miércoles, 16 de diciembre de 2009

Duendes

Los duendes han regresado. Al poco de instalarme en este piso, empezaron a ocurrir cosas extrañas. La televisión se encendía misteriosamente, las luces también, aunque no hubiera nadie en casa. El despertador cambiaba de hora y no sonaba cuando estaba programado, pero sí lo hacía a horas intempestivas.

Como todos los sucesos guardaban relación con la electricidad, al principio creí que era cosa de mi electricidad estática. Tengo un problema desde pequeña: me cargo los electrodomésticos. Cada vez que me seco el pelo, por ejemplo, el secador hace plop, saltan los plomos y se acabó, no hay modo de arreglarlo. Lo mismo ocurre con la batidora. Y con los radiocasetes y todo lo que vaya enchufado. Si tengo un aparato en las las manos, el aparato muere. Mi madre me tiene terminantemente prohibido acercarme a su secador, su minipimer y su epilady. Mi padre me habrá reñido unas cien veces porque la radio dejaba de funcionar después de que yo la hubiera utilizado.

Descubrí que pasaba algo parecido con los televisores esos de Philips que cambiaban de canal mediante la electricidad corporal de cada uno, sin apretar ningún botón, sólo pasando las yemas de los dedos por un sensor. Cuando lo intentaba yo, no había manera. Alguno de mis hermanos tenía que tocarme la mano para que el trasto funcionase.

Finalmente, al llegar a Barcelona, hice el que ha sido tal vez el más sorprendente de mis descubrimientos al respecto: cuando paso por debajo de una farola, se apaga. Una vez que ya he pasado, vuelve a encenderse. Y al revés: las farolas apagadas se encienden a mi paso.

Todo esto molaría si sirviera para algo. Pero para lo único que sirve es para que te hagan socio honorífico de las tiendas Miró y para recibir unos cuantos calambrazos cada vez que llamas al ascensor o cierras la puerta de un coche. Recuerdo que, en una ocasión, estaba besando a un novio antiguo en la escalera mecánica del Pompidou cuando nuestras lenguas estallaron como un peta-zeta. Contra lo que pueda parecer, los besos eléctricos no son explosivos. Dan susto y son desagradables.

En fin, a lo que iba: al instalarme en este piso descubrí que ocurrían fenómenos para-anormales pero no les di la más mínima importancia. Hasta que un día apareció un bote de desatascador en el fregadero. Entonces yo vivía con una chica. Le dije que había sido buena idea comprarlo y le pregunté cuánto le debía porque con los gastos íbamos a medias. Me miró con ojos como platos y me respondió que en todo caso tendría que pagarme ella a mí, puesto que yo había comprado el desatascador.

No, yo no lo he comprado, le dije. Pues yo tampoco, respondió ella. Y entonces empecé a mosquearme en serio. Sobre todo cuando me fijé en que, desde que habíamos llegado, la gata de mi compañera tenía una actitud un tanto extraña: se escondía bajo la cama y era capaz de pasarse horas -incluso días- de cara a la pared sin comer, ni dormir, ni mover un pelo.

Consulté el caso con un experto en fantasmas y me dijo que no debía preocuparme demasiado: en mi casa no había espíritus, como yo me temía, ningún alma en pena se arrastraba por el pasillo. "De todos modos", añadió mientras se rascaba la barbilla, "no creas que tener duendes es mucho mejor, son unos capullos y siempre andan jodiendo. Por eso los gatos les temen, porque no paran de molestar, tiran de sus bigotes, les queman la cola y eso". Según mi amigo el experto, si el gato mira fijamente a un punto muy concreto, es que hay espíritus pululando; si el gato se esconde, tienes duendes.

A mí tener duendes no me molestaba mucho, la verdad. Hombre, a veces me cambiaban la hora del despertador, como decía, con las consecuencias subsiguientes, no siempre comprendidas por mi jefe. Les oía remover las cosas del cuarto de baño, jugueteaban con las cremas faciales y los jabones, y luego lo ordenaban todo, pero notabas que algo había cambiado. Nunca he perdido tantos peines como en aquella época. Lo peor era cuando encendían la tele a toda hostia de madrugada. Te daban unos sustos de muerte y tenías que levantarte a apagarla.

A mi compañera de piso no le caían muy bien. No le gustaba que yo dejara chucherías por la cocina para que ellos estuvieran contentos. Yo le decía que un duende contento no putea tanto, pero ella contestaba que la cocina hay que mantenerla limpia, que sino vienen cucarachas, hormigas o ratones y entonces es peor.

Un día estaba ordenando mi habitación cuando, en la estantería barata de Ikea, justo delante de los libros, encontré una gran bola de color ámbar. La toqué, estaba blanda. Parecía una inmensa bola de resina. Me pregunté si es que los duendes cagan resina o es que me estaban haciendo un regalo. En cualquier caso, aquel fue su último mensaje. No volví a saber de ellos.

Han pasado siete años desde entonces y a veces los echo un poco de menos. Tengo la impresión de que mi vida es mucho más aburrida ahora, con una tubería que se atasca por culpa de mi alma que se quedó por ahí metida y de un depósito de recuerdos que estalló el otro día y llenó el baño de goteras que ya no evocan nada. Se han convertido en sucias manchas de humedad.

Hace unos minutos, estaba enchufando la lámpara junto al sofá, he movido un espejo todavía por colgar con cuidado para no romperlo y a mis espaldas, en la habitación contigua, se ha encendido la televisión de repente. Como en los viejos tiempos. En casa, huelga decirlo, sólo estoy yo.

O eso creía.

Los duendes han vuelto. Y pese a sus putadas y sus sorpresas, lo cierto es que me alegro.

La Oficina de las Últimas Oportunidades

Acabo de llegar de la Oficina de Últimas Oportunidades y estaba cerrada. Un conocido me ha saludado desde el bar que hay enfrente y he adivinado en su mano un vale para hacer reportajes de viajes en un suplemento cultural. He fingido no verle y le he odiado por haber llegado a tiempo. Supongo que la envidia es eso: rabiar por lo que consigue otro.

Quería saber cuál es el horario de la oficina, tal vez mañana vuelva a intentarlo, pero me daba vergüenza que aquel conocido descubriera mis intenciones, así que he continuado caminando como si sólo estuviera de paso, las manos hundidas en los bolsillos, los pies helados, bajo este cielo frío y pesado.

"Evidentemente algo estás haciendo mal", me dijo una amiga el otro día. Y otro que también va de free lance: "Pero qué crisis ni qué crisis, si ahora tengo más trabajo que nunca; eso sí, me pagan la mitad, con lo que necesito currar el doble, no puedo cederte nada".

A mi tía la sardinera le cerraron la Oficina de las Últimas Oportunidades para siempre. A veces pasa. Trabajaba en una piscifactoría y su labor era sencilla: trasladar los peces de los sectores más pequeños a otros sectores más grandes para que tuvieran espacio y pudieran reproducirse. La empresa madre creció y trasladó a mi tía a una empresa subcontratada, todo lo contrario que hacía ella con las sardinas.

Como había dedicado toda su vida a los peces, mi tía no se casó nunca porque también dedicó toda su vida a Dios, y Dios dice que sólo puedes follar cuando te casas, pero la realidad dice que si no follas no te casarás jamás. Puede que mi tía sardinera no sea virgen; en todo caso, buscaba una perfección en el hombre o en sí misma que la alejó de los hombres y también de la mujer que podría haber sido. Además apestaba a sardina.

Cuando entró en la empresa subcontratada, sin marido ni hijos ni una familia que mantener, le dijeron: "entenderás que te demos el puesto de fin de semana porque los demás necesitan pasar el sábado y el domingo con los suyos, mientras que a ti tanto te da". Los sábados y domingos están un poco mejor pagados que el resto de los días de la semana, pero no dejan de ser dos contra cinco. De manera que mi tía no sólo estaba sola, también empezó a ser pobre. A su edad.

Empezó a beber. No por nada. Se despertaba a las nueve o así, miraba el techo, esperaba que su reloj marcara las diez, remoloneaba un poco más, total no tenía absolutamente nada que hacer en todo el día, nadie con quién quedar entre semana, nadie a quién llamar en horario laboral, los días se hacían interminables. Finalmente se levantaba de la cama, preparaba café, desayunaba a la hora del aperitivo. A la hora de comer, sólo comía queso.

Siempre ha sido así, cuando trabajaba entre semana en la piscifactoría, las otras sardineras la miraban atónitas, ¿ése es todo tu almuerzo?

Ya no había ojos indiscretos ni preguntas estúpidas, encendía la tele y miraba cualquier cosa. Se servía un vasito de vino, tal vez antes se hubiera tomado una cerveza. El sol, al otro lado de la ventana, seguía demasiado alto. Días infinitos.

Los lunes bajaba al súper, todavía con la energía activa del trabajo de fin de semana. Quizá los lunes por la tarde incluso pasara el trapo y la mopa. Pero hoy es martes, miércoles, jueves y la casa está limpia y ordenada, aquí no hay nada que hacer.

Mi tía la sardinera no siempre fue así. Era sin duda la más guapa de su clase en el instituto y también en la universidad. Estudió filología y dio clases particulares de inglés antes de ponerse a trabajar en la piscifactoría. Lo hizo porque quiso. A lo mejor porque quería multiplicar panes y peces. Y, a cambio, recibió raspas y hostias.

Mi tía viene de buena familia. A su alrededor todas se casaron con ricos, a excepción de sus propias hermanas (entre ellas mi madre) y creo que todavía sueña con que un príncipe azul o verde o amarillo fosforito la arrancará de este puto mundo de mierda.

O tal vez ya no lo haga. Y por eso se amorra a la botella como si besara la boca de alguien, lléname, lléname hasta que pierda el sentido, lléname hasta que pierda el equilibrio, lléname este vientre vacío, lléname hasta la muerte.

Y cae.

Por eso, cuando por fin tiene quince días de vacaciones (ha necesitado más de un año para acumularlos) no se lo dice a nadie. Y se los pasa en casa, como siempre, sin hacer nada. Consciente de que ha desaparecido.

Mi tía se ha vuelto tan invisible que cuando fue a la Oficina de las Últimas Oportunidades no la atendieron. Ni siquiera notaron su presencia. Ella tampoco hizo nada al respecto, no chilló ni montó un escándalo ni pidió el libro de reclamaciones. Simplemente dio media vuelta y se largó discretamente como había llegado.

Por eso tengo tanto miedo. Porque tengo la impresión de que lo llevo en la sangre.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Viejo cuento inacabado

-Qué pena que seas tan triste-, suspira Erre. Y puede que esa frase aparezca algún día en una canción.

Le respondo que no es que Jota sea triste. “¿Dirías que nos parecemos?”, continúa Erre, mientras me pasa la cerveza helada por el empeine del pie. He puesto mis piernas sobre las suyas, para recostarme en el sofá donde él se sienta. Se ha hecho de día con la impertinencia del solsticio de verano, y el sol nos ha sorprendido mientras ponemos música en el ordenador. Sobre la mesa de centro, se acumulan las latas que le hemos comprado a un paki a la salida del concierto, dos paquetes de tabaco -uno vacío-, unos cuantos libros a medio leer con las páginas que guardan alguna frase que me ha gustado dobladas por sus esquinas. Si la idea que me llama la atención se encuentra en la mitad superior de la página, doblo la esquina de arriba; si está en la mitad inferior, doblo la esquina de abajo. Luego casi nunca busco lo que marqué y, si lo hago, no entiendo por qué doblé precisamente aquella página.

