miércoles, 26 de diciembre de 2007

Puestos a parir



La Navidad es un Matrix, recuerda un amigo que escribí una vez. Y ayer, nada más salir de la casa de mis padres, en el mismo portal donde a veces me morreaba con mi catequista, ante los ojos de Dios y de los viejos del geriátrico que hay enfrente, ayer, como digo, me encontré allí a Javi Mora. El mismo que deseé mientras frotaba una estatua dorada en Bruselas; el mismo al que un día, en clase de historia, le puse unas esposas, casándolo con otro JotaEme. La profesora los obligó a salir juntos, de la mano, a la pizarra. Y les lanzamos papelotes a la cabeza.


Pues bien. Ahí estaba Javi Mora, justo en la puerta de la casa de mis padres. Viva el Niño Jesús. Y pensé: qué casualidad. Pero la casualidad no existe, sólo la coicidiencia. Es decir: tú vas por un camino, y te encuentras a alguien, y te dices "qué casualidad", pero en realidad sólo has coincidido en el tiempo con ese alguien en el camino, en tus gustos, en lo que sea. Coincidencia, no más. Y siempre tiendes a creer que eso es una señal, que significa algo. Pero en realidad te quedas sin saber a quién te hubieras encontrado en caso de ir por otro camino, de tener otros gustos; siempre te quedas sin saber cómo hubieras interpretado entonces esas señales, que serían otras, aunque parecidas.

En fin, ahí estaba el hombre al que deseé una vez, casi en el mismo punto donde cumplí algunos deseos labiales con otros hombres. Y le grité: Feliz Navidad, que es lo que se suele hacer en estos casos. Y él respondió: Feliz Navidad. Y luego me presentó a su hija recién estrenada.

Es lo que pasa en estas fechas, que los niños salen a la calle sin miedo a Herodes, porque supongo que ya murió, hace tantos años. El bebé ése ni siquiera lleva mi nombre. Hubiera sido una bonita historia de amor secreto; pero nunca estuve de verdad enamorada de él, de Javi, y si no hubiera escrito hace poco sobre su nombre y sus efectos, tampoco le hubiera dado demasiada importancia al encuentro de ayer.

Sin embargo, lo que queda por escrito siempre parece más importante que lo que no, como si dejara constancia de algo. Cuando, en realidad, lo importante es lo que está más allá de las palabras, porque éstas, al fin y al cabo, son fruto de la coinciedencia.

Es una niña muy mona, porque sus padres también lo son, y fui a casa de mi abuela pensando que la Navidad es eso: reconocerse en las familias ajenas porque, en la que es de uno, resulta bastante más complicado.

La coincidencia es un encuentro, pensaba en la calle y el sol me secaba el pelo. Y este encuentro puede ser una presentación o un topetazo. Puede ser un simple alzamiento de cejas o un accidente de tráfico que engrosará las cifras de muertos en la carretera. Entonces sería una co-accidencia, pero bueno. La coincidencia puede ser un espermatozoide en un óvulo, o una letra detrás de la otra. Cosas que casan, como dos compañeros del instituto esposados en clase de historia. Antiguamente, como la mayoría de las bodas.

Y nada tiene sentido, pero eso poco importa.

Porque así lo habíamos acordado, una hora más tarde coincidíamos 33 personas que nos hacemos llamar familia en el mismo restaurante. Y comimos croquetas y lechona, bebimos vino, cantamos el villancico de cada año, que dice: "La abuela, la abuela, la abuela es cojonuda, como la abuela no hay ninguna".

Una de mis primas nos enseñó su barriga de cinco meses y nos invitó al parto, otra anunció que tenía conjuntivitis, y otra más, que le cuesta vender la casa que compró el año pasado.

Mi tía la divorciada nos presentó a su nuevo novio.

Mis primos han crecido, y ya no odio tanto a los niños. Pero hubo una época en la que me pareció entender a Herodes. Puestos a parir, parece que fui la única.

Cuando volvía a casa, después de comer y beber como los peces en el río, vi a un especie de Chucky en un balcón vestido de Papá Noel. Viva el niño Jesús. Supongo que fue otra metáfora.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Gusanos de seda

Sebastià Zanoguera ©


La Sole tiene un nombre hortera, pero es una de mis mejores amigas. Es la típica que te apoya cuando te dan plantón, por ejemplo, y no le importa dormir contigo aunque no le hagas ni puto caso. Se recuesta a tu lado y a veces te cuenta un cuento en el que nunca es la protagonista. O simplemente hace guardia en la puerta, para que no te pase lo mismo que a José Luis Moreno a quien, el pobre, ya podrían haber defendido sus muñecos.


