sábado, 31 de diciembre de 2011

Lo que el año se llevó


Se sienta de cuclillas en la azotea del edificio de enfrente, solo como siempre. Esta vez no se fuma un puro, sino un cigarrillo con tabaco de liar que bien pudiera ser un porro. Lleva el chándal negro habitual, sudadera con capucha de forro y cordones rojos. Nunca sé si me ve. Si la ventana enfocada al norte provoca un efecto espejo o si, al contrario, le facilita entrar visualmente en mi casa, recorrerla a lo largo del pasillo infinito, sobre las baldosas que canturrean bajo mis pies.

Él se agacha bajo el cielo azul de un día soleado que es el último del año, y me pregunto qué hace tanto tiempo allí, si sus compañeros de piso no le dejan fumar en casa, si es que vive en un agujero de la portería, si es que es un okupa que se ha instalado en las escaleras del edificio, si es que no soporta a su vieja. Va girando sobre sí mismo apenas sin darse cuenta, ahora ya me da la espalda, antes estuvo un rato de cara a la Sagrada Familia. Chupa las últimas caladas de la colilla y la observa con atención, como si se hubiera quedado pegado en ella un resto de sus labios.

Tiene que ser un porro porque, al levantarse, se tambalea, la tira a la calle y luego mira el suelo, tose. Temo que decida lanzarse él también. Ahora fuma en pipa, mientras sí, mira abajo y pone un pie en el rodapiés de la barandilla.

Corro a ponerme un jersey para asomarme al balcón y asegurarme de que me ve, así no se atreverá a saltar. Tardo exactamente tres segundos. Cuando vuelvo, ya no está. Sé que no se ha precipitado al vacío porque hubiera oído un golpe, gritos. 

Entre el murmullo del ir y venir de los coches, el tintineo impertinente de los golpes contra las bombonas de butano del repartidor, las ruedas de una maleta sobre la acera. No ha tenido tiempo siquiera de abrir la puerta que da a la azotea. Recuerdo que, siempre que lo veo, ya está ahí. Quizá se cuele desde la terraza de al lado. Nunca lo veo llegar o irse. Simplemente está y luego, en tres segundos, el tiempo entre dos insuflaciones en una triple maniobra de reanimación, deja de estar.

Tres segundos es menos que doce campanadas, es la memoria de un pez y lo que se calcula que dura el presente. El lapso entre captar, comprender y asimilar la realidad.

Tres segundos o un año, qué más da. Los recortes han afectado a la existencia de algunas personas queridas a las que ya no podré enviar e-mails, con las que no tendré largas conversaciones de madrugada sobre películas, anécdotas, sentimientos y libros. 

Los recortes han afectado a mi economía, claro, a la pasión por mi trabajo, sin duda también al futuro. De tanto apretarme el cinturón, a veces creo que me ahogo y otras que soy Scarlett O'Hara encorsetándose para saludar a sus nuevos pretendientes, aunque también he hecho recorte de amantes. Me he cansado de amores clandestinos, y eso que reconozco que tiene su gracia encontrarse a escondidas en los bares de heavies y darse el lote mientras suena el ruido de un grupo danés satánico que no conoce ni su abuela, o alternar con dos amigos sin que éstos sospechen nada. O bueno, sin que yo sospeche que sospechan.

He hecho recorte de vidas, porque la doble que llevaba en este blog se ha ido a la mierda. Al final, en este pueblo, todo se sabe, pese a que me empeñe en demostrar lo contrario. Lo interesante es que todos nos hacemos los tontos, hasta el punto de que a veces me siento realmente así. Entonces me pregunto si no me habré extraviado en mi propio personaje, el fingimento y esos heterónimos que intentan convencerse a sí mismos de que les están diciendo la verdad, de que cada uno de ellos es el auténtico, en el fondo conscientes de que éste es precisamente el más grande engaño al que se ven sometidos.

Recorte de confianza, recorte de fe, y sin embargo sigo con el firme propósito de descubrir el mundo (o el fin del mundo) desde la emoción ingenua, porque poco puedes descubrir desde la arrogante sapiencia. Volver a los orígenes sin esperar nada de nadie, quizá ni siquiera de mí misma, tranquila después del cansancio de mil pequeñas derrotas que harán que recuerde este año como una fecha importante, seguramente definitiva, pero sin ningún cariño. Demasiadas pérdidas. Demasiadas hostias. No muy bestias: tropiezos, resbalones, magulladuras, nada grave; pero dolorosas y molestas, erosionadoras, la consciencia en la piel de mi propia vulnerabilidad.

Entre tanto recorte, evidentemente tenía que cortar con él. Del todo esta vez. Otro bonito recuerdo para la colección de mi memoria que, al final, es a lo que se reduce cualquier vida.

Y luego, una Navidad preciosa que también será la última, porque era la despedida velada de algunos familiares que se emocionaron al ver que aún somos capaces de reunirnos a sus pies, sentados en la alfombra, mientras brindamos como siempre: “Yo soy el jefe, esto es champán, feliz Navidad”. El horror cuando descubrí que la frase, tradición en casa, repetida por mi abuelo cada año, pertenece a Johnny got his gun. La sonrisa al aceptar que los belgas son así, tan raros, tan fríos, supongo que en parte tan como yo.

Ver a viejos amigos, al gran amor de mi vida, que vino a buscarme a la salida del cine por sorpresa y fuimos a cenar, y hablamos y hablamos y hablamos. Y volvimos a quedar y seguimos hablando. Pero no pude porque sabía que, si nos besábamos, empezaríamos de nuevo y ahora no tengo fuerzas para empezar nada, mucho menos una historia tan complicada como aquella, de distancias en todos los sentidos.

Dije: No hemos hablado de Melancholia.
Dijo: Sólo hemos hablado de melancolía. Sigues transmitiendo vida y eres una triunfadora.

Melancholia es una película derrotista que habría dado la razón al chico de la sudadera negra en el caso de que hubiera saltado. El triunfo de la rendición. La melalcoholía es el recuerdo difuso de una alegre borrachera desde el pastoso dolor de cabeza que provoca la resaca. No cometeré ni el error ni la mentira de exclamar: nunca más. Al margen de que es absurdo, ni siquiera es mi intención. Esta noche brindaré como hago cada día con el día cuando me levanto. 

Y como diría la encorsetada Scarlett O'Hara al final de Lo que el viento se llevó cuando deja de llorar: mañana será otro año.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Twiggy no mini skirt de

En esta ciudad, siempre llega un momento en el que el tío se aparta y, mirándote a los ojos, te dice con arrogancia: “Supongo que estás tomando la pastilla, porque como no dices nada”. Entonces le respondes: “No sabes cómo te la juegas, ¿acaso ignoras lo peligrosas que son las mujeres a nuestra edad?”. En realidad, le pellizcarías los genitales con las uñas porque a ti te enseñaron que antes de entrar hay que pedir permiso y, antes de correrte, tienes que avisar. Habrase visto semejante rostro.

Luego lo acojonas un poco. Cuatro palabras para después de un polvo: “¿Te gustan los niños?”.

Él se lo toma como una broma pesada y, mientras, tú le observas con atención. La alopecia amenaza su sesera, no quieres eso para tu hijo. Demasiado pelo en el pecho, su boca es fea. A tu lado yace un monstruo sudoroso y satisfecho al que no conoces de nada y con quien podrías tener una relación genética el resto de tu vida.

Te imaginas levantando a tu hijo por las mañanas, dándole el desayuno, acompañándole al colegio, una copia de este tío que te recordará para siempre aquellos cuatro polvos que echaste un viernes noche porque ibas borracha o caliente o porque, simplemente, te daba la gana. Hay mujeres dispuestas a ello. Mujeres cuyo absurdo reloj biológico se lo reclama al precio del sexo gratis que, a diferencia del deporte, debilita el corazón y te calienta la cabeza.

No sabes cómo, la conversación deriva hacia las estrategias de apareamiento, los concursos de deletrear americanos, los escritores posmodernos, la tontería de los escritores posmodernos, secretos y mentiras de los putos posmodernos, algún exnovio, alguna examante. 

Y de repente (siempre llega ese momento en esta maldita ciudad), salta un nombre. El nombre de una mujer que te odia y dentro de la cual este semental dejó impregnada durante unas horas su semilla. Siempre pasa. Da igual con quién te acuestes, da igual si lo haces la primera noche o después de un cortejo de tres días. Siempre descubres que has intercambiado fluidos con alguna petarda, la hermana de una vieja rival o la novia de tu mejor amigo. Tú te guardas muy mucho de mencionar nombres, igual que en este blog, que voy a tener que empezar a cambiar pseudónimos porque, queridas lectoras, son ustedes muy listas y su capacidad deductiva deja en ridículo a cualquier detective.

De hecho, hace poco más de un año, uno de esos amantes esporádicos que tuvo conmigo (igual que otros) problemas de erección, reconoció que se había liado con alguien que leía este blog. De modo que ya sabéis, chicas, aquél que os dijo: “Nunca me había pasado esto”, mentía. Como mínimo, le pasó conmigo.

Breve inciso sobre los gatillazos. La lección me la dio mi hermano. “Maligno”, le dije, “algunos hombres no empalman conmigo, yo les digo que no pasa nada, pero en realidad me jode un huevo. Les comento de coña: eso es porque no te gusto, y ellos responden, sí, me gustas mucho, nunca me había pasado esto”. Mi hermano el Maligo contestó: “Qué coño. Tendrían que decirte: Perdona, bonita, pero si me gustaras la tendría dura como un palo”.

Repasados viejos amores sin amor, tras calibrar afinidades (qué es mejor, el vino o la cerveza? El vino. Mierda, no tenemos futuro), y soltar algunas anécdotas, empieza el reto con el compañero de cama.

Antiguamente, llegados a este punto, los mandaba a buscar cruasanes y, cuando volvían, no les abría la puerta. Luego maduré y jugaba a lo mismo que ellos. Primera opción: a ver quién ha sido más cabrón. Empieza una retahíla de medallas al más hijoputa, incluyendo la estrategia de mandar a tu comañero de cama a buscar cruasanes y no abrirle la puerta cuando vuelve. Por su parte, qué sé yo, chiquillas desesperadas que les envían mensajes sin parar y son capaces de plantarles en casa a la policía. Es como decirte: nena, no te convengo. Y en tu caso: no te hagas ilusiones, pequeño.

