domingo, 18 de septiembre de 2011

El nudo de la corbata

 
Los rumores no me molestan, especialmente cuando me conciernen. Me divierte esa sensación de tener más vidas de las que tengo, de haberme acostado con más hombres de lo que confesaré jamás y con muchos menos de los que me atribuyen. Los rumores juegan a favor de los que somos celosos de nuestra intimidad porque, mientras corren y llenan las bocas de quienes se los pasan como un porro, esas bocas no pueden decir nada más, no preguntan, no indagan. Se quedan ahí, aleladas, con el rumor colgado del labio, sacando humo tras el que se oculta la verdad. Sólo humo. Habrá quien diga que por él se sabe dónde está el fuego, o el cáncer. Pero lo cierto es que evidencian dónde hay marihuana y qué alucinaciones exhala.

Cuando soy la protagonista, intento preservar ese papel alimentando el rumor que me lo concede. Si un amigo me comenta en una fiesta: “Dicen que nos miramos mucho”, yo le miro todavía más y le sonrío ostentosamente, le dedico una caída de párpados y a veces incluso vuelvo en el mismo taxi que él, aunque cada uno se vaya a su casa. Si está en duda mi heterosexualidad, meto mano a una amiga fingiendo disimulo, bailo con ella lasciva. Esa superficialidad no puede hacerme daño. Tal vez sí a otras personas. Por eso, cuando veo que se extiende hacia alguien que podría salir perjudicado, hago nuevos malabares, llamo la atención; si siembro la duda o creo confusión, si despisto un poco, me doy por satisfecha.

En eso consiste precisamente la literatura y supongo que para eso existe este blog. La gente tiende a creerse las cosas que ve por la tele o lee en cualquier sitio, la gente quiere creerse todo lo que le cuentan. La verosimilitud es más fácil de conseguir si quien narra la historia lo hace en primera persona y utiliza un pretérito próximo, del mismo modo se presentan las anécdotas. Le dices a alguien: “Flipa con lo que me acaba de pasar”. Y el otro se queda y escucha, y a lo mejor no flipa, pero como se lo han anunciado de un modo tan atractivo (quédate aquí conmigo porque lo que estoy a punto de contarte te va a impresionar muchísimo) no tiene más remedio que dejarse arrastrar hacia el mundo que se abre tras cada relato, sin plantearse –para qué– qué parte tiene de ficción y qué de realidad.

La boda de nuestros amigos, el viernes, jugó todo el rato en ese espacio indefinido donde lo que es verdad y mentira no importa, siempre y cuando se lo puedan contar unos a otros como a ellos se lo han contado. Para empezar, se celebró antes de que marido y mujer se hayan casado. De hecho, el mes que viene la celebrarán de nuevo en África y no firmarán los papeles hasta diciembre en una nueva ceremonia oficiada por el exalcalde de la ciudad. 

Mi amiga La Loca y yo solemos arrastrarnos mutuamente a una perdición inocente, así que por la tarde la convencí para que abandonara la Dukan y volviera a la cerveza, que es mucho más sana y agradecida. Sentadas en una terraza de la plaza Artós, ella de Valentino y Mascaró, yo con un vestido ceñido, brindamos por los kilos perdidos. Y cuando llegamos al Giardinetto, por su falta de costumbre y mi semana de sobredosis, llevábamos un puntillo interesante al borde del abismo.

Su falta de costumbre se debía a veinte días sin probar el alcohol. Mi sobredosis era sobre todo emocional, a raíz de una tormenta que sacude esa bonita historia de amor que solía mecerme de Barcelona a Madrid hasta que me mareé, o hasta que yo qué sé, porque las crisis son siempre lo más difícil de explicar. Las relaciones tienen una unidad narrativa; las rupturas, en cambio, fragmentan el relato, uno no sabe por dónde empezar ni cómo justificarlas, especialmente cuando el sentimiento no se corresponde con los actos, o cuando lo conveniente quizá no sea lo acertado.

