viernes, 5 de agosto de 2011

Yo siempre como siempre

Mi abuela no perdona. De junio a septiembre, tiene que nadar cada día. Como no conduce, mi padre o una de mis tías la acompañan a la playa.

El llamado S'Arenal Gran de Portocolom está separado del Petit por un exiguo pantalán en el que, cuando mi padre aún llevaba bañador con tirantes, se colocaba un guardia para vigilar que hombres y mujeres no se mezclaran. El llamado Arenal Petit, hendido en un pinar y junto al que ahora hay un buen restaurante regentado por unos bordes (la bordería forma parte del encanto mallorquín), estaba reservado a las mujeres y sus hijos menores de 12 años.

Mi abuela suele dejar allí su toalla porque hay sombra. Va nadando hasta S'Arenal Gran -donde antiguamente estaban los hombres- sin mojarse la cabeza. Tiene 91 años y fuma un paquete de tabaco diario; como ya no hay Record de la caja verde, primero se pasó a los puritos y ahora, al Winston. Dice que si tiene cáncer, será de garganta porque casi no se traga el humo, pero yo sostengo que lo que pone en las cajetillas es incompleto. Sí, el tabaco puede matar. Pero también puede no hacerlo.

Cuando llega a la playa grande (este año atestada de guiris, lo que es una novedad), camina por la orilla de punta a punta un par de veces. Luego vuelve a nado de donde llegó.

Hoy mis padres y yo nos hemos sentado junto a las escaleras en las que se acomodan las señoras del pueblo, mujeres estupendas que se han puesto muy morenas y cuyo pelo ha adquirido un sospechoso color amarillo. Tienen las típicas conversaciones playeras con el tono de voz y el acento apropiados para la ocasión. Algunas se sientan en esas sillitas ridículas y otras, las menos, juegan con sus nietos un rato. Hablan de temas que olvido inmediamente porque oírlos es inevitable, pero retenerlos, por alguna extraña razón, me resulta imposible.

Mientras me pongo crema protectora factor 30, veo cómo me saluda una amiga de mis primas. Me quito las gafas de sol, me levanto de la toalla y me acerco a ella. Fue madre el año pasado, me presenta a la criatura; cuenta que otra amiga suya está a punto de reventar. Hincha los carrillos y coloca las manos medio metro delante de su barriga para hacerme entender que el embarazo la ha puesto como una vaca.

Pienso que me sabe mal haber sido tan soberbiamente solitaria de adolescente. Ahora esas amigas de mis primas también serían las mías y no me avergonzaría proponerles que quedáramos este fin de semana. Podríamos ir a la Cova dels Ases a tomar algo, cenar un pa amb oli. Estoy todo el día encerrada en casa leyendo, escribiendo, y no digo que esté mal. Bajo a la piscina a primera hora, doy paseos mientras se pone el sol. Pero un mes de convivencia con mis padres será excesivo.

Viene otra chica con la que fui al colegio. Es mayor que yo, estudió Historia con mi famoso catequista. Me dice: “Estás de enhorabuena!”, y me llevo las manos a la barriga horrorizada. ¿Perdón? “Por los libros”, añade. Ah, sí. Vale, lo de plantar el árbol y lo de escribir el libro ya está. Hablamos un rato y dudo si preguntarle por el catequista. No lo hago. Ni siquiera sé si sabe que nos conocemos. Perdón, que nos conocimos. Se casó, me consta que por lo menos tiene un hijo.

Ayer llamé a un casi Hombre Supuestamente Interesante con el que Nunca Volveré a Acostarme. Y digo casi porque no llegamos a acostarnos juntos. Era el guapo de EGB, tenía los ojos tan verdes que le llamábamos Gato. Llegó en Tercero, venía del colegio francés y decía muchas palabrotas. Decía mucho “cojones” y yo entendía “cajones”, así que no me parecía que fuera un taco y lo decía con él.

Su madre se había separado de un hombre y casado con otro. Gato estaba enfadado con el mundo, nos insultaba constantemente, pero era tan guapo que mi mejor amiga se enamoró de él. Un día Gato se escapó tras una bronca con el profesor de gimnasia. Se fue corriendo, saltó la verja del patio y desapareció. Estuvieron toda la tarde buscándolo. Lo encontraron por la noche en casa de sus abuelos.

La madre de Gato era una mujer guapa y moderna que miraba a todo el mundo con muchísima curiosidad. Desde mi perspicaz ingenuidad infantil, me parecía que su simpatía resultaba peligrosa para ese tipo de esposas celosas que tienden a odiar a otras féminas, especialmente si son más guapas, más modernas y más simpáticas que ellas. Gato tenía una casa fabulosa en un pueblo cerca de Palma, y en verano celebrábamos fiestas en su piscina.