La segunda opción es más sibilina, pero no por ello más femenina. Muchos hombres la llevan a cabo apelando a nuestra sensibilidad. Consiste en decirte: “Estoy muy bien contigo, me gustas mucho, blablablá”, para que exhales un oh, y apuntes su nombre y su teléfono, y los tengas en mente (aunque ellos nunca te llamarán y, si se te ocurre llamar a ti, te pondrán cualquier excusa en el caso muy improbable de que contesten). Vencer es fácil, consiste en pagar con la misma moneda, nada de hacerse la dura. “Oh, sí, tú también me gustas un poco, tendríamos que hacer algo juntos”, a ver si así se asustan y te dejan en paz. De este modo empieza en muchos casos el enamoramiento. En serio.

El otro día recordé un vídeo que alguien colgó en su blog hace unos años. En él aparecía una revisión occidental y actualizada del clip Twiggy Twiggy, de Pizzicato Five. En lugar de un monitor, salía un ordenador portátil; las cámaras eran digitales, todo muy posmo. La chica que cantaba era rubia y yo comenté en aquel antiguo blog: “Joder, qué fuerte! Pero si ese fue nuestro proyecto final de carrera! ¿Cómo ha llegado hasta aquí?”. Como hiciera Haneke en Funny Games, dije que habíamos grabado exactamente el mismo vídeo frame por frame, pero cambiando los actores y el atrezzo. Era mentira, claro. Una estrategia de seducción basada en la misma falsedad en la que se basan las demás.

Pues bien, el otro día quise recuperar aquel vídeo, pero no sé exactamente dónde lo vi y ha pasado un montón de tiempo, así que sólo se me ocurrió una cosa: contactar con los blogueros de antaño con los que, al abrir Cerrado por Melalcoholía, tenía más o menos relación. Una relación virtual de comentarios y quizás un mail de vez en cuando. Una relación de lugares falsos, nombres falsos, de desconocidos que se encuentran, inventan noches, instantes y nada. Ficción.

Me presenté con mi nombre real y me sentí igual que aquellos polvos esporádicos que ya ni siquiera recuerdas y que irrumpen de pronto y te dicen: “Tengo sida, tendrías que hacerte la prueba”. O casi peor, llegan con un bombo y te sueltan: “Hola que tal, esto es tuyo”. Lío embarazoso.

“Hostia, Mel, ¿eres Mel de verdad? Nunca imaginé que Mel fueras tú, cuánto tiempo. ¿Un vídeo? No sé de qué me hablas, lo siento”. La sinceridad asusta.

La misma sensación de haberlo inventado todo, de que esos hombres, en realidad, nunca estuvieron ahí. Ni yo tampoco.

Cuántas veces no me habré sentido así en esta ciudad, en tantas camas distintas de las que lo único que podías hacer era largarte corriendo y sin correrte. Así que tú eres Tal, que trabajó con Cual, que salió con X, le puso los cuernos con Y y Z, y le rompió el corazón a Mengana por culpa de Fulano que fue mi jefe. Era casi incestuoso. Por eso opté por el fucknrunnismo (huir antes incluso del segundo polvo, para que no empiecen las conversaciones posteriores con su consecuente unión de puntos). Y por fin empecé a salir con alguien que no era de aquí y cuyas ex son tan famosas como personalmente desconocidas, con lo cual me ahorro sorpresas. Y sé con quién estoy. Bueno, más o menos. Eso nunca llegamos a saberlo del todo.

Pero tengo que reconocer que a veces echo de menos la familiaridad de aquellas conversaciones sobre la almohada con desconocidos que resultaban no serlo tanto, ese provincianismo esnob, poner a parir a los posmoniños, jugar al quién es quién entre las sábanas. Saber que, si contraemos alguna enfermedad o tenemos descendencia, todo quedará entre nosotros. Aunque no existamos.

Como tal vez tampoco exista aquel vídeo que, de momento, sólo pervive en mi memoria.

jueves, 27 de octubre de 2011

Puta desgraciada


 
La tarde de los cojones ha empezado a las tres. Entonces un chico ha preguntado por mí a través del interfono y ha subido con un ramo de rosas, once rojas y una blanca. En la nota pone: “Casi llegamos al aniversario”. Cabronazo, así no hay quien corte. Regresó ayer a Madrid, tras dos días de conversaciones infinitas, o quizá mejor monólogos que siempre hacía yo. Algunas lágrimas, "no lo entiendo", sin reproches. Por la noche, un mensaje: “Eres la mujer más inteligente, hermosa, rara, independiente, ingobernable, adorable y cascarrabias a la que he amado”. En la tele, Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo. Yo al teléfono: "Conmigo nunca te has puesto taparrabos". Y él: “Antes me he dejado 'impredecible'”.

Once rosas rojas por lo que ha sido, una blanca por lo que casi fue. Ya sabemos qué fue de él, pero no lo que será de nosotros. Las meto en un jarrón y llueve a cántaros, compro un paraguas y voy a trabajar. Salgo del metro y los maravillosos zapatos que traje de San Francisco resbalan sobre la acera, me doy un trompazo como en los cómics; Tintina en Sans, o mejor la capitana Haddock, por todos los rayos y centellas. Me levanto con el cóccix salpicando estrellas y, buf, tengo un mareo. Me apoyo en una pared, unos segundos nada más, sigo caminando. Me apoyo de nuevo, esta vez en el escaparate de una tienda cerrada, un hombre y una mujer se resguardan de la lluvia y me preguntan si estoy bien, los oigo a través del iPod y mil galaxias. Sigo caminando.

De repente, muchas caras. Cuatro, cinco. Me miran desde arriba, me hablan. Estoy en el suelo, me he desmayado. Estoy empapada y el señor que me ha preguntado hace un momento si estaba bien, me arrastra de nuevo hacia el escaparate para protegerme del chaparrón. Una rusa recoge mis cosas, el paraguas, el iPod, va a buscar agua con azúcar. Un joven trajeado dice que estoy lívida, que tengo los labios blancos y acartonados, me preguntan todo el rato si les entiendo. Creo que sí. Bueno, más o menos. ¿No te acuerdas de nada? No. ¿He comido bien? Nunca como bien, pero precisamente hoy he comido pollo. El primer señor llama a una ambulancia. “Es que se te van los ojos”. Es verdad que estoy mareada. Tengo la tonta impresión de que, cuando te mueres, sientes algo parecido a esto. Qué absurdo morirse así. Me bebo el agua con azúcar, tengo el culo mojado. Tengo que llamar a la radio para avisar de que me voy a retrasar.

La ambulancia tarda. La rusa se excusa, tiene que trabajar, es joven, guapa, lleva unas gafas modernas. Le respondo que claro, le doy las gracias. Miro al trajeado y le digo que él también puede irse, que muchas gracias, en serio, estaré bien. Pasan muchos minutos. Él me envía un mensaje desde Madrid. Pésimas noticias: reunión con el productor, la función provoca pérdidas demasiado bestias, se acabó la temporada. Se queda sin trabajo hasta después de Reyes. "Tendré que criar caballos o reparar bicicletas". Le respondo que me he desmayado, se preocupa, "me gustaría estar allí".

Pasan más minutos. Voy recuperándome. Le pido al señor que ha llamado a la ambulancia que les diga que ya está, que no vengan, que con los recortes en Sanidad y todo eso, sólo faltaría que les hiciera perder el tiempo. Le prometo que después de hacer mi sección en la radio, iré a un CAP. También le doy las gracias y la mano. Ánimo.

Voy en taxi los cuatrocientos metros que me separan del edificio de la Maternitat. Cuatrocientos metros en un taxi de Barcelona cuestan cuatro euros con setenta y cinco céntimos. Hago mi sección y voy al CAP que queda justo detrás. La cabeza sigue dándome vueltas, pero estoy mejor. Un poco aturdida.

Mientras un chico muy majo me pide los datos, nombre, número de Seguridad Social, fecha de nacimiento, etcétera, suena el teléfono. Uno de mis jefes. Los free-lance tenemos muchos jefes, cobramos muy mal pero pagamos Autónomos como si fuéramos empresarios. Yo cobro 1.000 euros brutos al mes y 250 se van a los putos Autónomos. Quiero decir, cobraba. Mi jefe dice: “El director, el subdirector y por supuesto yo te queremos, seguimos contando contigo, pero los recortes, ya sabes. Cobrarás la mitad”.

Se me saltan las lágrimas. El chico majo que toma mis datos me mira como si comprendiera y promete que me atenderán enseguida.

Me atienden enseguida. Una doctora muy simpática solicita que me hagan mil millones de pruebas. Una practicante recién llegada de Alicante llamada Elvira o Eugenia me aplasta un brazo, me pincha un dedo, me pone electros en el pecho, me siento ETE, me hace preguntas. Me hace más preguntas. "¿Tienes pareja estable?". Mierda. Nos hacemos medio amigas. Todo bien, la tensión un poco baja, pero por lo visto eso es bueno. La doctora me toca la rabadilla, no parece rota, pregunta si quiero una radiografía, le contesto que no hace falta. Me receta Ibuprofeno por si acaso.

Vuelvo a casa con muchísimo cuidado para no resbalar de camino al autobús. Lloro otro poco, a escondidas, mirando por la ventana. Qué horrible puede ser esta ciudad cuando no te ofrece ya ningún futuro. Cuando el futuro madrileño también ha dejado de existir. Cuando de momento no tienes fuerzas para empezar de nuevo, y menos con el culo jodido y mojado. Se me pasará.

Al llegar, claro, el ascensor no funciona. Subo a pie los cinco pisos con entresuelo y principal, pensando qué puta desgraciada. Riéndome, en realidad, porque poco más puedo hacer, aunque mi cóccix estalle cada vez que pongo un pie en un escalón.

Sobre la mesa del comedor, las doce rosas. Once rojas, una blanca. Y ese maldito concepto: casi llegamos. Casi.

jueves, 20 de octubre de 2011

Notary Club



Tengo un par de amigos muy pijos y bastante divertidos con un síndrome de Peter Pan que ríete tú de mí. Los conocí una noche en la que me secuestraron para llevarme a un infierno llamado Otto Zutz, en el que los chicos llevaban el jersey sobre los hombros y las chicas, tres meses míos de trabajo en ropa. 

En parte, reconozco que me gusta salir con ellos porque nunca jamás permitirían que pagara nada; es lo bueno de los conservadores. Hace mil millones de años, mi amiga La Loca llevó a cabo en el Otto Zutz uno de sus experimentos situacionistas. Le pidió 50 euros a un desconocido, él se los dio, y ella se fue con lo suficiente para pasar el mes. En otra ocasión, esta vez en la calle, reclamó a los peatones que le ayudaran a comprar un erizo y liberarlo así de la jaula de Las Ramblas, “tenemos que salvarlo!”. Luego, con la suma recaudada en la mano, se sintió tan culpable que se lo dio todo a un homeless.