En un cenicero, la colilla de un cigarro empolvado en coca al que he dado un par de caladas, como siempre convencida de que eso no hace nada.

Erre acaricia con su cerveza helada mis piernas sobre sus rodillas. “Os parecéis en que los dos sois guapos, pero Jota se quedará calvo antes que tú”. Gracias, dice Jota. Es verdad. Ya lo sé. Erre no se refiere a eso. Se refiere más bien a su manera de ser. “Somos como la noche y el día, tío”, responde Jota, “pero tienes cosas entrañables, un sentido del humor bastante surrealista”. Lo dice con los ojos cerrados, mientras intenta descubrir si podría quedarse dormido en la silla Bonet que me regaló mi hermano la pasada navidad.

Y Erre: ¿Soy gracioso? Yo: “No. Nada. En absoluto”. Y Jota: Qué fuerte que te lo digan así.

No es que Jota sea triste, insisto. Pero hay personas que nacieron con un peso que no podrán quitarse de encima. Es como si supieran demasiado. Y cuando sabes demasiado, entiendes que nada vale demasiado la pena. Entonces, justamente porque eres consciente de lo irresoluble, no puedes tomarte las cosas en serio, y eso te convierte en un cínico. Lo cual no significa que no valores las cosas, al contrario. Vamos a ver, digo, piensa en un dolor muy fuerte. A mí se me ocurre el dolor menstrual, pero a vosotros… No sé, unos retortijones, un dolor de muelas. A saco. Bueno, a veces tenemos ese dolor insoportable. Un dolor constante, un dolor que lo monopoliza todo, no podemos concentrarnos en nada más, sólo queremos que pase, que pase, que pase. Y durante unos segundos, cinco o diez segundos nada más, paf, el dolor se te pasa. Nada, un momento, se te pasa durante diez segundos de mierda. Te parecen los jodidos diez mejores segundos de tu vida. Son la puta hostia. Aunque lo cierto es que esos segundos gloriosos son exactamente iguales al resto de segundos cuando nada te duele.

“Ahí lo tienes”, susurra Jota aún con los ojos cerrados. Y pienso: en realidad, qué sé yo. Sólo nos vemos una vez al año, desde hace cuatro, y siempre por casualidad. La primera fue en la fiesta de un amigo que tenemos en común. Yo llevaba una minifalda muy corta, él una buena cogorza. Me hizo gestos con otro chico para que fuera con ellos a la cocina. Allí, entre las botellas de whisky y las patatas de bolsa, me propusieron un trío, y más en broma que en serio, acepté. En la habitación donde se guardaban los abrigos, uno de los dos me abrazó por detrás, el otro me comía la boca. Entonces llegó el anfitrión, tal vez celoso, tal vez protector, y me descolgó de allí como se descuelga una cazadora.

Volvimos a vernos un septiembre, en las fiestas de la Mercè. Seguramente ni siquiera nos hubiéramos saludado si su colega y el mío no fueran también colegas. Una terraza al aire libre, eh, cómo va, unas cervezas, tocamos en un rato, qué casualidad. Me alegré de que no hubiéramos hecho nada en el cumpleaños de nuestro amigo común, porque Barcelona es pequeña, siempre hay alguien que conoce a alguien, y ése le invitó a que se sentara con nosotros. En Barcelona la casualidad pierde su nombre. Jota sacó una foto en las que aparecemos los dos saludando alegremente a la cámara de vigilancia de un banco. Y luego, en un bar, también sacó otra que no descubrí hasta un año después, en la que me beso con un rollo pasajero.

Creo que me enamoré de él la tercera vez, si es que estoy enamorada, que no lo sé. La verdad es que no lo creo. Coincidimos de nuevo en una fiesta, Jota tocaba y Erre tocaba con él. Cuarenta personas en la misma casa, exceso de alcohol, falta de camas. Los tres compartimos habitación con Pe, que roncaba.

También ahora hay alguien más. Uve se ha quedado frito.

-Entonces empezasteis a hacer aquellos ruiditos-, dice Erre.
Y Jota:
-Hemos hablado muchas veces de aquella noche.
Y yo:
-Pero si no pasó nada.
Jota otra vez:
-Di la verdad: ¿te supo mal que ella prefiriera dormir conmigo?
Erre contesta que él se lo había currado más. Le digo que me fui con Jota precisamente por eso, porque él me daba un poco de miedo, tan a saco. A fin de cuentas, a Jota ya lo conocía de antes. Y sí, nos besamos en silencio, y nos toqueteamos en silencio, y también me la metió en silencio. O, en fin, haciendo ruiditos.

jueves, 3 de diciembre de 2009

2012

Como soy la reina del mainstream, ayer fui a ver 2012. La película está muy bien, porque es un cóctel de los mejores momentos de Vulcano, Twister, Deep Impact, Terminator, Titanic, La tormenta perfecta, Independence Day, 007, y todas las chorradas catastrofistas que ponen en la tele los sábados por la tarde.

El tema es el de siempre: joven padre divorciado va a buscar a sus hijos para dar un paseo por el parque de Yellowstone, pero como es un puto inmaduro, la caga todo el rato. No importa, porque como también es americano, todo el mundo le perdona. Bueno, todo el mundo o lo que queda de él, claro. Y aunque el tío no ha hecho más que joder la marrana durante toda la película, al final, no sé por qué, lo tratan como si fuera un héroe, aunque, por culpa suya, casi se extingue la humanidad.

La película va sobre el fin del mundo, y los mayas lo tenían muy claro: el sol se va a cargar la Tierra. O sea, que la traducción lógica sería: calentamiento global, falta de agua, de alimentos, hambrunas, revueltas, enfermedad, fin. Pero eso a Roland Emmerich debió de parecerle poco espectacular. Además, Estados Unidos se resiste a firmar el Protocolo de Kioto, y el director es un patriota. Así que mejor ser políticamente correcto e inventarse una teoría muy rara sobre que los rayos de sol tienen unas partículas que calientan el centro de la tierra y entonces la astenosfera se funde como la cera y las placas de la litosfera se mueven a su aire, y el Polo Norte acaba en Wisconsin.

Por lo visto, los rayos esos deben de tener un efecto extraño en la gravedad, porque los edificios, las montañas, las rocas, etc, caen a cámara lenta, a diferencia de los coches y aviones que aparecen en la película, que mantienen su velocidad habitual y así pueden esquivar edificios, rocas, montañas, etc.

Además, se producen un montón de tsunamis que afectan a todas las costas, pero en cambio apenas sacuden un crucero que navega tan tranquilo en medio del océano. Porque, ya pueden hundirse Los Ángeles, romperse el Corcobado en mil pedazos o irse al infierno el Vaticano, que en el mundo siguen funcionando la electricidad, la luz y el teléfono sin problemas. Viva Endesa. Washington se llena de ceniza (ah, como en la Lista de Schindler) y el presidente del gobierno americano le jura a una niñita que va a encontrar a su padre. Pero qué va, primero se le cae un obelisco en toda la cabeza y recupera la consciencia sólo para ver cómo una ola gigante con porta-aviones incluido se carga la Casa Blanca.

El presidente es negro, lo que nos llevaría a pensar que es Obama. Pero es viejo, así que no puede ser él. Su hija comete un error de guión garrafal en mitad de la película, cuando dice que en el Instituto no ligaba nada porque los chicos temían a su padre. Pero a ver! Si la peli está ambientada en 2012, cuando esa tía iba al instituto su padre no era el presidente, el presidente era Bush. Qué quiere decir con que los chicos temían a su padre? Que es una bastarda?

Evidentemente, la chica se enamora de un negro que es el otro gran capullo de la historia. Se supone que el tipo es un geólogo experto y tal, pero no acierta ni una. Y en lugar de darle una patada en el culo, por inepto, van y le suben de rango, siguen haciéndole caso. Al final, y aunque se ha equivocado cada vez que ha abierto la boca, da con la hora, el minuto y el segundo exactos en el que una gran ola impactará con ellos. ¿Cómo se puede saber eso? No se puede, pero no importa, porque es una película.

En vistas de que todo se va a tomar por culo, los chinos (tenían que ser los chinos) construyen unas arcas inmensas que soportarán el cataclismo, tampoco tengo muy claro por qué; no será por la calidad de sus productos. Y claro, se supone que se ha llevado a cabo un estudio genético muy selectivo para decidir qué personas van a meterse en ese trasto a regenerar la humanidad. Ese proceso selectivo está en la cartera de cada uno: mil millones de dólares por plaza, si no recuerdo mal.

El presidente de los EEUU cede su plaza en un acto heroico (por eso muere aplastado dos veces, primero por el obelisco y luego por el tsunami con porta-aviones). Y otro primer ministro hace lo propio. Lo más increíble de toda la película es que... se trata del primer ministro italiano! O sea que, si siguen así las cosas, será Berlusconi! Anda ya.

Mensaje: pese a las medidas de seguridad, hasta el más pobre y el más capullo puede colarse en un arca construida por los chinos. Eso sí, antes tendrá que haber huido en roulotte de un volcán en erupción, haber salido de una falla ardiente con estas dos manitas, haberse subido a una avioneta en marcha, tendrá que haber saltado de un avión ruso aterrizando en el Himalaya, y no sé qué más cosas le pasan a John Cusack, pero madre mía. Si hasta pasa un tren volando por encima de su avioneta y eso juro que lo flipas.

Por cierto, qué grande el momento en el que el desplazamiento de la corteza terrestre ha acercado a los protagonistas a China justo cuando se habían incendiado los motores de su avión y el piloto comenta familiarmente: "ya llegamos". Claro, tú ves unas montañas y ya sabes dónde estás. El pobre piloto muere porque es ruso.

Los otros rusos también mueren, a excepción de dos niñatos gordos con tirabuzones que ya ves que van a convertirse en los tiranos de la Nueva Era.

La cuestión, que queda claro que las arcas ésas las han construido los chinos, porque tienen un sistema muy precario de funcionamiento: si las puertas no se cierran bien, no se encienden los motores. Nuestro antihéroe la caga por mil millonésima vez y casi se carga a la Humanidad entera por meterse donde no debía cual polizón jodemarranas, insisto. Las máquinas le arrancan una pierna a un cándido tibetano de buen corazón que le ha ayudado a colarse y matan al actual novio de su exmujer, rollo: oye, la selección natural de Hollywood dictamina sus propias reglas, y aquí está claro que sobras, chaval. Momentazo de la historia del cine. John Cusack a su ex: "¿Le quieres?". Respuesta: "Lo suficiente". Joder, siempre nos quedará París.

Bueno: los rusos han muerto, el novio de la ex del prota también, el mundo entero se ha ido al carajo, todo se ha inundado, y dentro del arca se monta un caos que flipas, porque van a chocar contra el Everest.

