miércoles, 29 de octubre de 2008

No soy Hemingway

Entró en clase y miró por la ventana. Fue durante mi último año de carrera, y él siempre me utilizaría para sus finales, que no fines, o también. Hacía sol, pero él dijo que iba a llover. "Parece que va a llover", dijo, "y eso es importante, porque voy a leeros El gato bajo la lluvia".

Por lo visto, a García Márquez ese cuento de Hemingway le parece el mejor cuento del mundo. Aquel caballero que de repente se había sentado en la silla del profesor, tras el pupitre sobre la tarima, aseguraba no entender por qué El gato bajo la lluvia podía ser el mejor cuento del mundo. De hecho, ni siquiera acababa de entender el cuento del todo. Dijo que lo leería, y que luego podríamos dar nuestra opinión, y que todo lo que sucediera mientras tanto saldría publicado en un periódico.

Ese caballero leía con una manga arremangada, pero la otra no. Estuvo todo el rato con la manga derecha arremangada por encima del codo, no parecía que tuviera una herida en el codo, ni nada. Tal vez ni siquiera se dio cuenta. Simplemente leía así.

Acabó de leer el cuento, y cada estudiante sacó sus conclusiones. Ese caballero con la manga arremangada parecía decepcionado, el famoso mejor cuento del mundo no era tan difícil de interpretar. De hecho, existían por lo menos seis maneras de interpretarlo, dependiendo del alumno que hubiera levantado la mano primero y hablado después; entre ellos, yo. Y si los demás alumnos hubieran prestado atención, seguramente esas seis maneras de interpretarlo se hubieran multiplicado por tres. Pero no por más, porque aquélla era una asignatura de libre elección.

Aquel caballero estaba un poco triste, porque cuando lee algo que entiende perfectamente, lo abandona desilusionado. Eso dijo.

También dijo: "Bueno, ahora llegaré a casa y escribiré lo que ha pasado, ya tengo un final para mi cuento; el sábado podréis leerlo".

Entonces fue cuando levanté la mano por segunda vez, y solté: "Por favor, piense en sus lectores; si quiere que no se desilusionen como usted, haga que el cuento no se entienda".

El sábado me levanté con una sensación extraña. No sabía qué me ocurría, exactamente. Era como si estuviera desplazada. No, no era eso. Me miré al espejo, y el reflejo era el mío, pero no el que estoy acostumbrada a ver. Era yo, pero no del todo. Era un yo familiar, aunque distinto.

Entonces lo comprendí. Esa imagen que veía era la que ves en un video casero, no en el espejo. Es decir, el lunar que tengo sobre el labio izquierdo aparecía en el reflejo de mi rostro también a su izquierda; o sea, a mi derecha. Me llevé el dedo al lunar, que tiene un poco de relieve. Y en efecto, estaba al otro lado. Un bultito bajo mi índice derecho, cuando siempre lo había acariciado con el índice de la otra mano.

Corrí al quiosco, compré el periódico, y leí el relato que había escrito ese caballero. El relato acababa con la intervención de una estudiante que le pedía: "Por favor, piense en sus lectores: haga que se entienda". Todo lo contrario de lo que le había dicho yo.

Unos meses más tarde, tuvieron que ponerme gafas. Hasta entonces, siempre había creído que veía bien. De repente, no veía nada.

Pese a mi repentina miopía, encontré el nombre de ese caballero en la cubierta de una antología. La hojeé, y ahí estaba su última estudiante alzando el brazo, con gafas de culo de botella.

Lo más fuerte ocurrió al cabo de unos años. Un día, de camino al trabajo, choqué con alguien en el metro y me salió un "pardon!" sin querer. Le pregunté la hora a otra persona, y también lo hice en francés. Recordé que aquel caballero que me utiliza para sus finales suele contar que entran al metro más personas de las que salen. ¿Habría sido capaz de encerrarme allá abajo para siempre?

