miércoles, 31 de diciembre de 2008

Mañana lo sabrás

Cuando escribes, tiendes sobre el papel una línea de palabras. Esa línea de palabras es el pico del minero, el escoplo del escultor que talla la madera, la sonda del cirujano. La esgrimes y traza un camino que tú sigues. Pronto te adentras en un nuevo territorio. ¿Será un callejón sin salida o es que has localizado el auténtico tema que persigues? Mañana lo sabrás; si no, el año que viene a esta misma hora.
Annie Dillard, Vivir, escribir.

Se esparcen sobre el escritorio, no sabría decir cuáles formaron parte del 2008 y cuáles no. Del mismo modo se traspapelan las facturas y se pierden algunos recuerdos igual que se desprendieron algunas fotos de un álbum antiguo y grueso.

Podría intentar ordenarlos por meses, por emociones, por aquello que formó parte de mi profesión. Por lo que me sorprendió y por lo que todo el mundo esperaba menos yo. Podría convertirlos en titulares, en cuentos; mejor: en el principio de un cuento. Podría enumerarlos y hacer un inventario, o simplemente introducirlos en un cajón, en una caja de zapatos, en el cofre del tesoro. Y enterrarlos.

Podría tirarlos a la papelera o construir un móvil con todos ellos, un calendario, un collage. Podría soltarlos, dejar que una corriente de aire los arrastrara hasta la terraza del señor Fregono, que ahora limpia con un trapo el cordel donde en un rato tenderá la ropa.

Son la prueba de que he apretado los dientes, de que he vivido sola y también de que me he sentido sola alguna vez. He comido poco, he bebido demasiado, tendría que hacerme una revisión médica, operarme de una muela del juicio que se resiste a nacer. Tendría que sacarme el carné. He creído enamorarme de algunos, otros han creído enamorarse de mí. Publiqué mi primera novela y oí mi nombre en bocas que no conocía. Os he conocido, Julio, Carmen, Cris. He pensado en ti, y no he tenido la oportunidad de decirte que todavía te quiero. He cenado religiosamente con el Equipo T.

He colaborado en la radio, donde, para atreverme, pienso que me escuchan del mismo modo que aquí me leéis. He tomado más cerveza que café. Me he enfadado muy poco, me he reído muchísimo. Y como dice un gran amigo: "el odio tiene cura, la risa no". La belleza me ha hecho sonreír con esta boca tan llena de dientes.

Pasé el verano frente al mar, el invierno no ha sido tan frío como indican los termométros. He ido en metro, he ido en autobús, he ido a pie, he ido en tren, he ido en avión. Y sigo en el mismo sitio. Entrevisté a la vigía de un parque natural, a un operario de grúas de la Sagrada Família y a un señor que limpia la mierda de las alcantarillas. Tengo un montón de e-mails a los que contestar y un piso entero por barrer. Tengo planes, tengo ganas, tengo un ordenador portátil lento y que hace ruido, y un iPod que rescata canciones de los recovecos de su memoria, que no de la mía.

Tengo libros en las estanterías, y sobre todo, aquí dentro.

Y ahí está el señor Fregono, tendiendo mis calcetines rojos.

La Loca ya no está loca porque ahora ama serenamente. Lo bueno de tener un corazón hecho trizas es que, con la crisis del ladrillo, me implantaron uno nuevo que ya no se romperá. El grifo de la cocina gotea y podría pensar que así han pasado los días, pero no soy tan monótona ni tan obvia. Y en el fondo tengo algo de ecologista que hace que me levante y lo cierre bien.

Os anuncio que 2009 no es número primo porque puede dividirse entre 7.

Esta noche seremos 8 para cenar.

Ella se va a vivir a Grecia. Ella va a ser mamá. Unos cuantos nos quedaremos sin curro. Pero eso no está sobre mi escritorio, aquí donde todo se mezcla, donde el año pasado podría haber sido hace 365 días o anteayer. Aquí sólo hay una conclusión tan cursi y tan completa que da un poco de miedo, porque ésta es la confirmación de que no cae dos veces la misma gota del grifo, y de que todo es irrepetible.

Porque, mientras decido qué hago con todo esto, si lo cuelgo, lo lanzo por la ventana, lo publico o lo entierro, soy plenamente consciente de que este año, por encima de todo, he sido feliz. Completamente feliz. Insultantemente feliz. Como un puto globo rojo.

Lo sigo siendo. Y lo que me acojona es no saber cómo lo he conseguido. Ha sido sencillo.

De todos modos, me digo, intentar descubrirlo me parecería la forma más tonta de perderlo.

Una señora con bata rosa cuelga cordeles verdes para tender la ropa en una terraza que no es la del señor Fregono.

Dentro de un rato volaré. Hacia el año que viene. Hasta mañana.

Felices, pues, todos. Bon any 2009.

domingo, 28 de diciembre de 2008

El curioso incidente de los calcetines a medianoche.

Sa tristesa dorm en terra, sa tristesa.
(Antònia Font)


A veces, por la noche, los pantalones se convierten en un perro que duerme en el suelo, a tu lado. Te levantas con resaca, doblas la ropa antes de ducharte, o la metes en el cesto de la ropa sucia, y descubres que en una pernera se ha quedado agazapado uno de los calcetines que llevabas ayer, todavía mojado por culpa de aquel charco que pisaste.

Pues bien, esta mañana me ha ocurrido algo parecido a esto mismo que ocurre tantas veces. Pero el calcetín que se ha caído de la pernera no era el mismo que me puse al vestirme. Tampoco el otro, escondido en la otra pernera del pantalón, se correspondía con el que llevé puesto desde que salí de Mallorca.

Ayer me vestí en Palma, en casa de mis padres. Y recuerdo que, mientras discutíamos por alguna memez, yo arrancaba con los dientes ese hilo que ata los pares de calcetines nuevos. Evidentemente, me los habían regalado por Navidad. Eran unos calcetines rojos, muy cantones y cómodos. Lo sé porque, cuando conseguí arrancar el hilo que los unía, me los puse y pensé: "Qué cómodos, y qué cantones".

Siempre tengo frío en los pies, es como si la muerte me agarrara de los tobillos o me pisara, no sólo los talones, sino también el empeine, y los dedos de los pies, y todo. Pero con esos calcetines rojos y cantones y cómodos tenía los pies calentitos, y estaba tan contenta que dejé de discutir con mis padres y me puse a patinar con ellos por el pasillo.

Luego me puse los zapatos, que tuve que quitarme en el control de seguridad del aeropuerto, sin ningún tipo de vergüenza porque no tenía agujeros en los calcetines como ese señor del Fondo Monetario Internacional, creo que era, que manda huevos que llevara esos calcetines tan hechos polvo. Y bueno, los seguratas miraron mis calcetines cantones, pero no hicieron ningún comentario. Y luego me puse los zapatos, subí al avión con destino a Barcelona.

Llegué a Barcelona, me fui de fiesta con mi abogado, nos emborrachamos un poco pero no mucho, volví a casa, pisé un charco de camino al metro, me cagué en la puta, llegué a casa, me desvestí, me puse el pijama, me metí en la cama junto a esa soledad que sólo a veces me da miedo, pero que en invierno es tan fría como la muerte que me agarra de los tobillos y me pisa los empeines.

La muerte y la soledad, menudo par de lesbianas. Y sólo una es más celosa que la otra.

Y esta mañana, el calcetín que se ha caído de la pernera del pantalón no era mi fantástico calcetín cómodo y cantón. Tampoco en la otra pernera se escondía esa pareja que yo separé arrancando un hilo con los dientes.

En cambio, de mis pantalones han caído dos calcetines de lana, viejos, usados, de rombos, que heredé de alguna mudanza, y que no me pongo nunca, pero que tampoco llego a tirar nunca, no sé muy bien por qué.

He flipado pepinos, porque no entiendo qué coño hacían esos calcetines hechos polvo en las perneras de mi pantalón. He sacudido el pantalón, para ver si caían los otros calcetines, los rojos. Pero no. He dado la vuelta a los pantalones como si fueran, pues eso, un calcetín. Y nada. Mis putos calcetines rojos no estaban allí.

He mirado en el cesto de la ropa sucia, en la lavadora, en los cajones del armario, entre las sábanas, qué se yo. Los he buscado por todas partes, en vano.

Es como si ayer, en realidad, me hubiera puesto estos calcetines de mierda, en lugar de mis calcetines rojos, y los hubiera llevado puestos todo el día, de Mallorca a Barcelona.

Tal vez soy daltónica, he pensado. Pero los calcetines marrones y feos con rombos estaban completamente secos. Y yo recuerdo que anoche pisé un charco.

A lo mejor el día de ayer no existió, he pensado entonces. A lo mejor, esta semana en Mallorca, las comidas familiares, las cervezas hasta tarde con los amigos de siempre en los bares de toda la vida, aquella visita fugaz que él me hizo y fuimos a comer junto al mar, tampoco han tenido lugar. Quizá vuelve a ser 20 de diciembre.

Según el calendario de este ordenador, hoy es 28 de diciembre de 2008.

Y que sea el día de los santos inocentes no me parece una casualidad.

sábado, 6 de diciembre de 2008

C

Cada vez que intento escribir una C mayúscula, el ordenador selecciona todo lo que he escrito, y borra la selección. A veces me permite deshacer la acción, y recupero aquello que ya había puesto. Otras veces no.

Escribo con cierto miedo porque, aunque sé que mi ordenador es un caprichoso hijodelagranputa, marco la tecla de mayúsculas y la c mecánicamente, siempre que sea preciso: tras un punto y al principio de una frase, por ejemplo, o cuando menciono un nombre propio. Sé lo que puede pasar, pero lo olvido. Mayúscula-c. Y todo se va a la mierda.

Editar-deshacer, solicito entonces. Control Z. Pero no siempre funciona. Entonces tengo que volver a empezar. Y aunque tiendo a reescribir las cosas, no me gusta hacerlo por obligación.

También tiendo a revivir las cosas.

Cada despedida empieza por una C mayúscula.

Me he despedido mil millones de veces con lágrimas en los ojos y una sonrisa que intenta quitarles importancia; a la despedida y a las lágrimas, quiero decir. Te despides, y es como la C mayúscula. Sabes que la puta C mayúscula puede seleccionarlo todo y borrarlo. Y ojalá fuera así, te dices. Ojalá lo borrara todo. Pero no, suele dejar una palabra a medias, una historia a medias, una frase incompleta.

Y lees el principio de aquella frase, el principio de aquella historia. Lees media palabra. Y te dices, joder. Joder, joder, joder.

Las despedidas te hacen pensar irremediablemente en la muerte. Te hacen pensar que su avión se estrellará, por ejemplo, y su familia irá al funeral, y también irán sus amigos. Pero nadie sabe que existes. Nadie sabe lo que tuvisteis porque lo que tuvisteis fue exclusivo, sólo fue vuestro. Nadie sabe quién eres. Y nadie te vería si fueras a su funeral. Existirías incluso menos que él, que ha dejado de existir.

En realidad, nadie eres tú.

O, si lo prefieres: la otra no es otra que nadie.

Ni siquiera puedes escribir su nombre sin miedo, porque su nombre empieza por c, y los nombres propios van en mayúsculas.

Cada despedida está escrita con el mismo miedo con el que escribirías su nombre, porque puede que todo se quede aquí, en este preciso momento, media frase, una palabra, aunque él te prometa que no. Tanto tiempo perdido; de repente, no hay nada.

Hacía siglos que no escuchaba Antony And The Johnsons.

Hacía siglos que no era tan dolorosamente feliz.

Mi ordenador elige lo que queda escrito y lo que no. Y las despedidas me obligan a provocarle: Coño, escribo. Cojones. Cagondei. Cacaculopedopis. Cállate. Criptonita. Cuélgate. Pero nada, esta vez ni selecciona, ni borra. Y todo se queda así como lo he escrito.

Va, le digo, puedes hacer lo que te dé la puta gana, esta vez no me joderás. Quiero que borres este recuerdo de un plumazo. Quiero que lo borres de una puta C mayúscula.

Mi ordenador, Caprichoso, no me hace Caso. CCCCCCCCCCCCCC. Ni puto caso.