Mola, porque antes de embarcar en las naves ésas, aparecen unos helicópteros transportando jirafas y elefantes por encima de Shiwan o por ahí (homenaje a Doce Monos, supongo), y tú dices: ya que salvan algunos animales, ¿no podían llevarse vacas y cerdos, que por lo menos son comestibles? Y al final, resulta que el mundo se ha acabado, sí, pero no tanto, y lo único que queda de él es África; precisamente el único sitio donde ya hay jirafas y elefantes.

En fin, que los mediocres se salvarán, como siempre, y preservarán la especie. Acabo de darme cuenta de que no he avisado de que este post contiene spoiler.

Cuando salí del cine, fui a la fiesta del preestreno de Las dos vidas de Andrés Rabadán, tomé un par de cervezas mientras cargaba con una bolsa llena de libros de Periférica y fingí ser la chica culta e implicada que todos creen que soy.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Carta de mi amor sobre ruedas




(traducción del catalán)

He entrado en la web de Moki y he estado fisgoneando en las fotos de nubes de pájaros. Puede que sea un poco ñoño, pero he pensado que, como plan para una primera cita, no está mal. Después de ver volar a los pájaros en algún lugar de Dinamarca, ella y aquel tío al que acababa de conocer buscaron casas vacías en el campo y, en cuanto encontraron una, se quedaron a dormir. Sólo hablaron, durante toda la noche. Como en esa película catalana.

Cuando la conocí, hace un par de años, era una chica absolutamente pueril. Decía cosas como que a veces sentía que volaba y tal, mientras gesticulaba con los brazos fingiendo que saltaba, y le hubieras dado una buena hostia para que pusiera los pies en el suelo. Ahora se va a construir iglúes con su novio. Me parece maravilloso que existan personas así, y tengo curiosidad por verla dentro de unos años. No me malinterpretes: ni la envidio ni querría una vida de este estilo para mí -ya sabes que soy extremadamente feliz y siento mucho amor y no cambiaría prácticamente nada de lo que tengo-, pero me choca ver algo tan irreal en nuestro propio mundo. Y al mismo tiempo, todo es una farsa. Por eso he recordado, una vez más, por qué me gusta tanto mi trabajo.

Son casi las tres de la madrugada. Jörg ha vuelto a quedarse en mi piso hablando hasta ahora. Me ha contado que, mientras él y su hijo visitaban el museo del Barça (son muy futboleros), su mujer, que los esperaba en un bar, falsificó un autógrafo de Messi. Luego le dijo a su hijo que acababa de pasar el autobús del club y se lo había pedido. El niño se volvió loco de felicidad, y desde entonces tiene el autógrafo enmarcado en su habitación.

Jörg también me ha contado que su hijo tenía un oso de peluche que desapareció de repente. Le dijeron que se había ido a descubrir mundo. Era el oso preferido de Melvin (le pusieron el nombre por el grupo), y Jörg lo llevaba consigo cuando hacía un viaje, dormía con él para sentir que estaba cerca del niño. Años después, la madre de Melvin encontró un oso idéntico y lo compró. Lo dejaron en la puerta y tocaron el timbre. Melvin lo encontró allí mismo, en el descansillo, y fue muy feliz.

Cuando oigo historias así es cuando más ganas me entran de tener hijos, ya sé que son pijadas. Seguramente tus hermanos tienen razón y soy un poco osito. Bueno, que soy un ñoño. Afortunadamente, también soy algo cínico.

Hamburgo tiene algo especial. El clima y la vegetación crean un ambiente místico, por eso vive gente como Moki o Heiko Muller, un artista que también me gusta mucho y a quien he conocido esta noche. Ves las tiendas de ropa, y hacen esas cosas que tú no te pondrías nunca, que son como etéreas. Caminas por la calle y no hay nadie, y cruzas un parque a oscuras y no piensas que puedan atracarte, sino que saldrán fantasmas de algún rincón y entonces te pasará algo extraño.

Mañana iré con Victor a ver exposiciones y a dar una vuelta en barco y a pasear un poco: a hacer el guiri. Después, inauguramos. Lo cambiaría por ti.

Espero que lo hayas pasado bien esta noche.

Ja saps que t'estimo.

viernes, 27 de noviembre de 2009

La bella durmiente

Cayó a plomo junto a la entrada del metro. Los demás, unos completos desconocidos que se dirigían hacia alguna parte, nos miramos sin saber qué hacer. Un hombre con un feo jersey verde césped se agachó a su lado, mientras interrogué enarcando las cejas a una mujercita menuda con gafas que respondió: "ya llamo yo".

También yo me acuclillé junto a su cabeza, otra mujer le hacía las preguntas que aprendí que hay que hacer en un cursillo de primeros auxilios, me oyes? estás bien? cómo te llamas? La chica no reaccionaba. Tenía los ojos cerrados, alguien le levantó las piernas para ver si volvía en sí, la mujer que hacía preguntas dijo que era enfermera, le volvió la cara hacia la acera por si se ponía a vomitar, y yo le abrí la boca para asegurarme de que no se tragaría su propia lengua.

La mujercita que había llamado a urgencias dijo: "tendrá veintisiete o treinta años", y yo pensé pero qué dices tía, pero no dije nada. La mujercita que había llamado a urgencias le pasó el teléfono a la que había dicho que era enfermera, y ella repitió pues eso, que tendría unos veintitantos y que estaba inconsciente en medio de la calle.

La chica empezó a mover los ojos bajo los párpados. Muy rápidamente, como si soñara o no lograra despertarse. La que aseguraba ser enfermera volvió a hacerle las mismas preguntas. Se las hacía en catalán, pero yo estaba segura de que aquella chica era castellanoparlante, no sé por qué. Le miré las uñas, mal pintadas y largas, tenía un par de anillos de oro demasiado brillante. Me descubrí acariciándole el pelo, oxidado por culpa del tinte. Con la otra mano, agarraba su bolso de Tous con osos estampados y otra bolsa de cartón con el cartel de Mamma Mía.

La chica nos miró sin sorpresa, veinte personas a su alrededor comentando la situación, se había rodeado la cintura con ambos brazos y se retorcía de dolor. "Tendrá la regla", dedujo alguien. Se llamaba Patricia, aunque al principio nadie la oyó cuando lo dijo. Luego, todavía en un susurro, contó que había estado vomitando toda la mañana.

La ambulancia no llegaba.

Quien llegó fue un chaval hortera con gafas de sol y anillos gordos en sus dedos flacos, que dijo: "Qué ha pasado? Yo la conozco". Y luego: "Bueno, de hecho soy su novio".

No le creí, pero fui la única. El chico se arrodilló junto a la chica, que no cambió de expresión, mientras alguien se quejaba de la lentitud de la ambulancia. El agente de una administración de fincas, vestido con un traje gris, se acercó y preguntó si podía hacer algo. Un argentino llegó con un vaso de agua caliente y una pajita de color naranja para que la chica bebiera.

Ella volvió a perder la consciencia.

Pum.

La mujercita llamó a urgencias de nuevo, y también lo hizo la dependienta de una zapatería desde la tienda. Y luego un flipado dijo: "soy enfermero, qué ha pasado aquí?". Y la enfermera contestó que estaba todo bajo control.

Agachada junto a la cabeza de aquella desconocida, pensé que no pintaba nada en aquella escena, rodeada de desconocidos que observaban y esperaban a que alguien se hiciera cargo. Algo, no sé qué, hizo que me estremeciera. La mujercita repitió al teléfono: "veintisiete, veintiocho años", y el presunto novio de la chica se escandalizó: "pero de qué vas, pava, si tiene diecinueve".

Había vuelto a abrir los ojos, pero la barriga le dolía tanto que lo que dijeran de ella le daba igual. "Será el apéndice", aventuró el agente de la inmobiliaria pegado a su carpeta de cuero. Ella sacudió la cabeza, y reunió fuerzas para contestar con hilo de voz que ya le habían operado de eso.

La enfermera me arrancó el bolso de Tous de las manos, la bolsa de Mamma Mía, y se los dio a su presunto novio. A mí ese tío no me gustaba, pero quién soy yo.

La calle se había llenado de curiosos; habría cuarenta, cincuenta personas, entre chavales que salían del instituto, currantes que iban a comer, señoras que habían bajado a comprar pan.

Recordé la historia que le pasó a una amiga mía. Tenía un pretendiente, un pretendiente pesado. Se conocieron de adolescentes y el destino (según él), la perseverancia de un obseso (según ella), los reunió años más tarde. Él la llamaba para quedar, ella le decía que no. Tenía mucho trabajo. Es cierto, escribía los discursos de un político importante y solía dormir tres horas diarias. Era una workaholic total. Él no entendía que a menudo el trabajo es peor que el más celoso de los amantes; hasta que ella no lo rechazara por culpa de otro hombre, no se daría por vencido.

Ella le puso la excusa de otro hombre, él no se la tragó. Seguía llamando. Le enviaba e-mails a todas horas. Le enviaba poemas, flores, canciones. Le aseguraba que era la mujer de su vida y que él la haría feliz.

Un día ella aceptó una cita. Lo hizo por cansancio, por hartazgo, para ver si así conseguía quitárselo de encima. Quedamos, vamos al cine, que así no tenemos que hablar, y cuando salgamos, tendré una llamada perdida en el móvil, un asunto urgente, ha estado bien, pero ya ves que ando muy liada, me tengo que ir, ya nos veremos, adiós.

Aceptó porque el trabajo la consumía, aceptó porque no sería para tanto, aceptó con la intención de estar borde, aceptó porque a veces te cansas de decir que no y aceptó, pues, porque sí.

Estaba realmente muy cansada, tenía un dolor de cabeza insoportable y le entraron náuseas. Se derrumbó en el asiento del cine y, nunca sabrá si fue por el calor de la sala o por culpa de la oscuridad, inmersa en aquel abismo de desconexión total, creyó primero que se estaba quedando dormida. Y justo antes de darse cuenta de que se había meado encima, comprendió que se desvanecía.

Le diagnosticaron estrés. Despertó en una cama de hospital, y lo primero que vio al abrir los ojos fue a sus padres con aquel hombre al que tantas veces dijo que no; aquel hombre con el que aceptó ir al cine para que la dejara en paz, hostia ya. Aquel hombre la peinaba y le decía "cariño" y la besaba en los labios como si fueran novios formales. De hecho, mientras ella estaba inconsciente, había dicho a médicos y familiares que llevaban meses saliendo juntos. Que planeaban casarse. Nunca ha pasado tanto miedo como entonces.

Porque, si hay algo que acojona más que descubrir la obsesión que has provocado en alguien son las consecuencias que se derivan de esa obsesión: primero presión y luego mentiras. Y quién sabe, quizá también violencia derivada del acoso. Lo peor, según mi amiga, eran las dudas que generaba aquel miedo: ¿quién le aseguraba que aquel tarado no la había envenenado mientras tomaban un café rápido antes de meterse en el cine? ¿hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿o simplemente se estaría volviendo loca?