El problema de Sole es que es tímida. Nunca la verás en una comida navideña, ni en una cena de empresa. En ocasiones sale de fiesta, pero entonces se limita a esperarte en la barra, para cuando hayas conseguido deshacerte de esos moscones. Va pidiendo whiskies sin demasiada impaciencia, consciente de que no quieres nada con ella. Consciente también de que la quieres, sobre todo en ocasiones como ésta, en la que un completo desconocido menciona partes de tu anatomía que ni siquieras sabías que existieran.


Recuerdo que, en el colegio, me daba algo de lástima. A la hora del recreo se sentaba siempre debajo de una morera a la que arrancábamos las flores para comérnoslas y de la que también arrancábamos las hojas para alimentar a unos gusanos de seda que apestaban en aquella caja de zapatos. Y en realidad esos gusanos eran como una metáfora del futuro, cuando el futuro era lo único que nos quedaba y no sabíamos ni qué significaba. Gusanos que desaparecían como capullos y se convertían en unos bichos aún más repugnantes que ni siquiera sabían volar i se unían por los culos y ponían huevos naranjas.
Igual que la mayoría de los humanos, supongo, que se arrastran, y apestan en esa caja de cartón en la que encierran su vida, y nunca aprenden a volar. Por huevos.

La Sole se sentababa bajo las moreras y a menudo yo me sentaba con ella, y nos contábamos historias como ésta. Hasta que mi profesora de física y química, que evidentemente era lesbiana, llamó a mis padres y les dijo que creía que era autista. Y mis padres vinieron al colegio, y me prohibieron que pasara tanto tiempo con la Sole. Entonces yo tendría unos once años, quizá menos, y aprendí una palabra rara. La palabra rara era misantropía.


A mí misantropía me sonaba a una misa miope. En realidad, como todas las misas, supongo, porque a Dios siempre se le ha visto distorsionado. Es decir: de lejos, ni se le ve. Y de cerca, sólo con esas gafas que te ponen los curas para que no veas nada más.


En fin, la Sole es una amiga fiel. Una de mis mejores amigas. Y aunque la nuestra fuera una historia tan imposible como las que nos contábamos bajo las moreras, me siguió siempre allí donde fuera. De hecho, me ha regalado algunos de los mejores momentos de mi vida. Porque los momentos, sobre todo si están bien envueltos, siempre son regalso que valen la pena.


Los momentos sorpresa suelen ser los mejores. Y de ésos, en realidad, hay tantos.


El problema es que algunos se encierran en sus cajas de zapatos apestosas, y se limitan a respirar por esos agujeros que tú hiciste con la punta de un lápiz afilado.


Las puntas afiladas de los lápices sirven para que agujerees esas camas hinchables que salen en el teletienda de madrugada, unas camas que son como colchonetas de playa, pero en plan grande. Y en el anuncio una chica hace unos ejercicios extraños, como de karate, para demostrar que las camas hinchables son muy resistentes y anchas. Pero bueno, si pinchas una de esas camas hinchables del teletienda con un lápiz afilado, la cama se convierte en un globo al que has soltado la abertura, y entonces sales disparada por la habitación y también por la ventana. Y vuelas. No como esas mariposas de los gusanos de seda.


Con la Sole hacíamos experimentos de este tipo.


La Sole tiene un nombre hortera, y es tímida y complicada, y cada vez que paso demasiado tiempo con ella, luego tengo un montón problemas. Pero me cae bien, qué le vamos a hacer. Es una de mis mejores amigas, y la prefiero a muchas otras personas que conozco.


En cualquier caso, es una incomprendida. Aunque a mí me encanta cuando no dice nada, que es como decirlo todo, porque la nada todo lo abarca. O cuando, simplemente, está ahí, sin molestar. Paciente. Consciente de que, aunque sea durante un rato, siempre la necesitarás.


Y mientras tanto, escuchas un disco de Frida Hyvönen.


No se viste de satén ni de seda ni está mona. Por eso en estas fechas es mejor no presentársela ni a tus amigos ni a tu familia. No se viste de seda, repito. Pero eso es cosa de gusanos.

lunes, 17 de diciembre de 2007

No me imaginaba los cactus así

Al coger La trilogía de Claus y Lucas, uno de los personajes cayó de las páginas del libro a mi vaso de cerveza.

