fans, y nos entró al Heliogábal sin que tuviéramos que pagar entrada, y nos invitó a unas cervezas, y cuando el concierto acabó, nos sentamos con él y su bajista a ver cómo firmaban autógrafos y posaban para las fotos hechas a móvil alzado.

Ya metidas en el papel de groupies, acompañamos al Sr. Chinarro y su bajista a un piso en la calle Escorial. Y empezó el drama. Porque una cosa es hacer de groupie y otra muy distinta hacer de hippy. Ya habían desenvainado sus guitarras y se disponían a recordar viejas canciones, cuando entendí que era demasiado tarde. No podría salir de allí.

Era evidente que no podía dejar sola a mi amiga La Loca con esos dos cantautores, no fuera que la convirtieran en musa haciendo que su nombre rimara con bicoca, o retoca, o moca o peor: en plan rima asonante como pelota, asoma, o demora. Porque los cantautores son así, si necesitan meter una palabra en un estribillo y no les cabe, la meten igual. Y si no queda del todo bien, añaden un lalalá, un nananá, o un mmmm mmmm mmm y listos.

En fin, que no podía dejar a mi amiga sola; todavía menos cuando comprobé que se disponía a hacer los coros. Así que me acomodé en el sofá, puse mucha atención, y me quedé dormida.

Luego pensaría en la cola de fans desesperados por ver al Sr. Chinarro, también en aquéllos que le pidieron firmas y fotos. Pensaría que ellos hubieran dado cualquier cosa por estar sentados allí donde me encontraba yo, y yo, mientras tanto, me dejaba arrastrar por el sueño de Morfeo (que no por 'El Sueño de Morfeo', lo cual hubiera sido el colmo del insulto, sobre todo ahora que Alonso ha perdido el mundial).

Pero a lo que íbamos. Cerré los ojos, y mientras sonaban las notas perdidas de una canción triste, recordé una pregunta que aparece en El hombre del salto, de Don DeLillo.

El libro tiene imágenes muy buenas, como el uso de la expresión "Oh my god!" que todos oímos aquel 11-S cuando el segundo avión se estrellaba con la torre gemela. La mujer grita: "Oh my god", y quienes estrellan el avión también dicen hacerlo por su propio dios: "Alá es grande". O sea, que todavía hay gente a quien le viene Dios a la cabeza en los momentos críticos o extremos.

La pregunta que recordé del libro mientras el Señor Chinarro inventaba una nueva canción era ésta:

"¿Y la gente que Dios salvó? ¿Son mejores que quienes murieron?".

Dejando al margen que la traducción es pésima (por qué no poner "¿Y las personas a las que Dios salvó? ¿Son mejores que las que murieron?"), la cuestión no radica tanto en la existencia de ese dios como en la creencia de su bondad. Mejor dicho, de su ecuanimidad.

Lo cual no tiene ningún sentido, me dije entre sueños.

Porque, vamos a ver. Fijémonos en nuestro entorno: ¿Quién está en el poder? ¿Quiénes lo ejercen? Los capullos integrales. Mediocres. Personas casi siempre incapaces que imponen sus propios intereses a la justicia. No porque quieran joder al personal, sino simplemente porque ni siquiera se han apercibido de su existencia. Jefes, políticos, reyes o papas, observan la sociedad como masa. Son incapaces de concebir la idea de individuo ni mucho menos de comprender y rentabilizar sus aptitudes.

Si, en nuestra propia oficina, quien nos manda no tiene ni puta idea de cómo somos ni hasta dónde podemos llegar... ¿cómo va a hacerlo Dios, con tanta gente a su cargo? Le reclaman tanto y en tantos idiomas, que ya ni se mira los faxes, los correos electrónicos o los mensajes en el contestador; perdería demasiado tiempo.

Seguramente el pobre inició esta empresa con ilusión, pero luego creció demasiado, se le fue de las manos. Y él no deja de ser, como la mayoría de los jefes, un mediocre. De vez en cuando tiene que hacer recorte de personal, y actúa como actuaría cualquiera: primero despide a los que hagan menos ruido, no sea que le denuncien. Luego, a los veteranos mediante prejubilación. Con los demás casi nunca acierta, porque no se ha fijado en ellos. Porque fijarse en cada uno le daría demasiado trabajo. Y tiene que actuar rápido para que no quiebre el negocio.

Tras estas elucubraciones, ya en casa, a salvo de las autocomposiciones guitarreras, recordé otra cosa que casi nadie recuerda porque vivimos en Un mundo feliz y en 1984. Hoy todos culpan al PP de haber mentido el 11-M y días posteriores. También culpan a una serie de medios de comunicación.

Pero lo que yo recuerdo es que el 11-M todas las radios y televisiones decían lo mismo que el gobierno. Y que el 12-M todos los diarios (no sólo los de la derecha) publicaron que el atentado lo había perpretado ETA.

Los que están en el poder mienten. Y, en principio, la función de los medios de comunicación es cuestionar lo que dicen los que están en el poder. Su trabajo no consiste en hacer de portavoces, sino de investigadores.

En caso contrario, acabarán clamando la palabra del más fuerte, del que está más arriba. O sea, de Dios. Lo cual los convertirá en los trepas de la oficina. O peor: en integristas.