Pero volvamos a mis amigos los pijos. Uno es laboralista; el otro, notario. El laboralista tuvo una novieta de veinte años que, antes de verano, se resistió un poco a salir con nosotros por el Born porque iba demasiado bien vestida para ese barrio (sic). La convencimos y tampoco era para tanto. Pongamos que se llama Bruni.

Pues bien, estaba yo ayer cruzando la calle Pau Claris, de camino a una cena, en mi iPod sonaba una canción de Glasvegas, cuando un chico hizo ademán de atropellarme con su Vespa. No le reconocí enseguida por culpa del casco. Veo que es el laboralista (a quien llamaremos así: Laboralista). Me quito los auriculares y, mediante gestos, le pregunto si piensa pararse para que hablemos un rato. Sube la moto a la acera y me dice que no puedo ir así por la vida, tan despistada, que cualquier día me matan. Le contesto que el semáforo estaba en verde. Son las diez menos veinte, comenta que no son horas de salir del trabajo. Me fijo en su corbata amarilla de calaveras rollo St. Pauli. Dice: “El proletario postindustrial, ya sabes”. Pienso: proletario, vaya huevos.

Apaga la Vespa y pregunta:
–¿Qué sabes de mi amigo?

Su amigo es el notario (a partir de ahora: Notario) y hace un montón que no lo veo.

Yo: Buf, hace un montón que no le veo. Nada. ¿Cómo está?
Laboralista: Mañana lo veré. Hemos quedado.
Yo: Ah, pues entonces dale recuerdos de mi parte.
Laboralista: La verdad es que yo tampoco sé nada de él, la última vez que nos vimos, nos hizo un feo y se largó a las doce y media o así, muy pronto. Dijo que se iba a casa. Y pensé: Melalcohólica.
Yo: ¿Melalcohólica?
Laboralista: Sí, pensé que había quedado contigo.
Yo: Qué va. Sería con otra.
Laboralista: Le gustas muchísimo. Nos envía todo el rato e-mails diciendo que si hemos visto esto o lo otro, cosas que has escrito y eso.
Yo: Pero qué dices, eso era antes. Ahora pasa de mí.
Laboralista: Te enteraste de que fuimos a ver a José Tomás, no?
Yo: Sí, lo de las entradas del señor Balañá.
(acotación: en la corrida del sábado, el Laboralista perdió las entradas para ver a José Tomás el domingo, en la que sería la última corrida de la Monumental. Entonces, agobadísimo, fue a ver qué podía hacer. Justo en ese momento, se encontró al empresario dueño de la plaza –así como de la mayoría de cines y teatros de la ciudad– y éste le acompañó a la taquilla y lo solucionó todo. Le hicieron un duplicado y al día siguiente, aunque había dos personas sentadas en sus sitios, que compraron las entradas en la reventa, cupieron los cuatro).

Laboralista: Fue muy fuerte, me lo encontré justo cuando estaba bajando del coche.
Yo: ¡Venga! Es un poco increíble.
Laboralista: Notario no me cree, ¿verdad?
Yo: No mucho. Pero Abogado sí.
(acotación: Abogado es el nombre que recibe otro amigo suyo que, pese a su apelativo, no es abogado).

Laboralista: Mierda, tendría que haber sacado una foto.
Yo: Sí. También me contaron lo de Bruni y que te pitaron los oídos y les enviaste un mensaje.
(acotación: en un momento dado, Laboralista vio a Bruni al otro extremo de la plaza. Fue hacia allá, y uno de sus amigos los vio besándose aunque se suponía que ya no estaban juntos. Empezaron a reírse de él y, justo en ese momento, Notario recibió un SMS de Laboralista. Decía: “Dejad de rajar, cabrones!”.

Laboralista: ¡Lo sabes todo!
Yo: ¿Y tú cómo supiste que estaban hablando de ti?
Laboralista: Porque yo también lo sé todo. Por ejemplo, sé que después de la corrida, Notario y tú estuvistéis chateando.
Yo: Exageras, nos enviamos un par de mensajes, como mucho. Le pregunté si se había emocionado. Además quería saber cómo le van las clases de golf y si tiene swing.
Laboralista: Toda la noche mandando mensajes.
Yo: Pues estaría escribiéndose con otra.
Laboralista: Noooo, él escondía su BlackBerry, y yo miraba por encima de su hombro, y ponía algo así como Melita o Mimí...
Yo: Mel.
Laboralista: ¡Claro! ¡Cómo no caí! ¡Mel de Melalcohólica!
Yo: Qué cabrón eres.
Laboralista: Mira, te voy a hacer un regalo que me ha hecho un cliente.

Se saca del bolsillo interior de la chaqueta un pequeño bote de LetiBalm Stick.

Laboralista: Es una crema reparadora para los labios y la nariz, para que los tengas bien tersos.
Yo: ¿Es una indirecta? ¿Tan arrugada me ves?
Él: Un poco.
Yo: !!!
Laboralista: Qué va, me encanta tu nariz, me encantan tus labios. Y a Notario más.
Yo: Qué pesado.
Laboralista: Si llego a saber que no se creerían lo del señor Balañá, les digo que me he encontrado a José Tomás directamente!
Yo: Hubiera molado, mucho más peliculero. Pero Abogado te creyó.

Hablamos de su moto, una vieja Vespa muy bonita de color crema. Él creía que yo ya la había visto, yo le contesto que no porque cuando coincidimos en el Born, se fue en el minicoche de Bruni.

Laboralista: Lo nuestro se acabó.
Yo: Eso dijiste la última vez, y luego te pillaron en la plaza de toros.
Laboralista: No, pero ahora estoy saliendo con una chica que creo que te gustará.
Yo: ¿A mí?
Laboralista: Sí, porque es muy creativa.
Yo: Buf, qué mal suena eso de creativa. ¿Qué quieres decir con creativa? No sé si me gustan las creativas.
Laboralista: Entonces, ¿quién te gusta?
Yo: Nadie.
Notario: Devuélveme el reparador de labios.
Yo: Bueno, a ver...
Laboralista: ¿Te gustan los notarios?
Yo: Claro.
Laboralista: Me dijiste que Bruni no te gustaba.
Yo: Nunca dije eso. Nunca se me ocurriría decir algo así.
Laboralista: Bueno, que no le veías futuro a lo nuestro.
Yo: ¡Qué va! ¡Si me pasé la noche insistiendo en que tuviérais hijos!
Laboralista: Jajajaja! Es verdad! ¿Por qué hiciste eso?
Yo: No sé, estaba blanda. De repente le busqué un sentido a la vida.
Laboralista: Siempre te agradeceré una frase que me dijiste aquella noche. La he repetido muchas veces y, joder, en cuanto la digo, las mujeres se abren de piernas ipso facto. Funciona en el 90% de los casos. Te debo la mayoría de polvos que he echado desde entonces.
Yo: ¿Qué frase es?
Laboralista: “Yo sólo quiero devolver lo que me han dado: la vida”.
Yo: ¡Jajajajajajaja! ¿En serio dije eso?
Laboralista: Supereficaz.
Yo: Mierda, un concepto tan trascendental llevado a...
Laboralista: Llevado a la practicidad. ¿Qué sentido tiene tanta trascendencia si no es para follar? Funciona con todas menos con las divorciadas que tienen hijos.
Yo: Claro, porque ya saben el coñazo que comporta ser madre.
Laboralista: Ésas se van corriendo.

En fin, que Laboralista se fue a casa y yo a cenar. Y bueno, reconozco que los pijos tienen su gracia.

martes, 18 de octubre de 2011

Un sueño


Estaba tumbada a su lado, con la cabeza apoyada sobre su pecho, en uno de esos abrazos de oso que solía darnos. Nos hallábamos en aquel espacio desajustado en el que sabíamos lo que iba a pasar al cabo de dos días, pero no lo que ocurriría antes de que se cumpliera ese plazo fatídico. Esto es: el territorio de los sueños. 

Hablábamos creo que de Ellroy. Se giró hacia un calendario de 1971 colgado junto a la cama y dijo: “El día 13 se cumple el aniversario de su muerte. Ochenta años”.

–Ochenta años mola, es una buena edad para morir –le contesté consciente de que él no alcanzaría esa edad. Yo sabía, porque en los sueños esas cosas se saben porque la vigilia va a otro ritmo, que él se moriría al cabo de dos días, a los cuarenta y tres. El siete de octubre. Pero para que esa realidad no se cumpliera (y en el mundo onírico podemos cambiar lo que queramos), añadí: –Claro que nosotros viviremos hasta los ciento veinte.

–No, lo importante es 1971, lo importante es el día 13 –respondió.

Era extraño estar con él en la cama, de aquel modo fraternal, hablando de Ellroy y de la muerte. Descubriendo cosas que no sabía que habían pasado, porque la cronología, la lógica del tiempo, iba en otra dirección. En eso consisten los sueños, sí, y en eso consiste la ficción: en jugar con los datos, en desordenar la información, en mezclarlo todo según unos intereses para otorgarle un sentido. 

Que él se haya muerto no tiene sentido alguno. Que se haya muerto así, tan de repente.

Se levantó. “Me encuentro mal”, dijo. “No”, pensé yo. Así empezó todo. O así acabó. 

–¿Quieres que llame a un médico? ¿Te acompaño a algún sitio?

He intentado aferrarme a ese sueño desesperadamente, porque en el sueño él aún estaba vivo y yo sabía que iba a morirse y él no, y tal vez todavía podríamos salvarle y, en cuanto despertara, nada tendría sentido. Para que la ficción se convierta en realidad, hay que transformarla. Creérsela. Espera, espera.

Me he despertado con el pelo por delante de la cara. Temblando. Ellroy, por qué Ellroy, si ni siquiera ha fallecido. Dice mi amigo el Lobo que los sueños son el lenguaje de... pero para mí aún no está muerto. Como Ellroy. Cómo voy a creerme eso, si no tiene sentido.

La vida, en realidad, es inenarrable. Con la muerte pasa lo mismo.

Eran pasadas las tres y media. He jugueteado con Google, buscando respuestas que sólo inventaría. En 1971, Ellroy fue arrestado por la policía de Los Angeles. Vale. Su madre fue asesinada en 1958, tenía 42 años. 

Su manera de escribir nada tiene que ver con la de él. Mero pasatiempo para no recordar qué era lo que de verdad me había despertado. Intento de recuperar el sueño, ese terreno en el que, aunque sabemos lo que va a pasar, creemos que podemos cambiarlo.

