viernes, 11 de febrero de 2011

El espejo que refleja a la chica apagafarolas

Hoy he ido a comprar un espejo. El domingo vendrá y no es plan que descubra que, desde que vivo aquí, nunca me he visto reflejada en ningún sitio más que en los cristales de la puerta que da al balcón. No sé dónde se venden espejos si no es en Ikea, así que me he puesto a dar vueltas por el barrio.

He pensado en su madre. Esta mañana su madre le ha llamado histérica porque en El País sale que estoy embarazada y ella no sabía nada. Bueno, eso me ha dicho él. En realidad a ella le han contado que El País ha publicado que él está esperando un hijo de su novia catalana. En fin, creo que si estuviera encinta lo sabría, aunque estos periodistas son unos adelantados. El caso es que quien hizo correr el bulo se equivocó, leyó un nombre que no era y que corresponde a un hombre que no es.

Su padre tuvo un ictus y no habla, como mucho tararea el Cara al Sol. Era militar de caballería y un excelente escalador, muy estricto y buen hombre a pesar de su ideología. Hoy, cuando su mujer ha vuelto de la compra, se lo ha encontrado llorando. El periódico estaba abierto por la página de esquelas y ha pensado: se le habrá muerto un amigo. Las ha leído y un nombre le ha llamado la atención: era el de una novia que tuvo su marido antes de casarse con ella.

“¡Pero será posible! Esa mala pécora se casó con un marqués que la trató como una reina, nunca tuvo que preocuparse por nada, y yo llevo cuarenta años cuidándote, ocho ocupándome de ti, ¿y encima la echas de menos? ¿Lloras por ella? ¡No me lo puedo creer!”.

No conozco a esa mujer, pero me cae bien. Por decirlo en plan bestia: no me importaría que fuera mi suegra.

He entrado en tres ferreterías porque me fascinan, se me ocurren un montón de cosas que podría comprar: una black and decker para hacer agujeros, una escalera para llegar al techo, un estante para poner las especias, una báscula para no utilizarla, un reloj de cocina, un bote de pintura por si quiero pintar algo, un trasto sin nombre que me iría muy bien en el baño. Joder, puedo pasarme horas en una ferretería, siempre hay hombres aparentemente normales esperando su turno y haciendo preguntas extrañas, piden objetos cuya existencia desconocía y lo más alucinante es que en la ferretería siempre los tienen. No sólo eso, sino que además el dependiente les da consejos sobre cómo utilizarlos.

En una de las ferreterías había muebles bonitos de oferta. ¿Por qué había muebles bonitos en una ferretería? Ni idea, pero he estado pensando si comprarme un botellero que hace las veces de guardacopas y de mesa para servir vino, o un espejo rústico precioso. Qué dilema. Yo había salido de casa para comprar un espejo, pero he podido vivir sin él tranquilamente durante los seis meses que llevo en este piso. Claro que también he podido vivir tranquilamente sin el botellero.

Le he dicho al señor que lo veré mañana y he vuelto a la calle, me he preguntado cuánto se supone que tiene que costar un espejo. Había anochecido y la gente se movía bajo las farolas naranjas del Eixample que a veces se apagan a mi paso. El otro día conocí a una chica a la que le pasaba lo mismo. De hecho, ha estrenado una obra de danza contemporánea titulada La niña que apagaba farolas, o algo así.

He ido a la Biblioteca a recoger una cosa que habían dejado a mi nombre, y ya de camino a casa, he visto un mueble precioso junto a un container. En mis años de estudiante me harté de recoger muebles por la calle. Luego los pintaba con mis compañeras de piso y así nos ahorrábamos un montón de pasta. Todavía recuerdo un sofá horroroso con un estampado de flores marchitas. Pero, por alguna razón, ahora me da vergüenza, no sólo recogerlo, sino incluso acercarme a ese mueble.

Es una tremenda estupidez, la restauración es uno de los oficios más bonitos y ecológicos. De pequeña yo quería ser restauradora. O arqueóloga, como Indiana Jones. En ambos casos descubres qué oculta lo que tienes en las manos, en ambos casos recuperas un pedazo de historia.

El semáforo se ha puesto verde y mientras cruzaba me he dicho, qué coño, no podría cargar con esa mesilla de teléfono años setenta hasta mi casa, pero quiero verla de cerca. Así que ido hacia el container. El mueble estaba en aparente buen estado, pero lo había devorado la carcoma. Entonces lo he visto. Apoyado en el contenedor, no era precisamente bonito. Sin embargo, era un espejo. Redondo, un pelín amuescado y lleno de polvo, le faltaba uno de los remaches que lo sostenía al soporte. Pero era lo que estaba buscando. No podía dejarlo allí hasta que otro se lo llevara o se hiciera añicos. Lo he cogido.

En los espejos se quedan las almas de todos aquellos que alguna vez vieron en él su reflejo. Las imágenes forman parte de su memoria silenciosa y me pregunto quién se ocultará al otro lado, tal vez un anciano y la dominicana que iba cada día a cuidarle hasta que murió, su hijo, su nuera, sus nietos, nadie sabe. La verdad es que espero no averiguarlo. Me limitaré a comprobar que voy bien peinada, bien pintada, bien vestida. Y cuando él venga el domingo, nos miraremos juntos y comentaremos que sólo así tenemos sentido.

En secreto imaginaré que aquella exnovia de su padre se asomaba a este espejo cada día. También en secreto, se ponía guapa pensando en él.