He pasado un verano tranquilo, durillo a veces y solitario, en el que lo que me ha salvado han sido las conversaciones con un amigo que piensa mejor que yo, y que no sólo me ha cambiado el modo de mirar, sino también de ver muchas cosas. De ahora en adelante lo llamaremos el Joven Cultivador de Marihuana, lo que le convierte en parte en cultivador de sueños y de rumores, como decía al principio. El humo y las alucinaciones.

La cuestión es que el viernes, en la boda, estuve un pelín triste. El día anterior había estado en Madrid, me pasé el viaje de vuelta llorando en el AVE, tan cansada que ni siquiera me dio vergüenza. Ver tantas caras conocidas en el Giardinetto me alegró, creo que logré cierta chispa al principio, aunque luego me dijeron que me faltaba energía. Bueno, no importa, estaba cómoda, me sentía acogida, la novia estaba exultante y yo, contenta por ella. Existe cierta envidia sana que consiste en verse reflejado en el otro. Es una envidia peligrosa porque puede derivar en la autocompasión, pero supongo que para eso están las bodas, para imaginarte en su lugar. A mí la novia me recuerda a mi madre en muchos aspectos; en lo enamorada que está, por ejemplo, en el orgullo que siente por su marido. Nosotros nos hubiéramos casado en el último pueblo de la Vall d'Aran y habríamos invitado a todo dios, desde mis amigos de Barcelona y Mallorca, hasta los suyos de Madrid y Zaragoza.

Para acabar de adobar mi rara nostalgia (basada evidentemente en viejas conversaciones llenas de ilusión), ahí estaban sus amigos de Zaragoza, todos recordándome la buena pareja que hacíamos, lo felices que se nos veía juntos, etcétera. A quién le importa por qué no funciona el amor, o por qué con el amor no basta, esas justificaciones son un coñazo. Por otro lado, qué ganas tiene todo el mundo de dar su opinión, “me caes bien, me cae bien, me gustáis juntos, no rompáis, devolvedle unidad al relato”. Y lo hacen con la mejor intención, pero qué complicado es todo, como en ese estúpido estado de Facebook, it's complicated. Qué egoístas somos, qué incapaces de simplificar las cosas.

Creo que él ha empezado a salir con una chiquilla muy guapa e inminentemente famosa; a mí me relacionan con un Principito que también estaba en la boda y a quien le tomé prestada la corbata roja para alimentar como hago siempre ese rumor. Luego le pedí a uno de los editores más importantes de Europa que me hiciera el nudo y posteriormente bailé con su mujer; planeamos un road trip en busca de uno de sus autores, que ha desaparecido en algún complejo de apartamentos al sur de la Península.

Mientras a mí me preguntaban por el hombre al que aún amo en Madrid (qué raro que no le haya puesto nombre, supongo que cualquiera resultaría demasiado obvio) al Principito le preguntaban por mí, ¿es verdad que estáis juntos? El más malicioso me dijo: “¿Sabes que la corbata es un símbolo de sumisión y que su propietario es tu dueño?”. Luego me enteré de que el rumor no se limita a que nos hayamos liado, sino que va mucho más allá: dicen las malas lenguas que yo dejé al chico de Madrid por el chico al que le tomé prestada la corbata. Eso supera con creces la potencia que yo creía que tienen los rumores y le da mil vueltas a mi imaginación; narrativamente carece de tanto sentido que resulta surrealista. Claro que sur-realisme quiere decir sobre la realidad. Estoy por presentarme a la próxima fiesta con un cojín en la barriga para que se pregunten de quién es el bebé.

Todo iba más o menos bien, pero sin duda llevaba la tristeza impregnada en la cara como un rímel corrido, porque cuando la novia empezó a repartir rosas rojas y blancas entre las invitadas (una para cada una), a mí me dio dos. Yo había encontrado un led en el suelo, atado a los restos de un globo reventado, y me lo anudé a la corbata, llevaba en mi cuello la luz.