Ayer, mientras oía la sirena de la ambulancia por fin cruzando la Meridiana, recordé que mi amiga tuvo que cambiar de trabajo y de país oficialmente por culpa del estrés, en realidad porque temía a ese hombre o a sí misma. Habían pasado veinte minutos desde que aquella chica había caído a plomo en la acera, y ahí estaba ese hortera con gafas de sol, rebuscando en el fondo del bolso Tous su tarjeta sanitaria.

Quise convencerme de que estaba equivocada, de que, cuando ella despertara, lo haría segura y feliz junto a su príncipe.

Pero algo no encajaba.

Los gilipollas del 112 nos echaron de mala manera, "todo el mundo fuera, se acabó la función". Las dependientas volvieron a sus tiendas, y las marujas, al cotilleo mucho menos suculento de la televisión; los chavales compraron tigretones para comérselo después del porro, y el agente de la inmobiliaria se fue a enseñar un piso que total no venderá.

Todos volvimos a ese mundo inalterable en el que la gente hace cosas y no se desmaya, sin conocer el final del cuento de hadas o la película de terror, habrá sido un sueño o empezará la pesadilla. Entonces, con los auriculares en las orejas y una canción a medias en el iPhone, sentada en el vagón del metro, una pregunta seguramente tonta me pellizcó el estómago: ¿por qué, si aquel chico era su novio, no se ofreció a llamar a sus padres ni a nadie de la familia?

lunes, 26 de octubre de 2009

Él y sus circunstancias

El señor Bernat es un filósofo reputado, uno de esos que pueden pasarse horas hablando de rugby con Edgar Morin durante una cena de intelectuales en el restaurante de Caixa Forum sin que nadie se atreva a interrumpirles. Ahí estaban directores de museos, invitados selectos y otros eruditos sirviéndose otra copa de vino, alguien mira disimuladamente qué hora es, va a perder su vuelo a París, y ellos hablaban de temas casi desconocidos, "¿te has fijado en sus cuerpos?", "no pueden estar bien de la cabeza", y "no confundamos rugby con fútbol americano", "qué estilo!".

El señor Bernat vive en un piso antiguo, tiene cuarentamil euros escondidos en un cajón y guarda las llaves de casa bajo el felpudo de la entrada.

El señor Bernat me abre en bata, me dice, pasa, pasa y desaparece en su pasillo del Eixample, regresa con un teléfono nuevo, un viejo móvil mastodóntico, me pide que le enseñe cómo funciona.

También me pide que le busque.

El señor Bernat no sabe cómo funciona Internet y quiere que cada día recopile la información que aparece sobre él en la red. Hasta el último artículo, hasta el comentario más banal. Me ha contratado para que pase una hora diaria en su despacho de baldosas recargadas y paredes con cuadros enmarcados, cortinas pesadas en las ventanas. Una hora diaria rebuscando en las páginas web, estercolero de información inútil e infamias. En Internet todo empieza muy in, promete ser individual; individualista hasta la vanidad.

Leo su nombre en todos los idiomas. Los textos le convierten en un sabio venido a menos, en un pobre hombre maltratado por la saciedad. Es un ponente de lujo, una promesa arrugada, un viejo que ha perdido pelo y criterio, un enamorado que ha perdido el culo y la cabeza, un pensador que sólo piensa en el dinero, el más grande de los silogistas, el menos reconocido entre los grandes.

Imprimo su yo y todas sus circunstancias, un ciclo filosófico en Londres, una conferencia en Roma, un premio importante en la Haya, un paseo romántico con una mexicana veinticinco años menor que él en Florencia, un hijo de la edad de sus nietos, un divorcio sonado, los insultos en las columnas que publica su exmujer.

Y todos esos agradecimientos, tantos hombres relevantes, mujeres reconocidas que se acuerdan de él.

Imprimo los artículos, desde el más prolijo hasta el más nimio. Perdí el miedo a enseñarle cómo le veían los demás un día que se enfadó conmigo al descubrir que ocultaba aquellos textos que interpretaba que podían herirle. "Te contrato para que seas mi espejo", me dijo. Y le reflejo así como le describen, consciente de que Internet es la payasada de los espejos deformados: lo que permanece es la caricatura, sólo lo grotesco destaca en este vertedero de información que inmediatamente deja de serlo. Como en la televisión o aún peor.

Llevo dos años viniendo cada tarde a la casa del señor Bernat. No diría que le conozco, pero sé qué libros están a punto de hundir las estanterías bajo su peso, sé qué merienda y qué hace mientras tanto. Sé a qué huele su after shave y quién pintó los cuadros que adornan sus paredes. Sé quién le llama por teléfono y qué visitas recibe los viernes por la tarde. Sé con qué llena la nevera y de qué color son las fundas de su sofá, sé cómo sonríe, cómo brillan sus ojos y con qué. Sé lo torpe que puede llegar a ser y reconozco la belleza en su torpeza.

En los dos años que llevo recopilando información sobre él, no he leído nada acerca de sus libros, las llamadas que recibe, sus meriendas o el perfume de su after shave.

Él lee todo lo que se escribe cada día sobre él, atónito. No hace comentarios.

Y eso que internet permite hacerlos, y hay quien suelta unas chorradas que lo flipas. (evidentemente, no me refiero a quienes participáis en este blog, gracias por cierto).

Entiendo su estupefacción. De algún modo, buscando lo que se dice de él, el señor Bernat se busca a sí mismo. En nada de lo que encuentra se reconoce lo más mínimo.

Hace un rato, he encontrado su nombre en una nota de sucesos. Paseaba junto a un bloque de pisos cuando éste se ha derrumbado y se le ha caído encima, bum. Iba de la mano de su hijo, que también ha muerto. Los funerales se celebrarán mañana, se instalará una capilla ardiente en un salón del Palau de la Generalitat, etcétera.

Todavía estoy en su casa, encerrada en el mismo despacho de los últimos dos años, frente a sus libros y este ordenador. He recordado que guarda cuarentamil euros en un cajón. Nadie sabe que sus llaves están bajo el felpudo.

También he recordado que todo lo que se publica sobre él es mentira.

viernes, 9 de octubre de 2009

El horno eléctrico


Nick Cave & Pj Harvey - Henry Lee

naama|MySpace Videos



Escucho a PJ Harvey y leo La mujer en silencio, de Janet Malcolm. Doy un trago largo a mi cerveza, y cuando levanto la mirada, ahí está Sylvia Plath. Sale de la cocina y está cabreada. Tiene mi edad. Qué coño, es un año más joven que yo, pero con ese flequillo horrible parece mayor. Lleva una camisa de leñador que le llega por las rodillas y se deja caer a mi lado, en el sofá. Me ofrece un cigarrillo. Lo rechazo, últimamente toso mucho. Creo que tengo tuberculosis, la enfermedad de los poetas. Pero seamos sinceros, en realidad la mayoría de artistas morían de gripe común, no de tuberculosis. En fin, encima no vamos a darle aún más prestigio a la gripe A.

"Oye", dice, "tu horno es eléctrico".

Me encojo de hombros.

Nos quedamos un rato en silencio, hasta que señala el libro con un gesto de cabeza, alza las cejas: "¿Qué te parece? ¿Te crees una sola palabra de esa sarta de sandeces?", resopla. "Te pasas la vida escribiendo poesía, destripas tus propios sentimientos, intentas reventar con ellos y luego lo tergiversan todo, se quedan con las rabietas de mamá, los celos de tu cuñada, la cobardía de tu ex".

Le pregunto cómo era Ted Hughes, no sé, para ver si se le pasa el enfado. "Lo pone ahí, ¿no?", contesta secamente. Expulsa el humo con parsimonia. Y me recuerda, no sé por qué, a esas mujeres americanas que salen en las películas ambientadas en los cincuenta que llevan diadema y viven en casitas blancas con porche, plantas y una mecedora. Suena la voz rota de To Bring You My Love.

Me sorprendo preguntándome cómo llamarla. ¿Sylvia? ¿Así, a secas? Es un poco fuerte. A ella le parece normal estar sentada a mi lado, en el sofá sin decir nada, mientras miramos nuestro reflejo en la ventana, bajo la lámpara de pie también recortada en el cristal. Oscurece y el cielo se tiñe de añil.

Le pregunto por Herta Müller; yo qué sé, para iniciar una conversación o algo, esta visita me ha pillado desprevenida. Hasta ayer, no tenía ni puta idea de quién es la Müller esta, tal vez ella tenga una opinión formada. Se vuelve hacia mí con cara de "qué coño me estás contando". Luego suspira profundamente. Espero que no haya venido a darme lecciones de nada, no estoy para rollos morales; ya sé que la gente no lee, que nadie escribe lo que debería, que el mundo está lleno de mierda, que los intereses, la economía y la política. Pero ella no se mató por lo que había afuera, sino por lo que llevaba dentro.

Su hijo también se suicidó. Se colgó en Alaska hace unos meses. Pobre desgraciado. Un día te levantas y tu madre te ha dejado el desayuno preparado junto a la cama, ha precintado la puerta de la habitación para que no se cuele el gas y te despierte... o no te despiertes nunca más. Cuarenta y seis años después, te anudas una soga al cuello. Me temo que éste tampoco es un buen tema de conversación.

Sylvia Plath, Anne Sexton, Virginia Woolf. Quizá para ser una escritora reconocida tienes que dejar un bonito cadáver, tienes que ser un poco Kurt Cobain.

Me siento insistente y fea como Courtney Love.

También me siento un poco estúpida: Sylvia Plath está en mi casa y no sé qué puedo ofrecerle. ¿Tal vez una cerveza? Responde: no, gracias. Y me dedica una sonrisa espléndida.

De repente, es como si estuviera con mi mejor amiga. Me vienen ganas de preguntarle qué tal con el chico éste, que si folla bien y tal, que si cree que van a durar juntos. Ojalá me respondiera que el tío le ha regalado un cepillo de dientes para que pueda quedarse a dormir en su casa siempre que quiera. Entonces chillaríamos las dos, hostia, qué heavy, ¿y qué cara has puesto?

Pienso inconscientemente, rápidamente, que la fuerte ha sido ella, Sylvia. De algún modo, hizo que Ted Hughes destruyera el diario en el que contaba su historia juntos. Él la dejó por Assia Wevill, que nunca tuvo claro si prefería ser musa o vate. Cualquiera de las opciones se lo ponía difícil: como poeta, su rival era imbatible; como musa tampoco tenía nada que hacer. Imitó a Plath hasta el final: metió la cabeza en el horno. A diferencia de ella, después de muerta desapareció casi del todo. Y sin ella, probablemente no existiría.

Sylvia es una cabrona. Hay quien sostiene que Anne Sexton se quitó la vida porque Plath se le había adelantado. "Esa muerte era mía", dicen que dijo. Ambas fueron alumnas de Robert Lowell, pero no sé si eso tendrá algo que ver.

Plath se cargó indirectamente los diarios que la relacionaban con Hughes, acabó con sus rivales. Años después, se llevó consigo a su ex, y su hijo siguió sus pasos. La relación entre los factores de esta enumeración es tan débil como arrebatadora e inevitable resulta la muerte: acabamos todos en el mismo agujero. De todos modos, pensar que ella provocó esta masacre queda romántico. Muy gótico.