Salté al andén y corrí a las escaleras mecánicas, que subí de dos en dos. Por fin en Passeig de Gràcia, la hiel en la boca, el corazón en un puño y la satisfacción de haberme salvado, vi mi reflejo en un escaparate de ropa pija. El cabrón me había convertido en una señora de cierta edad.

No se acaba nunca.

Ayer, un amigo me regaló un libro pequeño, muy pequeño, casi un bloc de notas. Me cabe en la mano izquierda, ya me he acostumbrado a ser zurda. También me he acostumbrado a llevar gafas, a ser francesa, a tener una cierta edad.

Leí el primer cuento del libro otra vez en el metro. Mecagoenlaputa. No es que llore cuando llueve, es que llueve cuando lloro. Mi nombre lo dice todo, aunque con una letra trampa.

Al salir del metro, evidentemente llovía.

En este cuento, la estudiante vuelve a ser una estudiante, vuelve a pedir a ese caballero que piense en sus lectores. "Es decir, que pensara en ella".

Había un gato bajo la Lluvia.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Please Please Please




Esta canción ha aparecido misteriosamente en mi iPod.

Salía del metro en Tetuán, me había equivocado de parada y llegaba tarde. Pero en lugar de cabrearme, ha empezado a sonar esta canción que no había oído en la vida y me he puesto de buen humor.

He flipado un poco: se supone que uno sabe más o menos qué lleva en el iPod, del mismo modo que uno sabe más o menos qué lleva en la cartera, en los bolsillos, en la cabeza o el corazón. Bueno, en la cabeza no.

La he escuchado mientras bailaba por Gran Via de les Corts Catalanes. Y luego la he puesto de nuevo. Y una tercera vez.

Ahora, al llegar a casa, he escrito parte de la letra en Google para averiguar si la canción existía realmente, o sólo era un susurro inventado al oído.

Supongo que es conocida, pero yo soy una inculta, qué le vamos a hacer. De todos modos, cómo mola ignorar lo que tendrías que saber.

Sea como sea, la canción no está en mi ordenador. He repasado todos los archivos sonoros y no hay rastro. Jamás he metido mi iPod en un ordenador que no fuera éste, me pregunto de dónde coño habrá sacado esta canción.

Creo que mi iPod intenta decirme algo.

domingo, 19 de octubre de 2008

De ley

Mi abogado me dijo: "Deberías dejar a ese par de amantes que tienes y casarte conmigo". Tiene gracia, él que está especializado en divorcios.

Dice que por mí se haría penalista; para entender mis penas, y también para salvarme de todos esos tarados que merodean. Me rodean.

Augura que algún día me enamoraré de ese par de amantes que tengo, y que entonces seré muy infeliz porque ellos nunca dejarán a sus mujeres ni a sus hijos por mí.

"Joder", pienso yo mientras tanto, "eso espero". Menudo susto si de repente uno de los dos se plantara en mi casa con las maletas.

Mi abogado y yo no nos parecemos en nada, pero nos llevamos bien. A él le gustan las historias que le cuento, que siempre son verdad. Y a mí me parece mentira que aún quede gente como él. Él es de ley y yo de leyenda.

Lleva camisas a rayas con el cuello blanco, lleva camisas sin rayas, siempre lleva camisa, y a veces también lleva corbata. Lleva gafas y es más bajo que yo.

Nunca me he liado con un tío más bajo que yo. Con él tampoco.

Mi abogado se queda pensativo y suelta: "¿Sabes? Tus rollos no me ponen celoso". Le respondo que eso es porque él también me ve como una amante; los hombres que te ven como a una amante en realidad te tratan como a un colega.

Sus mujeres les hacen de madre y conmigo se van de fiesta.

A mí me mola emborracharme con ellos de cerveza, de besos, de risas, de sexo. Luego pasas un día de resaca a la que otros llaman realidad, y ya está. Sólo la sociedad te mete miedo con la chorrada ésa de la soledad.

