sábado, 26 de enero de 2008

Mi carta de amor al Príncipe Felipe

A la edad en la que los demás escribían cartas a los Reyes Magos, yo le envié una al Príncipe Felipe. Él tendría unos 16 años, y recuerdo que le dije que me parecía muy guapo.

Tumbada boca abajo en la alfombra de mi casa, repasaba con mi tía las faltas de ortografía. Metimos mi primera carta de amor en un sobre, apuntamos la dirección de la Zarzuela, y esperé una respuesta.

Descubrí la incredulidad poco después, cuando, unas semanas más tarde, mi buzón permanecía vacío. De ahí pasé al desconcierto, y justo cuando sentí que se me iba a romper el corazón, decidí que la sangre azul es propia de pitufos, y que los pitufos tiene una voz desagradable y un aspecto patético. No iba a permitir que un puto pitufo me jodiera la existencia.

Un día apareció una entrevista del Príncipe en el Hola, o en un sitio así. El muy cínico aseguraba que contestaba a todas las cartas. Y por unos segundos llegué a creer que la mía se habría extraviado por el camino. Por eso él nunca la recibió ni respondió nada.

Duró muy poco tiempo, ya digo. A los seis años ya era una mentirosa profesional, y supe que aquel tipo me estaba engañando. Nos estaba engañando a todas. Era un cabrón, y tenía que olvidarlo.

Lo sustuí por Fernando, que tenía una cicatriz en el labio, nombre de rey, sabía ladrar como un perro, y se sentaba en la última fila. Mantuvimos nuestro amor en secreto hasta octavo, cuando por fin alguien pintó un corazón en la pared del patio con nuestras iniciales dentro y, después de verlo, nos cogimos de la mano.

Ahora Fernando vive en un pueblo, se ha casado y es papá. Felipe también. Con la diferencia de que Felipe ya es viejo. Demasiado para seguir siendo un príncipe azul, o de cualquier otro color.

Cuando me dijeron que Felipe se había enamorado de una periodista como yo, cuyo nombre empezaba y acababa igual que el mío, pensé que se había pasado veinte años buscándome y, al final, se había confundido.

Me alegré, la verdad. Para entonces había conocido a dos Fernandos más, unos cuantos Jordis y Xaviers, Pablos, Sebastianes, Erics, Pepes y Alberts y, en fin, me lo había pasado muy bien reinventándome la realidad en lugar de aburrirme con la realeza. Visto lo que he visto después, ese Felipe no tiene puto sentido del humor; a mí, por ejemplo, me encantaría ser la chica del Jueves.

También me alegro de que fuera el primero en rechazarme, porque así siempre puedo consolarme con que los demás, total, no están a su altura. O a su alteza.

Ahora ni siquiera podría escribirle que es guapo. Y es curioso. Porque, a pesar de todo, yo sigo creyendo en príncipes.

Aunque él lo tiene peor, que sigue creyendo en los Reyes.

viernes, 25 de enero de 2008

Lo siento

Hoy me he reunido con mis sentimientos y les he dicho: Tenemos que hablar.

Así empiezan las conversaciones importantes. Y ésta lo era. Porque los sentimientos se instalaron en mi casa hará cosa de seis meses, y todavía no me han pagado el alquiler ni una vez. En cambio, mis sentimientos me cuentan un montón de mentiras. Son como esos chicos calientabragas que prometen y prometen, y al final...

Por ejemplo: los sentimientos te dicen que, si ese tipo llegara a conocerte así como eres, no podría menos que adorarte para siempre. Y tú vas y primero te quitas la ropa. Pero no basta. Entonces te arrancas la piel y te quedas a carne viva. Luego te cuelas hasta los huesos. Y al final ese tipo es capaz incluso de tocarte el corazón y exprimírtelo. Has hecho caso a tus sentimientos: no puedes ser más tú que cuando de ti ya no queda nada.

Y al tipo le importas la misma mierda de lo que queda de ti.

Entonces te das cuenta de que a tu alrededor hay otro montón de tipos danzando en bolas, despellejados, hasta los huesos por ti, todo corazón, ladrillo hecho trizas. Ni siquiera te habías fijado en ellos. Y piensas: pues vaya con los sentimientos, sí que son pornográficos. Menudos hijosdelagranputa.