Insomnio. Miedo. La crueldad de morir despierto. La paradoja. La palabra y el concepto "conciliar". Y luego.

domingo, 18 de septiembre de 2011

El nudo de la corbata

 
Los rumores no me molestan, especialmente cuando me conciernen. Me divierte esa sensación de tener más vidas de las que tengo, de haberme acostado con más hombres de lo que confesaré jamás y con muchos menos de los que me atribuyen. Los rumores juegan a favor de los que somos celosos de nuestra intimidad porque, mientras corren y llenan las bocas de quienes se los pasan como un porro, esas bocas no pueden decir nada más, no preguntan, no indagan. Se quedan ahí, aleladas, con el rumor colgado del labio, sacando humo tras el que se oculta la verdad. Sólo humo. Habrá quien diga que por él se sabe dónde está el fuego, o el cáncer. Pero lo cierto es que evidencian dónde hay marihuana y qué alucinaciones exhala.

Cuando soy la protagonista, intento preservar ese papel alimentando el rumor que me lo concede. Si un amigo me comenta en una fiesta: “Dicen que nos miramos mucho”, yo le miro todavía más y le sonrío ostentosamente, le dedico una caída de párpados y a veces incluso vuelvo en el mismo taxi que él, aunque cada uno se vaya a su casa. Si está en duda mi heterosexualidad, meto mano a una amiga fingiendo disimulo, bailo con ella lasciva. Esa superficialidad no puede hacerme daño. Tal vez sí a otras personas. Por eso, cuando veo que se extiende hacia alguien que podría salir perjudicado, hago nuevos malabares, llamo la atención; si siembro la duda o creo confusión, si despisto un poco, me doy por satisfecha.

En eso consiste precisamente la literatura y supongo que para eso existe este blog. La gente tiende a creerse las cosas que ve por la tele o lee en cualquier sitio, la gente quiere creerse todo lo que le cuentan. La verosimilitud es más fácil de conseguir si quien narra la historia lo hace en primera persona y utiliza un pretérito próximo, del mismo modo se presentan las anécdotas. Le dices a alguien: “Flipa con lo que me acaba de pasar”. Y el otro se queda y escucha, y a lo mejor no flipa, pero como se lo han anunciado de un modo tan atractivo (quédate aquí conmigo porque lo que estoy a punto de contarte te va a impresionar muchísimo) no tiene más remedio que dejarse arrastrar hacia el mundo que se abre tras cada relato, sin plantearse –para qué– qué parte tiene de ficción y qué de realidad.

La boda de nuestros amigos, el viernes, jugó todo el rato en ese espacio indefinido donde lo que es verdad y mentira no importa, siempre y cuando se lo puedan contar unos a otros como a ellos se lo han contado. Para empezar, se celebró antes de que marido y mujer se hayan casado. De hecho, el mes que viene la celebrarán de nuevo en África y no firmarán los papeles hasta diciembre en una nueva ceremonia oficiada por el exalcalde de la ciudad. 

Mi amiga La Loca y yo solemos arrastrarnos mutuamente a una perdición inocente, así que por la tarde la convencí para que abandonara la Dukan y volviera a la cerveza, que es mucho más sana y agradecida. Sentadas en una terraza de la plaza Artós, ella de Valentino y Mascaró, yo con un vestido ceñido, brindamos por los kilos perdidos. Y cuando llegamos al Giardinetto, por su falta de costumbre y mi semana de sobredosis, llevábamos un puntillo interesante al borde del abismo.

Su falta de costumbre se debía a veinte días sin probar el alcohol. Mi sobredosis era sobre todo emocional, a raíz de una tormenta que sacude esa bonita historia de amor que solía mecerme de Barcelona a Madrid hasta que me mareé, o hasta que yo qué sé, porque las crisis son siempre lo más difícil de explicar. Las relaciones tienen una unidad narrativa; las rupturas, en cambio, fragmentan el relato, uno no sabe por dónde empezar ni cómo justificarlas, especialmente cuando el sentimiento no se corresponde con los actos, o cuando lo conveniente quizá no sea lo acertado.

He pasado un verano tranquilo, durillo a veces y solitario, en el que lo que me ha salvado han sido las conversaciones con un amigo que piensa mejor que yo, y que no sólo me ha cambiado el modo de mirar, sino también de ver muchas cosas. De ahora en adelante lo llamaremos el Joven Cultivador de Marihuana, lo que le convierte en parte en cultivador de sueños y de rumores, como decía al principio. El humo y las alucinaciones.

La cuestión es que el viernes, en la boda, estuve un pelín triste. El día anterior había estado en Madrid, me pasé el viaje de vuelta llorando en el AVE, tan cansada que ni siquiera me dio vergüenza. Ver tantas caras conocidas en el Giardinetto me alegró, creo que logré cierta chispa al principio, aunque luego me dijeron que me faltaba energía. Bueno, no importa, estaba cómoda, me sentía acogida, la novia estaba exultante y yo, contenta por ella. Existe cierta envidia sana que consiste en verse reflejado en el otro. Es una envidia peligrosa porque puede derivar en la autocompasión, pero supongo que para eso están las bodas, para imaginarte en su lugar. A mí la novia me recuerda a mi madre en muchos aspectos; en lo enamorada que está, por ejemplo, en el orgullo que siente por su marido. Nosotros nos hubiéramos casado en el último pueblo de la Vall d'Aran y habríamos invitado a todo dios, desde mis amigos de Barcelona y Mallorca, hasta los suyos de Madrid y Zaragoza.

Para acabar de adobar mi rara nostalgia (basada evidentemente en viejas conversaciones llenas de ilusión), ahí estaban sus amigos de Zaragoza, todos recordándome la buena pareja que hacíamos, lo felices que se nos veía juntos, etcétera. A quién le importa por qué no funciona el amor, o por qué con el amor no basta, esas justificaciones son un coñazo. Por otro lado, qué ganas tiene todo el mundo de dar su opinión, “me caes bien, me cae bien, me gustáis juntos, no rompáis, devolvedle unidad al relato”. Y lo hacen con la mejor intención, pero qué complicado es todo, como en ese estúpido estado de Facebook, it's complicated. Qué egoístas somos, qué incapaces de simplificar las cosas.

Creo que él ha empezado a salir con una chiquilla muy guapa e inminentemente famosa; a mí me relacionan con un Principito que también estaba en la boda y a quien le tomé prestada la corbata roja para alimentar como hago siempre ese rumor. Luego le pedí a uno de los editores más importantes de Europa que me hiciera el nudo y posteriormente bailé con su mujer; planeamos un road trip en busca de uno de sus autores, que ha desaparecido en algún complejo de apartamentos al sur de la Península.

Mientras a mí me preguntaban por el hombre al que aún amo en Madrid (qué raro que no le haya puesto nombre, supongo que cualquiera resultaría demasiado obvio) al Principito le preguntaban por mí, ¿es verdad que estáis juntos? El más malicioso me dijo: “¿Sabes que la corbata es un símbolo de sumisión y que su propietario es tu dueño?”. Luego me enteré de que el rumor no se limita a que nos hayamos liado, sino que va mucho más allá: dicen las malas lenguas que yo dejé al chico de Madrid por el chico al que le tomé prestada la corbata. Eso supera con creces la potencia que yo creía que tienen los rumores y le da mil vueltas a mi imaginación; narrativamente carece de tanto sentido que resulta surrealista. Claro que sur-realisme quiere decir sobre la realidad. Estoy por presentarme a la próxima fiesta con un cojín en la barriga para que se pregunten de quién es el bebé.

Todo iba más o menos bien, pero sin duda llevaba la tristeza impregnada en la cara como un rímel corrido, porque cuando la novia empezó a repartir rosas rojas y blancas entre las invitadas (una para cada una), a mí me dio dos. Yo había encontrado un led en el suelo, atado a los restos de un globo reventado, y me lo anudé a la corbata, llevaba en mi cuello la luz.

Estaba hablando con alguien en la barra cuando, de repente, un tío al que apenas conozco se volvió hacia mí, me interrumpió y dijo: “Oye, estás muy buena y ese vestidito que llevas es muy mono, pero escribes como el culo”. Eso fue demasiado para mí. Se agolparon en mi garganta la terrible despedida del día anterior en Madrid, las excusas improvisadas con las que intentaba justificar que él y yo no estemos juntos pese a hacer buena pareja, se agolparon las mil cervezas, la boda que no será, la autocompasión y la patética piedad que me di cuenta que provocaba a mi alrededor. Salí corriendo a buscar un taxi, me ahogaba.

Me senté en un banco para tomar aire, conté hasta cien y recordé dos cosas importantes. Primera, que soy demasiado egocéntrica. Segunda, una conversación que acababa de tener con un filósofo que se casó con quien más le daba; él se había dejado deslumbrar por otras mujeres, pero eran ilusiones, pura ficción. Sólo ella era real, sólo lo que ella le ofrecía era de verdad. Él supo descubrir la autenticidad de su sentimiento en el fondo del rumor. Ahora esperan un hijo que es la materialización de un proyecto sólido en común. Conservador? Puede. Convencional? Sin duda. ¿Una justificación para convencerse a sí mismo ante el acojone que implica la responsabilidad de ser padre? Quién sabe. Pero nunca nadie me había explicado tan bien la evidencia, el valor de lo tangible. Lo auténtico.

Regresé al bar, todavía cabreada, y me deshice del led brillante y la corbata roja con la que hubiera podido colgarme de una viga si en mi casa hubiera vigas y algún gancho del que colgarme y, qué coño, si hubiera querido colgarme, que en realidad está claro que no. Se la devolví a su propietario con tanto dramatismo (arrancármela del cuello y dársela delante de todo el mundo) que los invitados corroboraron sus sospechas: si le montaba aquel numerito era porque me había rechazado o algo así. No sabían que mi enfado no tenía nada que ver con él, sino con un gilipollas que me había interpelado en la barra para decirme que escribo como el culo. Pero les daba igual, mola más pensar que estás presenciando un desatado ataque de pasión que ratifica la veracidad del rumor y lo despoja de cualquier duda.

Me senté con el filósofo que tanto me había enseñado y sus amigos, hasta que vino el gilipollas a pedirme perdón. Por lo visto fui borde con él hace unos años y seguía resentido conmigo. Le dije que no recordaba haber sido borde, sino que sencillamente lo rechacé cuando pretendió acostarse conmigo. Le dije que era de muy mala educación interrumpir a alguien a quien apenas conoces para decirle que escribe como el culo en una boda. Volvió a pedirme perdón y me dijo que fuéramos a tomar una copa. Tuve que resistirme para no contestarle que se fuera a tomar por culo.