Estaba hablando con alguien en la barra cuando, de repente, un tío al que apenas conozco se volvió hacia mí, me interrumpió y dijo: “Oye, estás muy buena y ese vestidito que llevas es muy mono, pero escribes como el culo”. Eso fue demasiado para mí. Se agolparon en mi garganta la terrible despedida del día anterior en Madrid, las excusas improvisadas con las que intentaba justificar que él y yo no estemos juntos pese a hacer buena pareja, se agolparon las mil cervezas, la boda que no será, la autocompasión y la patética piedad que me di cuenta que provocaba a mi alrededor. Salí corriendo a buscar un taxi, me ahogaba.

Me senté en un banco para tomar aire, conté hasta cien y recordé dos cosas importantes. Primera, que soy demasiado egocéntrica. Segunda, una conversación que acababa de tener con un filósofo que se casó con quien más le daba; él se había dejado deslumbrar por otras mujeres, pero eran ilusiones, pura ficción. Sólo ella era real, sólo lo que ella le ofrecía era de verdad. Él supo descubrir la autenticidad de su sentimiento en el fondo del rumor. Ahora esperan un hijo que es la materialización de un proyecto sólido en común. Conservador? Puede. Convencional? Sin duda. ¿Una justificación para convencerse a sí mismo ante el acojone que implica la responsabilidad de ser padre? Quién sabe. Pero nunca nadie me había explicado tan bien la evidencia, el valor de lo tangible. Lo auténtico.

Regresé al bar, todavía cabreada, y me deshice del led brillante y la corbata roja con la que hubiera podido colgarme de una viga si en mi casa hubiera vigas y algún gancho del que colgarme y, qué coño, si hubiera querido colgarme, que en realidad está claro que no. Se la devolví a su propietario con tanto dramatismo (arrancármela del cuello y dársela delante de todo el mundo) que los invitados corroboraron sus sospechas: si le montaba aquel numerito era porque me había rechazado o algo así. No sabían que mi enfado no tenía nada que ver con él, sino con un gilipollas que me había interpelado en la barra para decirme que escribo como el culo. Pero les daba igual, mola más pensar que estás presenciando un desatado ataque de pasión que ratifica la veracidad del rumor y lo despoja de cualquier duda.

Me senté con el filósofo que tanto me había enseñado y sus amigos, hasta que vino el gilipollas a pedirme perdón. Por lo visto fui borde con él hace unos años y seguía resentido conmigo. Le dije que no recordaba haber sido borde, sino que sencillamente lo rechacé cuando pretendió acostarse conmigo. Le dije que era de muy mala educación interrumpir a alguien a quien apenas conoces para decirle que escribe como el culo en una boda. Volvió a pedirme perdón y me dijo que fuéramos a tomar una copa. Tuve que resistirme para no contestarle que se fuera a tomar por culo.

El Principito se iba en ese momento y le acompañé al taxi para que los demás siguieran hablando de nosotros un rato más, no voy a decepcionar a mi público. Luego me reuní con un gran escritor al que admiro mucho y quiero un poco, y mi grado de patetismo era tal que me abrazó para animarme. Sé que tendría que haberme largado a casa en ese momento, corría el riesgo de hacer un ridículo espantoso si me quedaba, pero no podía hacerlo porque era consciente de que me sentiría muy sola. Tenía miedo. Un miedo tristísimo y aberrante, un miedo tragicómico y melodramático, totalmente absurdo por injustificado, pero miedo al fin y al cabo. Me senté derrotada en un taburete y los que me consideraron un resto de serie fueron haciendo turnos para darme abrazos y besos. Algunos con mucho cariño, otros llevados por otro tipo de impulso. Estaba claro que era vulnerable, tenían que averiguar si me dejaría mimar y animar hasta la entrepierna.

