lunes, 30 de marzo de 2009

Narciso sin reflejo




La primera vez que vi un cuadro de Bacon, me quedé sin aliento.

Francis Bacon dijo que quien no entendiera La Venus del Espejo sería incapaz de entender su obra.

Estamos en su despacho, él me enseña la nuca de Venus de Velázquez, la nuca que también aparece en los cuadros de Bacon, aquí, ves? y aquí. Me explica las variaciones del andrógino. La figura del andrógino representa a Bacon; también el flequillo le representa, es el flequillo de Narciso. 

El reflejo del Narciso de Caravaggio desaparece en el estanque inexistente de Bacon, color malva, mira. Y luego reaparace, aquí, ves?, años más tarde, pero sólo cuando Georges Dyer ha muerto. Sólo cuando han pasado unos años desde que pintara el cuadro del narciso sin reflejo.

Y tal vez cree haber matado a su amante.

En cambio, el flequillo permanece.

Cabeza borradora.

¿Y el paraguas?, pregunto, ¿qué significa?

Me enseña el trípode que sostiene a uno de los andróginos de Bacon y luego la fotografía de aquella cámara de video, también sobre un trípode, cubierta efectivamente con un paraguas negro, en la que supuestamente él se inspiró; de todos modos, advierte, no es una explicación válida. En realidad, duda que alguien haya descubierto el significado de aquel paraguas.

Mira, dice. Y miro, y su narcisismo ha desaparecido, y veo la belleza de quien es capaz de desaparecer para mostrar la belleza ajena. La belleza a secas, porque ésa no pertenece a nadie. O la belleza sola porque pertenece a todos.

Él me está enseñando esa belleza, en su despacho, la nuca de Venus, el flequillo de Narciso, la cabeza de Bacon, el suicidio de su amante. 

El suicidio de ese amante justo un día antes de que Bacon inaugurara aquella exposición en París.

Podría pasarse horas y horas hablándome de las horas que pasó en el museo del Prado, reinterpretando las Meninas según la teoría de Manuela Mena, dejándose devorar por el Saturno de Goya.

Mi padre siempre decía: "Voy a comerme a un hijo", y los tres chillábamos: "a mí no, a mí no!".

Mi padre nos perseguía por el pasillo, y alcanzaba a uno de los tres, y nos mordía la barriga y rugía ruargruargruarg, y nos hacía cosquillas en la panza y nos meábamos de la risa.

Él me enseña esos cuadros que, pese a ser reproducciones, me ponen la piel la gallina, y dice: mira, ¿ves aquí?

Y yo miro. Y veo.

Intenté explicarle a un amigo la colección permanente del MoMa. El surrealismo de Miró, la farsa de Dalí, la genialidad de Picasso, Les demoiseilles d'Avignon. Los motivos de Gauguin, los recortes de Matisse, la irreverencia de Duchamp. La necesidad artística, las ciudades según Pollock, las ciudades según Mondrian. La guerra, la propaganda, el Pop Art. Los cuadros blancos, la nada, ese volver a empezar.

La risa que provoca el desconcierto cuando finge que comprende. La naturaleza como máxima expresión.

Se lo conté según las versiones que me invento. Me gusta inventarme la historia.

En vano.

Mi amigo agradeció las explicaciones en el momento. Pero horas más tarde, herido por otro tipo de explicación que también le di gratuitamente, disparó: "Te mueves por los museos como quien hace una visita escolar".

No vio. No supe enseñarle. Por eso nos perdimos por el camino y de ahí el desencuentro.

Mientras él habla, no existe. Tampoco yo. Sólo Bacon, la omnipresencia de Bacon sobre los cuadros de Velázquez, de Goya, de Caravaggio.

La puta belleza, joder. Que no está tanto en el qué como en el cómo. En el cómo coño. Joder otra vez.

Un hombre en la calle Sant Ramon me advirtió de que me había equivocado de dirección. "No me joda", me salió. Respondió: "Cuidado con eso, que se quedan preñadas".

La belleza sobre algo tan bestia. 

Y también: en algo tan feo como seríamos nosotros si estuviéramos aquí, en este despacho. Pero no estamos.