El Principito se iba en ese momento y le acompañé al taxi para que los demás siguieran hablando de nosotros un rato más, no voy a decepcionar a mi público. Luego me reuní con un gran escritor al que admiro mucho y quiero un poco, y mi grado de patetismo era tal que me abrazó para animarme. Sé que tendría que haberme largado a casa en ese momento, corría el riesgo de hacer un ridículo espantoso si me quedaba, pero no podía hacerlo porque era consciente de que me sentiría muy sola. Tenía miedo. Un miedo tristísimo y aberrante, un miedo tragicómico y melodramático, totalmente absurdo por injustificado, pero miedo al fin y al cabo. Me senté derrotada en un taburete y los que me consideraron un resto de serie fueron haciendo turnos para darme abrazos y besos. Algunos con mucho cariño, otros llevados por otro tipo de impulso. Estaba claro que era vulnerable, tenían que averiguar si me dejaría mimar y animar hasta la entrepierna.

Entre los que se acercaron con dudosas intenciones volvía a encontrarse el gilipollas, que insistió en que fuéramos a tomar una copa. Se lo presenté a mi amiga La Loca y cometí un error. Dije: “Éste es Tal, dice que escribo como el culo”. La Loca y yo nos arrastramos mutuamente a una perdición de azúcar, pero también nos defendemos la una a la otra como leonas. Ella contestó: “¿Cuál de sus novelas has leído para sostener semejante afirmación?”, a lo que él replicó: “Me basta con sus artículos”.

Eso fue sólo el principio de un intercambio de lindezas aderezadas con litros de alcohol que él desató a partir de un: “hablas raro, tienes voz de pija, quítate la patata de la boca”, y que ella rebatió con un: “tú sí que hablas mal que no sabes ni prinunciar correctamente una ele”, él se metió con su camisa de Valentino, ella con su nariz de pepino, ella con su ultranacionalismo catalán, él con su fascismo español, “imbécil”, “idiota”, “estúpida”. Etcétera.

El gran escritor al que admiro mucho y quiero un poco había sacado montañas de jamón para hacer un resopón de madrugada. Fue una buena idea, pero tuvo consecuencias. Harta ya de la discusión agresiva y sin argumentos con aquel gilipollas integral, mi amiga La Loca dio media vuelta y se disponía a irse enfadadísima cuando éste agarró un puñado de jamón y se lo puso en el pelo. Yo no daba crédito. Entonces mi amiga se giró hacia él furibunda e hizo el molinillo, que consiste en mover los brazos y las manos muy rápidamente delante de la cara para hacer saltar por los aires todo lo que se interponga en su camino, en este caso las gafas del gilipollas. Del tortazo que le dio, le abrió una pequeña brecha en la nariz.

Lo siento, sé que la escena a lo mejor fue un poco fea, pero qué coño, estuve muy orgullosa de ella y, si lo ha sido siempre, en ese momento se convirtió en mi ídola absoluta y mi heroína más que nunca por los siglos de los siglos. La adoro incondicionalmente. Llevaba horas reprimiéndome y esa hostia se la hubiera dado yo, al gilipollas. Gracias a mi amiga La Loca, no me quedé con las ganas.

De vuelta a casa, bajo la primerísima luz del día, pensé en lo divertida, emotiva y etílica que había sido la fiesta pese al último episodio (aunque fuera el más morboso y el momento cumbre de la noche, también hay que decirlo). Pensé en lo contentos que pueden estar los novios, ella descalza sobre una moqueta impregnada de años de desfase, él claro, sin corbata. Pensé en lo complicado que es hacer algunos nudos, sobre todo si no es uno mismo quien se los hace; eso dicen los hombres que llevan corbata, al menos, que les cuesta hacérselos a otro. Pensé en todas esas mujeres que, en cambio, aprendieron a hacer esos nudos a sus maridos. Pensé en el matrimonio, las sogas al cuello, las correas, los lazos, los nudos en la garganta.

Pensé en lo fácil que es deshacer algunos de esos nudos, sin embargo, y protagonizar una escenita devolviéndole la corbata a su propietario. Un truco de ilusionista involuntario, una mala interpretación, la comidilla, rumores, un cuento. Pensé que algunos nudos se deshacen cuando lloras y que otros provocan tu llanto en cuanto se deshacen. Supe que la resaca sería insoportable.

Y lo fue. Pero menos de lo que esperaba, o más física que mental, con más dolor de cabeza y ovarios que de corazón. Me vino la regla y eso explicó muchas cosas. Otro nudo se afloja cuando por fin te baja la menstruación. Bebí litros de agua, dormí prácticamente el día entero, recordé que llevaba una semana sin descanso, me convencí de que lo había soñado todo. Y quizá sea así. Escribir consiste en eso, en hacer que lo que inventas sea verdad aunque la verdad parezca mentira, y hasta que no se distingan. Hacerlo siempre, a pesar de que habrá algún gilipollas que te diga que lo haces como el culo y con quien quizá lo preferible sea liarse a hostias. Para hacerle callar y porque un buen sopapo puede ser el mejor antidepresivo aunque no lo des tú.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Hombres Supuestamente Interesantes con los que nunca volveré a acostarme (VI)

El falso amigo (o el consolador dorado). Recibe el nombre de “falso amigo” aquella palabra que, en un idioma, se parece mucho o es igual a la de otro, pero cuyo significado es distinto. Por ejemplo: presunto, en portugués, quiere decir jamón; embaraçada, avergonzada. Subir, en francés, se traduce por sufrir. Grocery, en inglés, por mercancía o tienda de ultramarinos. Y un poco de todo esto tiene la lección de hoy que recordé ayer.

Había una vez una chica que tenía una percepción tan esencial de la vida que a menudo debía frivolizar para no saltar por la ventana. En los momentos chungos tomó por costumbre reírse de sí misma y refugiarse en brazos amigos que, si bien no la sostenían (ella quería valerse por sí misma), sí la consolaban mediante caricias y arrumacos durante las noches frías. Así conoció hace años al que luego llamaría El Amante que Huyó Bajo la Lluvia, un amor absurdo por imposible porque él tenía novia.

La primera noche, él le contó cosas muy tristes sobre su familia, cosas que aquella chica creía que sólo salían en las películas de Antena-3 o en los breves de un periódico. Caminaban por las calles vacías a horas intempestivas y entonces él le dijo: no sé por qué te cuento todo esto. Se besaron. Estuvieron viéndose a escondidas durante algunos meses hasta que él se largó dramáticamente bajo la lluvia. Ella lloró mucho. Lo había pasado mal a raíz del sentimiento de culpa y por el terror de saber que lo suyo no tenía futuro y, al comprobar que el futuro estaba ahí mismo, un abismo se abrió bajo sus pies.

Nunca pensó que estuviera enamorada. Sentía que quería mucho a aquel chico, que tenían una complicidad cojonuda, le esperaba sin esperarle con la estúpida certeza de que acabarían juntos tarde o temprano, cuando aquella frivolidad suya y la novia de él se fueran a tomar viento. A veces, cuando iba borracho, él le enviaba un mensaje o la llamaba a las tantas. A veces también colgaba. Llamadas perdidas que no reclamaban nada.

Dejaron de hablarse. Sin rencor, sin rabia. Él se había ido, ella renovaba su colección de amantes, salía en serio con alguien, volvía a ser la impetuosa de siempre que no necesitaba más apoyo que el de los amigos tradicionales y la fiel seguridad que le rendían mil horas de trabajo. Un día, años más tarde, coincidieron en una fiesta. Ella estaba descolocada tras un verano con la libido por los suelos, a raíz de haberse cargado su enésima relación “seria”. El Amante que Huyó Bajo la Lluvia también había cortado con su novia y no acababa de superarlo, también estaba hecho un lío. Se consolaron mutuamente.

Vamos a ver: ni eran pareja ni tenían intención de serlo. Ella era muy feliz con sus dos amantes y medio (el medio era el Hombre de Hojalata, que padecía a su lado una terrible impotencia, lo que mermaba la confianza de la chica que sabía que aunque te digan: “no sé qué me pasa, es la primera vez que me ocurre algo así, me intimidas”, etcétera, y aunque ella le quitaba hierro al asunto contestando: “no te preocupes, será que te gusto demasiado y estás enamorado de mí”, en realidad si no le ponía es que no le ponía y punto, y es horrible no ser capaz de excitar al tío que tienes en la cama. Pero bueno, por dónde íbamos).

Que la narradora de esta historia y aquel recuperado Amante Que Huyó Bajo la Lluvia se llevaban bien, bromeaban mucho y no se exigían nada. Eran amigos y se tomaban el pelo (cuando hablaban por teléfono, por ejemplo, los compañeros de piso de él le cantaban la marcha nupcial). Era un rollo desenfadado y sin compromiso que a ambos les iba muy bien. A veces él se presentaba en su casa de madrugada, después de una noche de fiesta, y ella, en vez de mandarlo a la mierda, le abría todas las puertas.

Un día ella se enamoró de otro, o se dejó enamorar por otro. Mientras se enrollaban, pensó en el Amante Que Huyó Bajo la Lluvia y aquel tipo le dijo: “Estás ausente, es como si tuvieras novio”. Ahí se preocupó un poco. Pero le dio más importancia al "poco" que al motivo de su preocupación.

He empezado diciendo que la narradora tiene una percepción esencial de la vida y a menudo debe frivolizar para no suicidarse. No es tan exagerado como parece. Se dio cuenta de que quería mucho a aquel Amante Que Huyó Bajo la Lluvia, pero era consciente de que las reglas de su juego eran otras; él le había repetido varias veces que no quería salir con nadie, a ella le daba igual que se hubiera follado a compañeras suyas (incluso a alguna buena amiga, algo que nunca le confesaron).

Con él se veía desde el otro lado, como quien observa su propia evolución y su educación sentimental; era consciente de dónde se equivocaba, qué tonterías cometía, cuáles eran sus necesidades. Y aunque ya no esperaba sin esperarle como sí había hecho años atrás (cortará con su novia y entonces volveremos a estar juntos), agradecía haberle conocido porque fue apoyo y refugio –amigo– cuando más lo necesitaba.

Continuaron cada uno con su vida después de quedar un par de veces y de que el encuentro fuera un poco dramático (de nuevo, el adverbio es lo importante). Él no se daba cuenta de esto. Para él ella también había sido un refugio, sí, donde guarecer su polla circuncidada; ella era la chica simpática que estaba dispuesta, la puerta siempre abierta de madrugada. No quería problemas.

No creáis que los doy, soy fácil incluso en eso.

Falso amigo: cada una de las dos palabras que, perteneciendo a lenguas distintas, se asemejan mucho en la forma pero difieren en el significado.

Pese a que se enlazaban, su lengua no besaba lo mismo que la mía.