"Sírveme un Martini, ¿quieres?", suelta, y su retintín imperativo me recuerda a mi abuela. "Sólo tengo whisky", respondo por joder. "Pues un whisky con hielo", resuelve. Tengo la impresión de que su cigarro no se consume nunca.

PJ Harvey y Nick Cave cantan Henry Lee. Estoy en la cocina, y mientras doblo la cubitera para que los cubitos salten dentro de un vaso ancho, me pregunto a qué habrá venido. Uno de los cubitos cae al suelo. Lo recojo con el pulgar y el índice, y dejo que se deshaga en el fregadero.

Por fin sé que todo irá bien. Nos pasaremos la noche contándonos cosas que podrían ser poéticas, plathéticas, si así lo queremos; cotidianas, si así nos lo piden el alcohol y el cuerpo. Hablaremos, reiremos y escucharemos música hasta quedarnos dormidas. Nos sentiremos vivas.

Suena Good Fortune.

Me alegro de tener un horno eléctrico.

lunes, 5 de octubre de 2009

Noches en Blanca

Estoy en la habitación de un hotel que no tiene mesas. Escribo con el ordenador sobre mis rodillas, que se calienta. Unos niños juegan en el jardín, oigo sus comentarios, los pájaros, el susurro sordo del aire acondicionado y el movimiento de alguien en otra habitación que se parecerá sospechosamente a ésta. Los mismos cuadros en tonos pastel colgados en las paredes, el mismo mueble junto al armario y el mismo toldo que resulta acogedor no sé por qué.

Tengo ganas de llorar. Hace un rato, tumbada en la cama, he pensado que podría imaginarme que follaba con un desconocido de este pueblo minúsculo de Murcia. Que salía a la calle, le decía: “Tú, eh, ven!”. La idea no me ha excitado. Son unos neandertales. Lo digo en serio. Además tienen grandes discapacidades. En dos días he visto tres chicos en silla de ruedas, cuatro personas con síndrome de Down y la camarera del bar de moda está completamente sorda.

Al principio no sabíamo qué le pasaba. Creíamos que el problema lo teníamos nosotros, porque era imposible entenderse con ella. Como en los bares de moda la música suele estar muy alta y no te queda otra que comunicarte con gestos... pues eso, que el de barman es el trabajo ideal para un sordo. O lo que sería más políticamente correcto: un disminuido auditivo. La cuestión, que aquí están todos tarados. Algunas personas tienen fantasías sexuales con tarados.

También podía imaginar que follaba con alguno de los invitados, pero con cuál.

Estoy resfriada desde el domingo. Cada vez que estornudo o toso, la gente se vuelve y me mira como si estuviera apestada. Nadie quiere estrecharme la mano.

En lugar de montarme una peli porno intelectual, me he levantado y he metido la ropa en la mochila. Las camisetas que he traído para tres días, los pantalones, la ropa interior. Sé dónde guarda el dinero la editora con la que comparto habitación. Hace años que somos amigas. Antes era mi amiga La Loca, pero ahora ya no lo está tanto, no puedo seguir llamándola así.

Esta mañana ha comentado que no quería llevar tanto dinero encima y me he fijado en dónde lo dejaba. He cogido su dinero y me he dicho: no le importará. Ahora ella estará nadando en la piscina de una casa rural entre los limoneros, y luego tiene que presentar un libro. Yo tengo que participar en una mesa redonda. Pero qué más da.

He contado el dinero: 150 euros. Más 75 que tengo yo, 225. He doblado los billetes y me los he metido en el bolsillo del pantalón. Ya está. Ella se divierte con otros editores en la piscina, lleva puestos los calzoncillos de un chico que se los ha prestado. El chico es amigo de otro editor que no ha podido venir y que ha cortado con su novia. Mi amiga La Loca acaba de enterarse y salta al agua dando un grito de felicidad.

Se lió con otro hombre hace dos días. Está enamorada y eso. Pero aquel editor que no ha podido venir y que ha cortado con su novia le gusta mucho. Llevan años tonteando. Por eso salta a la piscina. El agua está helada entre las montañas y los limoneros. Ella chilla.

Aquí todo parece barato, con esto tengo suficiente para desaparecer. Doscientos veinticinco euros. No sé, salgo a la carretera, camino hasta algún sitio, pregunto dónde queda la estación o hago autoestop. Me largo.

Ayer, en este mismo pueblo en el que no lee ni dios porque a ver si te crees tú que dios pasará por este pueblo, durante otra presentación, hablé del morbo. O mejor: de la falta de él, en el caso barcelonés. Esa ciudad quiere mantenerse tan perfecta que oculta sus muertos bajo la alfombra.

Me he colgado la mochila a la espalda y sólo esperaba no toparme con nadie a la salida. De este hotel se sale por el comedor.

Cuando acabamos la presentación, una mujer vino a hablar conmigo. Dijo que tenía razón. Que ella había vivido seis años en Lleida y que lo que yo decía era cierto. Que Cataluña no es morbosa. Que en Valencia, en cambio, se diría que están orgullosos de las mujeres que aparecen muertas y mutiladas en las cunetas.

Ayer me cabreé con mi amor sobre ruedas. Hace dos días, creí haber encontrado el piso de nuestra vida. Él también lo creyó así. Pero es un caprichoso, siempre piensa que merece un poco más, que puede negociar hasta conseguir la perfección. Puso condiciones.

El administrador le dio el piso a otro más conformista y sin tantas puñetas.

Sé que son las casas las que te eligen y me consta que ésa se enamoró de mí. Mi amor sobre ruedas no le gustó tanto. Nadie quiere que le saquen a relucir los defectos.

Adiós piso perfecto.

Quiero sentirme en la puta calle.

El propietario de este hotel es un encanto. Por las mañanas, prepara zumo para desayunar, nos tuesta pan. A veces se distrae con algún rumano que le pide diez euros, y cuando se los da, el rumano le pide diez euros más, y entonces al propietario del hotel (que es vasco) se le quema el pan que estaba tostando. El comedor huele a quemado y dice “otra vez!”, porque siempre olvida que está tostando pan. Acaba de verme en el comedor con la mochila a la espalda, y sé que no hubiera preguntado nada.

Podría haberme dirigido a la carretera, en busca de la estación. Podría haber buscado la piscina entre los limoneros. Podría haberme ido tranquilamente a la cuneta o a la mierda.

Me hubieran buscado esperando no encontrar mi cuerpo. Cuerpo es el eufemismo de eso en lo que nos convertimos cuando estamos muertos en un lugar inapropiado.

Me asusta ponerme triste.

Ya casi en la puerta del hotel, como digo, me he topado con el propietario, la ropa en la mochila, el dinero en el bolsillo, el futuro en cualquier parte. ¿Cuánto tiempo compras con 225 euros? Sé que no hubiera dicho nada. Buenas tardes, buenas tardes, hasta luego, adiós. Sólo dentro de un par de horas, cuando alguien me hubiera reclamado en la mesa redonda, él habría dicho: sí, vi que se iba sobre las cinco, pero pensé que querría darse un chapuzón en el río.

Río suena a Marta del Castillo. Y vertedero. Y descampado.

He sentido la necesidad de poner una excusa al propietario del hotel. Del mismo modo, no sé por qué, me siento culpable por haber perdido el que yo creí que sería un piso perfecto.

No puedo volver al piso que alquilo sabiendo que ese ático existe, joder. Y esa puta terraza.

Sé que parece estúpido. Probablemente lo sea. Lo que para ti son tonterías se convierten en abismos ante una premonstruosa.

La mochila, el odio, el morbo, el dinero. Y esa puta tristeza. Se supone que tendría que quedarme por amor. O si no, por responsabilidad. Tengo que participar en una mesa redonda.

También tengo que largarme de aquí. Y de todas partes. Empiezo a pensar en un nombre nuevo. ¿Cómo puedo llamarme? ¿Laura? No me gustan las Lauras. Marta es seco, casi todas mis amigas se llaman Ana y sucedáneos. Los nombres de mujer son feos. Por eso no quiero tener hijas. A mis hijas las llamaría Pablo, Juan o Roberto.

Si me largo, necesito un nombre.

Me he cruzado con el propietario amable del hotel cuando estaba a punto de salir, y aunque sabía que no tenía por qué decirle nada, le he preguntado: “¿Sabe dónde puedo encontrar un cibercafé? Tendría que conectarme un momento”. Era una buena excusa para irme sin levantar sospechas.

Mujer más o menos rubia y más o menos delgada y de estatura media. Se busca. Tres días desaparecida. Seis días desaparecida. Un año desaparecida.

El hombre amable ha contestado que hay internet en el hotel, pero que el WiFi no siempre funciona, que un momento, por favor, que ahora me daba un cable y así podría conectarme.

Ahora estoy sentada en la cama de la habitación sospechosamente idéntica a la de al lado, un cable une mi portátil con la pared -desgastado cordón umbilical con el mundo-, he devuelto al escondite de mi amiga el dinero que he cogido.

Esta noche iremos al concierto de un cantautor con el que descubrí que soy la peor groupie del mundo. Y hablaré de tantas cosas con mis nuevos amigos y nos reiremos tanto. Y el cantautor acabará dando un concierto junto al río rodeado de los cuatro roqueros de este pueblo, todos borrachos perdidos, rascando las guitarras, hasta que la policía les diga “disculpen, señores” a las seis de la madrugada. Mientras mi amiga La Loca que ya no lo está y yo dormimos a pierna suelta sin acordarnos de la resaca de mañana.

Acaba de llegar ahora mismo, el pelo empapado y una sonrisa triunfal. Le brillan los ojos y me comenta que hacía tiempo que no se lo pasaba tan bien como en la piscina. Que qué hago aquí metida. Que tendría que haber ido.

lunes, 28 de septiembre de 2009

During that time (Colombo II)



Traducción del catalán.


Colombo, 31 de julio de 2009
(mientras espero una Lion Beer y mi amor sobre ruedas está en el centro Pettah comprando una tarjeta SIM)

La selva se divisa a través de los cristales del aeropuerto, empañados por la humedad y el calor. Cambiamos dólares por rupias o petrodólares, palabra aceptada por la Real Academia de la Lengua aunque parezca mentira, y un señor con traje y zapatos lustrosos nos convence para que vayamos en uno de sus taxis. Las guías lo desaconsejan, pero nos da igual. Se llama Maxi porque cree ser lo más. Damos unas monedas al tío que carga las maletas y, por la cara que pone, le hemos dado poco.

El taxi arranca y nos adentramos en una mezcla casi absurda de Tailandia y el Caribe. No he estado ni en Tailandia ni en el Caribe, pero mi amor sobre ruedas sí, y me lo comenta. Lo de "mezcla absurda" es de mi cosecha, tal vez la mezcla no sea tan absurda. Son las cinco de la mañana y los niños ya juegan en los parques con el uniforme impoluto del colegio, las niñas van vestidas de blanco inmaculado y la gente camina por el arcén de la carretera como si fuera una calle principal.

Veo palmeras, perros, casas que se doblan bajo el peso de grandes anuncios de colores, veo figuras de santos enormes en vitrinas, figuras de Buda, veo basura, cuervos, motos, bicicletas, autobuses y tuk-tuks. Las señales de tráfico son decorativas.