Él hablaría durante horas, y yo le escucharía eternamente, pero tengo un nudo en la garganta. No necesito la garganta, él es quien habla y yo trago saliva, pero igual siento que me ahogo. 

Y no me ahogo por haberme buscado en el fondo de nada, como Narciso. Me ahogo de otro modo.

En cuanto me vaya, entenderé qué hice mal. Entenderé que no supe esconderme. Entenderé que, ante la belleza, uno debe ocultarse. Porque en caso contrario, su imagen distrae y deforma aquello que hay que observar. Aquello que hay que sentir.

La imagen del narciso embrutece la transparencia del estanque. Una mujer de espaldas será más bella que lo que ella ve en el espejo, especialmente si quien se refleja detrás eres tú.

Es como aquel anuncio absurdo de los cines en los que sale un gilipollas vestido de romano, y una voz en off le dice: apaga el móvil, no seas el protagonista.

Cuando te consideras por encima de la historia que estás viviendo, la has cagado. Observa y calla. O si lo prefieres, observa y cuenta, pero como si tú no contaras demasiado.

En caso contrario, recibirás los peores reproches, te llamarán fea, te convertirán en un monstruo. Dirán que eres irresponsable, que lo has destrozado todo, dirán que eres una autista sentimental. Señalarán con el dedo a alguien que, en realidad, pretendía -únicamente- pasar por allí.

Si quieres darles motivos para que hablen de ti, roba un cuadro.

Eso pensaré en cuanto salga de este despacho. Pensaré: emoland, maldita premonstruosa. Pensaré: hemoal. Las emociones dan almorranas. Te sientas a esperar, y nada. Luego duele, y no puedes moverte.

Ni ir en bicicleta. 

Eso pensaré, claro que sí, en cuanto salga de este despacho.

Mientras tanto, dejo que él me enseñe a Bacon como jamás lo había visto. Dejo que me lleve a un lugar desconocido. Dejo que me arrastre sólo contándome que.

Y cuando todo ha acabado, cuando se ha esfumado la explicación y ese lugar en el que no estábamos, cuando vuelve a ser lunes y ambos tenemos trabajo, cuando tal vez se nos empieza a hacer tarde, cuando de todos modos, todo... o cuando ya nada, también dejo que me pregunte: "¿Por qué lloras?".

Creo que nunca he sido tan feliz.


domingo, 29 de marzo de 2009

domingo, 22 de marzo de 2009

El baile

Subimos por Passeig de Gràcia, y los veo bailar a través de la ventanilla. Acabo de conocerlos en la exposición de Javier Codesal. Un hombre y una mujer viajan. Un hombre y una mujer miran a cámara, luego fingen que no nos ven. Navegan en una barca, y ella tiene sesión de quimioterapia. Están en el hospital y bailan. Yo observo su baile quieto en unos carteles colgados de las farolas del Passeig de Gràcia.

El taxista pregunta que adónde voy. Y yo qué sé. Pero no contesto eso.

Después de la inauguración, hemos ido a tomar algo al Rívoli. Mi amiga La Loca se ha cabreado un poco, por-qué-nunca-me-habíais-traído-aquí. El gran Eddy servía cañas y vodka, supongo que algún whisky. La Loca hace tiempo que ya no está loca, ahora se llama Sophie. Hablábamos de libros, creo, de autómatas y de Turing. Del test de Turing. Tuve un novio convencido de ser una máquina. Nos enviábamos cartas y siempre me advertía: mis respuestas pueden ser pura coordenada, mínimo margen de error. Una máquina. Ahí es donde se equivocó.

Apareció el cantante del que estuve enamorada. Confundo la actitud crítica con el rechazo. Confundo la duda con el desprecio. El amor ha pasado de moda. Él no lo ha entendido enseguida, nos ha visto animados y contentos brindando por el artista, el artista hacía horas que se había ido. Pero y qué. Los bailarines también habían desaparecido.

El cantante se ha sentado con nosotros. Demasiado tarde. Ya no llegaría allí donde fuera que estábamos. El esnobismo es cruel. No, la cruel soy yo. Y el jodido alcohol.

Tengo que darle una dirección al taxista, son casi las tres y llevo todo el día bebiendo. Existe una dirección que me sé de memoria.