Suena el teléfono, y es él. Ha llegado bien. Está vivo. Me echa de menos. Dice cosas que, de momento, prefiero no creer. Creer también va con C. Volverá la semana que viene.

Una semana no es nada. Y aunque no quiera creerle, le creo; aunque no crea quererle...

Sigo escribiendo, sigo viviendo yo también, sin miedo. Sigo existiendo. Pero sé lo que suele hacer este ordenador, cuando menos te lo esperas. Emula algo que he tenido que reescribir y revivir demasiadas veces. Mecánicamente, apenas sin darme cuenta.

A traición.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Crisis

Me descubro al cabo de una hora delante de la misma puta página, incapaz de entender nada, ni dentro ni fuera del libro. Y me pregunto qué ha ocurrido mientras tanto. Qué ha pasado, junto al tiempo, durante la hora que ya no recuerdo.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Con su camisita y su canesú



Suponen que un enfermo la colocó allí, como si fuera una acompañante más. Sacaron al padre del amasijo de hierros en el que se había convertido el coche. La madre no formará parte de esa estadística de los fines de semana, porque es como si en los accidentes sólo muriera gente entre el viernes por la noche y el domingo antes del telediario de las nueve. Ella la palmó un miércoles.

El niño apareció unos metros más allá, con la cabeza destrozada. Y luego estaba ella. Los de primeros auxilios no lo entendieron enseguida. Vieron el cuerpo, inerte como los otros y, a la escasa luz de los faros en la autopista, les pareció que podría ser una hija adolescente.

Se acercaron, no sangraba. Tenía en el rostro una expresión de asombro, la boca abierta. La boca abierta como esperando un pene. Dientes falsos, los ojos opacos. Quién no los tendría.

Uno de ellos se compadeció de ella. Nunca vemos un objeto cuando observamos a una muñeca. Pero ya ésas que teníamos de pequeñas no representaban exactamente al bebé que nosotras inventaríamos en ellas. Como, si de algún modo, los fabricantes de Famosa decidieran que tenían que dejárnoslo claro: no confundir aquello con lo que podemos jugar con aquello que no es un juego.

Las muñecas de Famosa se dirigen al portal, pero nunca hubiéramos visto en ellas a un hijo, a un hermano; sólo eran juguetes que acabarían por aburrirnos. Por eso las abandonábamos en el fondo de un armario sin ningún remordimiento. O les cortábamos el pelo. O les arrancábamos los brazos. Las pintarrajeábamos.

Aina trabaja en la UCI. Aina estaba el miércoles comiéndose un bocata de jamón y queso en la cantina, cuando llegó su compañero Bernardo. A Bernardo lo llaman Bernard, Benny, Ben. Bernardo-Benny-Ben llevaba esa muñeca bajo el brazo.

"Estaba en el accidente, hemos llegado tarde", dijo. Y Ana le preguntó: "¿Le has hecho el boca a boca?".

La muñeca tiene rasgos orientales, como si imitara a una joven tailandesa tal vez menor de edad, pero no está del todo claro. Quien la diseñó jugó al engaño.

Quien la diseñó es un japonés loco que un buen día se puso a fabricar juguetes sexuales como si fueran obras de arte. Sus muñecas, de piel tersa y cabello de verdad, tetas que parece mentira que existan, pelo en el pubis si así lo solicitas y uñas pintadas del color que tú le pidas, esas muñecas cuestan entre 4.000 y nosécuántos euros. En parte, depende de los agujeros que tenga. La muñeca del accidente tiene tres: el del coño, el del ano, el de la boca.

Bernardo y Aina le cerraron la boca a la muñeca, igual que a los muertos se les suele cerrar los ojos, al menos en las películas. Así la muñeca pasó de poner cara de asombro a poner cara de muñeca.

"¿Le ponemos un nombre?", preguntó Bernardo-Benny-Ben. "Es una muñeca", respondió Aina.

La sentaron en una de las sillas de la cantina. Iba vestida con ropa de calle: una camiseta y unos tejanos gastados.

Cuando miras a una muñeca, no acabas de ver un objeto. Por otro lado, tampoco es fácil imaginarse a alguien metiendo su polla en cualquiera de los tres agujeros abiertos en la silicona.

Aina pensó en Bukowski. Bukowski escribe que se masturbaba metiéndola en un jarrón lleno de carne picada.

Bernard-Benny-Ben pensó en la novela Wilt.

La muñeca no pensó nada porque es una muñeca y las muñecas no piensan. Se les ve en la cara, que no piensan, y eso forma parte del juego.

Aina acaba de llamarme para contarme esta historia. "El miércoles tuvimos tres muertos y una muñeca erótica". Me ha preguntado si me parece lógico que un padre de familia llevara consigo esa muñeca en el coche. No he sabido qué contestar. "Con un niño pequeño, un hijo de cuatro años", insistía ella. Lo más inquietante de los juguetes es que nunca controlas qué divierte a los demás.

La teoría de Aina es que un enfermo ha dejado la muñeca en el lugar del accidente.

¿Para qué?, he preguntado.
"Para jugar", ha contestado ella, "para jugar con nosotros".
Esto parece un guión de CSI, pero en plan convicente. Tanto, que ahora los Mossos d'Esquadra están buscando al presunto tío que dejó a la muñeca allí, en el lugar del accidente.

¿Para qué?, he preguntado de nuevo.
"¿Cómo que para qué?", ha exclamado Aina, "pues porque es un puto enfermo".

Menos enfermo, sin embargo, que aquel padre de familia que trata a su muñeca de silicona como si fuera un miembro más de la familia. Eso sí les parece descabellado, a Aina, a los de la UCI y a los Mossos de Esquadra. Tan descabellado les parece, que se ponen a buscar a un tarado que se dedica a confundir a los demás en los accidentes, en vez de aceptar lo que a mí me parece evidente.

Muñeca: figura de mujer que sirve para jugar.

También con las palabras.

Pienso en los cuatro cuerpos: los tres que estuvieron vivos hasta el mismo miércoles, y aquel otro que nunca lo estuvo, ni lo fue. Que simplemente estaba ahí, igual que una metáfora.

Precisamente porque se diseñó así: para representar lo mismo, pero en silencio. El sonido, como la carne, es lo que convierte un juego en algo que deja de serlo.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Papel de periódico

Ayer, mi amigo Lou salía en el periódico. También yo salía en el periódico. Ambos aparecíamos acompañados de otras dos personas con las que participamos en una mesa redonda. Una imagen a toda página que me sonrojó; el color volvía a mis mejillas tanto en la carne como sobre el papel que acabará en el suelo de un baño fregado.

A veces mi amigo Lou me habla de su madre. Su madre es una anciana para mí, pero no lo es para él, porque cuesta mucho ver a nuestros propios padres como ancianos. La anciana señora Lou tiene 89 años, y perdió la cabeza junto al corazón el día que murió su marido, ahora hace ya dos.

Nunca he visto a la madre de mi amigo Lou, aunque me la imagino pequeña y encogida, con el pelo blanco y las manos también blancas, sentada en un sillón con las piernas escondidas bajo los faldones de una mesa camilla. Es una mujer elegante que deja que la peinen, y algún día será musa de un poema, probablemente cuando se muera.

La madre de Lou siempre dice que sus hijos son muy guapos porque su marido también lo era.

Ayer mi amigo Lou fue a visitar a su madre, y llevaba consigo el periódico. Conociéndole, seguro que fue él quien le enseñó la foto, orgulloso y contento. En mi casa fue al revés: mi padre fue quien me despertó a las ocho y media de la mañana para decirme que salía en el diario. Luego yo no se lo dije a nadie, y descubrí con horror que casi todos los pasajeros llevaban aquel mismo periódico en el avión, de regreso a Barcelona.

Una mujer, a mi lado, con el cinturón abrochado y la mesita en posición vertical, miró la página en la que salíamos los cuatro, y luego me miró, y volvió a mirar la fotografía, y después me volvió a mirar. Volví el rostro hacia la ventanilla y, bajo nuestros pies, pasaban las nubes arrastradas por un viento de Tramuntana, la nada y sa mar nostra.

"Sabes-a-mar" es el mejor verso de Bandini.

La madre de mi amigo Lou no se fijó en mi amigo Lou, cuando vio la foto en el periódico. A mi amigo Lou lo tenía delante, y en carne y hueso él es mucho más guapo. La madre de Lou siempre dice que sus hijos son muy guapos.

La madre de mi amigo Lou me señaló a mí, en la foto, un dedo blanco y flaco sobre mi cara en el papel, una uña limpia y perfecta, y dijo: "La conozco".

Es evidente que se equivoca, nunca he visto a esa mujer. Hablo con su hijo muchas veces por teléfono, quedo con él de vez en cuando, cotilleamos sobre el mundillo editorial y hablamos de esos libros que nos parece imprescindible leer. Recorremos Palma como dos amantes a la vieja usanza, mi mano sobre su brazo, que sostiene un paraguas. De vez en cuando me suelta alguna barbaridad y me sonrojo. De vez en cuando suelto una burrada y se enfada. Él sabe mucho, yo siempre tendré mucho que aprender.

Nunca he visto a esa señora, aunque la imagine pequeña y encogida y blanca, nunca me la he encontrado por la calle porque hace años que no sale de casa. Pero al ver mi foto, lo dijo sin dudarlo: "La conozco".

Mi amigo Lou respondió: "No me extraña".

La madre de mi amigo Lou sabe que a veces su cabeza aletea como una paloma y se desprende de la realidad que en principio se sostiene sobre los hombros. Por eso, cuando le dan la razón fácilmente en temas que -lo comprende- son difíciles, insiste:

"De verdad que la conozco", repitió.

"Y ya te digo que no me extraña, porque es amiga mía", respondió mi amigo Lou.

Ahí se acabó la conversación.

Mi amigo Lou, que no ha resuelto el misterio, interpreta que debo de parecerme a alguien que fue importante en aquella familia. También a él le he resultado siempre familiar, desde el primer día; habíamos quedado para entrevistarnos en un hotel con aires victorianos, y me reconoció en seguida, aun sin haberme visto antes. La lluvía caía sobre una piscina azul, y allí, en el porche de un hotel, nos hicimos amigos.

Buscamos en el pasado respuestas que podrían estar en el futuro, si es que tienen que estar en alguna parte. Las esquelas también aparecen en papel de periódico. Y resulta tan inquietante que te reconozca una anciana de 89 años a la que nunca has visto, como que lo haga una mujer a 700 kilómetros por hora, por encima de las nubes que arrastra un viento de Tramuntana, sa mar nostra a nuestros pies. Y la nada.

martes, 11 de noviembre de 2008

En blanco y negro


Mis abuelos vendieron la casa de los algarrobos a los que yo me subía de niña; recuerdo que leí La historia interminable sentada en la rama de uno de ellos, hasta que las marcas de la corteza me tatuaron el culo.

Mis abuelos vendieron la casa de los algarrobos porque ya son mayores, y mis raíces les hacían tropezar, y aquellas ramas a las que ya no me subía les tapaban el sol, y no había manos suficientes para detener esos hierbajos que los devoraban y los agrietaban.

Mis abuelos vendieron la casa de los algarrobos y con el dinero compraron una planta baja a las afueras de una ciudad. La planta baja tiene un jardín que sí pueden controlar, con rosales y buganvillas, sin granados ni olivos, con césped, sin tierra que arar.

También había higueras, en la casa de los algarrobos, y un níspero, y dos naranjos, y cuatro palmeras que plantó mi padre. Recogió unos dátiles de la Plaza de las Palmeras, en el pueblo, y plantó los dátiles en vasos de plástico, y los dátiles germinaron, y crecieron las palmeras con minúscula. Porque no eran de la Plaza de las Palmeras, aunque lo fueran. Y también porque durante mucho tiempo fueron así, minúsculas, pero luego crecieron.

En la nueva casa de mis abuelos no caben todos los muebles que tenían, y están un poco apretujados, entre tapices que bordó mi bisabuela hace cien años, y lámparas que mi abuela hizo con barro, y alfombras y un perfume eterno de madera buena.