Es lo que pasa cuando estableces el punto de lectura doblando una esquina de la hoja, que si no vas con cuidado, luego los personajes se escapan. Y es lo que hizo Claus. O Lucas. Uno de los dos. Me costó reconocerlo, porque como son gemelos e idénticos, y además a veces juegan a hacerse pasar el uno por el otro, era prácticamente imposible saber de quién se trataba.

Estuve mirando un rato cómo nadaba en el vaso de cerveza, y le pregunté: ¿Quién eres? ¿Claus o Lucas? Otro de los juegos que les divierte es que uno se haga pasar por sordo y el otro por ciego. Entonces el sordo le describe al ciego quién viene, y el ciego articula marcadamente con los labios qué dice el visitante para que el sordo pueda seguir la conversación. Pero, en realidad, ni Claus ni Lucas son ciegos ni sordos.

Había una chica que era las dos cosas, ciega y sorda, y sólo conoció a una mujer en su vida con quien consiguió comunicarse. Lo hacía mediante el tacto, y esa mujer la llevó al zoo, para que tocara a los monos, y la subió en un avión, para que conociera la sensación de elevarse. También le hizo acariciar un cactus y, después de pincharse, la sordociega exclamó: "No me imaginaba los cactus así".

Un día, la intérprete de la sordociega murió, y la sordociega se sintió más sola que nunca. No hay nadie más solo que el que está ahí sin que los demás se den cuenta. Viene a ser como cuando Johnny cogió su fusil, que quiere desaparecer, pero no le dejan, Nadie entiende que quiera desaparecer, porque no comprenden que la incomunicación en público es una putada. Bueno, sólo lo es cuando ha habido una comunicación previa.

No es que te hayan arrancado del mundo, eso sería soportable. Es que te han arrancado el mundo a ti.

"Si estallara una guerra nuclear, yo no me enteraría", pensaba la sordociega. Seguramente los que vemos y oímos tampoco nos enteraríamos, ni de eso ni de nada, pero ésta es otra cuestión.

La cuestión es que ni Lucas ni Claus son ciegos ni sordos. Sólo juegan, porque así establecen un lenguaje propio, ajeno al resto de la humanidad. Yo miraba a Claus o a Lucas nadando en mi vaso de cerveza, y le amenazaba: "Hasta que no me digas quién eres, no te saco de ahí". Él seguía nadando sin contestar, porque a veces Claus y Lucas se entrenan para sobrevivir. Se pasan días sin comer, de modo que, cuando llegue el momento en el que tengan que pasar hambre, ya sepan cómo se hace. A veces hacen ejercicios de crueldad.

También escriben en un gran libro lo que les pasa, sin anotar ni una sola palabra que se refiera a las emociones, porque las emociones son subjetivas, y externas y, en realidad, ellos han creado un mundo interno. Más interno, de hecho, que interior.

Hacía frío, y a mí sí que me queda algún que otro sentimiento. No muchos, la verdad, porque me los extirparon sin querer cuando me operaron de las amígdalas. Yo creía que los sentimientos estaban en el corazón, incluso en la cabeza, en un lugar de esos que se consideran importantes. Pero por lo visto están en la garganta, ahí donde Linda Lovelace tenía el clítoris. Y que los sentimientos estén junto al clítoris tampoco me hubiera sorprendido; pero incluso las que no tenemos el clítoris en la garganta, también tenemos los sentimientos ahí. O en todo caso, yo los tengo ahí. Mejor: los tenía. Porque, como digo, me los extirparon sin querer.

En fin, por dónde iba. Hacía frío, y ver a Lucas o a Claus en el vaso de cerveza removió algo en mis amígdalas, así que lo saqué aunque no me hubiera contestado quién era. Lo pillé con la punta de los dedos, lo dejé sobre la mesa de centro y, oh, sorpresa, se convirtió en una mujer.

Tuve que frotarme los ojos durante un buen rato. Primero creí que Lucas o Claus en realidad era Ranma, que cambia de sexo cada vez que se moja. Pero Claus o Lucas no saben japonés ni están trazados como el manga. Luego pensé que mi teoría de pequeña era cierta. De pequeña, yo creía que quien nacía chico se volvía chica al cumplir los cinco años, y viceversa. Tanto era así, que recordaba sin duda que mi prima Marga antes se había llamado Juan.

En cualquier caso, ni Lucas o Claus, ni la mujer que había aparecido en su lugar, tenían cinco años.