Y claro, convivir con seres despreciables como ellos se vuelve muy duro, porque lo sientes todo mucho. Demasiado. Y te pasas la vida disculpándote. A uno, por haber sido tan exhibicionista. Y a los demás, por no poder participar en su orgía.

Es que los sentimientos son supervoyeurs, y están siempre pendientes de todo lo que haces y lo que dejas de hacer. Se meten en tu cama, aunque estés follando. Van contigo en metro hasta el trabajo. Y cuando se aburren, te mordisquean el cerebro. Y tú los oyes ahí dentro, como carcomas, ñacñacñac. Joder, son un puto coñazo.

Encima, como se han comido parte de tu cabeza, te vuelves gilipollas, y vas por el mundo como una oligofrénica, o una hippy, o una plañidera, depende del día. Nunca te sientes del todo tú. O al revés, te sientes tan tú que no te reconoces. En fin, que la realidad parece mentira. Y parece mentira que aún crea en la realidad.

Así que hoy he sentado a los sentimientos en la mesa de la cocina, nos hemos servido unas birras y les he dicho: "bueno, majos, ya está bien. Largaos de una puta vez para que pueda llevar mi vida como acostumbro. Quiero dormir sola las noches que duermo sola, y seguir durmiendo sola las noches que lo hago acompañada. Paso de vuestros primos, que hacen el ídem en otras personas

(es que los sentimientos son muy contagiosos, y en ocasiones mutan; es decir, el sentimiento de una persona entra en contacto con el sentimiento de otra, y ambos se convierten en una mala gripe de ésas que provocará una pandemia)

paso de vuestros primos, que hacen el primo, les decía, y paso de vosotros, porque me lo hacéis pasar muy mal. Por vuestra culpa paso vergüenza (propia y ajena), paso pena, paso dolores de cabeza, taquicardias y sufro mucho. De modo que puerta".

Los sentimientos se han mirado los unos a los otros con cejas circunflejas, y uno ha preguntado:

-Pero... ¿no te gusta cuando te abrazamos? Siempre te hacemos sonreír.
-Los tíos a los que no conozco de nada también me hacen sonreír, y se largan en cuanto se lo exijo. No se instalan en casa, ni controlan con quién voy o dejo de ir. He dicho que fuera.

Otro sentimiento, uno que va de digno, ha resuelto:
-No queremos a quien no nos quiere. Y no es que nos eches, es que no nos mereces.

Luego se han ido.

Evidentemente, la despedida no ha sido triste. Ni alegre tampoco.

Me he quitado un buen peso de encima. Y he vuelto a cubrirme de pieles, de ropas, de joyas, de gloria.

sábado, 19 de enero de 2008

A quince centímetros

Mi amiga E y mi amiga La Loca estuvieron a punto de morir el mismo día.

E iba por la calle, cuando un ladrillo que se desplomó de una obra se hizo añicos a sus pies. Ella miró los restos del ladrillo, tardó en comprender. Se sentó en un banco y se encendió un cigarrillo. Un obrero se descolgó del andamio para ver si estaba bien. Y lo estaba, pero por quince centímetros.

La Loca, mientras tanto, se reponía en un hospital después de que (supongo) le hicieran un lavado de estómago. Dice que ahora caga negro. Pero el jueves de madrugada casi la cagó del todo, casi la cagó de verdad. Por culpa de hacer el gilipollas.

Mi amiga La Loca lo tiene todo, nadie sabe qué le falta. Tal vez más atención, aunque yo creo que tiene suficiente. Excesiva, incluso. Así lo exige ella. A veces creo que nos odia.

Mi amiga E casi murió sin querer, y mi amiga La Loca dice que vive sin querer.

Ayer me puse muy triste, y quedé con ellas.

E vino a la plaza que hay debajo de casa. En la plaza hay una fuente, y algunos apartamentos con las ventanas partidas por la mitad. Cada vez que E se levantaba para ir al baño, volvía con dos cervezas, y a las ocho de la tarde ya íbamos completamente borrachas. Teníamos que celebrar que el ladrillo no le partió la cabeza.

La Loca, una vez más, reclamaba nuestra atención. Y fuimos al barrio de Gràcia, para verla.

Mientras tanto, mi teléfono sonaba y daba órdenes. Gente que ni siquiera conozco me decía qué pruebas tenía qué pasar y qué debía conseguir.