Cuando se mudaron, hace ya dos años, pusieron un corcho en la cocina nueva, en el corcho colgaron fotos nuestras. En algunas fotos aparecemos todos sentados en el porche de la casa de los algarrobos, y somos felices y sonreímos y hacemos el tonto. En otras fotos, aparecen mis hermanos solos, o mis padres, mis tíos. Siempre sonrientes y felices, y guapos, muy guapos. Si mis abuelos eligieron esas fotos para colgarlas en el corcho fue por algo.

Aparece un perro que tuvieron que regalar y al que queríamos mucho, y aparecen los mejores amigos de mis abuelos; aparecemos todos en la cena de navidad, y mis hermanos jugando a baloncesto.

El domingo fui a ver a mis abuelos, siempre me toca a mí preparar el aperitivo. Mi abuela quería un dry Martini y mi abuelo, un vino. Fui a la cocina, a llenar las copas y a servir unas aceitunas, unas galletas saladas y, de paso, me fijé en las fotos.

Entonces me acojoné un poco. Todas las fotos están hechas con una cámara digital, mi abuelo las imprime en un papel especial de ésos para fotos. Pues bien, aquellas fotos en las que salía yo estaban en blanco y negro. Se sacaron en color, se imprimieron en color. Hace dos años que están allí colgadas, en el corcho de la nueva cocina de mis abuelos. Las había visto otras veces, y siempre habían guardado el color. De hecho, el resto de fotografías siguen igual, con sus amarillos y sus naranjas, sus rosas y sus verdes. Las únicas que han cambiado son aquéllas en las que aparezco yo.

Volví a la sala con el dry Martini y el vino, y se lo comenté a mis abuelos. "Ah, sí", dijo mi abuelo, "ya nos habíamos fijado". A mi abuelo nunca le asombra nada, nos contó que a su hermano acababan de amputarle una pierna con la misma emoción con la que nos hubiera dicho que había pillado un catarro. Cosas de belgas, supongo. De belgas que viven en Mallorca.

A mis abuelos le gusta Internet. Mucho. Mi abuela hace partidas de Scrabble en francés, con amigas que tiene en París y en Bruselas, y mi abuelo navega, descubre páginas sobre la belleza y a veces chateamos, pero escribe muy lento. Mientras tomaban el aperitivo, mi abuelo y mi padre se bajaban no sé qué programa para el ordenador; mi abuela y mi madre hablaban de un Alzheimer que mi abuela no tiene.

Recuperé uno de esos álbumes antiguos y pesados en los que las fotos se desprenden igual que los recuerdos. Algunas se pierden. En esos álbumes, las fotos no son digitales. En la cubierta ponía: "Janvier 1980".

Ahí estaba yo, con un peto de pana, unas katiuskas, rubísima, y una bufanda que me llegaba a los pies; mi hermano apenas tenía un año. Todas las demás fotos aparecen en color; aquélla, y sólo aquélla en la que salgo yo, está ahora en blanco y negro. Recuerdo, por otras veces que he visto esa foto, que el peto de pana era marrón claro y las botas, rojas.

Cogí otro tomo, Avril 1983, ya habíamos nacido los tres. Mi hermano mediano y yo nos sentamos cada uno en una rodilla de mi abuelo, él nos lee un cuento de Teo, Teo va en avión. Llevamos aquellos jerseis que nos hizo mi abuela, exactamente iguales, pero el de mi hermano era azul y el mío rojo. No llevamos los gorros que mi abuela nos hizo a juego.

En la foto, también los jerseis aparecen en blanco y negro. Sólo las fotos en las que no aparezco yo guardan el color.

Cerré el álbum de golpe y pregunté: "¿Se puede saber qué coño significa esto?". Mi padre respondió que, por favor, no dijera palabrotas.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Mañana será otro día

el meu sexe té la talla
dels teus llavis
i el temps és una farsa.
(Andreu Vidal)

Alguien ha estado aquí. Lo he notado nada más llegar, no sabría decir exactamente cómo. No recuerdo haber dejado este libro aquí, y allá, una carta cerrada. Sin embargo, es imposible, me digo. El cerrojo no estaba forzado y nunca me dejo la puerta abierta.

En el comedor, suena la música.

Una vez me enamoré de un chico porque era incapaz de apagar la torre de música, cuando se iba de su casa. Era incapaz de interrumpir un aria de Verdi, por ejemplo, o de permitir que Don Giovanni se salvara por culpa de un STOP, cuando lo mejor de esa ópera es el momento en el que él acepta su condición de donjuán, y se quema, machomán, en el infierno, junto a otras almas pecadoras.

Aquel chico era incapaz de cortar una canción por la mitad. Pero yo suelo apagar siempre el reproductor, cuando me voy, del mismo modo que apago las luces y miro unas 300 veces si la cocina también está apagada para que no salte todo por los aires en cuanto me vaya.

Por eso no sé quién ha podido poner esta canción.

Ha sido un hombre, sin duda. Lo entiendo al entrar al cuarto de baño: la tapa está levantada. Es un tópico porque es cierto: los hombres nacieron con una tara genética que provoca que no distingan entre "tapa de WC levantada" y "tapa de WC bajada".

Los tíos también se perdieron aquel capítulo de Barrio Sésamo en el que se explicaba la diferencia entre "dentro" y "fuera". En su defensa, cabe recordar que Coco nunca meaba ni se corría para explicar esta diferencia.

La cama estaba deshecha. Siempre hago la cama al levantarme.

En fin, un hombre ha entrado en mi casa, ha meado, se ha dejado la tapa del váter levantada, ha puesto una canción en el reproductor del comedor, ha dormido en mi cama y se ha largado. Y todo, en mi ausencia.

Me pregunto si me habré equivocado de casa. Tal vez no sea la mía, pienso en décimas de segundo. Tal vez ésta sea la casa de alguien muy parecido a mí, que vive en un lugar muy cercano al mío, y que tiene las mismas cosas que yo, mis mismas llaves. Puede que esté en la casa de mi doble masculino, que canta en vez de escribir, y se deja la música encendida cuando se va; un doble masculino que mea de pie.

He buscado más rastros, más pistas de mi doble masculino, pero no he encontrado nada. Lee mis mismos libros, se pone mis pañuelos y en el armario están sus faldas.

Entonces, he vuelto a ver la carta, ahí, en la mesa del recibidor. Me la he llevado al sofá, la he abierto con una cerveza y un cigarro. En ella pone: ...

Me he puesto de pie de un salto, con un nudo en la garganta, y he corrido al cuarto de baño, a la cocina, a la habitación. La canción, en el reproductor, decía: ... He buscado bajo la mesa del comedor, en lo alto de las estanterías, en cada uno de los cajones.

Los hay que son el último, o bien el primero. Hoy es otro día, y por eso él ya no está.

miércoles, 29 de octubre de 2008

No soy Hemingway

Entró en clase y miró por la ventana. Fue durante mi último año de carrera, y él siempre me utilizaría para sus finales, que no fines, o también. Hacía sol, pero él dijo que iba a llover. "Parece que va a llover", dijo, "y eso es importante, porque voy a leeros El gato bajo la lluvia".

Por lo visto, a García Márquez ese cuento de Hemingway le parece el mejor cuento del mundo. Aquel caballero que de repente se había sentado en la silla del profesor, tras el pupitre sobre la tarima, aseguraba no entender por qué El gato bajo la lluvia podía ser el mejor cuento del mundo. De hecho, ni siquiera acababa de entender el cuento del todo. Dijo que lo leería, y que luego podríamos dar nuestra opinión, y que todo lo que sucediera mientras tanto saldría publicado en un periódico.

Ese caballero leía con una manga arremangada, pero la otra no. Estuvo todo el rato con la manga derecha arremangada por encima del codo, no parecía que tuviera una herida en el codo, ni nada. Tal vez ni siquiera se dio cuenta. Simplemente leía así.

Acabó de leer el cuento, y cada estudiante sacó sus conclusiones. Ese caballero con la manga arremangada parecía decepcionado, el famoso mejor cuento del mundo no era tan difícil de interpretar. De hecho, existían por lo menos seis maneras de interpretarlo, dependiendo del alumno que hubiera levantado la mano primero y hablado después; entre ellos, yo. Y si los demás alumnos hubieran prestado atención, seguramente esas seis maneras de interpretarlo se hubieran multiplicado por tres. Pero no por más, porque aquélla era una asignatura de libre elección.

Aquel caballero estaba un poco triste, porque cuando lee algo que entiende perfectamente, lo abandona desilusionado. Eso dijo.

También dijo: "Bueno, ahora llegaré a casa y escribiré lo que ha pasado, ya tengo un final para mi cuento; el sábado podréis leerlo".

Entonces fue cuando levanté la mano por segunda vez, y solté: "Por favor, piense en sus lectores; si quiere que no se desilusionen como usted, haga que el cuento no se entienda".

El sábado me levanté con una sensación extraña. No sabía qué me ocurría, exactamente. Era como si estuviera desplazada. No, no era eso. Me miré al espejo, y el reflejo era el mío, pero no el que estoy acostumbrada a ver. Era yo, pero no del todo. Era un yo familiar, aunque distinto.

Entonces lo comprendí. Esa imagen que veía era la que ves en un video casero, no en el espejo. Es decir, el lunar que tengo sobre el labio izquierdo aparecía en el reflejo de mi rostro también a su izquierda; o sea, a mi derecha. Me llevé el dedo al lunar, que tiene un poco de relieve. Y en efecto, estaba al otro lado. Un bultito bajo mi índice derecho, cuando siempre lo había acariciado con el índice de la otra mano.

Corrí al quiosco, compré el periódico, y leí el relato que había escrito ese caballero. El relato acababa con la intervención de una estudiante que le pedía: "Por favor, piense en sus lectores: haga que se entienda". Todo lo contrario de lo que le había dicho yo.

Unos meses más tarde, tuvieron que ponerme gafas. Hasta entonces, siempre había creído que veía bien. De repente, no veía nada.

Pese a mi repentina miopía, encontré el nombre de ese caballero en la cubierta de una antología. La hojeé, y ahí estaba su última estudiante alzando el brazo, con gafas de culo de botella.

Lo más fuerte ocurrió al cabo de unos años. Un día, de camino al trabajo, choqué con alguien en el metro y me salió un "pardon!" sin querer. Le pregunté la hora a otra persona, y también lo hice en francés. Recordé que aquel caballero que me utiliza para sus finales suele contar que entran al metro más personas de las que salen. ¿Habría sido capaz de encerrarme allá abajo para siempre?

Salté al andén y corrí a las escaleras mecánicas, que subí de dos en dos. Por fin en Passeig de Gràcia, la hiel en la boca, el corazón en un puño y la satisfacción de haberme salvado, vi mi reflejo en un escaparate de ropa pija. El cabrón me había convertido en una señora de cierta edad.

No se acaba nunca.

Ayer, un amigo me regaló un libro pequeño, muy pequeño, casi un bloc de notas. Me cabe en la mano izquierda, ya me he acostumbrado a ser zurda. También me he acostumbrado a llevar gafas, a ser francesa, a tener una cierta edad.

Leí el primer cuento del libro otra vez en el metro. Mecagoenlaputa. No es que llore cuando llueve, es que llueve cuando lloro. Mi nombre lo dice todo, aunque con una letra trampa.

Al salir del metro, evidentemente llovía.

En este cuento, la estudiante vuelve a ser una estudiante, vuelve a pedir a ese caballero que piense en sus lectores. "Es decir, que pensara en ella".

Había un gato bajo la Lluvia.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Please Please Please




Esta canción ha aparecido misteriosamente en mi iPod.

Salía del metro en Tetuán, me había equivocado de parada y llegaba tarde. Pero en lugar de cabrearme, ha empezado a sonar esta canción que no había oído en la vida y me he puesto de buen humor.

He flipado un poco: se supone que uno sabe más o menos qué lleva en el iPod, del mismo modo que uno sabe más o menos qué lleva en la cartera, en los bolsillos, en la cabeza o el corazón. Bueno, en la cabeza no.

La he escuchado mientras bailaba por Gran Via de les Corts Catalanes. Y luego la he puesto de nuevo. Y una tercera vez.

Ahora, al llegar a casa, he escrito parte de la letra en Google para averiguar si la canción existía realmente, o sólo era un susurro inventado al oído.

Supongo que es conocida, pero yo soy una inculta, qué le vamos a hacer. De todos modos, cómo mola ignorar lo que tendrías que saber.