A veces me planteo hacer caso a mi abogado, dejar esa pasión que siento una o dos veces por semana y serenarme a su lado. Sé que hace la cama con disciplina militar y también sé que plancha en cuanto saca la ropa de la lavadora. Viviríamos en ese piso de Gràcia que acaba de amueblar, y los fines de semana me llevaría de paseo al campo. Tiene un amigo que tiene un molino en lo alto de una montaña, tiene otro amigo que tiene una casa en Menorca, y tiene un amigo que tiene un terreno en México. La verdad es que tiene un montón de amigos que tienen un montón de cosas.

Sí, me digo, debería sentar la cabeza y permitir que me masajearan el corazón. Cenaríamos en sitios chics, viajaríamos de vez en cuando, yo escribiría en casa mientras él se pasa el día en el despacho, nos daríamos un beso de buenas noches, nos sonreiríamos por las mañanas.

Sí, me digo. Tal vez tendría que casarme con él. Entonces, claro, necesitaría otro abogado.

viernes, 17 de octubre de 2008

Post Scriptum

Es como si todo estuviera anunciado. Pasas por delante de los capítulos futuros de tu vida, y no siempre te detienes a leerlos. Algunos están ahí con luces fosforescentes de ésas que no se apagan en seguida, pero los has visto tantas veces que ni siquiera reparas en ellos. Te dicen: "Vas a enamorarte de este tío", "Este otro no se detendrá hasta que le mandes a tomar por culo". "Dentro de diez años, vas a ser así".

Y, en efecto, cuando él te sienta sobre sus rodillas, en esta misma silla desde la que escribes ahora, y te dice: "avísame si te molesto", recuerdas aquel primer mensaje que leíste sólo de pasada, ¿exactamente en qué momento? Te parece que en la barra de Lórien, aunque seguro que fue más tarde. En el coche ibas demasiado ciega, no pudo ser entonces. Tal vez mientras chateabais, sí, eso es lo más probable. Saldría en uno de esos anuncios que parpadean en una esquina de la pantalla: tú lo ves, no lo miras; si te llega el mensaje es por un vistazo inconsciente que le echaste. Jamás clicarías encima.

Él te dice: "Lo digo por si esto se calienta", y tú respondes chula, rápida: "¿Más todavía?". Pero a estas alturas está claro que es un estúpido mecanismo de supervivencia, cuando la protección (hostiaputa, ¿por qué no te protegiste?) no ha sido más que una broma con la que él se ha reído de ti.

Lo sabías, lo sabías. Estaba en todas partes: un grafiti, un eslogan. No podrías decir exactamente dónde, cuándo, cómo lo leíste, pero estaba ahí. Y ahora, sentada en sus rodillas, un nudo en la garganta, saldrías corriendo y, con un spray, borrarías todas las pistas. Y qué, de qué serviría eso.

Haberlo visto en aquellos carteles por los que pasaste de largo sólo implica que estaba escrito. Vaya puta mierda. Neones, garabatos, poesía. Le arrancarías los ojos para que dejara de mirarte así. "Ya te he encontrado", dice él, como quien dice: "Te pillé". "Eres un cabrón", contestas.

Y te besa.

Se irá dentro de un rato, y sabes lo que ocurrirá después. Puedes apretar los párpados tanto como quieras. Esas chispas de colores que aparecen van transformándose en la tipografía de aquel futuro que creíste no haber leído y que leíste porque, como la publicidad, el futuro chilla. Tiza en las paredes.

Tápate la cara con las manos, arráncate la cabeza o el corazón, igual que en aquella película de Indiana Jones. No seas exagerada. Sabes cuál es la situación y los dos sois pragmáticos. Nada de sentimentalismos.

Continúa paseándote por la ciudad, las manos en los bolsillos, por delante de los futuros capítulos de tu vida.