Un hombre tocaba el piano, han entrado unos guiris, paredes pintadas de color dorado y alguien ha amenazado con retirarse si no cenábamos algo. Vale, aquí no se puede fumar, vamos fuera y decidimos. El cantante ha comprendido y ha dicho nos vemos, me largo. Por qué soy tan hijadelagranputa. Sophie estaba contenta y me ha contagiado la euforia. Hemos ido a cenar al restaurante de un hotel. Y, al vernos llegar, seremos ocho, la camarera ha dicho prácticamente lo mismo que me dice el taxista ahora:

"Pero a las doce cerramos". El taxista: "A las tres en punto tengo que estar en un sitio".

Una corriente de aire mece los carteles en los que Roser y Josep bailan. El semáforo está en verde y el coche arranca.

Las mujeres nos sentamos frente a los hombres, uno de ellos pide Moët Chandon. Champagne de aperitivo, vino y un menú para dos, porque la primavera da sed y quita el hambre. Sophie tenía ganas de provocar, con ella me apunto a hacer el payaso. Y sabemos que nada les molestará tanto como la frivolidad. 

La frivolidad y la tontería. 

Nada les irrita tanto como una actitud de ropa interior hecha con papel de lija.

Propone una orgía. Pidamos una habitación y follemos. Ha llegado la primavera. 

Él nos mira. Él es un hombre inteligente y culto, y se está poniendo cachondo, y nos odia. Somos unas farsantes, un par de gilipollas que dicen chorradas, y él es un puto crack, no debería calentarse por estas frivolidades, la frivolidad es el enemigo del pueblo, la frivolidad es el fracaso de todo su trabajo; el poder intelectual se queda en nada por culpa de la frivolidad. El valor de un poema, la capacidad de la belleza, todo se va a la puta mierda porque este par de imbéciles dicen que quieren follar. Y ni siquiera lo dicen en serio. Y, pese a todo, él se pone cachondo igual.

-¿Y dónde tiene que estar a las tres?-, le pregunto al taxista.
-Tengo que ir a buscar a una amiga.

Hemos acabado de cenar a las doce y media, y hemos pasado a los whiskies en el hall. No hay Jameson. He olvidado qué hemos pedido en su lugar. He pensado: "no te queda más remedio que ser provocadora cuando no eres provocativa". Sophie ha empezado a desabrocharse la camisa hasta que le he dicho: basta. También la detuve cuando estaba a punto de hacer un striptease en una mesa llena de editores.

Ella es la auténtica, yo no sé qué soy.

Luego él me ha asaltado en el baño. Él que me desea tanto como me desprecia porque le gustaría que fuera de otra manera, porque cree que puedo ser de otra manera, porque sabe que, en el fondo, lo soy. Un hombre culto e inteligente que jura que me ama, que me quiere, que exige que sea su mujer. Un hombre que no besa, ataca. Y yo que me río y le digo que también le quiero y todo eso, pero que ahora no.

-A las tres pasa a buscarla, vaya horitas-, le digo al taxista.
-Es cuando acaba de trabajar-, responde él.
-Pobre.

La pasión es violenta, o la violencia es apasionada, y la violencia es un acto y la agresividad una actitud. Ocho personas se sientan en un hall y beben cócteles y whiskies, discuten sobre política local. De vez en cuando, alguien suelta una parida, el amor no existe, sois muy jóvenes; los que están de vuelta de todo se cansan de Sophie y de mí. Se cansan de nuestra provocación gratuita, de nuestro espectáculo histriónico, menudo numerito. 

Cuando ella no es el centro de atención, se aburre y exige que alguien se haga una raya. Tampoco esto lo dice en serio. O tal vez sí.

-Es trabajadora de la calle, por eso sale a las tres. Bueno, de la calle, usted ya me entiende. En realidad trabaja en un club.
-¿Y pasa a buscarla cada noche?
-Cada noche. Pero no se vaya a pensar cosas raras, que soy hombre casado.
-Son amigos, nada más.

Aceptación. Necesitan sentir que nos pueden, en eso radica su poder. Son más inteligentes, más cultos, más ricos y más suficientes. Son más serios, más reconocidos, más importantes, más luchadores. O así los inventamos. Ellos también nos inventan. Somos los bufones de la corte. Somos el cuerpo con el que se saciarían. Ni siquiera una copa de vino, somos un vaso de agua. Del grifo. 