El lugar de frenar, se pitan los unos a los otros, perpetúan una competición que consiste en ver quién es capaz de llegar más lejos sin detenerse, colarse es una afición. Nuestro conductor debe considerar muy divertido escurrirse entre los autobuses que no le hacen caso y pretenden cortarle el paso sin conseguirlo. Es falso que en Sri Lanka conduzcan por la izquierda; también lo hacen por la derecha y contra dirección.

Resulta curioso, pero no tengo miedo. Tampoco me asustan las cabinas con militares que cargan gastadas kalashnikovs. Uno de ellos nos para con un gesto desde lejos y nos pide el pasaporte, pero sólo porque no ha visto antes un pasaporte español. Lee correctamente: "Es-pa-ña".

La eñe suena a eñe.

Intento matar un mosquito que se ha metido en el coche. El taxista me da un trozo de papel higiénico. El mosquito no opone resistencia.

Recuerdo que esta gente es budista, y cree en la reencarnación. A lo mejor acabo de cargarme a la abuela del taxista.

El aire acondicionado estaba muy alto.

El hotel Galle Face se yergue con la elegancia y la moderación de los edificios coloniales, tiene ese algo de country club inglés. Hace ilusión ver una construcción ordenada (como mínimo descriptible) en medio de todo este caos. Un descanso para la vista y para los sentidos después de la saturación de emociones, acrecentada por un viaje de nosécuántashoras sin dormir, y un jet lag o sucedáneos.

Tras el hotel se levantan unos edificios terribles convenientemente borrados con Photoshop en su página web.

Ahora mi amor sobre ruedas dibuja a mi lado. Tenemos el Índico delante, gente que come a nuestras espaldas. Estamos sentados en el porche, sostenido por columnas y una balaustrada que aquí (y sólo aquí) queda bien. Hay palmeras y banderas y anoche se celebró una boda en esta misma terraza. Vimos la sesión fotográfica desde la tabla de ajedrez que se extiende en el centro del jardín. Mientras tanto, el sol se ponía en el mar.




Esto está lleno de cuervos. Me pregunto si Hitchcock pasó unos días en Sri Lanka.

El barrio de Pettah está petao. Por eso se llama Pettah. A mi amor sobre ruedas le encanta, a mí me estresa. Me pongo histérica cada vez que tenemos que cruzar una calle.

Fuimos a comprar billetes de tren para ir Kandy. Fuimos en tuk-tuk, y el humo de los camiones se nos metía en las narices.

Imposible comprar billetes en plena Perahera. La Perahera es una procesión para celebrar la luna llena. Milagrosamente, si le pedías al tipo del centro de turismo que te consiguiera una plaza en primera, conseguía que viajaras en ese tren. Siempre y cuando te alojaras en el hotel que él te recomendaba.

Ya habíamos reservado la guest house.

El barrio de Pettah no puede ser surrealista porque no tiene nada que ver con la realidad. En las calles se acumulan coches, motos, cajas, tuk-tuks, más cajas, gente que lleva cajas, gente que no lleva nada, gente que lleva dos sacos enormes sobre la cabeza, algunas mujeres, muchos hombres, ni un niño, fruta, comida caliente, comida maloliente, ropa, un negro hinchado sin camiseta, una vieja que pide limosna sentada en una silla de ruedas, perros famélicos o no tanto, gente en el suelo, carritos repletos de cajas, más cajas y dos turistas: mi amor sobre ruedas y yo.

No podemos ir por la acera porque no hay acera. Las furgonetas aparcadas se las comen. Entramos en una tienda oscura en la que venden cuadernos. Son preciosos, pero tienen rayas y no nos gusta dibujar ni escribir sobre líneas, como si te dictaran.

Tenemos la impresión de que no cabemos. Curiosamente, éste es el barrio donde menos nos molestan. No nos preguntan todo el rato si necesitamos un taxi, si necesitamos un hotel o si necesitamos algo.

Yo les contestaría: "¿Y tú?".






Pasamos por delante de un edificio extraño de arquitectura extraña en el que la gente se tumba a la sombra, evidentemente descalza.

Hace calor, quiero una cerveza, no venden cerveza en ningún sitio.

Mi amor sobre ruedas compra un coco de color naranja. Cuesta 15 rupias, ignoramos si es mucho o es poco para un coco. Parece poco. Mi amor sobre ruedas intenta comprar unas sandalias por 200 rupias. El vendedor del tenderete le dice que está como una cabra, que valen 2.900.

Creemos que nos seguirá cuando nos vayamos. El vendedor pasa de nosotros.

Para cruzar las calles que llevan al barrio de Fort tienes que estar tarado o ir muy tranquilo. De momento, no nos han atropellado. Creerán que, si matan a un turista, se reencarnarán en mosca. No, en mosquito con malaria, para picar a los turistas. No, en cuervo. Yo qué sé.

El barrio de Fort está lleno de accesos cerrados. Un militar o una militar te impiden pasar. Hay un montón de mujeres militares, pero ellas no llevan kalashnikov.

Tomamos una cerveza en el Hilton (mirar 30 de julio). Observamos cómo una garza se zampa un pez negro y enorme que buceaba en el estanque. La forma del pez se recorta en el cuello largo de la garza mientras se lo traga. Unos cuantos árabes con turbante toman té.

Luego vamos hacia el malecón. Tenemos que pasar por el World Trade Center. Tras una cortina, una srilankesa me toca las tetas por seguridad.

Intento sacar fotos de un edificio. Oigo que alguien me silba. Son unos militares que, desde la distancia, sacuden la cabeza para decirme que no.

Hemos ido a la estación por segunda vez esta mañana y no, definitivamente no queda un puto billete a Kandy. Dentro de unas horas descubriré que, como mínimo, hay que reservar plaza en primera con dos días de antelación. En plena Perahera, misión imposible. Por eso el vendedor de la taquilla se reía tanto, el muy cabrón.

He aprendido a decir bohoma istuti, que significa "muchas gracias".

Regresamos por el paseo marítimo, olas de tres metros, parejas agarradas de la mano, militares haciendo instrucción, un grupo de postadolescentes bromeando y enviando mensajes de móvil. Y ya, delante del hotel, cuando acordamos que Colombo es un lugar realmente feo, unos niños en uniforme hacen volar cometas de alquiler.



jueves, 24 de septiembre de 2009

Fotos encontradas en la calle


Todo empezó en una calle de Barcelona, un día cualquiera de 2001.




Descubrí que en París abundan las fotos sin dueño.




Amélie no tiene mérito. Empecé a coleccionar fotos antes de ver la película.



Regresé a Barcelona, y continué encontrando rostros a punto de ser pisados.



Personas anónimas llenan mis cuadernos.


La última, el miércoles pasado, en un banco de la estación de metro de Fabra i Puig.

A veces me pregunto cómo serán sus vidas.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Es Pelut

Le llamábamos "Es Pelut" porque llevaba el pelo largo y rizado, tenía una nariz poderosa. Pero antes incluso de que lo bautizáramos, lo veía pasar por delante de la casa de mis padres; caminaba pausadamente y como caminaría alguien sin preocupaciones, pantalones hippiosos de colores y aquella mochila de tela semivacía colgada a la espalda. Caminaba como a quien le importa un pito adónde va, cuándo llegará, si llegará, y qué más da.

Mi amiga la doctora se enamoró de él. Le gustaba su estilo. Le gustaba la aparente felicidad con la que se dirigía hasta la Riera, donde hay ratas y eucaliptos, y luego, no sé, podías verlo junto a los Institutos, una expresión neutra en la cara que tal vez fuera fruto de, pues eso, una alegría nihilista o quizá de un pasotismo hedonista. Mi amiga la doctora solía fijarse en tipos como él, tipos libres. Ahora mi amiga la doctora es lesbiana.

Quien le puso el nombre, sin embargo, fue otra amiga mía, la abogada. Mi amiga la abogada se lió con un amigo suyo que no tenía nada de libre, ni de hippy ni de tranquilo. Y un día, así sin más, aquel chico que veía pasar por delante de la casa de mis padres pasó a llamarse "Es Pelut". Él no lo sabía, no nos dirigíamos ni la palabra ni la mirada. Yo lo veía caminando hacia ninguna parte y pensaba: "Mira, Es Pelut". Luego le comentaba a mi amiga la doctora: "Avui he vist en Es Pelut".

Creo que nos conocimos en un callejón. Estaba sentada en el suelo frente a la puerta de un bar, en aquella época podías tomarte las pomadas en la calle sin que viniera la policía ni los camiones de la BCNeta que te sacan a manguerazos, entre otras razones porque en Mallorca no hay camiones de la BCNeta. La cuestión es que conocía al amigo des Pelut porque se había liado con mi amiga la abogada. Y bueno, el amigo des Pelut se sentó a mi lado, y Es Pelut se sentó con nosotros, y enseguida nos pusimos a hablar de no recuerdo qué.

Sí recuerdo que Es Pelut llevaba una petaca con coñac, o un licor de esos bastante abominables.
También recuerdo que nos llevamos bien.
Recuerdo que tanto él como su amigo elogiaron mi constitución ósea.

Pasamos la noche de fiesta juntos los tres. Fuimos a un bar de lesbianas y acabamos en un clandestino, borrachos como cubas, seguramente yo fumé algún porro pero no lo sé.

Y ahora iba a escribir que, sin apenas darme cuenta, me descubrí liándome con Es Pelut. Pero me ha venido a la cabeza un instante: estamos en el oscuro bar de las lesbianas, una luz azul eléctrica cae sobre la barra, el amigo des Pelut ha ido un momento al baño y no queremos que vuelva. Ignoro si nos habíamos cogido de la mano disimuladamente o ya nos estábamos besando.

¿Huimos? ¿Cómo saberlo? Nos recuerdo escondidos en los portales, entre los coches aparcados, también junto al muro de aquella residencia de ancianos. Él tenía una de esas novias de toda la vida. Según él, nunca antes le había sido infiel.

Y luego yo regresé a Barcelona, le envié un cuento, él me contestó con otro cuento, y así estuvimos una temporada contándonos historias de cafés aburridos, pelotas amarillo locura, manifestaciones universitarias contra Aznar, en realidad sin contarnos nada.

Mis letras, en aquellos folios reciclados, parecían arañas.

Una noche, en el bar de siempre, durante una visita sorpresa a Palma, noté que algo me golpeaba en la espalda. Una bola de papel. Al cabo de un rato, otra pelota cayó sobre la mesa en la que apoyaba la cerveza. En aquellas hojas estaba escrita la respuesta a un cuento que había enviado a Es Pelut. Era un cuento sobre conejos suicidas que manchan de sangre y sesos el piso de la vecina.

Me volví, y allí estaban Es Pelut y su amigo inseparable.

De nuevo salimos de juerga los tres.

El amigo des Pelut estaba celoso. Empezó a enviarme cuentos él también. Sus cuentos no eran tan buenos, eran cursis, grandilocuentes, y estaban escritos para seducirme.