Cené un bocadillo de tortilla. E apenas comió nada. La Loca llegó vestida de Dior, y preguntaba: "¿Tenéis unas medias a mano, por casualidad?". Su bolso pesaba como si estuviera lleno de ladrillos hechos añicos.

Seguimos sirviéndonos cervezas. La Loca juraba que aún no había empezado a tomar los antidepresivos, que podía beber alcohol, pero a veces miente. Llegó el novio de E, y llegaron sus amigos, y E y su novio daban un poco de rabia, la verdad, porque el amor en público es como una película de Meg Ryan o de Julia Roberts, que te dices: "putos yankies", pero en realidad lo clavan.

Mi corazón es como un ladrillo.

Llegaron mis hermanos, los tres. Sólo hablo del maligno, pero tengo otro, y en ocasiones se ofende porque apenas le menciono. Él es arquitecto, y sabe cómo construir sin que la vida se le venga abajo.

Mi tercer hermano es adoptado; una ciática lo ha convertido en el Bandini de los Noventa.

La Loca se volvió más loca aún (si cabe) por El maligno, y se quitó el vestido de Dior delante de todo el mundo, en medio del bar, y se puso unos pantalones y un jersey azul eléctrico. Mientras, mi amiga E, Bandini de los Noventa y yo soñábamos.

Mi hermano el arquitecto hablaba con su novia, que es la típica novia perfecta con quien seguramente se casará, porque mi hermano el arquitecto sólo puede hacer cosas perfectas para que su vida también lo sea.

Ladrillo, ladrido, año, añico.

Empecé a llorar. Iba muy borracha, y pensé en mi trabajo, en el alcohol, en Canadá, en el mes de marzo, en el humo del bar, que era una buena excusa para justificar mis lágrimas. Pensé en los caprichos, en las necesidades, en el capitalismo emocional.

Pensé que un ladrillo había estado a punto de matar a E, así, zas, pam, en apenas un segundo. Pensé qué coño le pasa a La Loca por la cabeza, quizá mereciera que le diéramos un ladrillazo para ver si así todo se pone en su sitio, así, pum, zas. Un segundo para siempre.

Pensé que debo ser una de las personas más afortunadas del mundo. Y eso me hacía llorar todavía más fuerte.

De qué hablábamos. De cine, creo. This is England, me parece.

E y el Bandini de los Noventa me abrazaban. Muy fuerte, muy fuerte. Así, hasta romperme.

Y yo seguía pensando que mi corazón es un ladrillo. Que se ha caído de la obra. Plaf.

A quince centímetros.

lunes, 14 de enero de 2008

sábado, 12 de enero de 2008

Nip/Tuck

El jueves cometí un error: me puse escote. Era la prima vez en mi vida que salía a la calle despechugada, y sentí en mis propias carnes algo que habían intentado explicarme otras veces de otras maneras: cuando te pones escote, los ojos se deslizan hasta tus tetas, y se incrustan en tus pezones.

Puede sonar un poco bestia, pero es así. Nadie podía apartar la mirada de mis pechos. Ni siquiera yo. E iba tropezando sin parar, de lo impresionada que estaba con mi propia anatomía.

La verdad es que, al principio, es un poco coñazo, porque tú hablas con alguien y no te escucha. Notas que no te escucha, que sólo observa cómo tu voz hincha tu caja torácica, haciendo que se mueva, moviendo todo lo que tiene encima y sobresale.

Pero luego te tomas un par de copas y te olvidas de la tuya. De tu copa, quiero decir. Te pones a bailar. Y, como cada vez que bailas, todo el mundo te mira, pues bueno. A eso ya estás acostumbrada.

Si algún día alguien me grabara cuando creo que estoy bailando y luego revisara lo que en realidad hago cuando creo que estoy bailando, nunca más bailaría.

La noche del jueves me emborraché demasiado y demasiado pronto. Entonces conocí a ese maño, que ya se iba. En lugar de pedirme el número de teléfono, dijo: "Oye, voy a darte mi e-mail, a ver si me escribes". Contesté: "Si crees que me acordaré, vas listo". Respondió: "Claro que te acordarás: mailto:cirujano.plastico@guardarésuintimidadperonosésilomerece.com". Pregunté: "¿Eres cirujano plástico de verdad?". Aseguró que sí. "¿Y crees que necesito algún retoque?". Aseguró que no. Y así comprobé que ése, de cirujano plástico, tiene lo que yo de bioquímica nuclear.