Ayer nos vimos. Aunque siempre hemos procurado llevar nuestra historia intermitente en secreto, todo dios la sospecha. Nuestros amigos me dijeron que no querían salir conmigo porque “a las dos siempre te vas a fornicar”. Entonces me volví hacia él y le pregunté: “¿Qué hora es?”. Era una broma, ahora mismo lo último que me apetece es desenterrar viejas historias, me he hecho mayor, pero me gusta provocar, qué le vamos a hacer.

Supongo que él creyó que lo violaría en el baño, la mayoría de tíos que conozco son unos creídos y nuestras recaídas siempre han sido en septiembre. El error es mío, por habérselo puesto siempre todo tan sencillo. Pero yo pensaba que éramos amigos y que, del mismo modo que había podido contar conmigo, podría contar con él en los momentos jodidos. Anoche todos fueron muy cariñosos, estuve hablando hasta que cerraron el puto AlmodoBar y él me evitó todo el rato, se fue sin despedirse. Nueva huida y eso que no llovía. Yeah.

Me envió un mensaje: “Era la mejor decisión. Hoy no era el día. No te enfades”. Y me enfadé. Seguramente conmigo misma. Porque a estas alturas debería saber qué significa presunto, cómo se dice avergonzada, de qué va sufrir y que la grosería es que te traten como una puta tienda de ultramarinos. Falso amigo, que te den por culo con un consolador amarillo.

PD. Lo del consolador dorado es una metáfora: cuidado con lo que te consuelas, porque eso que te metes y con lo que te alivias se lo puede haber introducido un cineasta de culto por el ano.

viernes, 5 de agosto de 2011

Yo siempre como siempre

Mi abuela no perdona. De junio a septiembre, tiene que nadar cada día. Como no conduce, mi padre o una de mis tías la acompañan a la playa.

El llamado S'Arenal Gran de Portocolom está separado del Petit por un exiguo pantalán en el que, cuando mi padre aún llevaba bañador con tirantes, se colocaba un guardia para vigilar que hombres y mujeres no se mezclaran. El llamado Arenal Petit, hendido en un pinar y junto al que ahora hay un buen restaurante regentado por unos bordes (la bordería forma parte del encanto mallorquín), estaba reservado a las mujeres y sus hijos menores de 12 años.

Mi abuela suele dejar allí su toalla porque hay sombra. Va nadando hasta S'Arenal Gran -donde antiguamente estaban los hombres- sin mojarse la cabeza. Tiene 91 años y fuma un paquete de tabaco diario; como ya no hay Record de la caja verde, primero se pasó a los puritos y ahora, al Winston. Dice que si tiene cáncer, será de garganta porque casi no se traga el humo, pero yo sostengo que lo que pone en las cajetillas es incompleto. Sí, el tabaco puede matar. Pero también puede no hacerlo.

Cuando llega a la playa grande (este año atestada de guiris, lo que es una novedad), camina por la orilla de punta a punta un par de veces. Luego vuelve a nado de donde llegó.

Hoy mis padres y yo nos hemos sentado junto a las escaleras en las que se acomodan las señoras del pueblo, mujeres estupendas que se han puesto muy morenas y cuyo pelo ha adquirido un sospechoso color amarillo. Tienen las típicas conversaciones playeras con el tono de voz y el acento apropiados para la ocasión. Algunas se sientan en esas sillitas ridículas y otras, las menos, juegan con sus nietos un rato. Hablan de temas que olvido inmediamente porque oírlos es inevitable, pero retenerlos, por alguna extraña razón, me resulta imposible.

Mientras me pongo crema protectora factor 30, veo cómo me saluda una amiga de mis primas. Me quito las gafas de sol, me levanto de la toalla y me acerco a ella. Fue madre el año pasado, me presenta a la criatura; cuenta que otra amiga suya está a punto de reventar. Hincha los carrillos y coloca las manos medio metro delante de su barriga para hacerme entender que el embarazo la ha puesto como una vaca.

Pienso que me sabe mal haber sido tan soberbiamente solitaria de adolescente. Ahora esas amigas de mis primas también serían las mías y no me avergonzaría proponerles que quedáramos este fin de semana. Podríamos ir a la Cova dels Ases a tomar algo, cenar un pa amb oli. Estoy todo el día encerrada en casa leyendo, escribiendo, y no digo que esté mal. Bajo a la piscina a primera hora, doy paseos mientras se pone el sol. Pero un mes de convivencia con mis padres será excesivo.

Viene otra chica con la que fui al colegio. Es mayor que yo, estudió Historia con mi famoso catequista. Me dice: “Estás de enhorabuena!”, y me llevo las manos a la barriga horrorizada. ¿Perdón? “Por los libros”, añade. Ah, sí. Vale, lo de plantar el árbol y lo de escribir el libro ya está. Hablamos un rato y dudo si preguntarle por el catequista. No lo hago. Ni siquiera sé si sabe que nos conocemos. Perdón, que nos conocimos. Se casó, me consta que por lo menos tiene un hijo.

Ayer llamé a un casi Hombre Supuestamente Interesante con el que Nunca Volveré a Acostarme. Y digo casi porque no llegamos a acostarnos juntos. Era el guapo de EGB, tenía los ojos tan verdes que le llamábamos Gato. Llegó en Tercero, venía del colegio francés y decía muchas palabrotas. Decía mucho “cojones” y yo entendía “cajones”, así que no me parecía que fuera un taco y lo decía con él.

Su madre se había separado de un hombre y casado con otro. Gato estaba enfadado con el mundo, nos insultaba constantemente, pero era tan guapo que mi mejor amiga se enamoró de él. Un día Gato se escapó tras una bronca con el profesor de gimnasia. Se fue corriendo, saltó la verja del patio y desapareció. Estuvieron toda la tarde buscándolo. Lo encontraron por la noche en casa de sus abuelos.

La madre de Gato era una mujer guapa y moderna que miraba a todo el mundo con muchísima curiosidad. Desde mi perspicaz ingenuidad infantil, me parecía que su simpatía resultaba peligrosa para ese tipo de esposas celosas que tienden a odiar a otras féminas, especialmente si son más guapas, más modernas y más simpáticas que ellas. Gato tenía una casa fabulosa en un pueblo cerca de Palma, y en verano celebrábamos fiestas en su piscina.

En Sexto nos hicimos muy amigos. Entonces, como él, yo también odiaba al mundo. Empecé a jugar a baloncesto con él y otros compañeros a la hora del patio. Un día, la Gorda me sacó de la pista y me advirtió: “Aléjate de Gato, Gato es para X”. X era la superpija de la clase, a quien casi todos iban detrás. Cuando Gato se enteró, en Naturales cogió mi pupitre (el pupitre entero), y lo puso a su lado. Nos sentamos juntos lo que quedaba de curso y creo que seguimos codo con codo hasta Octavo.

En el Instituto nos perdimos la pista, pero cada noche de los Santos Inocentes nos reuníamos toda la clase e íbamos a cenar. Aquellos odios hacia la humanidad fueron breves, en realidad nos llevábamos de puta madre (todavía hoy quedamos casi cada invierno y seguimos llevándonos bien). Mi vieja amiga seguía perdidamente enamorada de él, pero él alargaba el momento de volver a casa para quedarse a solas conmigo; más de una vez nos pillaron agarrados por la cintura o de la mano.

Se fue a estudiar primero a Lugo y después a Valencia. Yo le escribía desde Barcelona. Supongo que aún podría encontrar aquellas cartas que, si mal no recuerdo, hablaban sobre todo de Nietzsche y de una angustia oscura existencial. Uno de sus perros se suicidó, saltó por el balcón. Seguíamos viéndonos de vez en cuando, seguíamos acabando tímidamente abrazados.

Empecé a salir con un cantante. Acabé la carrera y pasé diez meses en Palma. Gato no acabó, pero venía en Semana Santa y Navidad. Él también salía con una chica. No recuerdo dónde nos besamos por primera vez, supongo que en aquel pub irlandés donde nos poníamos tibios de Guinness. Fumábamos mucho. Luego vino a casa, el error fue intentar pasar del sofá a la cama.

Transcurrían unos meses, quedábamos de nuevo. La última vez, en la suya. Su madre llegó por sorpresa, casi nos pilló, salté por la ventana, corrí por el jardín hasta la carretera, donde él pasó a recogerme con su Vespa y me llevó a Palma.

Me dejó en el portal y dijo que se había acabado. Antes incluso de empezar, o después de tantos años, qué más da. Se sentía culpable. Yo no, aunque sabía que también debía sentirme culpable. Nos abrazamos muy fuerte, muy fuerte, y a mí me parecía imposible. Volví a escribirle, pero él hablaba en serio y nunca contestó.

Mi prima se casó con su primo. Su madre y hermanos fueron a la boda. Él no.

Volvimos a vernos hace un par de años, en una de esas reuniones de compañeros de EGB. Seguía siendo muy guapo. Seguíamos teniendo aquella complicidad. Pero yo estaba más flipada por otra historia: mi primer amor oficial (que era otro, casi desde parvulario) le había puesto mi nombre a su hija.

El domingo me enteré de que la madre de Gato ha muerto. Una tontería, una mononucleosis mal diagnosticada. Creyó que era un resfriado, siguió yendo a trabajar, se consumió de forma absurda hasta que su cerebro no pudo más y tuvo varios infartos. Así de simple.

Así de triste.

Ayer llamé a Gato. Está bien, vive en una finca en la montaña con aquella chica por la que apostó correctamente. Este verano educarán a un caballo maltratado, cada verano dedican sus quince días de vacaciones a salvar a algún animal; para evitar que alguno vuelva a suicidarse, supongo. Repasamos las vidas de nuestros conocidos en común. “Y tú qué, desde que eres famosa no se te ve el pelo”, dijo. “No soy famosa, soy la más localizable de todos vosotros y si no me ves el pelo es porque me lo he cortado. Pero como siempre. Yo siempre como siempre; exactamente igual que la última vez”, respondí.

Todos en la playa miran hacia la estrecha carretera por la que no puede pasar un 4x4. La culpa es de un Citroën mal aparcado, y las señoras de pelo amarillo, los hombres con barba, los padres y madres de los niños, absolutamente todo el mundo mira hacia la carretera y da su opinión. Por fin ocurre algo emocionante. “Pero el propietario de ese coche no se da cuenta de que molesta?”, grita alguien.

Me imagino al propietario de ese coche disimulando en la orilla, consciente de que tras ese 4x4 llegará otro turismo de grandes dimensiones, y después otro, y otro. Y cada vez que se acerque un vehículo ancho, se armará este mismo pollo. Imagino su angustia y su vergüenza. Me lo imagino preguntándose en qué momento podrá sacarlo de allí sin que se le eche todo dios encima.

lunes, 2 de mayo de 2011

¿Qué hice el viernes?