Una tarde, llamaron a la puerta de casa, en Barcelona. Típico piso de estudiantes. Era el amigo des Pelut. Dijo que no tenía dónde pasar la noche. Mentía, pero dije pasa, porque en los pisos de estudiantes siempre sueles decir pasa. Quiso enrollarse conmigo, y aunque entonces yo casi nunca solía negarme porque daba más palo decir que no a decir "bueno, vale, pero luego lárgate", me negué.

Dio lo mismo, porque el muy cabrón volvió a Palma diciendo que nos habíamos acostado juntos. Y aunque mi amiga ya no estaba liada con él y me aseguró que le daba igual, sé que en el fondo le jodió un poco. Ese poco es mucho más de lo que jodí yo aquella noche.

Han pasado doce años desde entonces. Los cuentos desaparecieron del buzón. Acabé la carrera, trabajé todos los veranos, me fui a París, regresé, salí cuatro años con un cantante, la relación duró tanto porque era a distancia y distante; cambié de piso una, dos, tres, cuatro veces. Salí con un barman, un actor de culebrones, un escritor, dos o tres periodistas, un columnista, otro cantante, me lié con uno que iba de artista, otro que iba de profundo, un mago, un jefe, un fotógrafo, un crítico literario, otro escritor, un profesor de filosofía, un pianista, otro barman, un dependiente buenorro, un sociólogo que trabajaba en Correos, otro escritor y otro y otro, y otro periodista y otro, con un gay y su ex (en momentos diferentes), un actor de teatro, un estudiante de medicina, uno que no sé a qué se dedicaba, otro que no sabía a qué dedicarse, supongo que algún editor, un empleado de la cadena de montaje de Rubí y un capullo.

Me he encontrado al amigo des Pelut unas cuantas veces. La noche antes de que fuera padre, por ejemplo, y él llevaba un pedo de escándalo. Y luego, también, cuando se divorció. Y una tarde en la Fnac del Triangle. Y bueno, aquí y allá. La última vez, este mismo verano en Ses Voltes, en un concierto de Manel.

A Es Pelut, en cambio, no he vuelto a verle.

Sin haberle olvidado, no había vuelto a acordarme de él.

Anteayer tenía un mensaje suyo en la bandeja de entrada del Facebook. Decía que había leído mi libro, que las cartas, que el talento, que los veranos con las rodillas peladas y el pan con nocilla, el pino y la luz blanca. Luego añadía: "De repente he caído en la cuenta de que tal vez no tengas ni idea de quién soy".

Le contesté que sí, que la noche en el bar, las bolas de papel, el cuento de los conejos suicidas, y aquella tarde que fuimos paseando hasta una casa antigua que él dijo que había sido de su familia. Las raíces de los árboles levantaban las baldosas del patio, y en las grietas se acumulaba la pinaza. Alrededor crecía la ciudad como un cáncer implacable. Pero aquella casa continuaba allí, tras la gasolinera, testigo acojonado de un pasado que fue tranquilo como tranquilo era el paso des Pelut por delante de la puerta de mis padres.

Le contesté que también recordaba que me había contado algo de un primo esquizofrénico que no quiso medicarse y desapareció.

Le contesté que esperaba encontrármelo cualquier día frente a la casa de mis padres, como antes, de camino a la Riera; o en un bar de esos que ya no existen, en uno de los que no existían hace doce años. Le contesté que esperaba toparme con él en cualquier esquina, cualquier calle, o junto al mar en el Molinar, antes que reencontrarlo en Facebook. Le pregunté si aún lleva la petaca.

Respondió que no. Respondió que aún guarda mis cuentos y una foto carné en la que salgo rapada al cero.

Respondió que el azar nunca ha estado de nuestra parte. Y me contó que aquella segunda noche, los tres en el clandestino, él y su amigo dejaron que me fuera sola. Luego él se arrepintió y salió corriendo para ver si me encontraba.

Llegó a la casa de mis padres justo en el preciso momento en el que yo cerraba la puerta a mis espaldas.

lunes, 14 de septiembre de 2009

La clase

Vengo de buscar a mi sobrina al colegio. Hoy era su primer día. En realidad no es mi sobrina de verdad, es la hija de una prima mía que no podía ir a buscarla porque tiene depresión, o agorafobia, o alguna enfermedad que no la deja salir de casa. Mi prima se divorció cuando aún estaba embarazada, y a veces me paso por su apartamento para llevarle la compra, bajar las basuras, regarle las plantas o llevar la niña al colegio.

Lo de las plantas no entiendo por qué tengo que hacerlo yo, mi prima no necesita salir a la calle para regar las plantas, pero prefiero no protestar. Lleno la regadera con agua del grifo y empapo la tierra de dos geranios, algo así como un cactus, y dos ficus. Uno de los ficus está un poco pocho, pero a mi prima no le importa y a mí tampoco, la verdad.

Mi sobrina que no lo es del todo lloraba. Me ha parecido normal. Era su primer día de colegio. Iba despeinada, con el babi mal abrochado y la maleta de Hello Kitty vacía; se había comido el bocadillo que le he preparado esta mañana para el recreo. Le he preguntado qué le pasaba, si sus compañeros de clase son unos hijosdelagranputa que merecen una tunda, una zurra, un parte o unos azotes.

Lo bueno de no ser madre es que no hace falta ser políticamente correcta. Si esos cabrones le hacen bulling a mi sobrina se van a enterar.

Mi sobrina que no lo es del todo ha dicho que no se trata de eso. "No, no es eso", hipaba mientras se limpiaba los mocos con la manga del babi. Y eso es lo malo de mi sobrina, que nunca cuenta nada. O sea, dice: te equivocas, no se trata de eso. Pero no te dice de qué se trata en realidad. Con lo cual, tienes que preguntar y preguntar un montón de cosas antes de sacarle cuál es el problema.

Le he preguntado si es que el bocadillo estaba malo, si es que todo el mundo comía tigretones y pan con nocilla y su bocadillo de queso le ha parecido soso. Bueno, ha dicho, la verdad es que podías habértelo currado más. Pero en fin, el bocadillo no es la fuente de sus desgracias.

¿Entonces? Le he preguntado si es que se ha caído de los columpios, si es que el chico más feo de la clase le ha pedido para salir, si la pija tonta se ha reído de sus Victoria. Y ella ha reconocido que ya podíamos comprarle unos zapatos buenos de marca, que esos de tela son una mierda, y encima hoy ha llovido y se le han mojado los pies. Le he contestado que no puede decir mierda.

Íbamos caminando por Gràcia, ella no quería darme la mano porque ya es mayor "y pareceríamos lesbianas". Hacía un buen rato que ya no lloraba, pero continuaba con la barbilla pegada al pecho, mirándose los zapatos empapados, y arrastrando su mochila de Hello Kitty, sin contarme qué le había pasado.

La profesora es una pedorra. No. Eres alérgica a la tiza. No. La decoración del aula te ha puesto enferma. No. Se ha muerto el hámster. Vuestro delegado de clase se llama Gripe A. Tampoco. Os han puesto un montón de deberes.

De repente, mi sobrina que no lo es del todo se ha vuelto hacia mí muy lentamente, como en una película de terror, y me ha mirado con los ojos entrecerrados, frunciendo el ceño. "Oye", me ha dicho, "¿sabes que eres un poco plasta?". Me ha dado un miedo que te cagas.

Hace poco fui a ver al cine la historia de una tía que adopta a una niña a la que sus padres han estado a punto de achicharrar en el horno, y bueno, la niña es un encanto y tal, pero resulta que todo el mundo muere a su alrededor, y claro, la protagonista se acojona, porque desde que adopta a la niña, se queda sin novio, se queda sin amigos, se queda sin casa. Un desastre. Resulta que la niña viene a ser como la del Exorcista pero sin glamour (no vomita de color verde ni nada, tampoco le da vueltas la cabeza, es un poco fraude). La cuestión, que cuando mi sobrina me ha contestado así, que soy un poco plasta y eso, he pensado que tal vez podría ser un diablo y por eso mi prima siempre está encerrada en casa, porque está poseída, o tiene miedo, o yo qué sé.

Me he metido en un bar y he comprado un helado. A mi sobrina se le han iluminado los ojos, porque creía que se lo iba a dar, pero no, lo que he hecho ha sido lamer el helado con toda la lengua. Ella se ha quedado un poco descolocada. Y cuando por fin se ha atrevido a pedirme que le comprara otro le he contestado que ni de coña, que está como una foca, y que si come guarradas va a acabar con el culo como un pandero. Insisto, lo que más mola de no ser madre es que puedes ser todo lo cabrona que merecen esos niñatos.

Entonces mi sobrina que no lo es del todo se ha puesto a llorar otra vez y ha dicho que hoy era el peor día de su vida, y que era una desgraciada, que nadie la quería, etcétera. Nos hemos sentado en un banco de la plaza Virreina y le he dado mi helado. Eso también mola de no ser madre: puedes ser todo lo contradictoria que quieras. Además, a mí el dulce no me gusta, he comprado ese helado para joder.

Y bueno, mi sobrina me ha contado que cuando ha llegado a clase, todos tenían un ordenador en el pupitre, un portátil. Y que se ha puesto muy contenta porque era bastante chanante. El problema es que, de repente, se ha encendido la luz verde de la webcam (cómo sabe una niña de seis años y medio lo que es la luz verde de una webcam es otra cuestión).

No se lo ha comentado a nadie porque creía que quien los estaría observando sería el director, para que no robaran los ordenadores. Pero luego ha empezado a rayarse. No podía apartar la vista de esa cámara que la enfocaba. Aprender a sumar y restar con ese ojo siempre clavado en la frente tiene que ser bastante jodido.

Al cabo de un rato, la secretaria del centro ha golpeado suavemente la puerta y le ha pedido a la maestra que saliera un momento. Los niños, claro, se han puesto a chillar y a lanzarse pelotas de papel y lápices y bolígrafos y alguno se ha enganchado a la Nintendo y otros daban patadas y otros pintaban en la pizarra, lo normal. Mi sobrina, mientras tanto, se fijaba en los otros ordenadores de la clase. Nadie, salvo ella, tenía la luz de la webcam encendida.

Cuando ha vuelto la maestra, han corrido todos a sus sitios. La maestra estaba algo alterada, tenía los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas. Ha mirado a mi sobrina furiosa, con auténtica rabia, y luego ha seguido dando la clase aparentando indiferencia, pero mi sobrina notaba que aquella mujer la odiaba.

Normalmente no cambian de profesor, pero hoy daban una asignatura nueva, algo sobre la ciudadanía, y ha venido una chica muy joven y amable a explicarles cómo tienen que saludar a las personas en los ascensores, y a contarles que el diálogo siempre es mejor que dar una hostia. O sea, tan útil y tan obvio como enseñarles a combatir la gripe A.

Mi sobrina no lograba concentrarse porque la luz verde de su webcam continuaba encendida. No sabía a quién imaginar al otro lado, pero alguien estaba allí, y estaría viendo su pelo recogido con dos clips, su babi mal abrochado a rayas, estaría viendo sus ojos grises y su expresión inquieta, su angustia.