Tan borracha iba, que no tardé en irme a casa, acompañada de mi amiga E.

Entramos en un taxi, y el calvo del conductor empezó a soltar cosas raras con una cadencia muy extraña, como si fuera Lope de Vega interpretado por Josep Maria Pou. Entonces, de repente, nos acojonó un poco cuando se definió como "cirujano de tráfico". Otro cirujano. Por lo visto, la noche iba de operaciones. Operación: seducción.

Mi amiga E (que se llama como el número E, pero sin el "número") le preguntó si era actor y si tenía una cámara oculta en el retrovisor. Y el cirujano de tráfico pareció preocuparse:

-Pensad que, si parece preparado, es una historia que no está inventada.

Luego añadió:

-Si yo fuera Adán y vosotras fuerais Eva, no me hubiera comido la manzana: me hubiera cargado el árbol y la serpiente me la hubiera hecho frita.

Mi amiga E sacó su libreta y empezó a apuntar todo lo que salía de la boca del taxista calvo. Yo le pregunté si era poeta. Respondió:

-No puedo ser poeta, porque se deprimen con facilidad, y yo no tengo tiempo para eso.

Gracias a la buena letra de mi amiga E, la transcripción de estas palabras hoy es posible. Apenas recordaba ya nada de lo que dijo ese taxista, que seguía:

-No sé si hablo tanto por vosotras o porque soy así. Podría hablar del tiempo ("qué frío hace!"), pero no soy el hombre del tiempo; podría hablar del tráfico ("no hay nadie en las calles"), pero no soy guardia urbano.

Cuando dejamos a E en su casa, me puse algo nerviosa, porque aún quedaba un trecho hasta la mía, y tenía que quedarme a solas con ese hombre. Me miré el pecho disimuladamente, pero llevaba el abrigo abrochado hasta el cuello, y dos vueltas de bufanda. Suspiré más disimuladamente todavía. El cirujano de tráfico empezó a decir cosas muy raras, como que su vida tenía sentido gracias a aquella carrera.

Y por si no quedaba claro que no se refería a lo que me clavaría (económicamente, quiero decir), volvió a las adivinanzas:

Él: "¿Sabes cómo cae la nieve?".
Yo: "¿A copos?".
Él: "Fría y suavemente".
Yo: "Pero luego, total, se funde".
Él: "Si la carta a los Reyes Magos fuera retroactiva, les pediría ser un copo de nieve en tu sonrisa".

Cágate.

Él, otra vez: "No debería decirte estas cosas, porque esto es un servicio público".

E impúdico.

Al pagarle (con dinero, que conste) el tipo no quería soltarme la mano. Y concluyó: "Ya sabes lo que pediré a los Reyes Magos el año que viene".

Joder, que viva la República, pero ya. Que resucite, o lo que sea. Salí corriendo del coche, y esa carrera sí que dio sentido a mi existencia.

A Dios pongo por testigo que no vuelvo a ponerme escote en la puta vida.

miércoles, 9 de enero de 2008

Mesa para ausentes


La invitación llegó directamente de la trampilla que hay en mi cuarto de baño, y eso tendría que haberme hecho sospechar.

Pero, no sé. En mi familia somos muchos, mi abuela está harta de hacer croquetas por estas fechas. Y pensé que sería buena idea que fuéramos todos a aquella casa, en un lugar del que no había oído hablar nunca, capaz de hacerte saltar las lágrimas: Ayora.

"¿Y eso dónde para?", preguntó mi prima sin levantar los ojos de la Nintendo que le enseña japonés. "En Valencia", contesté. Y su hermana corrió a ponerse las bragas negras de Snoopy y los pantalones holgados que permiten que los demás veamos la palabra 'Snoopy' impresa en fucsia sobre las bragas negras de Snoopy.

Bien. Tomamos todos los medios de transporte para llegar. Y la casa era un horror. Fea de cojones. A mí me daba miedo incluso salir del coche.

Los demás son más valientes. Y encima no tienen problemas. Me refiero a que creen que todo se soluciona diciendo en voz alta lo que les molesta. Por ejemplo, mi tía le dice a mi madre: "Me molesta tu aquiescencia", y mi madre contesta: "Pues a mí me molesta que sólo comas queso".