Sea como sea, la canción no está en mi ordenador. He repasado todos los archivos sonoros y no hay rastro. Jamás he metido mi iPod en un ordenador que no fuera éste, me pregunto de dónde coño habrá sacado esta canción.

Creo que mi iPod intenta decirme algo.

domingo, 19 de octubre de 2008

De ley

Mi abogado me dijo: "Deberías dejar a ese par de amantes que tienes y casarte conmigo". Tiene gracia, él que está especializado en divorcios.

Dice que por mí se haría penalista; para entender mis penas, y también para salvarme de todos esos tarados que merodean. Me rodean.

Augura que algún día me enamoraré de ese par de amantes que tengo, y que entonces seré muy infeliz porque ellos nunca dejarán a sus mujeres ni a sus hijos por mí.

"Joder", pienso yo mientras tanto, "eso espero". Menudo susto si de repente uno de los dos se plantara en mi casa con las maletas.

Mi abogado y yo no nos parecemos en nada, pero nos llevamos bien. A él le gustan las historias que le cuento, que siempre son verdad. Y a mí me parece mentira que aún quede gente como él. Él es de ley y yo de leyenda.

Lleva camisas a rayas con el cuello blanco, lleva camisas sin rayas, siempre lleva camisa, y a veces también lleva corbata. Lleva gafas y es más bajo que yo.

Nunca me he liado con un tío más bajo que yo. Con él tampoco.

Mi abogado se queda pensativo y suelta: "¿Sabes? Tus rollos no me ponen celoso". Le respondo que eso es porque él también me ve como una amante; los hombres que te ven como a una amante en realidad te tratan como a un colega.

Sus mujeres les hacen de madre y conmigo se van de fiesta.

A mí me mola emborracharme con ellos de cerveza, de besos, de risas, de sexo. Luego pasas un día de resaca a la que otros llaman realidad, y ya está. Sólo la sociedad te mete miedo con la chorrada ésa de la soledad.

A veces me planteo hacer caso a mi abogado, dejar esa pasión que siento una o dos veces por semana y serenarme a su lado. Sé que hace la cama con disciplina militar y también sé que plancha en cuanto saca la ropa de la lavadora. Viviríamos en ese piso de Gràcia que acaba de amueblar, y los fines de semana me llevaría de paseo al campo. Tiene un amigo que tiene un molino en lo alto de una montaña, tiene otro amigo que tiene una casa en Menorca, y tiene un amigo que tiene un terreno en México. La verdad es que tiene un montón de amigos que tienen un montón de cosas.

Sí, me digo, debería sentar la cabeza y permitir que me masajearan el corazón. Cenaríamos en sitios chics, viajaríamos de vez en cuando, yo escribiría en casa mientras él se pasa el día en el despacho, nos daríamos un beso de buenas noches, nos sonreiríamos por las mañanas.

Sí, me digo. Tal vez tendría que casarme con él. Entonces, claro, necesitaría otro abogado.

viernes, 17 de octubre de 2008

Post Scriptum

Es como si todo estuviera anunciado. Pasas por delante de los capítulos futuros de tu vida, y no siempre te detienes a leerlos. Algunos están ahí con luces fosforescentes de ésas que no se apagan en seguida, pero los has visto tantas veces que ni siquiera reparas en ellos. Te dicen: "Vas a enamorarte de este tío", "Este otro no se detendrá hasta que le mandes a tomar por culo". "Dentro de diez años, vas a ser así".

Y, en efecto, cuando él te sienta sobre sus rodillas, en esta misma silla desde la que escribes ahora, y te dice: "avísame si te molesto", recuerdas aquel primer mensaje que leíste sólo de pasada, ¿exactamente en qué momento? Te parece que en la barra de Lórien, aunque seguro que fue más tarde. En el coche ibas demasiado ciega, no pudo ser entonces. Tal vez mientras chateabais, sí, eso es lo más probable. Saldría en uno de esos anuncios que parpadean en una esquina de la pantalla: tú lo ves, no lo miras; si te llega el mensaje es por un vistazo inconsciente que le echaste. Jamás clicarías encima.

Él te dice: "Lo digo por si esto se calienta", y tú respondes chula, rápida: "¿Más todavía?". Pero a estas alturas está claro que es un estúpido mecanismo de supervivencia, cuando la protección (hostiaputa, ¿por qué no te protegiste?) no ha sido más que una broma con la que él se ha reído de ti.

Lo sabías, lo sabías. Estaba en todas partes: un grafiti, un eslogan. No podrías decir exactamente dónde, cuándo, cómo lo leíste, pero estaba ahí. Y ahora, sentada en sus rodillas, un nudo en la garganta, saldrías corriendo y, con un spray, borrarías todas las pistas. Y qué, de qué serviría eso.

Haberlo visto en aquellos carteles por los que pasaste de largo sólo implica que estaba escrito. Vaya puta mierda. Neones, garabatos, poesía. Le arrancarías los ojos para que dejara de mirarte así. "Ya te he encontrado", dice él, como quien dice: "Te pillé". "Eres un cabrón", contestas.

Y te besa.

Se irá dentro de un rato, y sabes lo que ocurrirá después. Puedes apretar los párpados tanto como quieras. Esas chispas de colores que aparecen van transformándose en la tipografía de aquel futuro que creíste no haber leído y que leíste porque, como la publicidad, el futuro chilla. Tiza en las paredes.

Tápate la cara con las manos, arráncate la cabeza o el corazón, igual que en aquella película de Indiana Jones. No seas exagerada. Sabes cuál es la situación y los dos sois pragmáticos. Nada de sentimentalismos.

Continúa paseándote por la ciudad, las manos en los bolsillos, por delante de los futuros capítulos de tu vida.

Como si no los hubieras visto.

En realidad, siempre detrás de ellos.

domingo, 12 de octubre de 2008

Sinsentido común

Mi sentido común se murió el 4 de septiembre; me lancé a una piscina, en una fiesta pija. Era de noche, había bebido whisky de todo tipo, porque un señor con pajarita me sirvió un montón de copas gratis. Y cuando me di cuenta, mi sentido común se había ahogado.

No lo lamenté mucho, porque si era tan común, imagino que no me costará encontrar otro que lo sustituya. El problema es que, mientras tanto, los sentidos no comunes, es decir, los extraordinarios, se aprovechan de mí.

Por lo visto el sentido común es como un filtro, un estabilizador; algo así como el PH neutro de las reacciones emocionales y los impulsos. Según el diccionario, es la facultad de juzgar razonablemente las cosas. Pues bien, desde que el mío se ahogó en la piscina de un hotel de lujo, he perdido la vergüenza, el recato y el pudor; deben de ser aplicaciones del programa Sentido Común.

El otro día, en la presentación de un libro (había un montón de posmofrikis bebiendo, fumando y dándoselas de felices), pillé el micro y me puse a cantar a capella una cancioncita que inventé hace siete años, delante de todo el mundo. El foco me daba en los ojos y no veía a quienes me escuchaban. Cuando el foco te da en los ojos y no ves a quienes te escuchan es como cuando escribes un blog: tampoco ves a quienes te leen. Supongo que, si los vieras, no escribirías una puta palabra.

Desde luego, si yo hubiera visto los ojos de todos aquellos posmofrikis clavados en los míos, si los hubiera visto entonar los coros (que lo hicieron), uuu-uuu-uuu-uh, probablemente me habría dado un infarto y me hubiese muerto. Entonces me habrían enterrado junto a mi sentido común.

Pero estoy viva, tal vez más viva que nunca. La libertad es no tener miedo, y suelen atenazarnos temores absurdos. Después de mi payasada musical, mi amiga La Loca preguntó: "¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué cantaste?". No sé, lo mismo podría haber contado el chiste del bollo que habla.

Facultad de juzgar razonablemente las cosas. Toma tres conceptos abstractos: "juzgar", "razonablemente", y "las cosas". Que se muera el sentido común.

¿Qué es una persona sin recato? ¿Una imprudente? Pero, ¿para qué ser cautelosos, si no hay más peligro que el ridículo? El ridículo es otra de las aplicaciones del programa Sentido Común, probablemente la más egocéntrica de todas.

Y el payaso no piensa en uno mismo, se concentra en entretener a los demás.

viernes, 10 de octubre de 2008

Striptease aburrido

El cansancio me desnuda con la delicadeza con la que una actriz se arranca la peluca, ya en el camerino, harta de interpretar siempre el mismo papel, sorprendida de que los demás todavía se lo crean; se consuela intentando pensar que debería de sentirse orgullosa.

Y así, en pelotas (toma striptease emocional), recupero cartas que me hicieron escribir las borracheras y que luego, en un ataque de lucidez, nunca envié a sus destinatarios. Por ejemplo, la tuya, que empecé en uno de mis cuadernos, y que dice (transcribo):

"Tú me enseñaste que ésta era la canción de una mujer que había perdido el alma y la buscaba. Tal vez su alma también la buscara a ella, seguramente; ¿cómo podrían existir la una sin la otra? No sabía que te hubieras dejado aquí el CD de ópera, estoy segura de que, por lo menos, te devolví la caja. La carcasa. Luego viene aquel aria que desafiné sin vergüenza y a pleno pulmón en un coche, en Menorca, donde la luz de la isla te hizo llorar". Y aquí se acaba, porque llegó el cartero, llamó dos veces, y me trajo una puta notificación de hacienda que me puso de mal humor.

Anoche, de madrugada, completamente taja, escribí otra de esas cartas que tampoco llegarán a su destinatario, entre otras cosas, porque no iba dirigida a él. Es decir, me despeloté delante de un tío hablándole de otro; ninguno de los dos lo sabe, porque, una vez escrita, seleccioné todo y borré.

Ah, pero sí, hay tres hombres con los que hubiera podido compartir mi vida; con uno de ellos me di cuenta demasiado tarde, los otros dos no me dieron tiempo.

Y la soledad no me molesta, es mi mejor compañera. Ni siquiera a ella le cuento todo esto. Para qué? La tía nunca contesta.

Mi querido Martin (por cierto, ¿dónde estás?) sabe que le envié un SMS a alguien una noche, en el que decía: "Por lo menos existes". Quien lo recibió nunca creerá que le amo en serio.

Las actrices no tienen sentimientos, sólo rimmel, que no les permite llorar.

Y la actriz se mira al espejo, el pelo pillado con horquillas, y piensa que ya no tiene excusa. Hasta ahora se decía que ninguno le gustaba lo suficiente. Ahora comprende que es ella quien no les gusta.

Su papel sólo despierta aplausos. Sólo eso.

Pero no me hagáis caso, la culpa es del cansancio, ese comediante desmaquillante. Nada comedido. Y aburrido.

martes, 7 de octubre de 2008

Rewind Play




Todavía tenía la mochila colgada a la espalda, ya sabes, con todos esos juegos que han dejado de serlo. De pequeños, jugábamos a papás y a mamás, y a las casitas, a médicos. Pero entonces no pagábamos hipotecas, ni nos divorciábamos, ni nos firmábamos las bajas a nosotros mismos, no sé si me explico.


Un viaje extraño, el que hice este fin de semana al pasado. Un viaje breve a una Mallorca que ya no existe, que dejó de existir hace 17 años. Allí vi, claro, al chico del chándal, ya no lleva gafas, ni ese parche en el ojo izquierdo. Ni siquiera tartamudea, y por lo visto encontró otra novia que no era yo. Ignoro si por imposición o por alguna estrategia.


También vi a mi primer amor, que le ha puesto mi nombre a su hija. Me pregunto si eso significará algo o simplemente significa que tengo un nombre bonito.


No es el primero que lo hace.


En cualquier caso, si todos mis amores y ex-amores le ponen mi nombre a sus hijas, mi nombre pasará de ser un nombre bonito a ser un nombre vulgar.


En la mochila, el peso de 17 años sin vernos, y luego, el reencuentro, más cansado todavía. Pero bonito, claro que sí, en medio del campo, con un borrico casi recién nacido, y una niña que, descubrimos, debió de nacer el mismo día.