Voy borracha, muy borracha, y sólo nos aceptarían si fuéramos discretas, comedidas; eso no nos haría inferiores, no quieren mujeres inferiores. Quieren sentirse superiores sin serlo. Quieren dominar. Y en su desprecio hay algo morboso.

Siento adoración. Admiración. Envidia.

Compasión. 

Y me detesto. No hay sentimiento más egocéntrico; lo que engorda todavía más a ese Yo que tanto odio.

"Tú no eres así 'y punto', nadie es así 'y punto'", me dirá el cantante cuando llegue a casa. "Estás tan empeñada en mantener tus principios de independencia que no te dejas querer: te has dejado esclavizar por la libertad. Tú no eres una mujer libre, eres una mujer sola". 

El taxista me cuenta que conoció a su amiga hace un par de semanas. Es mulata, bellísima, y tiene la cabellera más bonita que ha visto jamás. Me fijo en que él lleva peluquín. Tal vez se lo ponga desde que la conoció. Es treinta años mayor que ella. 
-¿Hablan mucho?- le pregunto.
-No habla mucho, no. -contesta. -Pero no importa, porque ya hablo yo.

El hombre inteligente y culto me agarra de la mano y esto también es mentira. Tan mentira como que montaremos una orgía esta noche, tan mentira como cualquier forma de chantaje. El recepcionista nos ha echado del hotel y buscamos algún bar abierto. Los demás van unos metros por delante, a él le gustaría que nos perdiéramos, se tambalea.

Vete, le digo. Pregunta si de verdad quiero que se vaya. Sí. Y me siento en el portal de una sucursal bancaria mientras desaparece la noche y todo lo que no ha ocurrido. Los demás ya han encontrado ese bar. Él se va, y detengo un taxi en Via Laietana.

-A veces tengo la impresión de que ni siquiera se ha fijado en mí. -confiesa el taxista.- Me parece que no se ha dado cuenta de que quien la recoge cada noche soy yo.

Son las tres menos diez, también hoy llegará a tiempo. Le digo: "Déjeme aquí, aquí me va bien". 

Recorro las últimas calles a pie, los semáforos cambian de color, sincronizados. 

Mientras, sobre mi cabeza, ellos dos siguen bailando.

lunes, 16 de marzo de 2009

La dama amarillea

No había vuelto a verla desde que estudiaba en la Universitat Autònoma. Y su aparición provocó ese miedo incrédulo tan propio de los fantasmas. Pero no, no fue miedo, exactamente. A mí sólo me asustan las cosas reales. O ni siquiera. Esto no me convierte en valiente, sino en empática. Nos aterra lo que no entendemos, y a veces tengo la impresión de que ya lo entiendo casi todo. Precisamente porque todo es incomprensible.

Primero fue un rumor, luego una leyenda urbana. Corría por los pasillos de la facultad con los mismos pasos breves con los que se movía ella. Nunca hablaba con nadie, y si te acercabas adonde estaba, cambiaba de dirección, y desaparecía efectivamente.

Los de cuarto nos contaban que se había enamorado de uno de los profesores, y que había jurado no cambiarse de ropa hasta que consiguiera acostarse con él. Desde entonces, llevaba aquella camiseta blanca, pantalones blancos y un sombrero del mismo color, un chal también blanco con el que se cubría el rostro mientras se iba corriendo, a pasitos cortos.

Según pasaban los cursos, cambiaba el nombre del profesor del que supuestamente se había enamorado la dama de blanco. Cambiaba el profesor, pero no la ropa que ella se ponía; sus bambas estaban destrozadas, creo que eran de la marca Victoria. Cada vez llevaba el sombrero más calado, y lo único que no cubría aquel chal con el que se ocultaba la cara eran sus ojos. 

A veces nos la encontrábamos en los ferrocarriles, nunca respondía a quienes le dirigían la palabra.

Un alumno quiso escribir sobre ella en Periodismo Literario; otro quiso entrevistarla para Periodismo de Investigación. Los profesores nos lo prohibieron: no aceptarían ningún trabajo sobre la dama de blanco.