Y bueno, la aquiescente lo seguirá siendo; y mi tía, como mucho, probará un poco de jamón. Pero las dos se sentirán mucho más cencanas gracias a lo que se han dicho.

A mi hermano el maligno y a mí estas cosas nos avergüenzan un poco. A veces creo que, el día que dijimos lo que nos molestaba, recibimos un sopapo y por eso ya no lo decimos. Pero la verdad es que no recuerdo que nadie nos diera un bofetón.

Otras veces creo que nacimos sin cara. Si naces sin cara, no puedes darla, porque no la tienes. Y si no das la cara eres un puto cobarde. O un discreto. O un precavido.

O no. Quizá, si no tienes cara, eres un descarado. Aunque, a lo mejor, para ser un descarado han tenido que arrancártela. ¿O bastará con que te la partan?

Qué más da. Mi hermano el maligno y yo somos más tímidos que el resto de nuestra familia. Por eso, cuando llegamos a la casa de Ayora, y vimos que era tan fea, no nos atrevimos a salir del coche. Sabíamos lo que iba a pasar.

Llegó el propietario de la casa, cuyo nombre es impronunciable, y pasó lo que mi hermano y yo ya sabíamos. Que mi abuela, hasta las croquetas de la situación, le dijo: "Menuda casa más fea, en Internet no era así. ¿Ha empezado una guerra mundial y no nos hemos enterado?".

Mi tía se animó: "Siempre he dicho que quien alquila una casa pobre es porque es un pobre de espíritu". La hostia.

Mi hermano el maligno y yo entendimos que en el coche ya no estábamos seguros. Ese propietario de nombre impronunciable podía estrellar su tractor contra el vehículo. Y salimos corriendo por el prado. O lo que fuera eso, tan lleno de matojos y envoltorios de chocolatinas Tokke.

Entonces, de repente, a apenas unos trescientos metros, nos dimos de bruces con eso. Y eso era una mesa en medio del campo. Una mesa de madera, vacía, flanqueada por cuatro sillas. Junto a la mesa, había una piscina pintada de color azul.

Mi hermano el maligno ocultó el rostro entre las manos. A mí se me desencajó la mandíbula. Tragué saliva. Tomé aire y confesé de dónde salía la invitación.

Si hay un día al año en el que el infierno está vacío, ése es Navidad. Todos se han reunido con el niño Jesús, y le regalan mirra para que se haga porros, y también le regalan incienso para que su padre no note el olor. Oro.

Ese día, el pobre diablo se queda muy solo. Y por eso, supongo, me convocó. El diablo, a veces, se instala en mi buhardilla, se cobija junto al calentador, me roba los zapatos. Imagino que debió de tenderme una trampa. O quizá lo suyo fuera realmente una invitación para que le hiciéramos compañía. No sé.

No es que el nombre del propietario de la casa fuera impronunciable. Es que él era el innombrable. Y la verdad es que se portó de puta madre: nos dio churros y madalenas para desayunar. Nos enseñó sus ciervas y sus jabalíes.

Resumiendo, que se hace tarde: puede que haya pasado las Navidades en el infierno. Pero ya estoy aquí.

miércoles, 2 de enero de 2008

Los niños vienen de París


Llovía con la impertinencia propia de los años bisiestos y he llegado a casa empapada, con una maleta llena de ropa por lavar y unos cuantos libros, la compra hecha. Entonces he visto la carta en el buzón. Una carta.

Ya nadie escribe cartas, me he dicho. Las cartas las envía el banco, que tiene pasta para sellos, o la compañía de la luz, que puede permitirse gastar lo que sea. Las cartas las envía la Agencia Tributaria, que total no puede defraudarte puesto que nunca le tuviste confianza. Las cartas, como no sea para jugárselas, no existen. Es más: quien envía una carta, hoy en día, se la juega.

El sobre era color crema, muy bonito, y alguien había escrito mi nombre sin faltas con una pluma de tinta azul. La letra era como de psicópata, con las as muy cerradas y las eMes mayúsculas partidas por la mitad; las is eran casi invisibles. Al final ponía: Espagne.

Bien, una pista. Me la enviaba alguien que escribe en francés.