Le pregunté a la mujer: "Pero, ¿quién coño eres tú? ¿Qué coño haces aquí?".
Ella contestó: "No digas tanto coño, que lo tengo seco".
Le dije: "Pero si estás empapada". Y le puse una toalla sobre los hombros. También le ofrecí una cerveza.

La mujer se llamaba Jennifer, y me contó que todos los gemelos en realidad son la misma persona. No es que dos gemelos sean iguales. Es que todos los gemelos de la humanidad entera por los siglos de los siglos son el mismo ser. Tienen un código genético exacto, son como clones. Por eso hablan un idioma diferente, y de pequeños se desmayan cuando los separas.

A ella, de pequeña, la separaron de su hermana June, y se desmayaron. Pero luego las juntaron otra vez, y se pusieron a escribir cuentos del mismo modo que Claus y Lucas también escribieron un gran libro. June y Jennifer escribieron sobre trasplantes de corazón de un perro a un niño, y sobre ataques de epilepsia en las discotecas. Y alguien pensó que estaban locas, y las drogó y las metió en un manicomio, y las drogas, en lugar de acentuar su imaginación, la mermó.

Cuenta la leyenda que Jennifer se sacrificó para que su hermana June pudiera comunicarse con el resto de la gente, y no sólo con ella. A eso, al hecho de poder comunicarse con más de una persona, se le llama libertad.

Pero la libertad comporta una responsabilidad muy grande, porque te obliga a comunicarte constantemente. Porque si no lo haces, se interpreta que no estás aprovechando tu libertad y te consideran una desagradecida. Y una desgraciada, de paso, también.

En cualquier caso, me contaba Jennifer que es cierto que se sacrificó, pero no del modo que dice la leyenda. No está muerta, como pude comprobar ayer, sino que se ha vuelto algo así como una emisaria de todos los gemelos del mundo para hacerles entender que no están solos en su aislamiento. Que tampoco están solos en pareja.

Es decir, Jennifer también está condenada a la comunicación: a aquélla que une a todos los gemelos del mundo en un único ente con un lenguaje propio.

Estuve mirándola un buen rato envuelta en la toalla, mientras se tomaba la cerveza que le había ofrecido, y empecé a pensar que no entiendo nada. ¿Por qué habría venido a verme a mí, precisamente a mí, si no tengo hermanas gemelas?

Luego le presté algo de ropa y se fue para continuar con su misión. Me dio una tarjeta, por si la necesito. En la tarjeta pone: "Jennifer Gibbons, The Silent Twin".

Regresé al libro de Agota Kristof. Y juro que Claus había desaparecido.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Leer a partir del tercer párrafo

El problema es cuando eres tú quien tiene algo que decir. Porque una cosa es que los coches tengan algo que decirte, o los detergentes; los pobres tienen tan poca personalidad que están obligados a marcar la diferencia y prometen vértigo o higiene. Lo cual es una chorrada, porque ni pueden correrse tanto como dicen, ni pueden ser tan limpios en un mundo hundido en la mierda. Así que, más o menos, te vas haciendo a la idea: el polvo, ya sea en la cama o en la lavadora, nunca será tan satisfactorio como indican los mensajes.

Ellos hablan y hablan, y te interrumpen, por ejemplo, cuando estás viendo una buena película. En cambio, ni se te ocurra tocarles las pelotas, especialmente si son de fútbol. Automóviles y detergentes siempre se jactan de sudar la camiseta. Y de lavarla después, sin dejar rastro.

El problema, insisto, es cuando quien tiene algo que decir eres tú. Ayer, este problema de comunicación llegó a casa, con todas sus consecuencias.

Estaba tranquilamente bajándome un disco de Elvis Perkins de la forma más ilegal posible, cuando sonó el teléfono. Era un viejo. Y primero pensé que se trataba del hombre que se había vestido con mi piel, cansado ya de que lo confundieran con una pelandrusca. Pero lo que él dijo fue: "Hola, buenas tardes, con el señor Mora, por favor".

Una vez me enamoré de un tío que se apellidaba Mora. Era un compañero de instituto, guapísimo, con el pelo rizado y que siempre llevaba unos pantalones de pitillo tan ajustados que le provocaron un problema en los testículos y le tuvieron que operar. Eso sí que es una intervención por huevos. La cuestión es que, muchos años después, los tejanos de pitillo volvieron a ponerse de moda, hasta hace unos meses, de hecho. Pero el nuevo diseño era más holgado por la parte del paquete, supongo que para que no hubiera overbooking en los quirófanos.