La verdad es que ni puta idea, no lo recuerdo. Pero entre el sábado y el domingo recibí vía Facebook seis e-mails de sendos desconocidos que me hacen intuir que debió de ser algo gordo. O que es primavera.

Tendría que ir con cuidado porque acabo de deshacerme de un psicópata y ya tengo a otro acechando. ¿Qué es un psicópata? Pues un tipo que cruza unas palabras contigo (apenas diez minutos durante una conversación o mediante un correo electrónico cordial, gracias, encantada, punto) y ya cree que tenéis una relación. ¿Por qué lo cree? Es una incógnita. ¿Cómo actúa? Enviándote entre veinte y cuarenta emails diarios durante un año hasta que te cansas, le pones una denuncia y el auto dictamina que no puede contactar contigo nunca más so pena de algo.

Analicemos qué implican entre veinte y cuarenta emails diarios: primero, que te cuenta su vida, una vida que no te interesa y que satura tu bandeja de entrada y, como la BlackBerry no entiende de filtros, consigue que cada media hora sepas que has recibido un nuevo mensaje y tengas que acordarte de él y de toda su familia. Un psicópata es un pesado que se convierte en pesadilla.

Como no le contestas, el tipo se contesta a sí mismo. No está loco de verdad, por eso compara vuestro diálogo unilateral con la relación que tendría con esa plantita que necesita que la cuiden y le hablen y, aunque no articula palabra porque es una planta, responde estando bonita. Pero yo no soy un puto vegetal.

Tú no lees sus mensajes, sólo esperas que pare. Él intenta contactar con tus conocidos para sentir que tiene algún lazo contigo, crea personajes ficticios y manda correos electrónicos con pseudónimo y da con tu amiga La Loca, que le suelta: “Puto chalado de mierda, si no dejas en paz a Mel ahora mismo te meteremos una bengala por el culo y esparciremos tu higadillo por los montes de Rijeka”.

Un psicópata se inventa un lenguaje nuevo, te hace preguntas y, cuando agregas a un amigo en Facebook, considera que le estás contestando que sí, y cuando borras a un amigo, piensa que le estás diciendo que no. Por eso un día se planta en Barcelona y te llama y te dice: “No te preocupes por mí, estoy bien, ya sé que tienes mucho trabajo y vas muy agobiada, pero si me das tu dirección iré a tu casa y pasaremos la noche juntos y nos abrazaremos y haremos el amor muy despacio”.

Te deja cinco mensajes en el contestador, cinco mensajes que repiten la misma idea alterando el orden de las frases, que también son las mismas: "Quiero pasar la noche contigo, ya sé que estás muy agobiada, pero basta con que me des tu dirección y yo me acercaré, no te preocupes por mí, estoy bien". Y en otro: "¿Por qué me haces esto? Sólo quiero abrazarte y hacerte el amor muy despacio, ya sé que estás muy agobiada, pero no tienes que preocuparte por mí". Afortunadamente, cuando te llama estás en Croacia.

Un psicópata no hace caso del abogado que le amenaza con que va a denunciarle, ni tampoco a tu novio, que le dice que le quemará el pelo, ni a los amigos de tus amigos que fueron amigos suyos alguna vez y le advierten de que se está pasando tres pueblos. Corta con su novia y eso también te lo cuenta en esos emails que no lees nunca porque si lo hicieras tal vez tendrías miedo. Corta con su novia y se inventa que es por ti y en realidad es que eres el fruto de los váliums que se toma, fuente de sus deseos, ninfa de sus delirios.

Un psicópata repite las mismas fórmulas. Siempre. Por ejemplo, en lo de querer hacer el amor lentamente. O en lo de matarme muy despacio. ¿Acaso no podría ir más deprisa y acabar de una puta vez, el muy capullo? Por ejemplo, en repetir mi nombre en casi cada frase, y utilizar un mmmmmmm... sin venir a cuento. Por ejemplo, en enviarme canciones o fragmentos de letras de canciones.

Insisto en que, como mucho, estuvimos hablando siete minutos una noche de febrero de 2010 con dieciocho amigos míos sentados a la misma mesa.

Un psicópata se presenta a tus conferencias y se va antes de que acabes porque sabe que no está obrando bien. Un psicópata te avisa antes por email de que al día siguiente se mezclará con el público de tu conferencia. Un psicópata te corrige después y te dice cómo hubiera quedado mejor.

Pues bien, transcurrido un año, me decido a ir a la Policía y pongo una denuncia y la jueza le llama y el tío, por fin, para. Siento una ligereza nueva, como cuando te duele la regla y con las pastillas se te pasa y te sorprende que no nos demos cuenta de lo bien que se vive sin dolor. Un alivio recién estrenado que en realidad estrenamos cada día.

Vivo un par de meses con una euforia que no sé muy bien de dónde sale porque nunca me atreví a reconocer el agobio que provoca tener un acosador. Pensé que si lo ignoraba por escrito y no se lo contaba a nadie, acabaría por conseguir ignorarlo completamente. Pero su existencia, igual que la de las hadas y los monstruos que se ocultan bajo la cama, depende de nuestra atención. Por eso el psicópata reivindicaba que le hiciera caso y persistía como una astilla clavada en la planta del pie. En caso contrario, desaparecería para siempre. Moriría para mí. Y, por ende, también para él.

El viernes pasado mi amiga La Loca y yo bebimos mil cervezas sin cenar. Ella se acercó de rodillas a dos chicos con su estética nude. Creyó que podría convencerlos para que luego hicieran lo mismo y vinieran a nuestra mesa también de rodillas, pero olvidó un pequeño detalle: eran de Barcelona.

Así que cambiamos de bar. He olvidado por completo los rostros y conversaciones que apenas registró mi estado etílico, pero sé que mi amiga La Loca acabó agarrándome del brazo y huimos por las calles de Gràcia porque un tarado se obsesionó de repente y salió corriendo detrás de nosotras gritando mi nombre. Intentamos escondernos tontamente tras una esquina, pero nos encontró. Entonces nos abalanzamos sobre un taxi que pasó en ese momento y acabamos en el parque infantil de la plaza del Tripi, del que nos echó un mosso de esquadra. Porque, de nuevo, esto es Barcelona y está lleno de ejemplos de urbanismo preventivo: si ponemos cuatro columpios en la plaza más yonki de la ciudad, fijo que la peña dejará de beber y de fumar frente a la puerta de los cien bares que hay.

Durante el fin de semana recibí, como digo, mensajes de seis desconocidos con los que supongo que estuve hablando el viernes por la noche. Bueno, uno de ellos dice que sólo nos mirábamos y sonreíamos, valiente presunción, teniendo en cuenta que yo llevaba un ciego de tres pares que me impedía ver ni distinguir nada.

En general los mensajes son simpáticos y amables y reclaman como mucho una solicitud de amistad o un simple “jo, qué noche”. Todos menos uno: el del tarado que nos persiguió por la calle. El suyo es un email larguísimo cuyo contenido me resulta terroríficamente familiar. Lo que más me inquieta es que incluye "mmmmmmm...", el fragmento de la letra de una canción, su dirección y su teléfono. Y la invitación para que vaya y hagamos el amor lentamente.

No es el mismo psicópata. El otro tenía greñas y éste la cabeza redonda, el otro era alto y éste es de mi estatura, el otro está en otra parte.

Pero empiezo a sospechar que me hostiga un espíritu diabólico que despojará de personalidad a todo aquel que haya cortado recientemente con su novia. Y se introducirá en su cuerpo para perseguirme hasta que logre poseerme.

domingo, 3 de abril de 2011

Perforada

Cuando nací, mi madre no quiso perforarme las orejas, le parecía una barbaridad. Mi tía se quejó porque no podría regalarme pendientes en mi cumpleaños o por Navidad, y tendría que pensar alternativas. Aseguraba no tener tanta imaginación. Así que, cuando cumplí los 17, fui a una joyería y me agujereé la oreja izquierda. Sólo la izquierda. Ésa sería para mi tía. La derecha se la reservé a mi madre.

Mi tía tiene 53 años y se muere. Lo supimos el martes. Bueno, ella no lo sabe. No sabemos si quiere saberlo, así que no se lo hemos dicho. Mi madre llamó a la hora de la cena. “La cosa está peor de lo que esperábamos”. En casa no se llora. Intuyo que algo va mal cuando mi padre habla con un tono de voz un poco más exaltado, porque normalmente es un hombre muy tranquilo, o cuando mi madre se pone en plan pragmático, éste es el próximo paso que deberemos dar, etcétera. “El diagnóstico es muy serio”, dijo tras contarme los pormenores de la operación. Cuando despertó de la anestesia, mi tía pidió un bocata de calamares. “¿Qué significa 'muy serio'?”, pregunté mientras me comía un mejillón. “Bueno, entre seis meses y un año”.

A mí, cuando me dan un disgusto, me da por soltar un “joder”. Mi padre emite un suspiro exagerado, mi madre abre mucho los ojos y pregunta el nombre de la persona a la que le ha pasado algo. Por ejemplo, ante el anuncio: “Alberto ha tenido un accidente”, ella diría: “¿Alberto?”. Mis hermanos, que son muy altos, es como si empequeñecieran. Se quedan muy serios, pierden el rostro.

Una lágrima resbaló por mi mejilla. Él, que se sentaba enfrente, al otro lado de la mesa, me alcanzó una servilleta de papel. Estábamos en un restaurante de Sants y yo tenía las manos sucias del tizne de los calçots. Me sequé los ojos, y el rímel se mezcló con el hollín. Mi madre, al teléfono, se puso en plan pragmático, claro, ahora empezará con la quimio y luego veremos cuál es el próximo paso. Etcétera. Me preguntó por él, le dije que estaba bien, que recuerdos de su parte, que dormiríamos en su hotel.

Él me sirvió ginebra y salimos a la terraza a fumarnos un cigarro.

Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo escondíamos los paquetes de tabaco de mi tía. Ella jugaba un rato a buscarlos, pero iba impacientándose y alguna vez se cabreó. No mucho, es de esas personas que no se enfadan nunca. O que no se enfadan de verdad. Sus cabreos nos hacían reír, porque ponía los brazos en jarra y las gafas le resbalaban hasta la punta de la nariz, es chata. De pequeños la adorábamos porque es una payasa. Luego la hemos querido con muchísima ternura.