Y ella, mi mejor amiga de EGB, que ahora cree en las estrellas o en los astros, o en eso que ilumina los cielos de quienes ya no creen en el Cielo con mayúsculas, y preguntaba a todo el mundo: "Qué signo eres? Ascendente?", y a mí me sorprendía recordar la fecha de casi todos los cumpleaños. Ella sólo contrata a los tauro, porque otros le dieron problemas. Tiene un perro salchicha que es cáncer y por eso se llevan bien.


No sé si me sorprendía más mi propia memoria, tan exacta y tan detallista, o la amnesia de los demás; bueno, de algunos. Sapo quiso recordar el mote que le ponía a los de la clase; mi primer amor y yo le dijimos que mejor no; nosotros, a diferencia de él, sí éramos conscientes de lo crueles que fuimos.


Gato, por los ojos; Sapo, también por los ojos. Bola, por el cabolo. Hasta aquí, nada malo. Pero luego estaba Moniato o Moneato. Y la Boa Constrictor. Y Comprecha Comprechina. Y la Cuervo. Y la Velcro, porque se estaba quedando calva. Y la Culopato.


Y yo me levanto como con un resorte y me largo, porque no puedo aguantar la risa, una risa con muy mala leche. Y el propio Sapo, a medida que va refrescando la memoria, va callando, ahogado también por culpa de la risa y la vergüenza.


Así llegué el domingo a casa, de nuevo en Barcelona, todavía con las hojas de pino en la mochila y la hierba en los zapatos. De pequeña, me llamaban La Hueso. Entonces creí que porque estaba flaca; pero no, era porque soy una repipi y una repelente. Lo descubrí mientras le dábamos patadas a una pelota de goma, después de comer, y Sapo dijo: "Cuidado que la vamos a colar en ese algarrobo", y respondí: "Querrás decir en la higuera", porque eso era una higuera, y no un algarrobo, y él suspiró: "Tú siempre sacándole puntilla a todo".


En fin. En la mochila también llevaba el peso del descubrimiento. Sólo te dicen la verdad cuando creen que has cambiado.


Tenía un mensaje en el contestador. Cada vez que veo que tengo un mensaje en el fijo de casa, tiemblo. Otras veces me ha llamado el pasado, pero esta vez no podía ser él. Yo había estado con él en Mallorca ese mismo día, hubiera resultado estúpido que me llamara.


Me llevé el auricular a la oreja y escuché. Era el presidente de la comisión de fiestas del barrio. Quiere que haga el pregón. Eso dijo.


Todavía no entiendo por qué no llamaron al Señor Fregono.


La nostalgia es descubrir que los juegos de infancia ya no son un juego.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Me puso la notita encima de la cabeza y, aunque no me gustan los diminutivos, era, pues eso: una notita. Un pedazo de papel de cuadernillo de ortografía doblado en cuatro. Y debí de moverme, o algo, y la notita, claro, se cayó al suelo.

Recuerdo los pupitres bajos, verdes de un verde feo, y el sopor de las tardes. Después de comer, teníamos clase de tres a cinco, y una luz muy bonita se colaba por la ventana. Los pupitres bajos se agrupaban de cuatro en cuatro, a veces de seis en seis.

Él se agachó, recogió la notita del suelo, y me la puso sobre las rodillas. También recuerdo que siempre iba en chándal, el chándal del cole, azul marino con dos o tres rayas blancas a lo largo de las perneras y de las mangas. Y que olía a sudor de niño, mezclado con Nenuco. Y que tartamudeba. Siempre que la seño le preguntaba a él, los demás nos reíamos bajo la nariz, porque decía:

-K-K-K-K-Quenomeacuerdoseñorita.

Entonces estallábamos, porque nunca se acordaba de nada, o nunca sabía la respuesta o el perro se había comido sus deberes. Y, en fin, me había puesto una notita sobre las rodillas.

La abrí, qué podía hacer. Y ahí ponía:

"Eres mi novia".

Toma ya, sin interrogantes ni nada. Sin posibilidad de desmentirlo. Sin cortejo, ni tartamudeos, ni asomo alguno de duda. Eres mi novia y punto. Y te jodes. 

Recuerdo que me ardía la cara, más de rabia que de vergüenza, y también recuerdo que no podía reventarle la nariz porque llevaba gafas. Unas gafas sucias y marrones, con un parche pegado a la lente izquierda.

Lente es una palabra rara.

Mierda, pensé, por qué coño habré leído esto. Pero, en realidad, no pensé ni "mierda" ni "coño" porque entonces aquellas palabras no existían.

Sólo dije en voz muy alta, para que todos lo oyeran:

"No".

Y únicamente dije "No" para que nadie más que él supiera a qué me refería.

Hace un rato, me he dado de alta en Facebook. El Facebook lo carga el diablo. No llevaba ni veinte minutos conectada, cuando ha aparecido él. Habrán pasado 15 años desde la última vez que nos vimos, unos 25 desde el capítulo de la notita.

Para mí él siempre será el primer tío al que rechacé.

Por cierto, para la foto no se puso el chándal. 

lunes, 29 de septiembre de 2008

Sigue buscando

Ahí va un hombre triste. Oh, vamos, perdió un poco de pelo porque, según él, el tiempo es un sioux implacable y alardea de las cabelleras que arrancó sólo en la tumba; suele decirse que, después de muerto, el cabello sigue creciendo, como las uñas.

No es sólo eso, también perdió los dientes en una paliza que le dieron de pequeño. Exagera: un bofetón le partió la punta de un incisivo, y así se quedó, canino.

Perdió la cartera cuando decidió comprar un sueño, que hoy día sería cualquier casa de tu vida; perdió el culo por una buhardilla que algunas noches no sabe cómo pagar. Pero tampoco es eso, insiste al otro lado del teléfono, y un quejido hace que la línea se estremezca.

Es muy tarde, de madrugada, pero el hombre triste también ha perdido el sueño cuando sueños ya no le quedaban. Y habla.

Perdió las ganas de seguir escribiendo, aunque sabe que lo hace casi mejor que nadie. También perdió el espíritu, que yo sé que lo tuvo. Para qué servirá el espíritu, qué coño es el espíritu. Da igual, sé que lo perdió. Pero, sobre todo, que lo tuvo.

Joder, si hasta perdió el oído, aunque a veces me pregunto si no será que no me escucha. Mi abuelo se apagaba el Sonotone cada vez que se cansaba de escuchar sandeces. Lo hacía disimuladamente, y luego asentía con la cabeza. Luego mi abuelo se murió, y no sé si el pelo le siguió creciendo dentro del ataúd.

Aquí tenéis a un hombre triste que perdió barriga en cuanto se puso a hacer pesas, levanta un montón de kilos con cada brazo, y está bastante bueno, por lo visto liga mucho. Pero se perdió el verano tabajando, y dice que en invierno sus bíceps no lucen tanto.

Incluso ahora, que está bien encaminado, se pregunta si no habrá perdido el rumbo. Todos nos sentimos perdidos cuando nos acercamos a nuestro destino. No por nada. O por todo: ¿hacia dónde iremos después?

Yo decidí entretenerme en los márgenes, adentrarme en esos bosques poco frondosos que flanquean el camino. Y de momento, siempre he conseguido regresar, voy mucho más despacio que los demás. También sé que corro el peligro de quedarme dormida bajo un algarrobo hasta que las garrapatas me chupen el cerebro.

Que no es eso, responde el hombre triste. Entonces, ¿qué? Dice: "He perdido muchas parejas".

Y eso le duele más que haber perdido pelo, le mutila más que haber perdido la punta de un diente, le cuesta más que haber perdido dinero, le inhibe más que haber perdido el culo, le hace dar más vueltas en la cama que haber perdido el sueño, le desmotiva más que haber perdido las ganas, lo ensordece más que haber perdido el oído, y lo flaquea más que haber perdido barriga.

No le entristece tanto estar solo como haber dejado de estar con quien estuvo.

Y sin embargo, el amor es como aquellas tapas de Danone que prometían regalos. En la mayoría ponía: "Sigue buscando".

viernes, 19 de septiembre de 2008

Habitación 104

Me ha costado entender de dónde salía aquella música.

Estoy en una cama. Entonces, lo que suena es un despertador. No reconozco la melodía. Por lo tanto, no estoy en mi cama.

A mi lado hay un cuerpo, pero de quién.

El sábado me desperté junto a un abogado. Prometió que no me pondría una mano encima, y cumplió su promesa. Abrí los ojos, y vi su sonrisa, y me besó en la boca y eso fue todo. Un beso tierno. "Tierno" es una palabra cutre. Luego me levanté, me duché en su ducha perfecta. Es un tipo peculiar que plancha la ropa justo después de hacer la colada. Tiene la casa ordenada y nueva; fotos de su hermana, del novio de su hermana, fotos de su papá y su mamá.

Pero esta mañana no estaba en la cama de aquel abogado, porque no he vuelto a verlo desde el sábado.

El martes amanecí en un colchón, en el suelo de un despacho que en realidad es el picadero de un corresponsal de guerra. Habíamos pasado la noche bebiendo whisky en las terrazas. Él me hablaba de muertos. Los muertos, cuando se pudren, se ponen negros. Y alguien que no esté acostumbrado a verlos, como esos bobos soldadados yankies, cree que están quemados, pero no; simplemente están podridos. Huelen mal.

Eso me contaba el corresponsal, y brindábamos por la vida, hasta que nos echaron de las terrazas y él dijo: "tengo más whisky en casa". Y me enseñó las fotos de esos lugares donde suena el silbido de las bombas, también los vídeos de los países devastados, turistas rusos, fotos de sus amigos. Y a las cinco dije: "me voy". Me puse la chaqueta, cogí el bolso, preguntó si quería que llamara a un taxi, respondí que no hacía falta, ya pasaría alguno. Nos besamos en las mejillas. Incluso llegamos a abrir la puerta. Pero no me fui.

Hoy ese corresponsal estará en algún pueblo de nombre impronunciable. No morirá, porque es un tío con suerte; no se pudrirá al sol en una cuneta ni se pondrá negro ni olerá mal.

No, esta mañana tampoco estaba en su colchón.

Me he incorporado un poco, y a mi lado no había un cuerpo, sino dos. Me ha dado un ataque de risa. Entre mi amiga La Loca y yo, estaba tumbado y medio desnudo ese cantante al que he mencionado alguna vez que, al oírme reír, ha dicho: "No pienses mal, aún llevas los pantalones puestos".

Siempre que mi amiga La Loca y yo acabamos en la casa donde se aloja ese cantante (hoy era un hotel), me quedo dormida. Soy la peor groupie del mundo.

Anoche recorrimos los bares, La Loca, el cantante, Leididí y yo. Hablábamos sobre todo y de nada. Y La Loca, en la plaça dels Àngels, le pidió prestado el skate a un tipo que pasaba por ahí. No sabía que La Loca supiera mantener el equilibrio. Y estaba a punto de decir esto mismo en voz alta, cuando La Loca se cayó sobre un charco y se manchó la camisa.

El cantante se ofreció a prestarle una sudadera, por eso la invitó a su hotel. Y sé que en ese momento Leididí y yo tendríamos que habernos largado. Pero entonces ya estaba enamorada y borracha, y sólo se me ocurrió una manera de huir de aquel sentimiento chinarro. Tomé prestada la bicicleta de Leididí y salí corriendo. O rodando.

Cuando volví, habían desaparecido. Estuve dando vueltas por el Raval, buscándolos. No podía llamar a La Loca porque se había dejado el móvil en casa. No podía llamar a Leididí porque no tengo su teléfono. Llamé a su ex, serían las tres de la madrugada: "Hola, que estoy en la bici de tu exnovia, pero no tengo el candado y no puedo dejarla en ningún sitio; sé que ella está por una de estas calles, pero no sé cuál, ¿podrías avisarla, por favor?".

Y él: "A estas horas estará durmiendo".
Y yo: "Que no, que estaba con ella, La Loca y el cantante, y los he perdido".
Y él: "Será groupie, la tía, o sea que por un famoso sí que se queda hasta tarde. Dile que es un chocho baboso".

En ese preciso momento, La Loca, Leididí y el cantante aparecieron por una esquina. Le comuniqué a Leididí: "Dice tu ex que eres un chocho baboso".

Subimos al hotel, una habitación fea y fashion sin minibar. Habíamos comprado latas de cervesabier a los moros de Tallers, y me tiré por la ventana para apaciguar ese amor imposible que de pronto me había asaltado. La felicidad al descubrir que el hombre de tu vida existe se convierte en un dolor insoportable cuando comprendes que no formará parte de ella.