Como si no los hubieras visto.

En realidad, siempre detrás de ellos.

domingo, 12 de octubre de 2008

Sinsentido común

Mi sentido común se murió el 4 de septiembre; me lancé a una piscina, en una fiesta pija. Era de noche, había bebido whisky de todo tipo, porque un señor con pajarita me sirvió un montón de copas gratis. Y cuando me di cuenta, mi sentido común se había ahogado.

No lo lamenté mucho, porque si era tan común, imagino que no me costará encontrar otro que lo sustituya. El problema es que, mientras tanto, los sentidos no comunes, es decir, los extraordinarios, se aprovechan de mí.

Por lo visto el sentido común es como un filtro, un estabilizador; algo así como el PH neutro de las reacciones emocionales y los impulsos. Según el diccionario, es la facultad de juzgar razonablemente las cosas. Pues bien, desde que el mío se ahogó en la piscina de un hotel de lujo, he perdido la vergüenza, el recato y el pudor; deben de ser aplicaciones del programa Sentido Común.

El otro día, en la presentación de un libro (había un montón de posmofrikis bebiendo, fumando y dándoselas de felices), pillé el micro y me puse a cantar a capella una cancioncita que inventé hace siete años, delante de todo el mundo. El foco me daba en los ojos y no veía a quienes me escuchaban. Cuando el foco te da en los ojos y no ves a quienes te escuchan es como cuando escribes un blog: tampoco ves a quienes te leen. Supongo que, si los vieras, no escribirías una puta palabra.

Desde luego, si yo hubiera visto los ojos de todos aquellos posmofrikis clavados en los míos, si los hubiera visto entonar los coros (que lo hicieron), uuu-uuu-uuu-uh, probablemente me habría dado un infarto y me hubiese muerto. Entonces me habrían enterrado junto a mi sentido común.

Pero estoy viva, tal vez más viva que nunca. La libertad es no tener miedo, y suelen atenazarnos temores absurdos. Después de mi payasada musical, mi amiga La Loca preguntó: "¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué cantaste?". No sé, lo mismo podría haber contado el chiste del bollo que habla.

Facultad de juzgar razonablemente las cosas. Toma tres conceptos abstractos: "juzgar", "razonablemente", y "las cosas". Que se muera el sentido común.

¿Qué es una persona sin recato? ¿Una imprudente? Pero, ¿para qué ser cautelosos, si no hay más peligro que el ridículo? El ridículo es otra de las aplicaciones del programa Sentido Común, probablemente la más egocéntrica de todas.

Y el payaso no piensa en uno mismo, se concentra en entretener a los demás.

viernes, 10 de octubre de 2008

Striptease aburrido

El cansancio me desnuda con la delicadeza con la que una actriz se arranca la peluca, ya en el camerino, harta de interpretar siempre el mismo papel, sorprendida de que los demás todavía se lo crean; se consuela intentando pensar que debería de sentirse orgullosa.

Y así, en pelotas (toma striptease emocional), recupero cartas que me hicieron escribir las borracheras y que luego, en un ataque de lucidez, nunca envié a sus destinatarios. Por ejemplo, la tuya, que empecé en uno de mis cuadernos, y que dice (transcribo):

"Tú me enseñaste que ésta era la canción de una mujer que había perdido el alma y la buscaba. Tal vez su alma también la buscara a ella, seguramente; ¿cómo podrían existir la una sin la otra? No sabía que te hubieras dejado aquí el CD de ópera, estoy segura de que, por lo menos, te devolví la caja. La carcasa. Luego viene aquel aria que desafiné sin vergüenza y a pleno pulmón en un coche, en Menorca, donde la luz de la isla te hizo llorar". Y aquí se acaba, porque llegó el cartero, llamó dos veces, y me trajo una puta notificación de hacienda que me puso de mal humor.