Me he fijado en los sellos (tres) y he empezado a acojonarme. Porque en dos de ellos aparece el perfil de una mujer que en realidad es una flor que mira al cielo, y en el otro aparece un pájaro con los ojos enormes, tipo Disney, que te mira directamente en plan burlón, con un cono en la cabeza que tiene una estrella en la punta, como si fuera el gorro que Mickey Mouse llevaba en 'Fantasía'. Pongamos que el pájaro burlón robó ese gorro y se lo puso para posar en el sello. Da igual, eso no es lo que me preocupaba. Lo que me ha acojonado viva es que los sellos estaban sin matar.

Y están expedidos en una tal France.

Y los sellos son como los zombies. Es decir: cuando llegan, parecen vivos, pero están muertos porque los han matado con el matasellos, pero valen una pasta. Adquieren su valor una vez muertos, como los zombies, que si únicamente hicieran grrrrr y se movieran con los brazos extendidos serían simples sonámbulos, y nadie les dedicaría películas. Pero como hacen grrrrr y extienden los brazos aun estando muertos, pues eso, son la polla y merecen un montón de films.

Bueno, pero si un sello llega sin matar (es decir, vivo), no vale nada, aunque han pagado por él. Mejor dicho: vale 0,01€ y 0,05€ y Lettre Prioritaire 20g, que es lo que pone en mis sellos vivos. Pero dentro de unos años (pongamos unos sesenta) valdrá menos que si hubiera muerto por la causa.

En realidad qué coño sé, si no sé nada de filantropía, o filatelia, o como se diga.

La cuestión: que si una carta llega con los sellos enteros puede significar que alguien ha traído la carta personalmente a tu casa. Y eso es lo que me ha acojonado. Porque a ver quién es el francés que se paga un viaje a Barcelona sólo para traerme una carta.

La he abierto, muerta de curiosidad, y me he convertido en un zombie, claro, porque seguía moviéndome a pesar de estar muerta de curiosidad.

Y entonces, los he visto. Tres niños rubios sonrientes que me miraban desde el otro lado de la cámara.

He repasado mentalmente todos los franceses con los que me he acostado alguna vez, no fuera que junto a la foto apareciera una nota: "son tus hijos". Pero no he recordado haberme acostado con ningún francés.

Por otra parte, cabe la posibilidad de que el padre anónimo de mis hijos aún más anónimos hubiera huido a Francia.

He vuelto a mirar la imagen, tres niños guiris que no tengo puta idea de quiénes son ni qué quieren de mí, y un sudor frío ha empapado mi espalda.

Todavía temblando, he leído el dorso de la fotografía, para ver si encontraba alguna pista, algún nombre, quizá una solicitud de rescate por parte de un secuestrador inepto.

O uno de esos ruegos típicos de estas fechas: apadrina a un niño.

O un chantaje: mira lo que te pierdes por usar anticonceptivos.

O una amenaza: mira lo que te pasará si no usas condón.

Pero no había nada de eso.

Lo que he leído era mucho peor. Mil veces peor. Setecientas mil trescientas cuarenta y nueve veces peor.

Al dorso de la fotografía sólo había una lista interminable de juguetes. Barbie liposucción y el scalestrix volador, pequeños poney y el SingStar Villancicos de la Play3, una participación en Extreme MakeOver y un Pokémon Fighter, la paz en el mundo, un perrito Scotex, un tanga rosa y un pearcing.

Se me ha parado el corazón.

Porque, evidentemente, la carta empezaba con un "Queridos Reyes Magos". Y claro, esos niñatos pijos, en Francia, tienen a Papá Noël. O sea, que son unos abusones, porque no les basta con lo que el gordo les regaló.

Pero lo peor es que me han confundido con Gaspar, o Melchor, o con Baltasar, o qué sé yo.

He corrido a la puerta y he cerrado con dos vueltas de llave. Porque sólo hay dos posibilidades.

Una es que soy un rey mago y no lo recordaba. Lo cual implica un problema. Y grave: porque en tal caso, también he olvidado comprar los regalos para todos los niños. Y ahora ya no tengo tiempo. Por no hablar de que, después del fiestón de fin de año, no me queda un puto duro.

La otra posibilidad es que los reyes magos me hayan subcontratado como paje, o camello sin que yo lo sepa. Y como uno de ellos se ha puesto enfermo (o peor: ha muerto), me toca a mí cargar con el ídem. Con el muerto, no con el enfermo. Así que volvemos a lo mismo: todo esto es muy zombie.

En cualquier caso, los niños sin regalo pueden ser muy crueles y violentos.

Tengo miedo.

Joder, este año promete.