Entre los que se acercaron con dudosas intenciones volvía a encontrarse el gilipollas, que insistió en que fuéramos a tomar una copa. Se lo presenté a mi amiga La Loca y cometí un error. Dije: “Éste es Tal, dice que escribo como el culo”. La Loca y yo nos arrastramos mutuamente a una perdición de azúcar, pero también nos defendemos la una a la otra como leonas. Ella contestó: “¿Cuál de sus novelas has leído para sostener semejante afirmación?”, a lo que él replicó: “Me basta con sus artículos”.

Eso fue sólo el principio de un intercambio de lindezas aderezadas con litros de alcohol que él desató a partir de un: “hablas raro, tienes voz de pija, quítate la patata de la boca”, y que ella rebatió con un: “tú sí que hablas mal que no sabes ni prinunciar correctamente una ele”, él se metió con su camisa de Valentino, ella con su nariz de pepino, ella con su ultranacionalismo catalán, él con su fascismo español, “imbécil”, “idiota”, “estúpida”. Etcétera.

El gran escritor al que admiro mucho y quiero un poco había sacado montañas de jamón para hacer un resopón de madrugada. Fue una buena idea, pero tuvo consecuencias. Harta ya de la discusión agresiva y sin argumentos con aquel gilipollas integral, mi amiga La Loca dio media vuelta y se disponía a irse enfadadísima cuando éste agarró un puñado de jamón y se lo puso en el pelo. Yo no daba crédito. Entonces mi amiga se giró hacia él furibunda e hizo el molinillo, que consiste en mover los brazos y las manos muy rápidamente delante de la cara para hacer saltar por los aires todo lo que se interponga en su camino, en este caso las gafas del gilipollas. Del tortazo que le dio, le abrió una pequeña brecha en la nariz.

Lo siento, sé que la escena a lo mejor fue un poco fea, pero qué coño, estuve muy orgullosa de ella y, si lo ha sido siempre, en ese momento se convirtió en mi ídola absoluta y mi heroína más que nunca por los siglos de los siglos. La adoro incondicionalmente. Llevaba horas reprimiéndome y esa hostia se la hubiera dado yo, al gilipollas. Gracias a mi amiga La Loca, no me quedé con las ganas.

De vuelta a casa, bajo la primerísima luz del día, pensé en lo divertida, emotiva y etílica que había sido la fiesta pese al último episodio (aunque fuera el más morboso y el momento cumbre de la noche, también hay que decirlo). Pensé en lo contentos que pueden estar los novios, ella descalza sobre una moqueta impregnada de años de desfase, él claro, sin corbata. Pensé en lo complicado que es hacer algunos nudos, sobre todo si no es uno mismo quien se los hace; eso dicen los hombres que llevan corbata, al menos, que les cuesta hacérselos a otro. Pensé en todas esas mujeres que, en cambio, aprendieron a hacer esos nudos a sus maridos. Pensé en el matrimonio, las sogas al cuello, las correas, los lazos, los nudos en la garganta.

Pensé en lo fácil que es deshacer algunos de esos nudos, sin embargo, y protagonizar una escenita devolviéndole la corbata a su propietario. Un truco de ilusionista involuntario, una mala interpretación, la comidilla, rumores, un cuento. Pensé que algunos nudos se deshacen cuando lloras y que otros provocan tu llanto en cuanto se deshacen. Supe que la resaca sería insoportable.

