sábado, 27 de noviembre de 2010

Corazón de cerdo




Voy al médico y le pregunto sobre eso que han descubierto del corazón. Por lo visto, pueden vaciarlo y rellenarlo con células primarias de otro que no esté dañado. “El mío está muy mal”, le digo, “normalmente no late, pero de repente da un vuelco y estoy a punto de tener un infarto; desde que se rompió, ya no es el mismo”.

Quedó hecho añicos hará unos cinco años. Nunca antes había tenido un rasguño. También es cierto que nunca antes había conocido a un Hombre de Hojalata. Me esforcé cuanto pude para que me quisiera. Y lo curioso es que lo conseguí. Pero ya era demasiado tarde. El tiempo que dediqué a ir derribando sus defensas, tan estúpidas y cobardes, me faltó luego para recomponer aquel puñado de nada al que había quedado reducido mi corazón. Necesité mucha paciencia y mucho superglue para conseguir que sus piezas encajaran. Sin embargo, me aterrorizaba tener emociones fuertes; sabía que la mínima sacudida lo destrozaría de nuevo. Por eso me dejé amar por un chico maravilloso que me llevaba entre algodones, y me acostumbré a que me trataran así de bien.

El problema es que él no se sentía correspondido del todo. Tampoco los que llegaron más tarde. Es decir, intuían que les quería, pero en mi reserva levantaban la suya. En cierto modo, me temían. Soy una morbosa, aspiro al deseo, ese imposible al alcance de la mano. Conseguir algo o a alguien equivale a dejar de desearlo porque ahí está. Y tal vez, con un corazón mal reparado, yo no pudiera aspirar a nada más. Sólo me tentaba el desafío.

O lo que es peor: ésa era mi excusa, inaceptable en cualquier caso. Poner trabas es demostrarle al otro que su empeño no vale la pena.

Intenté cambiar. De acuerdo, tal vez me asustara sentir según qué, pero eso no quitaba que me gustaran las personas. Podía decirles lo mucho que me gustaban. Volvieron a temerme, pero por todo lo contrario. No está bien visto que le digas a tu amante “joder, estoy muy bien contigo”, aunque sea la puta verdad. Piensa que le estás diciendo algo más. Peor: piensa que le estás pidiendo algo.

Lo recuerdo en mi anterior casa, yo destrozada porque cuando estoy cansada pierdo los papeles y lloriqueo como una niña caprichosa. Lo recuerdo arguyendo que no tenía cojones y que tenía que irse. No estaba enamorada, sólo necesitaba un poco de paciencia, un poco de cariño, y ni siquiera se lo estaba exigiendo, quédate un poco más. El sexo es lo de menos. Por fin lo ha entendido, no sé cuántos años después. El sábado pasado estábamos en el Michael Collins tomándonos una cerveza, y yo me reía de él y de aquella madrugada lejana que huyó y llovía, y luego pilló una pulmonía por gilipollas integral. Desde entonces, cada vez que llueve, le digo: “Por qué no te vas?”.

“Sois unos arrogantes. Creéis que estoy enamorada de vosotros y que os haré la vida imposible, cuando lo único que hago es deciros lo que soy capaz de sentir porque estoy orgullosa de poder sentirlo y contenta de poder expresarlo; llevaba treinta años de mutismo y la exaltación forma parte de mi felicidad”. Y la vida es muy corta, qué coño, y estoy harta de estrategias y mi corazón no funciona. A otros no les funciona la cabeza y es peor, pero eso está socialmente aceptado.

La puta arrogancia masculina. La puta vanidad femenina. Mi amiga La Loca no comprende que alguien pueda no perder el culo por ella. Y en realidad, supongo que a todos nos pasa más o menos lo mismo. Somos cojonudos, no te jode, qué mejor plan que pasar un rato conmigo.

Sentados en el Michael Collins, cerveza en mano, le hablaba al Examante Que Una vez Huyó Bajo La Lluvia del bloguero al que conocí por internet y con quien pienso casarme sin su permiso (como no viviremos juntos, nos enviaremos a nuestro hijo vía AVE, que será muy espabilado y acabará descubriendo la vacuna contra el cáncer). El bloguero también se acojonó. Tuve que explicarle que, aunque lo nuestro esté por escrito, sólo está por escrito. No pienso plantarme en tu casa para que te replantees tu vida, muchacho.