Anoche, de madrugada, completamente taja, escribí otra de esas cartas que tampoco llegarán a su destinatario, entre otras cosas, porque no iba dirigida a él. Es decir, me despeloté delante de un tío hablándole de otro; ninguno de los dos lo sabe, porque, una vez escrita, seleccioné todo y borré.

Ah, pero sí, hay tres hombres con los que hubiera podido compartir mi vida; con uno de ellos me di cuenta demasiado tarde, los otros dos no me dieron tiempo.

Y la soledad no me molesta, es mi mejor compañera. Ni siquiera a ella le cuento todo esto. Para qué? La tía nunca contesta.

Mi querido Martin (por cierto, ¿dónde estás?) sabe que le envié un SMS a alguien una noche, en el que decía: "Por lo menos existes". Quien lo recibió nunca creerá que le amo en serio.

Las actrices no tienen sentimientos, sólo rimmel, que no les permite llorar.

Y la actriz se mira al espejo, el pelo pillado con horquillas, y piensa que ya no tiene excusa. Hasta ahora se decía que ninguno le gustaba lo suficiente. Ahora comprende que es ella quien no les gusta.

Su papel sólo despierta aplausos. Sólo eso.

Pero no me hagáis caso, la culpa es del cansancio, ese comediante desmaquillante. Nada comedido. Y aburrido.

martes, 7 de octubre de 2008

Rewind Play




Todavía tenía la mochila colgada a la espalda, ya sabes, con todos esos juegos que han dejado de serlo. De pequeños, jugábamos a papás y a mamás, y a las casitas, a médicos. Pero entonces no pagábamos hipotecas, ni nos divorciábamos, ni nos firmábamos las bajas a nosotros mismos, no sé si me explico.


Un viaje extraño, el que hice este fin de semana al pasado. Un viaje breve a una Mallorca que ya no existe, que dejó de existir hace 17 años. Allí vi, claro, al chico del chándal, ya no lleva gafas, ni ese parche en el ojo izquierdo. Ni siquiera tartamudea, y por lo visto encontró otra novia que no era yo. Ignoro si por imposición o por alguna estrategia.


También vi a mi primer amor, que le ha puesto mi nombre a su hija. Me pregunto si eso significará algo o simplemente significa que tengo un nombre bonito.


No es el primero que lo hace.


En cualquier caso, si todos mis amores y ex-amores le ponen mi nombre a sus hijas, mi nombre pasará de ser un nombre bonito a ser un nombre vulgar.


En la mochila, el peso de 17 años sin vernos, y luego, el reencuentro, más cansado todavía. Pero bonito, claro que sí, en medio del campo, con un borrico casi recién nacido, y una niña que, descubrimos, debió de nacer el mismo día.


Y ella, mi mejor amiga de EGB, que ahora cree en las estrellas o en los astros, o en eso que ilumina los cielos de quienes ya no creen en el Cielo con mayúsculas, y preguntaba a todo el mundo: "Qué signo eres? Ascendente?", y a mí me sorprendía recordar la fecha de casi todos los cumpleaños. Ella sólo contrata a los tauro, porque otros le dieron problemas. Tiene un perro salchicha que es cáncer y por eso se llevan bien.


No sé si me sorprendía más mi propia memoria, tan exacta y tan detallista, o la amnesia de los demás; bueno, de algunos. Sapo quiso recordar el mote que le ponía a los de la clase; mi primer amor y yo le dijimos que mejor no; nosotros, a diferencia de él, sí éramos conscientes de lo crueles que fuimos.


Gato, por los ojos; Sapo, también por los ojos. Bola, por el cabolo. Hasta aquí, nada malo. Pero luego estaba Moniato o Moneato. Y la Boa Constrictor. Y Comprecha Comprechina. Y la Cuervo. Y la Velcro, porque se estaba quedando calva. Y la Culopato.