En Sexto nos hicimos muy amigos. Entonces, como él, yo también odiaba al mundo. Empecé a jugar a baloncesto con él y otros compañeros a la hora del patio. Un día, la Gorda me sacó de la pista y me advirtió: “Aléjate de Gato, Gato es para X”. X era la superpija de la clase, a quien casi todos iban detrás. Cuando Gato se enteró, en Naturales cogió mi pupitre (el pupitre entero), y lo puso a su lado. Nos sentamos juntos lo que quedaba de curso y creo que seguimos codo con codo hasta Octavo.

En el Instituto nos perdimos la pista, pero cada noche de los Santos Inocentes nos reuníamos toda la clase e íbamos a cenar. Aquellos odios hacia la humanidad fueron breves, en realidad nos llevábamos de puta madre (todavía hoy quedamos casi cada invierno y seguimos llevándonos bien). Mi vieja amiga seguía perdidamente enamorada de él, pero él alargaba el momento de volver a casa para quedarse a solas conmigo; más de una vez nos pillaron agarrados por la cintura o de la mano.

Se fue a estudiar primero a Lugo y después a Valencia. Yo le escribía desde Barcelona. Supongo que aún podría encontrar aquellas cartas que, si mal no recuerdo, hablaban sobre todo de Nietzsche y de una angustia oscura existencial. Uno de sus perros se suicidó, saltó por el balcón. Seguíamos viéndonos de vez en cuando, seguíamos acabando tímidamente abrazados.

Empecé a salir con un cantante. Acabé la carrera y pasé diez meses en Palma. Gato no acabó, pero venía en Semana Santa y Navidad. Él también salía con una chica. No recuerdo dónde nos besamos por primera vez, supongo que en aquel pub irlandés donde nos poníamos tibios de Guinness. Fumábamos mucho. Luego vino a casa, el error fue intentar pasar del sofá a la cama.

Transcurrían unos meses, quedábamos de nuevo. La última vez, en la suya. Su madre llegó por sorpresa, casi nos pilló, salté por la ventana, corrí por el jardín hasta la carretera, donde él pasó a recogerme con su Vespa y me llevó a Palma.

Me dejó en el portal y dijo que se había acabado. Antes incluso de empezar, o después de tantos años, qué más da. Se sentía culpable. Yo no, aunque sabía que también debía sentirme culpable. Nos abrazamos muy fuerte, muy fuerte, y a mí me parecía imposible. Volví a escribirle, pero él hablaba en serio y nunca contestó.

Mi prima se casó con su primo. Su madre y hermanos fueron a la boda. Él no.

Volvimos a vernos hace un par de años, en una de esas reuniones de compañeros de EGB. Seguía siendo muy guapo. Seguíamos teniendo aquella complicidad. Pero yo estaba más flipada por otra historia: mi primer amor oficial (que era otro, casi desde parvulario) le había puesto mi nombre a su hija.

El domingo me enteré de que la madre de Gato ha muerto. Una tontería, una mononucleosis mal diagnosticada. Creyó que era un resfriado, siguió yendo a trabajar, se consumió de forma absurda hasta que su cerebro no pudo más y tuvo varios infartos. Así de simple.

Así de triste.

Ayer llamé a Gato. Está bien, vive en una finca en la montaña con aquella chica por la que apostó correctamente. Este verano educarán a un caballo maltratado, cada verano dedican sus quince días de vacaciones a salvar a algún animal; para evitar que alguno vuelva a suicidarse, supongo. Repasamos las vidas de nuestros conocidos en común. “Y tú qué, desde que eres famosa no se te ve el pelo”, dijo. “No soy famosa, soy la más localizable de todos vosotros y si no me ves el pelo es porque me lo he cortado. Pero como siempre. Yo siempre como siempre; exactamente igual que la última vez”, respondí.

Todos en la playa miran hacia la estrecha carretera por la que no puede pasar un 4x4. La culpa es de un Citroën mal aparcado, y las señoras de pelo amarillo, los hombres con barba, los padres y madres de los niños, absolutamente todo el mundo mira hacia la carretera y da su opinión. Por fin ocurre algo emocionante. “Pero el propietario de ese coche no se da cuenta de que molesta?”, grita alguien.

Me imagino al propietario de ese coche disimulando en la orilla, consciente de que tras ese 4x4 llegará otro turismo de grandes dimensiones, y después otro, y otro. Y cada vez que se acerque un vehículo ancho, se armará este mismo pollo. Imagino su angustia y su vergüenza. Me lo imagino preguntándose en qué momento podrá sacarlo de allí sin que se le eche todo dios encima.