Le hablaba de otro Hombre de Hojalata que va de no-me-acerco-a-ti-para-no-hacerte-daño-pero-no-creas-que-te-evito, cuando en realidad lo que pasa es que pasa; de mí, quiero decir. Y no pasa nada. Me hubiera gustado que fuéramos amigos porque me cae bien y todo eso. Pero tiene los dedos demasiado delgados para que lo nuestro funcionara en la cama. Cada vez que intento acercarme a él movida por el recuerdo de algún buen capítulo que compartimos, me rehuye. Y ah, la vanidad, me resisto a entender por qué. Aunque lo entiendo perfectamente. 

No le hablaba de Mi Amor Sobre Ruedas, que sin duda pretende conmigo este mismo acercamiento incondicional. Mi Amor Sobre Ruedas tiene un corazón de oro a prueba de balas, a prueba de sustos, de disgustos y de mí. Y le quiero. Él lo sabe. Yo le arranqué de cuajo ese corazón de oro para colgármelo del cuello como la medalla de un mafioso, y sin embargo tiene otro de repuesto. Y otro y otro. Está llegando ahora mismo de su viaje por Asia.

Un tipo que bebía chupitos en la barra de Michael Collins se puso a hablar conmigo. El Examante Que Una Vez Huyó Bajo La Lluvia me preguntó: “¿Por qué atraes a todo el mundo?”. O a lo mejor fue: “¿Por qué todos los frikis se acercan a ti?”.

Ayer fui yo quien me acercaba a ellos para presentarles a una amiga de Madrid. Me puse una minifalda muy corta, botas, camisa de leñadora, salimos a cazar. La Loca, que la semana pasada se había enamorado por enésima vez de algún millonario que conoció por ahí, volvió a enamorarse, en esta ocasión de un físico asturiano y veinteañero que hoy ya es su novio. Mi estrategia para ligar era: "Mi amiga es extremeña y dice que no hay ni un chico guapo en todo el bar, vamos a demostrarle que se equivoca, en realidad creo que le gustas tú".

De repente, apareció un sevillano que conocí una noche en Girona, cuando huía de un hombre que había reservado habitación en un hotel; eran las tres de la madrugada, llovía y el primer tren a Barcelona salía a las siete de la mañana. Lo que me diferenciaba de mi Examante Que Huyó Bajo La Lluvia (y a quien aún no conocía) era que ese tío del hotel nunca fue mi amante, pero lo veía dispuesto a todo para conseguirlo. Salí corriendo, como digo, y hacía frío. Y por suerte encontré un bar abierto, conocí al sevillano y me llevó a casa de unos amigos, por la mañana compré cruasanes para todos. El sevillano y yo pasamos un fin de año en Bruselas hace más de seis. Nunca más supe de él, ayer me dijo que acaba de regresar del Congo. Insisto. Todos vuelven. Los oscuros golondrinos.

También mi Examante Que Una Vez Huyó Bajo La Lluvia. Mientras hablaba con el sevillano y me tomaba la cerveza número doscientos tres, apareció por sorpresa. Sigue teniendo cierto miedo a decir lo que siente, pero por lo menos le ha quedado claro que yo, igual que él, tampoco quiero salir con nadie. Las parejas ya no existen, paso de novios, al contrario que mi amiga La Loca. Y odio a las exnovias, que son el puto mayor problema de este mundo. Sin ellas, todo resultaría mucho más sencillo.

Vanidad, deseo, pasado, ganas de decir lo que siento porque para mí es algo nuevo y a todos nos excita la novedad. Las cosas claras, para qué perder el tiempo. Un corazón reconstruido que, pese a todo, a veces prefiere permanecer latente a latir manifiestamente. O al revés: prefiere exhibirse loco antes que confesarse roto.