Mi tía es alta, delgada, fue muy guapa, y soltera. Del mismo modo que le escondíamos los paquetes de tabaco, mis hermanos y yo también le buscábamos novio, sin éxito. Poco a poco entendimos que esa búsqueda, casi una imposición –¿cuándo tendrás novio?– podía entristecerla. Ella nunca creyó que sería soltera. Ella se imaginaba con hijos. Con marido tal vez no tanto, pero con hijos sí. Iba a misa todos los domingos y cantaba en el coro. Tenía algunos amigos que se fueron casando. Cree en la bondad, pero es un poco timorata y bastante vaga. Los hombres le dan miedo. O la ponen nerviosa, no sé. Entonces habla mucho y muy rápido, repite las mismas anécdotas, está exultante.

Me desperté a las cuatro y cuarto de la madrugada en la cama gigantesca de un hotel que emula una nave espacial hortera. Él roncaba a mi lado. Me despertó el miedo. Pensé: la primera noche es el miedo. Pensé que mi tía no ha tenido la vida que esperaba, quizá tampoco la que deseaba. Sólo trabaja los fines de semana, pero consume el resto de los días levantándose tarde, pasadas las dos. Sospecho que acelera el tiempo con una botella de vino, un paquete de tabaco o tal vez más. Pensé que una familia le hubiera servido de motivación. Pensé que sus hermanos –sobre todo una de sus hermanas– han sido su familia y le demuestran que lo son. Me odié al pensar que se irá sin dejar nada.

Él dejó de roncar. Dejó de respirar. Estuvo en silencio un buen rato. Puse un dedo bajo su nariz y no salía aire. De repente dio una bocanada, como si se ahogara. Al cabo de unos minutos, volvió a pasar lo mismo. Y luego, otra vez. Le susurré que se girara para evitar la apnea. Luego me abracé a su espalda mientras los monstruos del futuro luchaban con los fantasmas del pasado en una batalla terrorífica sin sangre.

El miércoles fui a ver a una amiga T. Acaba de tener un hijo y ya van dos. Es feliz.

La segunda noche es la euforia. Mis padres seguían en el hospital, pero yo estaba de fiesta con él y mis amigos, que le hacían preguntas impertinentes, y el alcohol no me dejaba pensar con claridad. Miento: el alcohol ocultaba cualquier atisbo de preocupación o angustia. Me reí mucho.

La tercera noche es la resaca. Y la resaca deja en la arena los restos de esas historias que no se hundieron. Y tú te paseas entre aquellos pedazos de tu vida que acabaron por no formar parte de ella y te preguntas por qué. En qué momento decidiste convertirlos en meras reliquias, fragmentos incorruptibles de un cuerpo ya inerte. Qué ha hecho que se conserven, por qué no se van con la marea. Por qué permanecen aquí y te recuerdan, malditos objetos adorables, aquello a lo que renunciaste.

Deambulas por la playa desierta y querrías reconstruir de los escombros las alternativas que te perdiste, los destinos que no has tenido. Sólo para asegurarte de que no has perdido, de que no te estás perdiendo. Sólo para convencerte porque para algunos ya es demasiado tarde.

Eché mucho de menos a uno de esos hombres supuestamente interesantes con los que no me atrevo a asegurar que nunca volveré a acostarme. Porque lo jodido es eso. Aunque te enamores, aunque quieras a alguien por encima de todo, aunque sientas que estás donde debes y donde deseas, eso no aniquila otros sentimientos que, en esa guerra de monstruos y fantasmas, serían los zombies: muertos vivientes. Que vuelven y te revuelven cuando menos te lo esperas.

Él me preguntó: qué te pasa.

Al día siguiente se fue. Y así puedo decir que la cuarta noche es la nostalgia. Una añoranza que mezclaba su ausencia con la de mi tía. Una ausencia que impide el recuerdo en plan película yanki, rollo cinta de vídeo mental que puedes rebobinar y pasar cuando te plazca, porque tanto él como ella están, siguen estando, y no merecen que se les evoque como si no estuvieran.

Pensé en la vez que fuimos los tres (él, mi tía y yo) con otra tía mía, de cañas por Madrid. Pensé que entonces bromeaba con una resonancia que le tenían que hacer a las ocho de la mañana y que era demasiado pronto y que a esas horas las calles, etcétera. Pensé que ya sabíamos que estaba jodida, pero no tanto. O puede que sí. Con lo quejica que ha sido siempre, que lloriqueaba cuando no quería hacer esto o lo otro, mi tía se enfrenta a su enfermedad con un sentido del humor admirable. No es optimismo, es estoicismo. Y es admirable.

Quizá lo sepa. Quizá haya llegado mucho más allá que nosotros. Ahora entiendo que es una mujer fuerte, que jugaba escóndeme el tabaco, que yo te sigo porque los payasos en realidad están dotados de una sabiduría trascendente. Quizá sepa que todos lo sabemos pero fingimos no saberlo y finja ella también que no lo sabe. Porque la vida es precisamente eso: fingir que no sabes lo que te espera.

Y no permitir que nadie te lo diga porque sólo en la ignorancia queda un resquicio de felicidad. Nadie quiere que le cuenten cómo acaba una película.

O como dice Gamoneda: morir no es más que volver donde estabas hace cien años.

Pensé que, con mi tía, aquel día, recuperé una vieja gracieta de niña, cuando le dije: “Con tanto médico, tienes más citas que nunca”. Me odié al pensar que alguna vez recordaré ese día como algo especial.

Fui a Palma. Vi a mi hermano. Nos dijimos: qué putada. Mis padres son más finos. Dicen: menudo palo o vaya golpe.

La noche pasada no pensé nada, pero hoy los dedos me olían a pegamento imedio y tenías las uñas sucias de plastilina azul y los calcetines llenos de arena. Mi tía trabaja en el aeropuerto y atendía a los famosos y nos contaba cómo eran Bruce Springsteen y Julio Iglesias. En mi regresión, he abrazado su cuerpo huesudo en el que su perfume se mezcla con el tabaco.

En casa no se llora y contar las penas es de mala educación. Por otro lado, a quién le importa.

Me acaricio el lóbulo de la oreja izquierda y noto un bultito ahí donde lo perforé. Pero hace tanto que no me pongo un pendiente que sin duda el agujero se habrá cerrado. Es curioso. Me duele ahora más que nunca.

Barcelona

Dedicado a Humo y al comentario que dejó en mi post anterior.

martes, 15 de marzo de 2011

Kurosawa y las hermanas Grimes

Aquí Dakota Fanning y Haley Joe Osment comen gachas de avena


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él: Hola.
yo: Hola.
él: Qué haces.
yo: Leo. Miro la calle mojada desde la ventana. Pienso qué puedo preparar para comer.
él: ¿Escribes?
yo: Escribo artículos y la charla que daré el jueves en una mesa redonda. Va sobre literatura impertérrita
él: Aquí tirado. Chimenea, tele y sofá. Mortis.

Me envía una foto en la que aparecemos en un quirófano junto a un cadáver sin cabeza. Llevo un abrigo rojo, él un raído traje de chaqueta. Al fondo, la ex de un cantante muy famoso con bata verde y gorro de cirujano atiende al director, que le da instrucciones. En un rincón asoma el cámara del tráveling con pinta de aburrido.

yo: Me encanta.
él: Estás guapísima.
yo: Tú también. Guapísima!
él: Cómo mola mi novia.
yo: Pelota.
yo: Tengo hambre. Ha caído el diluvio universal, lluvia ácida. El cielo era de color amarillo.
él: Vendrá de Fukushima.
yo: Eso he pensado yo. Busca en Internet “La pesadilla de Kurosawa”.
él: Qué drama. Nos vamos a la mierda. Aprovechemos.
yo: No sé cómo, a distancia. Quince días sin vernos sí que es una catástrofe. Y además antinatural.
yo: Me haré una pasta con mucho tabasco y mucha guindilla y mucha pimienta. ¿No me preguntas si sigo enfadada?
él: ¿Sigues enfadada?
yo: No me enfado nunca. Sólo me enfado cuando estoy triste.
él: ¿Estás triste?
yo: Claro. Pero no importa, escribo mejor cuando estoy triste.
yo: Mierda.
él: Qué pasa.
yo: He estado a punto de morir. He puesto el agua a hervir, se ha salido del cazo y ha apagado la llama del fogón. Menos mal que he ido a tiempo a la cocina. Podría haber saltado por los aires. O haber muerto asfixiada por el gas.
él: No te mueras.
yo: Vale.


Después de comer, leo Richard Yates, de Tao Lin. Se me ocurre una cosa. Podría recuperar algunas imágenes que salen en la novela y contar lo que me pasó a mí. Por ejemplo: Dakota Fanning y Haley Joel Osment ven Lemming antes de robar vestidos en American Apparel y comer gachas de cereales. 

Yo he visto Lemming dos veces porque la primera me pareció una película muy rara y la segunda convencí a mi Amor Sobre Ruedas para que la viera conmigo y se quedó dormido aunque la protagonista sea Charlotte Gainsburg. Charlotte Gainsburg estaba en la lista de las chicas que mi Amor Sobre Ruedas podía follarse si tenía oportunidad con mi permiso.

Otra de las chicas que estaban en su lista era Miranda July, la directora de Me and You and Everyone We Know, que tiene esa secuencia entrañable del niñato de seis años diciéndole a su amante virtual mayor de edad que le gustaría cagarse en su culo, y que luego ella se cagara en el suyo y así tendrían una mierda de ida y vuelta. El niño teclea muy despacio, claro. Su amante virtual ignora que está chateando con un niño de seis años. En realidad Miranda July y Tao Lin tienen cosas en común. O quizá no.

Mientras salíamos juntos, le regalé a mi Amor Sobre Ruedas Nadie es más de aquí que tú. Yo no pude acabarlo. En uno de los cuentos, la narradora da clases de natación a una anciana dentro de un charco, en la sala de estar. Eso está bien. No recuerdo nada más.

En otro momento, sobre las 6:30 pm, Haley Joel Osment lee Ghost World bajo las sábanas. Mi amiga La Loca y yo conseguimos que un colega nos desagregara de Facebook porque pusimos en su muro lo de: “Dear Josh, we came to fuck you, but you weren't at home. Therefore, you're gay. Tiffany & Amber”. Creo que a su novia no le hizo gracia.

Mi amiga La Loca se parece un poco a Thora Birch, sobre todo cuando entra en el colmado con el sombrero de pescador y llega ese tío sin camiseta, pero con la marca de la imperio porque se ha quemado por el sol, y se pone a hacer ejercicios con un nunchaku junto al coche.

Yo no me parezco a Scarlett Johansson. Mi prima sí se parece un poco.

Fui a ver Lost In Translation con un amigo, y dijo que teníamos algo. Pero bueno, él creía que Scarlett Johansson era Sofia Coppola.

A mí me gustaría escribir como Richard Yates de verdad y ser como Richard Yates el libro.