Bueno, la cuestión es que el tal Mora que tanto me molaba en el instituto se llamaba Javier. Y en una ocasión fui capaz incluso de viajar hasta Bruselas por él, porque tenía entendido que en la Grande Place hay una escultura de una mujer recostada y dorada a la que le puedes pedir un deseo. Restriegas la palma de tu mano por su pecho, le sacas brillo, y pides lo que quieras. Y yo, claro, le pedí lo que deseaba entonces: Javi Mora. Con tan mala pata que, cuando estaba a medio desear en lo más profundo de mis adentros, me sacaron una foto. Y de la impresión, me quedé en el "Javi". Y después de eso, me enrollé con unos setecientos Javis, Javieres, Xavis, Xavieres, Xabieres, (con Javivi no, que conste), hasta que uno que se llamaba Juan me cantó eso de "Yo no me llamo Javier", de los Toreros Muertos, y me dejó plantada con la lengua fuera.

La hijaputa de la estatua dorada no captó el Mora de mi deseo, y nunca jamás me lié con él.

Ayer, como digo, un viejo al teléfono me preguntó por el señor Mora, y le dije que lo sentía mucho, pero que se equivocaba. Él insistió: "¿No vive aquí el señor Javier Mora?".

Entonces casi me dio algo, porque empecé a pensar que había dado un salto en el tiempo. Un salto hacia el tiempo que nunca fue. Y, en ese lugar atemporal, la mujer dorada de la Grande Place me había entendido, y al volver de Bélgica (yo tenía 17 años) había conseguido mi deseo, ese imposible al alcance de la mano.

Cuando cumples un deseo, deja de ser imposible, así que también deja de ser un deseo. Qué putada.

Colgué al viejo, y busqué al señor Mora por toda la casa, por si acaso: en mi habitación, y en la trampilla del cuarto de baño, en la cocina y delante de la televisión. Pero nada.

Al rato, sonó el teléfono de nuevo. Y era una vieja. Al principio creí que era la mujer del hombre que robó mi piel, para comentarme lo tersa y suave que es, y para preguntarme qué crema hidratante utilizo. Luego pensé que era la mujer del viejo que había llamado antes, para decirme que siempre han sabido que soy la mujer perfecta para su nieto, el señor Mora, y que me quieren mucho, y que me invitan estas Navidades a su casa.

Pero no, la vieja preguntó por Marta.

Y yo no me llamo Marta.

Entonces volví a pensar que mi casa se había convertido en el lugar donde lo que podría haber sido nunca fue; el lugar donde, si me hubiera enrollado con Javi Mora, hubiera acabado viviendo él, pero sin mí, sino con esa malaputa llamada Marta.

Todo eso pasó ayer.

Luego volví al ordenador, y me hablaba en inglés. Algo que no entendí, porque no domino el idioma. Por si fuera poco, el ordenador indicaba una hora menos de la hora que es en realidad. O, en cualquier caso, de la hora que yo creo que es.

Cuando conseguí acostumbrarme a la nueva situación, envié un e-mail. Te lo envié a ti. Sí, sí, a ti, no pongas esa cara. Era un e-mail muy emotivo, muy sincero, tal vez demasiado, pero qué más da. Nunca lo recibiste.

Me llegó un mensaje de esos, un Delivery Status Notification. Ponía que no habías leído lo que yo te había intentado decir.

Entendí que vivo en un lugar atemporal, es cierto. Un lugar en el que todo se queda sesenta minutos antes de cumplirse, sesenta minutos antes de ser realidad.

Un piso en Barcelona en el que se acumula todo lo que podría haber sido.

Lo que nunca será.

Ahora pulsaré "publish post", así, en inglés, y aparecerá este mensaje en pantalla. O no, quién sabe. Que tengas algo que decir no significa necesariamente que alguien esté dispuesto a escucharte.

lunes, 3 de diciembre de 2007

La trampa de la trampilla



En el techo de mi cuarto de baño, hay una trampilla; algo especialmente inquietante la noche que has visto Rec, de Jaume Balagueró.

La trampilla está ahí desde que me instalé en el piso, hace seis años. Hace unos cuatro, me fijé en que no está bien encajada, y empecé a sospechar que alguien la utilizaba para algo. Por ejemplo, para guardar las cámaras que (lo sé) siguen cada uno de mis movimientos. En una ocasión, descubrí que la trampilla daba a uno de los accesos al infierno; me lo enseñó el propio Satán. Pero desde que me robó los zapatos marca Mascaró, no he vuelto a saber nada de ese diablo.

