La Navidad es un Matrix, recuerda un amigo que escribí una vez. Y ayer, nada más salir de la casa de mis padres, en el mismo portal donde a veces me morreaba con mi catequista, ante los ojos de Dios y de los viejos del geriátrico que hay enfrente, ayer, como digo, me encontré allí a Javi Mora. El mismo que deseé mientras frotaba una estatua dorada en Bruselas; el mismo al que un día, en clase de historia, le puse unas esposas, casándolo con otro JotaEme. La profesora los obligó a salir juntos, de la mano, a la pizarra. Y les lanzamos papelotes a la cabeza.
Pues bien. Ahí estaba Javi Mora, justo en la puerta de la casa de mis padres. Viva el Niño Jesús. Y pensé: qué casualidad. Pero la casualidad no existe, sólo la coicidiencia. Es decir: tú vas por un camino, y te encuentras a alguien, y te dices "qué casualidad", pero en realidad sólo has coincidido en el tiempo con ese alguien en el camino, en tus gustos, en lo que sea. Coincidencia, no más. Y siempre tiendes a creer que eso es una señal, que significa algo. Pero en realidad te quedas sin saber a quién te hubieras encontrado en caso de ir por otro camino, de tener otros gustos; siempre te quedas sin saber cómo hubieras interpretado entonces esas señales, que serían otras, aunque parecidas.
En fin, ahí estaba el hombre al que deseé una vez, casi en el mismo punto donde cumplí algunos deseos labiales con otros hombres. Y le grité: Feliz Navidad, que es lo que se suele hacer en estos casos. Y él respondió: Feliz Navidad. Y luego me presentó a su hija recién estrenada.
Es lo que pasa en estas fechas, que los niños salen a la calle sin miedo a Herodes, porque supongo que ya murió, hace tantos años. El bebé ése ni siquiera lleva mi nombre. Hubiera sido una bonita historia de amor secreto; pero nunca estuve de verdad enamorada de él, de Javi, y si no hubiera escrito hace poco sobre su nombre y sus efectos, tampoco le hubiera dado demasiada importancia al encuentro de ayer.
Sin embargo, lo que queda por escrito siempre parece más importante que lo que no, como si dejara constancia de algo. Cuando, en realidad, lo importante es lo que está más allá de las palabras, porque éstas, al fin y al cabo, son fruto de la coinciedencia.
Es una niña muy mona, porque sus padres también lo son, y fui a casa de mi abuela pensando que la Navidad es eso: reconocerse en las familias ajenas porque, en la que es de uno, resulta bastante más complicado.
La coincidencia es un encuentro, pensaba en la calle y el sol me secaba el pelo. Y este encuentro puede ser una presentación o un topetazo. Puede ser un simple alzamiento de cejas o un accidente de tráfico que engrosará las cifras de muertos en la carretera. Entonces sería una co-accidencia, pero bueno. La coincidencia puede ser un espermatozoide en un óvulo, o una letra detrás de la otra. Cosas que casan, como dos compañeros del instituto esposados en clase de historia. Antiguamente, como la mayoría de las bodas.
Y nada tiene sentido, pero eso poco importa.
Porque así lo habíamos acordado, una hora más tarde coincidíamos 33 personas que nos hacemos llamar familia en el mismo restaurante. Y comimos croquetas y lechona, bebimos vino, cantamos el villancico de cada año, que dice: "La abuela, la abuela, la abuela es cojonuda, como la abuela no hay ninguna".
Una de mis primas nos enseñó su barriga de cinco meses y nos invitó al parto, otra anunció que tenía conjuntivitis, y otra más, que le cuesta vender la casa que compró el año pasado.
Mi tía la divorciada nos presentó a su nuevo novio.
Mis primos han crecido, y ya no odio tanto a los niños. Pero hubo una época en la que me pareció entender a Herodes. Puestos a parir, parece que fui la única.
Cuando volvía a casa, después de comer y beber como los peces en el río, vi a un especie de Chucky en un balcón vestido de Papá Noel. Viva el niño Jesús. Supongo que fue otra metáfora.