Y lo fue. Pero menos de lo que esperaba, o más física que mental, con más dolor de cabeza y ovarios que de corazón. Me vino la regla y eso explicó muchas cosas. Otro nudo se afloja cuando por fin te baja la menstruación. Bebí litros de agua, dormí prácticamente el día entero, recordé que llevaba una semana sin descanso, me convencí de que lo había soñado todo. Y quizá sea así. Escribir consiste en eso, en hacer que lo que inventas sea verdad aunque la verdad parezca mentira, y hasta que no se distingan. Hacerlo siempre, a pesar de que habrá algún gilipollas que te diga que lo haces como el culo y con quien quizá lo preferible sea liarse a hostias. Para hacerle callar y porque un buen sopapo puede ser el mejor antidepresivo aunque no lo des tú.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Hombres Supuestamente Interesantes con los que nunca volveré a acostarme (VI)

El falso amigo (o el consolador dorado). Recibe el nombre de “falso amigo” aquella palabra que, en un idioma, se parece mucho o es igual a la de otro, pero cuyo significado es distinto. Por ejemplo: presunto, en portugués, quiere decir jamón; embaraçada, avergonzada. Subir, en francés, se traduce por sufrir. Grocery, en inglés, por mercancía o tienda de ultramarinos. Y un poco de todo esto tiene la lección de hoy que recordé ayer.

Había una vez una chica que tenía una percepción tan esencial de la vida que a menudo debía frivolizar para no saltar por la ventana. En los momentos chungos tomó por costumbre reírse de sí misma y refugiarse en brazos amigos que, si bien no la sostenían (ella quería valerse por sí misma), sí la consolaban mediante caricias y arrumacos durante las noches frías. Así conoció hace años al que luego llamaría El Amante que Huyó Bajo la Lluvia, un amor absurdo por imposible porque él tenía novia.

La primera noche, él le contó cosas muy tristes sobre su familia, cosas que aquella chica creía que sólo salían en las películas de Antena-3 o en los breves de un periódico. Caminaban por las calles vacías a horas intempestivas y entonces él le dijo: no sé por qué te cuento todo esto. Se besaron. Estuvieron viéndose a escondidas durante algunos meses hasta que él se largó dramáticamente bajo la lluvia. Ella lloró mucho. Lo había pasado mal a raíz del sentimiento de culpa y por el terror de saber que lo suyo no tenía futuro y, al comprobar que el futuro estaba ahí mismo, un abismo se abrió bajo sus pies.

Nunca pensó que estuviera enamorada. Sentía que quería mucho a aquel chico, que tenían una complicidad cojonuda, le esperaba sin esperarle con la estúpida certeza de que acabarían juntos tarde o temprano, cuando aquella frivolidad suya y la novia de él se fueran a tomar viento. A veces, cuando iba borracho, él le enviaba un mensaje o la llamaba a las tantas. A veces también colgaba. Llamadas perdidas que no reclamaban nada.

Dejaron de hablarse. Sin rencor, sin rabia. Él se había ido, ella renovaba su colección de amantes, salía en serio con alguien, volvía a ser la impetuosa de siempre que no necesitaba más apoyo que el de los amigos tradicionales y la fiel seguridad que le rendían mil horas de trabajo. Un día, años más tarde, coincidieron en una fiesta. Ella estaba descolocada tras un verano con la libido por los suelos, a raíz de haberse cargado su enésima relación “seria”. El Amante que Huyó Bajo la Lluvia también había cortado con su novia y no acababa de superarlo, también estaba hecho un lío. Se consolaron mutuamente.

Vamos a ver: ni eran pareja ni tenían intención de serlo. Ella era muy feliz con sus dos amantes y medio (el medio era el Hombre de Hojalata, que padecía a su lado una terrible impotencia, lo que mermaba la confianza de la chica que sabía que aunque te digan: “no sé qué me pasa, es la primera vez que me ocurre algo así, me intimidas”, etcétera, y aunque ella le quitaba hierro al asunto contestando: “no te preocupes, será que te gusto demasiado y estás enamorado de mí”, en realidad si no le ponía es que no le ponía y punto, y es horrible no ser capaz de excitar al tío que tienes en la cama. Pero bueno, por dónde íbamos).