Me tiré por la ventana de la habitación del hotel. La ventana estaba a medio metro del suelo.

Caminé descalza sobre unas piedras blancas que hay en un especie de patio de luces sin luz.

Luego volví al cuarto, habitación 104. Me tumbé en la cama. La Loca entonaba ya los éxitos del cantante y él, mientras tanto, tocaba la guitarra.

"No desayunaré para que podáis desayunar vosotras", me ha dicho él esta mañana. Total, la habitación está pagada. Se ha duchado y se ha ido a Zaragoza. Serían las siete y media. La Loca dormía al otro extremo de la cama. Ni idea de dónde se metió Leididí.

Una hora más tarde, La Loca y yo hemos bajado a desayunar. El bar era tan feo y tan fashion como la habitación. Ella se ha acercado allí donde están las frutas y, antes de coger una pera, se ha topado con uno de los músicos del cantante. Se han saludado, y luego él se ha dado la vuelta disimuladamente, para corroborar algo que total ya sospechaba. Pero no.

Me ha visto a mí.

Seguramente ahora creerá algo que en realidad no ha ocurrido. Pero qué más da. Para qué joderle la leyenda.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Atascada

Los fontaneros han venido a desatascar las tuberías. No es una metáfora. Los oigo a mis espaldas, dicen "vaya mierda de vida". Y su muelle, o su cable, o lo que sea, arranca cosas que no deberían estar ahí.

Pelo de japonesa de película de terror, y también uno de esos calcetines desparejados que ya dábamos por perdidos para siempre y, un momento, "¿por qué hay comida en tus tuberías del cuarto de baño?", preguntan. Y yo los miro con ojos de pez, no tengo ni puta idea. Intento recordar si comí spaghetti en la bañera alguna vez.

De vez en cuando, dejan correr el agua. Y parece que todo va bien. Pero entonces, mi casa regurgita o eructa, y lo saca todo como un niño pequeño o un borracho. Una pasta amarilla y asquerosa. "Al tubo le falta aire", dice el fontanero. Pienso que mi casa tiene problemas digestivos, ¿tal vez una úlcera? La pobre. Intenta respirar y tragar al mismo tiempo, y de repente tose, escupe, vomita.

"Nunca más detergente en polvo, ¿me entiende, señora?". El fontanero dice que el detergente en polvo es veneno. Se convierte en pegamento. Envía a su compañero, gordo como él, a comprar salfumán; él, mientras tanto, vuelve a meter el muelle por el agujero. Saca mi alma y exclama: "Pero, ¿qué hace esto aquí?".

Se me coló hace tanto tiempo por el desagüe de la bañera, que ya no recordaba la pinta que tenía. Mi alma está arrugada, hecha un guiñapo, impregnada de esa pasta amarilla y asquerosa en la que se convierte el detergente en polvo.

Ahora cómo me pongo esto. No puedo lavarla, puesto que no puedo utilizar la lavadora, ya que las tuberías están atascadas. Bueno, me digo, he vivido muy bien sin ella hasta ahora. Pero el fontanero me mira con cierto desprecio, cómo voy a abandonar mi alma así, ahora que él la ha encontrado.

Sonrío tímidamente, y la guardo en la mano igual que si fuera el trapo sucio que en realidad es; comento que luego me la pondré. El fontanero sigue con suspicacia todos mis gestos, acercarme a la mesa de centro, dejarla ahí encima. Mi alma da pena.

Vuelvo al ordenador mientras él sigue arrancando cosas de mis tuberías. Mi casa se queja. El fontanero repite: "Mierda de vida". Y añade: "Yo no lo entiendo". Rechaza la cerveza que le ofrezco.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Cita a ciegas

No me quedó claro por qué quería entrevistarme, pero accedí. Las últimas palabras de su último e-mail, en el que acordamos el lugar donde quedaríamos (una parada de autobús), decían: "Supongo que no tendremos ningún problema en encontrarnos, me reconocerás fácilmente por el bastón; soy ciego".

Mientras le esperaba en Ronda Universitat, repasé todas aquellas expresiones que era mejor no utilizar: "¡A ver!", "Veamos", "¿Ves?", "Mira a ver si puedes...", "Ya nos veremos". Fui a buscarlo a la puerta, le ayudé a bajar la escalerilla, lo aparté de la gente, preguntó: "¿Puedo agarrarte del codo?", y nos fuimos a tomar unas cervezas.

Huelga decir que pillamos un ciego de la hostia.

Se sirve con cuidado, no sabe inclinar el vaso para que no se le llene de espuma; en cambio, sí sabe sonreír. Sonríe todo el rato. Pero no como una mueca, sino porque está contento. Yo miraba su sonrisa y le preguntaba: ¿cómo sabes sonreír, si nunca has visto una sonrisa? Y él la ensanchaba todavía más.

Fue un adelantado, nació a los seis meses y medio, y nadie sabe si la incubadora le quemó las retinas o de todos modos hubiera sido así. Tiene un agujero en la cabeza donde no le crece pelo, y la frente abultada y los ojos hundidos. Pero, es curioso, tiene una forma de la cara muy bella, nariz y boca perfectas y sus ojos, aunque perdidos, son verdeazules, muy bonitos.

Él no sabe qué es el verdeazul.

A veces va a esquiar y tiene un monitor que primero le indicaba desde atrás y ahora lo hace desde delante. De ahí, creo, viene la confianza ciega. Y claro, no sabe qué es el vértigo, ni siquiera una montaña. Ignora la distancia que se abre bajo sus pies en el telesilla.

También ignora qué es el rojo, y aunque sabe que la hierba es verde, no puede hacerse a la idea.

Me preguntó: "¿Verdad que eres morena?". Contesté: "Pues no, ¿qué te hace pensar eso?". Su respuesta: "Que te rías tanto, todo el rato; casi todos los morenos que conozco se ríen mucho".

Le conté que una vez vi a un ciego en el metro, serían las ocho de la mañana, y en su camisa tenía un lamparón. Pensé que menuda putada, que nadie le diría a ese ciego que llevaba una mancha en la camisa, y por culpa de eso la llevaría todo el día.

A él no le gusta ensuciarse, va con mucho cuidado. Pero en realidad, no sabe lo que es un lamparón. De hecho, le cayó un poco de cerveza en el polo a rayas, y le tranquilicé, que la cerveza se va y no se ve.

Tiene un pésimo sentido de la orientación. Es incapaz de salir del bar y llegar a la terraza donde estaba sentado, porque le da por encaminarse a la izquierda o la derecha, cuando la mesa está a sólo tres pasos al frente.

Un día, su madre le comentó: "Mira, un cegato". Y él: "Quieres decir otro".

Quiere ser locutor de radio y le gusta leer. Tiene un scanner que traduce los libros a Braille.

Tuvo una novia en Granada, cada día hablaban dos horas, y así estuvieron dos años. Hasta que por fin se vieron. O no. El amor no es tan ciego como dicen.

Nos encontramos a dos amigas mías que debieron ir a clase con él; estuve a punto de preguntarle: "¿No coincidísteis en la Universidad?".

Volví a acompañarle al autobús, casi tan desorientada como él; no notó que hacíamos eses. Estuve mirándole mientras se sentaba, el autobús arrancaba.

Él no.

jueves, 4 de septiembre de 2008

martes, 26 de agosto de 2008

La chabola

No es la primera vez que el pasado me llama por teléfono, pero sí que me deja un mensaje en el contestador del fijo. Todavía con la maleta por deshacer, en la mano esas facturas que no pueden llenar más que un buzón, y el cansancio que implica cualquier viaje -sobre todo hacia delante-, escucho ese único mensaje que me ha esperado todo este tiempo.

"Hola", dice desde aquella distancia que se toma un pasado lejano, "éste es un mensaje para ti, no sé si te acuerdas de mí, te llamo porque...".

No, pienso yo mientras tanto. Si no hubieras enunciado tu nombre y tu apellido, jamás te hubiera reconocido mediante este timbre tan profesional, tan de teleoperadora con ganas de vender. Pero a veces, un nombre lo dice todo. Lo remueve todo. Y te despierta diecinueve años antes.

Así que, de repente, Marta vuelve a ser esa hija de divorciada que me invitaba algún fin de semana a su casa. Comíamos kilos de pipas mientras veíamos Lo que el viento se llevó, hasta que la boca nos raspaba por culpa de sal, se nos agrietaban los labios, y nos íbamos a dormir pasada la una de la madrugada; con eso me sentía mayor.

Recuerdo la vez que me lavé el pelo, y como no encontré el champú, sólo utilicé el acondicionador. Luego pensé que se me notaba.

Y después Marta, que había sido durante tantos años mi mejor amiga, se volvió un poco cursi. Un poco más cursi de lo que ya era, me pareció a mí. Y estoy segura de que, en uno de esos dietarios que yo escribía de pequeña, donde apuntaba cómo eran todos mis compañeros de clase, la comparé con una caja de bombones rosa, o algo así.

Esos dietarios también eran cursis, y estaban cerrados con un candado inútil. Yo los llenaba con la esperanza de que algún día tuvieran algún secreto por guardar. Un secreto de los de verdad, de esos que justificaran su candado cerrado.

Ahora me gustaría echar mano de alguno de esos dietarios para saber qué puse sobre Toni. Toni acaba de enviarme un mensaje en el que me cuenta que se compró un piso por pura demencia emocional. Ambos, Marta y él, llevan semanas buscándome, cada uno por su lado. Quieren organizar un encuentro de todos los compañeros de EGB.

Marta me ha buscado a través de las Páginas Blancas, donde mi nombre aparece mal escrito. Toni descubrió dónde trabajo y envió un e-mail.

A pesar de que siempre he huido del Facebook, porque me parece que lo carga el diablo, me han localizado.

Toni tenía los ojos verdes, cuando lloraba estaba guapísimo. No lloraba a menudo, pero sí aquella vez que lo persiguieron los gitanos para hostiarle en un descampado. Cuando conociste a alguien de niño, de adulto siempre sabrás cómo es llorando.

Fernando imitaba bien a los perros. A mí me gustaba Fernando en secreto. Un corazón en la pared del colegio enlazaba nuestras iniciales. Yo jamás hubiera dibujado eso tan cursi, eso tan de caja de bombones rosa.

Descubrimos un laboratorio en el sótano del cole, estaba al final de un pasillo oculto por sillas y pupitres apilados. Construimos un pasadizo por debajo de esas sillas y esas mesas, forzamos la puerta del laboratorio, y obligamos a Juan a que lo limpiara todo, aunque fuera alérgico al polvo. Juan protestaba. Hoy Juan es médico en Londres.

Dentro descubrimos cuadros de ranas destripadas, caballitos de mar disecados, un montón de piedras preciosas, lupas y microscopios. Nos refugiábamos allí durante la hora muerta previa a la hora del comedor. Lo llamábamos 'La chabola'. Teníamos que hacer guardia para que nadie nos la arrebatara.

Un día, me tocaba hacer guardia a mí. Fernando dijo que la haría conmigo. Solté: "Maldita Marta", porque mis padres no me dejaban decir puta. Y Fernando me corrigió: no había sido idea de Marta.

Nos dimos la mano.

Y luego llegaron los de cuarto, qué niñatos. Nando me dijo: "Diles que les soltarás al perro". Y yo: "Pero cómo voy a decirles eso". Y él: "Tú dilo".

Y yo: "Como no os larguéis ahora mismo, suelto al perro!". Se rieron.

Nando ladró.

Los niñatos de cuarto se fueron corriendo.

Aquel verano, unos vándalos entraron a robar al colegio y destrozaron La Chabola. Los profesores sellaron aquella habitación para siempre.

No lloramos. Habíamos pasado a sexto. Ya éramos mayores.

martes, 5 de agosto de 2008

Casa

He venido de improviso. Ella no me esperaba, por eso la nevera estaba vacía. Antes he pasado por un chino y he comprado tres cervezas de lata. Me pregunto si, en chino, lata es rata.

En cualquier caso, incluso las cervezas saben raras cuando las compras en un chino. O lalas.