Al rato, han vuelto a golpear la puerta, pero esta vez secamente, tres golpes muy rápidos. Y antes de que la profesora de ciudadanía pudiera contestar un "¿sí?", un "adelante", un simple "pase", ahí estaba el director del centro, rojo como un pimiento. Ha corrido hasta el pupitre de mi prima, sacando humo por las orejas, y la ha arrancado literalmente de la silla. La ha apartado de su ordenador y se ha puesto a buscar un cable, un WiFi, algo que explicara que ese ordenador, y sólo ése, estuviera conectado a Internet. Algo que explicara cómo podía estar alguien observando a mi sobrina desde la distancia.

"¿Y qué ha pasado después?", le he preguntado a mi sobrina que no lo es del todo.
"Que me han sentado en una mesa sin ordenador".

Nos hemos quedado un rato en el banco sin decir nada, mi sobrina balanceaba los pies mientras se comía el cucurucho, y enseguida han llegado tres palomas asquerosas y tullidas a comerse las migas. Luego ha empezado a llover otra vez y nos hemos levantado para ir a casa.

"Era mamá", me ha dicho mi sobrina que no lo es del todo. "Se ha pasado el día mirando qué me enseñaban en clase, y cuando algo no le gustaba, llamaba al colegio y se quejaba".

Mi sobrina ha deslizado su mano pringosa de chocolate hasta la mía, la ha apretado con fuerza. Pero yo estaba mucho más asustada que ella.

sábado, 5 de septiembre de 2009

During that time (Colombo)




Diario de nuestro viaje por Sri Lanka en agosto de 2009 (traducción del catalán).

Colombo, 30 de julio de 2009
Hotel Hilton. En caso de atentado, somos susceptibles de contarnos entre las víctimas.
(nota posterior: irónicamente, el atentado tuvo lugar en Mallorca).

Los aviones de Srilankan Airlines son como los demás: tienen dos alas, y ventanas a ambos lados y tres filas de asientos. Nos tocó una de esas filas que están en medio del pasillo, al lado de una pareja de alemanes que no tenían ni puta idea de inglés y que seguramente trabajaban en una cadena de montaje y habían ganado un viaje a Negombo en un concurso de la televisión. Les ayudamos a rellenar los papeles del visado.

Las azafatas iban vestidas de srilankesas. Llevaban un vestido muy bonito que dejaba al descubierto sus michelines, y los ojos pintados de azul. Mi enchufe para los auriculares estaba estropeado y tuve que pasarme el viaje jugando al reversi contra el ordenador central HAL.

Salimos de Frankfurt a las 15h, hora europea. Mi amor sobre ruedas dijo que no podría dormir, pero se quedó dormido enseguida.

Unas filas por delante se sentó una niña que lloraba. No. Gritaba. Chillaba. Berreaba. La niña se pasó las 10 horas de viaje chillando, gritando, berreando y llorando sin parar. Le habría metido la cabeza en la taza del water y hubiera tirado de la cadena. Si el infierno existe, es un vuelo transoceánico lleno de niños histéricos que no te dejan dormir y encima hay turbulencias y no puedes mear porque los baños siempre están ocupados y apestan y te ha tocado sentarte al lado de uno de esos baños.

La niña chillaba y yo la habría tirado por la ventana. Mientras tanto, mi amor sobre ruedas dormía como un angelito.

Cuando estábamos a punto de llegar, el comandante nos anunció que intentaría aterrizar con delicadeza, pero que tuviéramos controladas las salidas de emergencia por si acaso. Fue muy alentador.

(escrito en el hotel Hilton, rodeada de señores con turbante, después de un agotador día por los barrios Fort y Petha de Colombo. No nos alojábamos aquí, pero necesitábamos imperiosamente una cerveza y aire acondicionado y las vistas a un jardín pijo con una tortuga extraña y una grulla que se comía un pez del estanque y se marcaba la forma del pez en su cuello largo mientras lo engullía, igual que en ese dibujo de El Principito que parece un sombrero pero que en realidad representa una serpiente que se ha zampado a un elefante).

jueves, 3 de septiembre de 2009

En el armario

Me enteré de que estaba en la cárcel por un amigo en común. Lo conocí en primero de carrera y me cuesta creer que sea culpable de los cargos que le imputan.

Estaba con ese amigo cenando en un restaurante junto al mar, el verano se agotaba con el mismo bochorno cansado de estos días, y respondí presa de esa rara excitación que provoca conocer a alguien presuntamente malo, muy malo. Hacía años que no veía a aquel chico. Miento, lo había visto una noche en un bar. Me dijo: "Te escucho por las mañanas en la radio". Y claro, de repente se me ocurrió que ése podía ser el gesto propio de un loco, de un psicópata, alguien que me siguiera por las ondas y hasta donde fuera.

Una teoría absurda, sin duda, pensé mientras me llevaba un trozo de pescado a la boca. Pero es lo jodido de que te etiqueten: la gente tergiversará sus recuerdos para que se adecuen a tu supuesta naturaleza retorcida. A él le gustaban las chicas, se enamoraba con una facilidad infantil. Pero era tan recatado que, cuando una le gustaba, sonreía a lo Pasqual Maragall, hasta que los ojos se reducían a una línea muy fina, ocultos bajo sus pestañas espesas.

También le gustaban el fútbol y el cine, creo, pero de cine no hablábamos mucho. Del Barça tampoco. Era un poco pijo, llevaba fulares y cosas así, y solía tener una amiga favorita, que era de la que sospechabas que estaba enamorado. Pero nunca se atrevía a hacer más que llamarla a menudo por teléfono o pasarle un brazo por los hombros. Lo que hacen muchos gays con sus mejores amigas: confidencias, cotilleos y unas risas. Pero él no era gay.

Algunos dicen que era un poco raro. A mí nunca me lo pareció. Un poco excesivo, tal vez, un poco payaso; aunque respetando el coñazo ése de lo políticamente correcto. Siempre tenía que dar la nota o ser más ingenioso que el resto. Bueno, pensé que retrataba a la perfección lo que, con el tiempo, acabaría describiendo como el "típico barcelonés".

Antes de salir por Barcelona, empecé a hacerlo por Esplugues. De allí era mi mejor amiga, a la que él llamaba "la bruixeta" porque un día ella le contó que de pequeña hacía ouijas a la hora del recreo y que la habían exorcizado a la tierna edad de once años. Primero se enamoró un poco de ella, pero luego debió pensar que llevaba un rollo demasiado duro.

Y la verdad es que La Bruixeta era una chula de cuidado, por eso nos hicimos amigas. Salía con un chulo que quería dar aún más miedo que ella, y que un día abandonó Esplugues con el vaticinio: "Hala, aquí os quedáis, me voy a triunfar a Madrid". Años más tarde ganó un Goya.

La Bruixeta, por su parte, se casó con un futbolista, tuvo un accidente de coche, le pusieron unos clavos en el cuello, tuvo una hija que se quedaba sin aire. Y ahora la niña tiene dos años y medio, pero mide lo mismo que una niña de uno, y no le crece el pelo.

En fin, que mientras La Bruixeta formaba una familia, al chico que le puso el apodo lo metieron en la cárcel. Y entonces los periodistas le pusieron un apodo a él.

Mientras nuestro amigo en común me contaba lo que presuntamente había hecho, sentados en el restaurante junto al mar, sentí miedo. Mucho miedo. Acababa de darme cuenta de que no sabía qué me asustaba más: que aquel chico con el que había descubierto Barcelona fuera culpable. O al contrario, que fuera inocente.

Fue precisamente La Bruixeta quien me lo presentó un día en los ferrocarriles, a la salida de clase. Y él y otros compañeros empezaron a invitarme a salir con ellos los viernes por la noche. Pero la verdad es que no recuerdo ninguno de los bares a los que íbamos los dos primeros años de carrera. Sí recuerdo que en una ocasión pasamos a recoger a otra compañera a su casa, y que la tía loca había copiado los apuntes de Teorías de la Comunicación en inmensas cartulinas que después colgó en las paredes, de manera que, mirara donde mirara, siempre podía repasar la lección.

También amortizábamos horas infinitas en el bar de la facultad, cafés, cervezas y conversaciones intranscendentes, y estuvimos en el mismo grupo de Fotografía. Lo sé porque todavía guardo fotos suyas en blanco y negro sobreexpuestas y borrosas y desenfocadas. Luego simplemente fuimos distanciándonos. Él empezó una nueva carrera en otro sitio, y ya.

Al enterarme de que estaba en la cárcel, revisé con cuidado aquellos momentos que nunca me había esforzado en recordar, supongo que buscando alguna pista, algún indicio, cualquier detalle que evidenciara lo que, de todos modos, nunca es evidente. Cuando los vecinos del asesino salen por la tele siempre dicen que "parecía tan normal".

De todos modos, no quise obsesionarme. Las veces que por casualidad me encontraba con otro compañero o compañera de la clase en un bar o en la calle, esperaba que me dijera: "¿te has enterado?", antes de hablar sobre el tema. Pero casi ninguno no lo hacía, seguramente porque no tenían ni idea.

Uno de ellos me contó que le había escrito a la cárcel y que pensaba ir a visitarlo. Estábamos en un bareto ruidoso lleno de humo con la música a toda hostia al que va la gente que quiere echar un polvo con un actor o una actriz de culebrones. Y, al preguntarme lo de "te has enterado?", tuve un escalofrío. Volví a sentir el miedo de la primera vez, cuando no supe determinar si me asusta más saber que aquel tío es un criminal, o comprender que cualquiera de nosotros puede acabar injustamente entre rejas.

También me contó que su madre no había podido soportar el disgusto y murió de un cáncer fulminante.

Hace un rato he encontrado una página en la que sus amigos cuentan cómo le conocieron. Unos lo hicieron jugando a fútbol en el cole, otros en aquel ferrocarril infinito que nos llevaba y devolvía de la universidad.

Uno pone que lo odiaba. Que odiaba sus fulares y ese gesto paternal y colega con el que pasaba un brazo sobre los hombros de sus mejores amigas, y odiaba su histrionismo puntual. Lo odiaba porque sí, porque era el típico que tenía que caer simpático. Hasta que pasó algo.

Ese chico al que no recuerdo relata una noche que también había olvidado. Acabamos unos cuantos, no sé por qué, en casa de un francés que decía ser pianista o de un pianista que decía ser francés. Ignoro qué hacíamos allí con nuestras latas de cerveza, y el tipo ése francés sólo tenía ginebra. El chico que acabó en la cárcel se rió de él con esa elegancia exasperante para quienes pillan la burla; le dijo que él también era artista, que trabajaba con materiales. El pianista no era de los que pillan burlas y creyó haber conocido a un alma gemela.

Como siempre que voy borracha y me pregunto cómo he llegado hasta aquí, decidí largarme. Desaparecí sin más.

Al rato, él me buscó en los armarios de la casa de aquel pianista. En los armarios de la habitación y también en los de la cocina, para ver si me había escondido junto a la fregona. En su relato, el chico al que no recuerdo cuenta que, simplemente por aquel momento, dejó de odiar al que ipso facto se convirtió en su amigo.

Yo sigo preguntándome si los monstruos se ocultan en los armarios.