Que la narradora de esta historia y aquel recuperado Amante Que Huyó Bajo la Lluvia se llevaban bien, bromeaban mucho y no se exigían nada. Eran amigos y se tomaban el pelo (cuando hablaban por teléfono, por ejemplo, los compañeros de piso de él le cantaban la marcha nupcial). Era un rollo desenfadado y sin compromiso que a ambos les iba muy bien. A veces él se presentaba en su casa de madrugada, después de una noche de fiesta, y ella, en vez de mandarlo a la mierda, le abría todas las puertas.

Un día ella se enamoró de otro, o se dejó enamorar por otro. Mientras se enrollaban, pensó en el Amante Que Huyó Bajo la Lluvia y aquel tipo le dijo: “Estás ausente, es como si tuvieras novio”. Ahí se preocupó un poco. Pero le dio más importancia al "poco" que al motivo de su preocupación.

He empezado diciendo que la narradora tiene una percepción esencial de la vida y a menudo debe frivolizar para no suicidarse. No es tan exagerado como parece. Se dio cuenta de que quería mucho a aquel Amante Que Huyó Bajo la Lluvia, pero era consciente de que las reglas de su juego eran otras; él le había repetido varias veces que no quería salir con nadie, a ella le daba igual que se hubiera follado a compañeras suyas (incluso a alguna buena amiga, algo que nunca le confesaron).

Con él se veía desde el otro lado, como quien observa su propia evolución y su educación sentimental; era consciente de dónde se equivocaba, qué tonterías cometía, cuáles eran sus necesidades. Y aunque ya no esperaba sin esperarle como sí había hecho años atrás (cortará con su novia y entonces volveremos a estar juntos), agradecía haberle conocido porque fue apoyo y refugio –amigo– cuando más lo necesitaba.

Continuaron cada uno con su vida después de quedar un par de veces y de que el encuentro fuera un poco dramático (de nuevo, el adverbio es lo importante). Él no se daba cuenta de esto. Para él ella también había sido un refugio, sí, donde guarecer su polla circuncidada; ella era la chica simpática que estaba dispuesta, la puerta siempre abierta de madrugada. No quería problemas.

No creáis que los doy, soy fácil incluso en eso.

Falso amigo: cada una de las dos palabras que, perteneciendo a lenguas distintas, se asemejan mucho en la forma pero difieren en el significado.

Pese a que se enlazaban, su lengua no besaba lo mismo que la mía.

Ayer nos vimos. Aunque siempre hemos procurado llevar nuestra historia intermitente en secreto, todo dios la sospecha. Nuestros amigos me dijeron que no querían salir conmigo porque “a las dos siempre te vas a fornicar”. Entonces me volví hacia él y le pregunté: “¿Qué hora es?”. Era una broma, ahora mismo lo último que me apetece es desenterrar viejas historias, me he hecho mayor, pero me gusta provocar, qué le vamos a hacer.

Supongo que él creyó que lo violaría en el baño, la mayoría de tíos que conozco son unos creídos y nuestras recaídas siempre han sido en septiembre. El error es mío, por habérselo puesto siempre todo tan sencillo. Pero yo pensaba que éramos amigos y que, del mismo modo que había podido contar conmigo, podría contar con él en los momentos jodidos. Anoche todos fueron muy cariñosos, estuve hablando hasta que cerraron el puto AlmodoBar y él me evitó todo el rato, se fue sin despedirse. Nueva huida y eso que no llovía. Yeah.

Me envió un mensaje: “Era la mejor decisión. Hoy no era el día. No te enfades”. Y me enfadé. Seguramente conmigo misma. Porque a estas alturas debería saber qué significa presunto, cómo se dice avergonzada, de qué va sufrir y que la grosería es que te traten como una puta tienda de ultramarinos. Falso amigo, que te den por culo con un consolador amarillo.

PD. Lo del consolador dorado es una metáfora: cuidado con lo que te consuelas, porque eso que te metes y con lo que te alivias se lo puede haber introducido un cineasta de culto por el ano.