Y a mí él no me da miedo, pero sí me lo dan los niños muertos. Cuando alguien exclama: "Ni qué niños muertos", siempre me pongo a temblar durante tanto tiempo que la gente cree que tengo Parkinson o un ataque de epilepsia o un frío de la ostia. Los niños vivos, evidentemente, me asustan mil veces más. Sobre todo si de repente alguien me dijera que llevo uno dentro.

Por eso, cuando fui a ver El orfanato, lo pasé fatal, porque luego no había manera de que pudiera mirar una funda de almohada. Iba a la lavandería ésa con aires norteamericanos para ver si alguien había encontrado la piel que perdí entre las sábanas y, en cambio, veía fundas de almohada por todas partes, con esa babilla que queda en ellas por las mañanas, y ese sudor de las cabezas ajenas.

En fin, que en casa tuve que quitar las fundas de todas las almohadas, porque creí que en su interior estaba Tomás, y Tomás es uno de esos niños muertos que tanto miedo dan. Bueno, o tanta gracia hacen. Porque la verdad es que cuando algo te da miedo, normalmente te pones a reír. Será que el miedo es muy tonto.

Mientras veía Rec, me partía el culo. Joder, es la película que hubiera querido hacer yo si hubiera querido hacer una película. Salen buzones, baldosas, llaves, bomberos, y escaleras. Y esos elementos molan un montón, porque son súper metafóricos. También sale una Barcelona en decadencia que devora una Barcelona también muy cutre, y claro, primero se atraganta y luego tiene una indigestión de cojones, y lo deja todo lleno de mierda. Lo digo en serio, ese film es muy profundo. Muy visceral.

Bueno, fui a ver Rec, me reí mucho, fui a tomar unas cervezas, y reflexioné largo rato sobre uno de los temas principales de la historia: si te llamas Ángela y eres la protagonista de una película española en la que la propia cámara tiene un papel fundamental, la has cagado. (basta ver Rec y Tesis para corroborar que esta teoría se sostiene en un 100% de los casos).

Volví a casa un poco borracha y entonces, lo vi: la trampilla del techo del cuarto de baño seguía desencajada, pero de un modo distinto. Alguien la había desplazado levemente, y el agujero que da al más allá era más grande que de costumbre.

Cuando vives sola, aprendes a combatir la soledad de muchas maneras: miras la tele, escuchas música, escribes blogs, patinas sobre el parqué que acabas de encerar, metes la cabeza en el horno antes de recordar que es eléctrico, espías al señor Fregono, lees, haces un toro con recortes de periódico y lo cuelgas en la pared, llamas a algún servicio técnico para insultarle.

Cuando vives sola, aprendes a combatir la soledad, pero, ¿cómo coño se combate el miedo? Pues no lo sé. Y menos cuando descubres que alguien ha utilizado la trampilla de tu cuarto de baño mientras tú estabas en el cine viendo Rec.

Los personajes de las películas son muy raros porque, en lugar de huir de las cosas que dan miedo, van hacia ellas. Es decir: están en una habitación con recortes de periódico como mi toro, y en los recortes se habla de uno de esos niños muertos, ven una trampilla, y piensan: "Eh, vamos a meternos a ver qué hay". Y tú piensas: "Joder, después de todo lo que has visto en una hora y media de peli, ya te puedes imaginar lo que habrá".

Y tú tenías razón, y los personajes se meten en la trampilla, y ven lo que ven, y todo el mundo chilla, y luego todo el mundo se pone a reír, menos los personajes de la película, porque a ellos nos les hace puta gracia lo que les está pasando, y todavía menos que la gente los esté viendo y se partan el culo a su costa. Tiene que ser muy humillante que te estén jodiendo la vida de esa manera y que, al otro lado de la pantalla, un montón de freakies estén sacando Coca-Cola por la nariz.

Pues eso. Al ver la trampilla levemente desplazada, cuando llegué a casa, pensé: estos guionistas creen que soy imbécil, y que voy a trepar por el lavabo para ver qué hay ahí arriba. E imagino que este gesto hubiera aumentado la audiencia del show de mi vida. Pero si alguien piensa que voy a permitir que todo el mundo se ría mientras un zombie me come la cabeza está muy equivocado.

Así que me fui a dormir. O a intentarlo. Juro que me he pasado la noche oyendo cómo algo, o alguien, arañaba el techo de mi casa.