Una tarde, estaba esperando a un profesor en su despacho, yo hacía tercero, él había salido un momento para ir a buscar unos exámenes, creo, o unos trabajos, cuando alguien llamó a la puerta. 

Era ella.

Fue amable. Preguntó por el compañero de despacho de aquel profesor que había salido un momento. Ese compañero de despacho es hoy regidor de cultura. Entonces sólo era profesor universitario sin cargos y, según la leyenda urbana que corría por los pasillos de la facultad con los mismos pasos breves con los que se mueve la dama de blanco, ella no se cambiaría de ropa hasta que no se acostara con él.

La recuerdo allí, en la puerta del despacho, tan cerca. Tan natural. Sólo preguntó por aquel hombre, lo llamó profesor. ¿Está el profesor Tal? No, dije yo. ¿Sabes cuándo volverá? No, dije de nuevo. Y luego, me parece, algo parecido a "lo siento".

Tal vez debería haberla invitado a entrar, siéntate conmigo y lo esperamos juntas. Habría conseguido lo que nadie logró nunca: hablar con ella. Quizá, retirándole el chal de delante del rostro, conseguiría arrancarle también el nombre, el misterio, la leyenda.

No, no sé cuándo volverá, dije. Y ella respondió: gracias, y cerró la puerta e imagino que se fue. Luego llegó el profesor al que yo esperaba, y repasamos aquel examen, aquel trabajo, o aquello por lo que fui a su despacho. 

Han pasado diez años desde entonces. Hace unos cinco que no me acerco a la Autònoma. 

Estaba el sábado en Sant Cugat, en la Setmana del Llibre en Català, cuando vi a aquella chica. Aquella mujer. Aquel fantasma. No la reconocí en seguida. Sus ropas ya no eran blancas. Llevaba los mismos pantalones, la misma camiseta, el mismo chal, ahora raído. Todo amarilleaba. Su sombrero era gris.

Había cambiado aquellas bambas destrozadas por unas botas también blancas. Y también destrozadas.

Pensé que se había pintado la cara. Pero no. Cuando me acerqué a ella, descubrí que, de todo lo que tiene, es lo único que ahora tiene blanco como el papel.

Hojeaba un libro que había cogido de una estantería. Un libro cualquiera, me temo. Puede que sea un vampiro, pensé. Un vampiro que se alimenta de páginas, por eso es tan blanca, por eso no puede darle el sol de la realidad. Si la realidad la toca, se muere, se desintegra como las hojas abandonadas en el almacén de una biblioteca.

Amarillea como un libro viejo, pensé. Un libro que nadie ha logrado leer. Un libro mal editado, tal vez.

Lo que está escrito no me asusta, porque creo que le he perdido el miedo a casi todo. Esto no me hace valiente, sino insensible. Sólo el dolor podría asustarme, supongo, y eso no sería miedo, sino instinto. No sé.

La dama de blanco hojeaba aquel libro cualquiera frente al estante, y me acerqué a ella. Sabía que, en cuanto estuviera a unos pasos, dejaría el libro exactamente en el mismo sitio de donde lo había tomado. Y luego, desaparecería con disimulo, como ha hecho siempre desde que la vi por primera vez.

La dama de blanco apesta. 

Me acerqué tanto como pude, imité sus gestos, fingí interesarme por cualquier libro, como había hecho ella. No huele como huelen los almacenes de las bibliotecas, o también.

Entonces lo entendí. La dama de blanco es el tiempo. 

Es todo el tiempo que cabe en una vida. Todo el tiempo que cabe en una espera. La dama de blanco es el tiempo que se pretende quieto, inamovible. Pero que pasa con pasos apresurados en unas bambas destrozadas, un sombrero sucio calado hasta los ojos y un chal andrajoso que cubre un rostro al que nunca ha acariciado el sol.

La dama de blanco huele a tiempo perdido. 

Y mientras yo fingía leer aquel libro cualquiera que me servía como excusa para descubrir su perfume y su misterio, su leyenda, ella dejaba aquel otro libro que también había fingido hojear en el mismo estante, apenas a un metro de mí. 

Para dar media vuelta. Y desaparecer como el fantasma más aterrador de todas las realidades.