Entró en clase y miró por la ventana. Fue durante mi último año de carrera, y él siempre me utilizaría para sus finales, que no fines, o también. Hacía sol, pero él dijo que iba a llover. "Parece que va a llover", dijo, "y eso es importante, porque voy a leeros El gato bajo la lluvia".
Por lo visto, a García Márquez ese cuento de Hemingway le parece el mejor cuento del mundo. Aquel caballero que de repente se había sentado en la silla del profesor, tras el pupitre sobre la tarima, aseguraba no entender por qué El gato bajo la lluvia podía ser el mejor cuento del mundo. De hecho, ni siquiera acababa de entender el cuento del todo. Dijo que lo leería, y que luego podríamos dar nuestra opinión, y que todo lo que sucediera mientras tanto saldría publicado en un periódico.
Ese caballero leía con una manga arremangada, pero la otra no. Estuvo todo el rato con la manga derecha arremangada por encima del codo, no parecía que tuviera una herida en el codo, ni nada. Tal vez ni siquiera se dio cuenta. Simplemente leía así.
Acabó de leer el cuento, y cada estudiante sacó sus conclusiones. Ese caballero con la manga arremangada parecía decepcionado, el famoso mejor cuento del mundo no era tan difícil de interpretar. De hecho, existían por lo menos seis maneras de interpretarlo, dependiendo del alumno que hubiera levantado la mano primero y hablado después; entre ellos, yo. Y si los demás alumnos hubieran prestado atención, seguramente esas seis maneras de interpretarlo se hubieran multiplicado por tres. Pero no por más, porque aquélla era una asignatura de libre elección.
Aquel caballero estaba un poco triste, porque cuando lee algo que entiende perfectamente, lo abandona desilusionado. Eso dijo.
También dijo: "Bueno, ahora llegaré a casa y escribiré lo que ha pasado, ya tengo un final para mi cuento; el sábado podréis leerlo".
Entonces fue cuando levanté la mano por segunda vez, y solté: "Por favor, piense en sus lectores; si quiere que no se desilusionen como usted, haga que el cuento no se entienda".
El sábado me levanté con una sensación extraña. No sabía qué me ocurría, exactamente. Era como si estuviera desplazada. No, no era eso. Me miré al espejo, y el reflejo era el mío, pero no el que estoy acostumbrada a ver. Era yo, pero no del todo. Era un yo familiar, aunque distinto.
Entonces lo comprendí. Esa imagen que veía era la que ves en un video casero, no en el espejo. Es decir, el lunar que tengo sobre el labio izquierdo aparecía en el reflejo de mi rostro también a su izquierda; o sea, a mi derecha. Me llevé el dedo al lunar, que tiene un poco de relieve. Y en efecto, estaba al otro lado. Un bultito bajo mi índice derecho, cuando siempre lo había acariciado con el índice de la otra mano.
Corrí al quiosco, compré el periódico, y leí el relato que había escrito ese caballero. El relato acababa con la intervención de una estudiante que le pedía: "Por favor, piense en sus lectores: haga que se entienda". Todo lo contrario de lo que le había dicho yo.
Unos meses más tarde, tuvieron que ponerme gafas. Hasta entonces, siempre había creído que veía bien. De repente, no veía nada.
Pese a mi repentina miopía, encontré el nombre de ese caballero en la cubierta de una antología. La hojeé, y ahí estaba su última estudiante alzando el brazo, con gafas de culo de botella.
Lo más fuerte ocurrió al cabo de unos años. Un día, de camino al trabajo, choqué con alguien en el metro y me salió un "pardon!" sin querer. Le pregunté la hora a otra persona, y también lo hice en francés. Recordé que aquel caballero que me utiliza para sus finales suele contar que entran al metro más personas de las que salen. ¿Habría sido capaz de encerrarme allá abajo para siempre?
Salté al andén y corrí a las escaleras mecánicas, que subí de dos en dos. Por fin en Passeig de Gràcia, la hiel en la boca, el corazón en un puño y la satisfacción de haberme salvado, vi mi reflejo en un escaparate de ropa pija. El cabrón me había convertido en una señora de cierta edad.
No se acaba nunca.
Ayer, un amigo me regaló un libro pequeño, muy pequeño, casi un bloc de notas. Me cabe en la mano izquierda, ya me he acostumbrado a ser zurda. También me he acostumbrado a llevar gafas, a ser francesa, a tener una cierta edad.
Leí el primer cuento del libro otra vez en el metro. Mecagoenlaputa. No es que llore cuando llueve, es que llueve cuando lloro. Mi nombre lo dice todo, aunque con una letra trampa.
Al salir del metro, evidentemente llovía.
En este cuento, la estudiante vuelve a ser una estudiante, vuelve a pedir a ese caballero que piense en sus lectores. "Es decir, que pensara en ella".
Había un gato bajo la Lluvia.
Estertoreas
-
Cuanto más eco adquieren las palabras más ruido provoca su reverberación.
Hace 7 horas