Sí, tengo sentimientos, aunque siempre diga que no. Pero me cuesta entender el reparo de los demás, su lentitud a la hora de asimilar que lo que me ocurre es que ya no tengo miedo a expresarme. Es mi única arma para defender este pingajo que guardo en el pecho hasta que funcione a toda hostia y reviente. “Vacíemelo, doctor, y rellénemelo con lo que sea, da igual si es de cerdo”.

El cardiólogo sonríe y recomienda: “No intentes alejarte de los Hombres de Hojalata porque ése es el único imán con el que cuentan”. Tras una revisión, me da el alta: “Estás estupendamente”. El amor todo lo cura.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Hombres supuestamente interesantes con los nunca volveré a acostarme (IV)

El tío bueno de manual. Este post explica por qué el verano de 2003 fue el más caluroso de la historia. Lo conocí por Internet. De hecho, lo conocí a través de un foro de cine. Entonces no chateaba ni nada, pero era un poco cinéfila y, no sé por qué, me llamó la atención la discusión que él había iniciado bajo el epígrafe ODIO A NANNI MORETTI!!!, así en mayúsculas y un montón de signos de exclamación. Decía que La habitación del hijo era una puta mierda. No recuerdo qué contesté, pero al día siguiente tenía un e-mail suyo bastante divertido en la bandeja de entrada, así que empezamos a escribirnos casi a diario, a ver quién era más chulo, y creo que me dejé ganar.

Una cosa llevó a la otra y, por pura soberbia, decidimos quedar con un par de cojones o varios. Nos citamos en la puerta del Verdi, pero antes me emborraché en casa de un amigo que vivía delante porque una cosa es tener arrojo, y otra muy distinta presentarte sobria a una cita a ciegas. De hecho, tan ciega iba, que me costó creer lo que vieron mis ojos: el tío estaba buenísimo. Pero no estaba bueno porque mira, visto lo visto, tiene un pase y tapándole la cara con la almohada, todavía. Tampoco estaba bueno porque me cayera bien y eso. No: estaba buenísimo de verdad. Como un puto tren, era un jodido adonis. Ojos azules, pelo rizado y moreno, un cuerpazo.

Fuimos a tomar algo al Blues Café y me contó que su novia estaba trabajando en Formentera, no regresaría a Barcelona hasta septiembre. Yo también salía más o menos con un buen chico al que ayudé tanto como puteé, aunque él ahora sólo se acuerde de la primera parte. Pillamos taxi y cuando llegamos a su casa le di un beso en la mejilla, adiós. El tío flipaba. Se quedó en medio de la calle Padilla mirándome como si estuviera loca mientras yo le decía al taxista: arranque. Evidentemente, me conecté nada más llegar y le envié un mail. Volvimos a quedar al cabo de dos días.

Era 21 de junio, justo cuando empezaba el verano.

Recuerdo que la noche más corta del año se nos hizo aún más corta, y los pájaros nos sorprendieron en posturas imposibles que fuimos perfeccionando día a día, enredados y sudados ahora en el sofá del piso de su madre, ahora sobre la lavadora de su casa o en la mesa de mi cocina. Hablando vulgarmente, éramos dos putos conejos; hasta entonces no recuerdo haber follado tanto con nadie ni tan bien. Creo que el mejor polvo fue en la ducha, arrancamos la cortina, lo inundamos todo, pero bueno, él tenía mucho tacto, un gusto delicioso, olfato para entender qué quería, o mucha vista, nunca tocaba de oídas. Aunque los provocara todos, me hacía perder el sentido.

Éramos buenos amigos y él, un narcisista de la hostia. Es decir, cuando lo hacíamos de pie (su madre había forrado las paredes de la habitación con espejos), él miraba cómo se le marcaban los abdominales, por ejemplo. Un fantasma. Tenía cinco o seis amantes con las que quedaba de vez en cuando y luego me contaba cómo había ido; yo también tenía algún que otro amante, pero eso nunca lo cuento. Una de esas chicas vino a propósito desde Italia para pasar cuatro días con él; él prefirió pasar esos cuatro días conmigo y a ella solo le brindó un café. Ella perdió la cabeza y le arañó en la cara. Con las demás, provocaba situaciones así; es lo que tiene la belleza, que apasiona. Nos llevábamos bien. Mejor todavía: nos lo pasábamos bien. Y parte del morbo (si no todo) estaba marcado en la fecha de caducidad.