Estaba todo sin barrer; en el parqué, el polvo acumulado de una ciudad destripada. A veces me imagino Barcelona, pues eso, follándose a su cirujano con el vientre abierto. Eso es el polvo de una ciudad destripada. Y el cirujano, claro, cualquier político metido en urbanismo.

Las ventanas, medio cerradas. A ella no le molesta el calor tanto como a mí. Había olvidado regar las plantas, y el cactus se retuerce sobre sí mismo.

Puse el cactus junto al ordenador porque tengo entendido que, como el mar, absorbe los iones positivos (que, paradójicamente, son los malos). Si tu cerebro se traga esos iones, malo, te quedas lelo, con un pedazo de tumor del tamaño de las pelotas de Nadal. Por otra parte, si te tragas este cuento chino, pues no sé qué decirte. La verdad es que puse el cactus al lado del ordenador y fue adelgazando, y quedándose más y más chupado. Lo que me dio qué pensar y me puso en una situación comprometida. ¿Qué hacer?

¿Salvarle la vida al cactus y alejarlo de mi ordenador aun a riesgo de quemar mis neuronas? ¿O dejarlo ahí, presenciando cómo se consumía por mi culpa?

Estos días he llevado el ordenador conmigo, pero he dejado aquí el cactus, que se retorcía de nostalgia.

Por lo demás, todo estaba más o menos igual. Las putas palomas se han cagado en mis cedés. Y eso que los puse en el balcón para asustarlas. Las tuberías siguen apestando a barco en el fondo del mar. Tras la ventana se oye cómo alguien recoge los platos de la cena. Y si no fuera de noche, incluso podría ver al Señor Fregono barriendo su terraza.

En la puntita de la Torre Agbar, una corrida luminosa.

Ella sabe que no la he echado de menos. También sabe que la necesito, y que por eso la mantengo.

Le da igual si estos días los he pasado con otra junto al mar. Y también le da igual si a la otra le he dedicado un cuento que no le he dedicado a ella.

Ella, como en aquellos juegos de niños, sigue siendo el refugio. Después de un viaje tan largo como lo es el de los recuerdos.

martes, 8 de julio de 2008

La gata sobre el tajado

La gata se comía a sus hijos. Empezaba por las orejas, y estaba triste. Tenía que comérselos porque no tenía con qué alimentarlos. Me lo contaba entre maullidos y he pensado en la lógica de los gatos y en la cantidad de veces que uno sueña con ellos. Empezaba por las orejas.

Una vez, tendría unos 12 años, fui a visitar a una amiga cuyo apellido era Poyatos. Nos reíamos de ella por su apellido, claro. También porque fue la primera a la que le salieron tetas, unas tetas enormes. Algunas niñas le tenían envidia, por eso se reían de ella; otras le tenían miedo, porque esas tetas representaban el preludio incómodo de lo que nos pasaría a todas después.

Evidentemente, Poyatos fue la primera en tener la regla. Un compañero de clase, un bestia, se llamaba David, le cantaba: "Comprecha comprechina, no las compre que es cochina".

Poyatos lo tenía chungo, con esa regla precoz y esas tetas tan grandes. Además le gustaban los animales; tenía una tórtola y un gato. Un siamés, creo. Besaba a la tórtola en la cabecita, pero no recuerdo qué nombre le puso. Tampoco al gato siamés. Sí, lo era, era siamés seguro. Sin rabo.

Luego, con los años, todas tuvimos más o menos tetas, y más o menos la regla. Recuerdo que ella fue quien me dijo que los Reyes Magos no existían, y recuerdo que luego fui yo quien le preguntó cómo coño se ponía una fina y segura; porque fina lo soy un rato, pero segura, depende del día.

Pero eso, que pasado un tiempo, ni las tetas ni la regla eran elementos tan extraordinarios, y poco a poco fuimos acostumbrándonos al apellido de Poyatos. De modo que ya nadie le cantaba lo de "comprecha comprechina", y ella empezó a pasar de los animales y se hizo punkarra y se vistió toda de negro, y a los 17 ya se le habían caído las tetas al suelo.

Sin embargo, antes ocurrió algo. Tendríamos unos 12 años, y yo iba a visitarla al hospital porque ella acababa de ser mamá. Recuerdo el olor aséptico del desinfectante, la imagen de aquella virgen en las paredes solicitando silencio, los fluorescentes en el techo y, en el suelo, esas baldosas como de piedras rotas, partidas por la mitad. Recuerdo que pensé que los hospitales te despojan de los sentidos, no ves nada más que el blanco, no se oye nada, no hueles más que a medicamento, no hay tacto. Te despojan de los sentidos para que te acostumbres a la muerte.

Poyatos estaba en la habitación 117, no sé por qué había ido a verla, no éramos amigas, no nos conocíamos tanto. Hola, le dije. Y ella estaba tumbada en la cama, cansada y contenta. "¿Quieres verlos?", preguntó. Pensé que eran gemelos.

Lo fuerte no es que lo recuerde, sino que lo haga como si hubiera ocurrido ayer. Me acerco a la cuna, me asomo y, dentro, hay gatos. Decenas de gatos. Que se mueven como ratas y que comen algo.

Odio hablar de los sueños, odio que alguien me hable de sus sueños. Pero es curioso cómo los gatos aparecen en ellos sin venir a cuento. Durante uno de esos días sin día que estaba en casa, leí en el diario de un escritor que él también había soñado con gatos. Gatos decapitados en un tejado. El tejado de un pueblo al que el escritor solía subirse los veranos para observar la luna, y provocar las risas de sus paisanos que, como paisanos fuimos nosotros de Poyatos, no entenderían qué hacía allí, por delante, por encima.

Por delante, por la delantera, claro; en el caso de ella. A mí me llamaron La gata sobre el tajado, porque gata, en mallorquín, es borracha. El tajado es el que se pilla una taja en Mallorca y donde sea.

La gata se comía a sus hijos, empezaba por las orejas. Por vergüenza y por pudor, antes los escondía en mi bolso. Yo olvidaba que estaba allí, en mi bolso, devorándolos, y me colgaba el bolso del hombro, y luego, de repente, recordaba que dentro, mientras yo salía a la calle, tenía lugar el horror.

El horror colgado del hombro, junto a la cartera con la T-10 del metro.

Me ha despertado el dolor. Acababa de venirme la regla y he ido corriendo al baño mientras cantaba para mí: "Comprecha comprechina, no las compre que...".

El dolor nos saca de quicio. La máquina perfecta es el hombre, no la mujer. El dolor anula cualquier sentimiento, como en un hospital, cualquier capacidad para pensar en nada que no sea la pura impaciencia. Impaciencia para que se nos pase el puto dolor de los cojones (de los ovarios, mejor), hostia. El único defecto del hombre es que se perdió el capítulo de Barrio Sésamo en el que enseñaban la diferencia entre "dentro" y "fuera"; y no dan ni una, ni en la taza del váter, ni en la entrepierna.

He ido a comer con una amiga a la que hacía tiempo que no veía. Me ha invitado a un japonés. Ha recibido un mensaje en el móvil. "Es de una persona interesada en un gatito que encontré el otro día", ha dicho, "se me coló en el patio, pero no puedo quedármelo, porque ya tengo seis".

Luego he subido un momento a su casa. He visto a los seis gatos capados y al gatito. He estado a punto de quedármelo. Pero luego me ha invadido el miedo, mucho miedo. Y he salido corriendo, tapándome las orejas.

sábado, 5 de julio de 2008

Atención: tu vida contiene spoiler

El amor es como esa película que tanto te gusta y pones una y otra vez, incansablemente, en el DVD, con la esperanza de que cambie su final. Y acaba siendo como la puta vida, que un día llegó un tipo y te dijo antes de tiempo -cuando no había finalizado ni siquiera la proyección-, pues eso, cómo acababa.

Tú estás disfrutando de ese breve encuentro en una estación de tren, disfrutas de aquella visita sobre los puentes de Madison, de la vez que Sam la volvió a tocar o de cómo me mareas, príncipe. Te sientes su chica, puedes tener dos hombres y un destino, o descubrir la leyenda de una ciudad sin nombre; puedes jugarte esos amores perros en un casino con miedo y asco en Las Vegas, o ir de casta niña Rohmer. Puedes ser una estrella caída del cielo. Pero eso significa que te estrellaste. Puedes estar de película con alguien, y van pasando los frames, y hay quien te pregunta: ¿tendría valor un beso, si no lo hubieras visto antes en el cine? Por si acaso, os seguís besando.

Van pasando las secuencias, aquí es cuando te pones cachonda, aquí es cuando te emocionas, aquí es cuando exclamas: espera! Y aquí: esta vez saldrá bien, todo saldrá bien, si es que es clavada a una comedia yanqui, y ya sabemos cómo acaban. De la chorrada de Sexo en Nueva York a la belleza sórdida de American Beauty, y de ahí a una de los Cohen. Entonces empiezas, oh no, que no decaiga a Woody Allen, que no gano para psiquiatras.

Y joder, o empiezas a aburrirte, o lo ves venir, o simplemente es que te la sabes de memoria. Pero ahí está, cada vez más cerca. Cada vez más obvio. A veces te gusta disfrutar incluso de la emoción de emocionarte, y te quedas hasta el final, con lágrimas en los ojos, metida de lleno en la historia. Otras te precipitas, no te apetece sufrir, y pulsas el Fast Forward (que no es más que un Rewind acelerado de otros pasados). O simplemente apagas y te vas. A toda hostia.

Para no quedarte llorando frente a la pantalla con ese estúpido y anunciado The End.

martes, 1 de julio de 2008

Esta noche

El verano es ese ruido de platos al otro lado de la ventana. Anochece cuando ya has olvidado que fue de día.

Hace un calor pegajoso como los recuerdos de otros veranos, en otros lugares. A veces llega una brisa austera directamente desde Mallorca, que es como el soplo de un amante en la nuca, los dos desnudos en la cama, yo dándole la espalda, él reclamando atenciones.

Acabo de escribir esto mismo en una carta.

El verano es sudar cerveza, y beber sin emborracharse, y darse cuenta de que ser feliz es tan sencillo que nadie sabría explicar cómo se hace.

Las noches son tan breves, y al mismo tiempo, tan para siempre.

Añil. Es un color que sólo corresponde a estos meses.

De día, la ciudad se vende a cualquiera. Es para los demás. Luego llega a casa, casi a la misma hora que yo, una puta cansada. Entonces hablamos y sentimos mil cosas, como si estuviéramos en una terraza, en un puerto. No existe la televisión. Sólo los libros y el tiempo. Todo el tiempo del mundo.

Otra vez el perfume del mar. Parece imposible. ¿Cómo es que, después de haberse pasado el día follando con guiris embadurnados de crema de coco, sigue oliendo tan bien? Sigue tan fresca y tan mía.

Y esta sonrisa, coño. Esta puta sonrisa.

jueves, 26 de junio de 2008

La ruta del dorado

Mañana me voy a Zaragoza. Hasta aquí, nada extraño. Paso de la expo, pero, por lo que me han contado, el gobierno belga ha aprovechado la fiesta del agua para crear la ruta de la cerveza. Es decir, te vas al bar del Niño Gusano, y habrá Jupiler, por ejemplo. Luego te pasas por La Republicana y hay inundación de Maes, o de Stella Artois. Y ¿dónde servirán la Leffe y la Hoegaarden? Coño, que mi familia vive en una abadía, a una cita como ésta no podía faltar.

La cuestión es que me he comprado una bolsa de ésas de viaje. Porque tengo una maleta con rueditas, pero es demasiado aparatosa, y otra de mano, demasiado pequeña. Me han dicho que las mañas van siempre bien vestidas, y me da un poco de vergüenza pasearme con mis minifaldas playeras, así que tengo que llevar la ropa que suelo llevar, más esa ropa que hay que ponerse si te propones seguir el refrán "allá donde fueres haz lo que vieres".

Bajaba por Rambla Catalunya, he entrado en el Muji, que es la típica tienda de tirados de Londres pero que en Barcelona es rollo tienda guay, y he comprado una bolsa aburrida y barata de color gris. Una de las dependientas me ha dicho: ¿quieres que te dé una que no sea de expositor? Y yo he contestado: bueno. Y me ha dado una bolsa igual a la que yo había llevado a caja, pero sin cajas de cartón dentro para abultarla, y envuelta en un plástico transparente.