Y yo me levanto como con un resorte y me largo, porque no puedo aguantar la risa, una risa con muy mala leche. Y el propio Sapo, a medida que va refrescando la memoria, va callando, ahogado también por culpa de la risa y la vergüenza.


Así llegué el domingo a casa, de nuevo en Barcelona, todavía con las hojas de pino en la mochila y la hierba en los zapatos. De pequeña, me llamaban La Hueso. Entonces creí que porque estaba flaca; pero no, era porque soy una repipi y una repelente. Lo descubrí mientras le dábamos patadas a una pelota de goma, después de comer, y Sapo dijo: "Cuidado que la vamos a colar en ese algarrobo", y respondí: "Querrás decir en la higuera", porque eso era una higuera, y no un algarrobo, y él suspiró: "Tú siempre sacándole puntilla a todo".


En fin. En la mochila también llevaba el peso del descubrimiento. Sólo te dicen la verdad cuando creen que has cambiado.


Tenía un mensaje en el contestador. Cada vez que veo que tengo un mensaje en el fijo de casa, tiemblo. Otras veces me ha llamado el pasado, pero esta vez no podía ser él. Yo había estado con él en Mallorca ese mismo día, hubiera resultado estúpido que me llamara.


Me llevé el auricular a la oreja y escuché. Era el presidente de la comisión de fiestas del barrio. Quiere que haga el pregón. Eso dijo.


Todavía no entiendo por qué no llamaron al Señor Fregono.


La nostalgia es descubrir que los juegos de infancia ya no son un juego.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Me puso la notita encima de la cabeza y, aunque no me gustan los diminutivos, era, pues eso: una notita. Un pedazo de papel de cuadernillo de ortografía doblado en cuatro. Y debí de moverme, o algo, y la notita, claro, se cayó al suelo.

Recuerdo los pupitres bajos, verdes de un verde feo, y el sopor de las tardes. Después de comer, teníamos clase de tres a cinco, y una luz muy bonita se colaba por la ventana. Los pupitres bajos se agrupaban de cuatro en cuatro, a veces de seis en seis.

Él se agachó, recogió la notita del suelo, y me la puso sobre las rodillas. También recuerdo que siempre iba en chándal, el chándal del cole, azul marino con dos o tres rayas blancas a lo largo de las perneras y de las mangas. Y que olía a sudor de niño, mezclado con Nenuco. Y que tartamudeba. Siempre que la seño le preguntaba a él, los demás nos reíamos bajo la nariz, porque decía:

-K-K-K-K-Quenomeacuerdoseñorita.

Entonces estallábamos, porque nunca se acordaba de nada, o nunca sabía la respuesta o el perro se había comido sus deberes. Y, en fin, me había puesto una notita sobre las rodillas.

La abrí, qué podía hacer. Y ahí ponía:

"Eres mi novia".

Toma ya, sin interrogantes ni nada. Sin posibilidad de desmentirlo. Sin cortejo, ni tartamudeos, ni asomo alguno de duda. Eres mi novia y punto. Y te jodes. 

Recuerdo que me ardía la cara, más de rabia que de vergüenza, y también recuerdo que no podía reventarle la nariz porque llevaba gafas. Unas gafas sucias y marrones, con un parche pegado a la lente izquierda.

Lente es una palabra rara.

Mierda, pensé, por qué coño habré leído esto. Pero, en realidad, no pensé ni "mierda" ni "coño" porque entonces aquellas palabras no existían.

Sólo dije en voz muy alta, para que todos lo oyeran:

"No".

Y únicamente dije "No" para que nadie más que él supiera a qué me refería.

Hace un rato, me he dado de alta en Facebook. El Facebook lo carga el diablo. No llevaba ni veinte minutos conectada, cuando ha aparecido él. Habrán pasado 15 años desde la última vez que nos vimos, unos 25 desde el capítulo de la notita.

Para mí él siempre será el primer tío al que rechacé.

Por cierto, para la foto no se puso el chándal.