Las paredes ardían, los viejos se morían en Francia, sudábamos sin parar, bebíamos sin parar, me fui sola diez días a Praga, me instalé en un piso del barrio judío, conocí al camarero de un bar llamado Chocho, releí La insportable levedad del ser en francés, me ahogué en litros de cerveza, engordé pero a él le daba igual. Cuando volví, nos fuimos juntos a Mallorca, lo metí en casa de mi abuela, me la metió en la cocina de mi abuela con mi abuela durmiendo en la habitación de al lado, intentamos seguir en el balcón pero entonces temimos que nos viera todo el puerto. Lo intentamos hacer en una barca. En fin. También pasamos una noche en una playa y primero nos picaron los mosquitos y de día nos quemó el sol, un bicho alado nos perseguía por las dunas y nos refugiamos en el mar.

Y llegó septiembre. Pasamos nuestro último fin de semana juntos en Cadaqués, imaginamos cómo seríamos al cabo de veinte años. Él estaría liado con una amiga de su hijo, sería un hombre interesante; yo sería una escritora solitaria un poco huraña, muy cínica por no haber encontrado nunca el amor. “Mentira”, dijo él, “serás una madre cojonuda y estarás hasta las trancas por tu marido, que será la polla en vinagre”. Nos citamos para entonces en aquel mismo bar donde el camarero, sarcástico, nos sirvió dos cortados con un corazón de cacao pintado en la espuma de la leche.

Llegó septiembre, sí. Y con su novia llegó el frío. Dejamos de vernos, según lo previsto. Es curioso que el tío que las volvía a todas locas no me hiciera perder nunca el control. Poco antes de Navidad, fui a comprar un abrigo. Al salir de la tienda, me lo encontré por la calle. Ostras, qué sorpresa, cuánto tiempo, cómo va. Hablamos un rato y me invitó a ver El retorno del rey. Yo había visto las dos anteriores de El señor de los anillos con Hombre Supuestamente Interesante con el que Nunca Volveré a Acostarme (modalidad: cantante de grupo 1) y pensé que sería buena idea cambiar de pareja, a ver si me mentalizaba de una vez de que aquello se acabó.

Fuimos a ver la película, luego tomamos unas birras, me dijo que había cortado con su novia. Últimamente, recibo mensajes de chicos que cortan con sus novias y quieren quedar conmigo, ¿a quién le halaga ser un premio de consolación? Bueno, siempre tranquiliza saber que tienes plan si lo necesitas. Nos colamos en la Sagrada Familia de madrugada con la idea de echar un polvo en una de las torres. Pero el segurata nos pilló cuando inciábamos el ascenso al éxtasis (hablo de escaleras, no de sexo), así que tuvimos que conformarnos con un apaño prosaico en la caseta infantil de un parque que hay delante de la ya Basílica.

Ahora que me he mudado, veo esa Basílica desde el balcón, así que no puedo menos que recordar casi a diario la felicidad despreocupada de aquel verano, el más caluroso de la historia. A él me lo encontré el otro día en el concierto de Micah P. Hinson, está tan guapo como siempre y también piensa mucho en mí. Dice que no le queda más remedio, que soy omnipresente, que salgo en todas partes. Qué pesada, incluso yo estoy harta de mí misma. Cuando nos conocimos, él decía que yo era inevitable. Yo aún guardo su teléfono con el nombre de Dios.

Hasta aquí, la parte pornorromántica. Falta la tragicómica: aquélla en la que descubrí que en realidad no había cortado con su novia, ella me descubrió a mí y se armó la de Dios es Cristo. Nunca mejor dicho. Del paraíso al infierno hay más de un pecado. Pero ésta es otra historia. Podría titularse algo así como Mujeres Sin Duda Interesantes a las que Nunca Podré Acercarme. Próximamente en sus pantallas.