He pagado, me he ido. Y al llegar a casa, he hecho una de esas cosas que suelen hacerse cuando te compras una bolsa de viaje: me he sumergido en todos sus bolsillos, para ver cuántos tenía, y aquí meteré el neceser, y aquí los cuadernos y aquí...

Un momento.

En uno de los compartimentos, había un sobre. De papel. Lleno de algo; presuntamente una carta. Y escrita a mano, sobre el sobre, también había una dirección. De Zaragoza.

Muy fuerte.

He mirado qué ponía en el remitente, y sólo ponía: Yo.

No me atrevo a abrir ese sobre, ni mucho menos a leer esa carta. Pero la llevaré a Zaragoza conmigo. Y me dejaré llevar por la ruta dorada de la cerveza a mi destino.

lunes, 23 de junio de 2008

Las brujas de Sant Joan

No lo supe entonces. Era una noche como ésta y, hasta cierto punto, resultaba normal que aquellas brujas se los llevaran.

Creo que aquel fue mi primer Sant Joan en Barcelona. Y recuerdo haberme aburrido y también haberme morreado con un tipo por aburrimiento. Un par de días más tarde, me citó en el Bosc de les Fades, y no supe llamarle hortera, y acepté, y sé que volvimos a morrearnos y que pensé: a ver cómo coño te quitas a este tío de encima.

Fue mucho más fácil y mucho más duro de lo que esperaba. Al llegar a casa (entonces no tenía móvil), el teléfono sonaba por enésima vez aquella tarde. Al otro lado, mi amante habitual, el primero con el que recorrí esta ciudad a lomos de una moto amarilla, con el que busqué aquella nave industrial en la que se instalaría con sus amigos, el mismo con quien pasaba casi todos los fines de semana, me lo dijo:

-N tuvo un accidente y ha muerto. Y M... bueno, lo llevaron al hospital, pero tampoco pudieron salvarle.

No sé por qué no fui a la fiesta que habían organizado en la nave industrial aquella noche. Ni puedo imaginarme a los demás esperándolos. M y N vivían con aquel primer amante habitual, pero fueron a comprar hielo, o a cenar a casa de sus padres, o qué se yo. Algo hicieron, antes de la fiesta, que les obligó luego a coger el coche. Y al principio la gente ni siquiera se dio cuenta de su ausencia, y luego poco a poco fue haciéndose tarde. Y en cuanto fue de día, tras la noche más corta, habían pasado de preguntarse a entender de pronto demasiadas cosas.

Recuerdo que me puse a chillar por teléfono, una reacción extraña, no me imaginaba a mí misma tan melodramática, tan de culebrón.

Luego todo fue raro, mi amante sólo llamaba para que lo supiera, por si quería ir al funeral, me trató como si yo siempre hubiera estado al margen, como si no fuera más que lo que él había querido que yo fuera: otra más de las amiguitas de.

Sonó Springsteen y Entre dos aguas, y yo recordé absurdamente que M acababa de decolorarse el pelo, y seguiría creciendo allí dentro, amarillo, y recordé que solía encontrármelo por casualidad, ahora en esta calle, ahora en esta otra. Con una amiga lo llamábamos el Abejorro, vete a saber por qué. Y que su mito era Mister Bean, y que hacía la lateral por la casa de su padre, y que, una mañana, mientras dormía con mi amante habitual, se metió en nuestra cama.

No sé cuántos años han pasado desde entonces y lo que me sorprende es no saber exactamente cuántos años han pasado.

Una noche, poco después, se me aparecieron en sueños. Dice un amigo mío que los sueños son el lenguaje de los muertos.

Yo estaba en una terraza; abajo, en el patio, el Abejorro hablaba con la que fue su última novia. N vino y se puso a mi lado, y pregunté. Me dijo que estaban bien.

Mi abuelo me dijo prácticamente lo mismo, y la verdad es que ambos parecían felices y convencidos. Mi abuelo, además, añadió que quería que supiéramos que nos había querido muchísimo.

La versión de otra conocida que se colgó de una lámpara del techo, años más tarde, era algo distinta: ella confesó que se aburría. Que la muerte era como una especie de voyeurismo, en el que puedes observar, pero no participar en nada. "Demasiado aséptica", fueron sus palabras. No sufría, pero tampoco era capaz de disfrutar; mucho menos de divertirse.

M y N, en mi sueño, sí parecían contentos. N nos echaba un poco de menos, seguramente M también, pero ya se les pasaría.

Hace algún tiempo que las obras de Diagonal Mar derrumbaron aquella nave industrial que busqué con ellos y en la que vivieron.

Odio los petardos y no saldré. Huele a pólvora, los vecinos de enfrente bailan con bengalas en la misma terraza donde montaron la Toy. Para mí, M y N siempre serán mayores que yo, más vivaces, más expertos.

Creo que tengo seis años más que los que alcanzaron ellos cuando dejaron de tenerlos.

viernes, 20 de junio de 2008

La Toy

Algún día, esos dos niños recordarán que sus padres les montaban la Toy cada fin de semana de Sant Joan. Su terraza está a una calle del señor Fregono; él no puede verlos, pero yo sí. Están delgados, cada año son más altos, la piel blanca como la pared. Tarde a tarde, se irá oscureciendo.

Si intento recordar la primera vez que oí los berridos de esta mujer, me hago un lío. Parece que fue el año pasado, pero no. Ni siquiera el anterior. En aquella época empecé a chatear con un chico al que luego conocí, y sé que ya entonces le escribía sobre los gritos de esta señora, que se ha cortado el pelo, y quiere a sus hijos, no lo dudo. Dentro de un par de días volverán a mi memoria sus nombres, en cuanto ella los llame para cenar, o para que salgan del agua, que si no se arrugarán.

El hombre, mientras tanto, monta la sombrilla en silencio. Ella barre el patio. Él vuelve a la casa.

Los niños, cada vez más altos, siempre delgados, muy blancos todavía, ponen la manguera en la piscina.

Ya empieza: "¡Pero si está a tope! ¿Para qué queréis poner más? ¡Tira para allá! ¡Vas hecho un guarro!".

En alguna jaula cercana, trina un canario.

miércoles, 18 de junio de 2008

No surprises

A que conteste. Te pasaste media hora escribiendo esa carta y la repasaste durante dos, y creíste que era demasiado frívola al principio, demasiado seria después, y decidiste guardarla como borrador durante un tiempo prudencial, y luego se te ocurrió eliminarla, pero en el último instante pulsaste la tecla sin mirar.

A que llegue esa llamada que, en principio, podría salvarte, si no la vida, sí el recargo de la visa a final de mes.

A estar convencida de que es él.

A ser mayor, para entender todo aquello que te prometieron que entenderías.

A que te den un consejo, aunque luego nunca los aceptes. A que cambie.

Unos minutos más.

Al próximo metro, que este va muy lleno. A que pase la tormenta, a que deje de llover.

A tenerlo todo más claro. A estar más despejada. A que acabe esta canción, y mira, sabes qué, voy a ponerla otra vez.

A que se tiñan las dos ventanitas de rosa. O no, mejor no.

A que esa zorra salga del baño.

A haber hecho todo lo que tienes que hacer, entregar veinte artículos, ir al dentista, poner una lavadora, solucionar lo de la renta, arreglar las tuberías, sacarte el puto carnet.

A que se te seque el pelo. A que se te seque la sonrisa. A que se sequen tus sueños.

A que venga, para poder tirarle este cubo de agua en toda la cabeza. A que no lo haga, para poder desearlo una noche más. A que te quiera, a que te deje, a que te grite, a que se largue.

A que, por lo menos, te mande un SMS miserable.

A que la aguja pequeña esté en la una, y la grande en las doce.

A tener un poco más de sed. A que se te pase.

A que abran el supermercado. A que el horno pite. A que se haga oficial.

A que se muera.

Y de nuevo la misma canción, no te cansas, ya van cinco. Ni se te ocurra consultar tu bandeja de entrada.

A que vuelva aquel tiempo en el que no era necesario.

¿A qué esperas?

jueves, 12 de junio de 2008

Miss X

Me disponía a hablar de Miss X, una compañera del trabajo que está loca, no lo sabe, y dice frases del palo: "Oye, pava, que sepas que yo no te he traicionado".

Es como una Lara Croft vestida de ejecutiva de película yanqui, con un buen par de tacones, que un día descubrió este blog y si lee lo que pongo ahora flipará pepinos y yo lo veré desde mi mesa, y me reiré bastante, porque ella no sabe que yo sé que ella sabe.

Pero bueno, la cuestión: iba a contar que Miss X está a punto de irse a Las Vegas, sola, a jugarse el destino a las cartas, o sólo unas vacaciones al bingo. A vacilar a los conductores de camiones, a matarse a Dry Martinis en una piscina en medio del desierto. A inventarse un amor de carretera mientras hace autostop. A convertir su vida en una puta road movie o a vomitar en la moqueta de su habitación. A llenar la bañera de espuma o a conocer unas cuantas perras y tragárselas, comérselas. A casarse, quién sabe, y lo peor: quién sabe con quién. Vestida ella de Elvis y él, de Mosso d'Esquadra, de Benicio del Toro o de Shrek, por qué no.

Estaba a punto a confesar una admiración que otras chicas han confundido con deseo, rollo aquí estás, aquí te morreo. Miss X y yo hemos compartido gustos, algún amante, y una pretendiente que intentó mordernos la boca después de haber pasado la noche con media redacción. No es que esa pretendiente sea lesbiana (entre otras cosas, porque ahora esa atribución sirve únicamente para designar a las habitantes de Lesbos), es que creo que hace colección. También le preguntó a mi amiga E, sibilinamente, si vivía sola.

Las redacciones de diario no son casas de putas, sino de malas putas y algún cabrón, pero más bien pocos. Aunque, eso sí, estratégicamente colocados de jefes. O colocados, punto; más de uno ha salido del baño con pintas de acabar de comerse una ensaimada.

Iba a hablar de mujeres tan guerreras que se jactan (o no) de lucir cicatrices, de mostrarlas con un gesto, una mirada, una palabra. Momentos para siempre grabados en sus vidas y en las de aquellos que, de repente, y sin venir a cuento, tropiezan con ellas, laboralmente o en un bar.

Todos podemos ser camioneros en Nevada. Vemos a esta autoestopista, Lara Croft de incógnito, y nos detenemos o pasamos de largo. Por si acaso. Pero la habremos visto, habremos visto más de lo que pretendíamos; del mismo modo que ella nos vio. Pretendiéndolo o no.

Quería referirme a la valentía de Miss X, que unos interpretarán como incauta y otros como temeraria, y yo, simplemente, como envidia. La soledad, en estos casos, es factible cuando se plantea literaria o adolescente. Pero, aunque excitante, de pronto imaginarme sin nada ni nadie en aquel antiguo camino hacia Texas -fue un español, Antonio Armijo, quien le dio nombre a Las Vegas- me desprende de lo que se me antoja como realidad.

Entonces es cuando me doy cuenta de que tengo miedo. Nunca antes había sospechado siquiera que pudiera tenerlo. Soy cobarde porque mi compañera de trabajo es capaz de hacer algo que, no es que yo no sea capaz de hacer, sino que, hasta hace un tiempo indeterminado, hubiera hecho sin dudarlo.

Recuerdo que se lo comenté a Miss X una noche diseñada para olvidar. También recuerdo que me contestó: "Tú podrías hacerlo con alguien, y eso, a mí, sí que me parece impensable".

Por primera vez en mi vida, una persona me considera más sociable que ella misma. Me sentí igual que cuando alguien dice que soy cariñosa pero que no lo sé.

Como digo, estaba a punto de contar todas estas cosas, cuando, de repente, mi teléfono móvil ha vibrado. Siempre lo tengo en silencio. No me gustan las estridencias. El móvil ha vibrado, y ponía: mensaje nuevo, y el número del mensaje era un número desconocido.

El texto del mensaje era: NO.

Así, en mayúsculas. Nada más: NO.

Entonces me he dado cuenta de que "no" puede significar demasiadas cosas. Pero siempre lo atribuiremos a aquello que estábamos a punto de hacer.

A aquello que ya nunca haremos.