domingo, 26 de julio de 2009

Revolver

Ayer un desconocido me preguntó a la salida del súper: "¿Ya has vuelto?".

Era un hombre de mediana edad, un poco calvo, tenía un ojo morado y llevaba desabrochados los primeros botones de una camisa a rayas manchada a la altura del pecho. Podría haberle preguntado: "¿Quién es usted?". Podría haberle contestado: "Es que estoy de vuelta de todo".

Pero en cambio me salió un casi obvio: "Volver de dónde?".

El hombre me miró como si temiera haberse confundido de persona, algo que a mí me pareció que era exactamente lo que estaba pasando. Contestó: "De Sri Lanka". Y entonces fui yo quien lo miró con más atención. Tal vez nos conociéramos, después de todo: el miércoles que viene me voy a Sri Lanka, en efecto.

Le dije: "Pero si todavía no me he ido".

El hombre abrió los ojos como platos y respondió: "¿Qué quieres decir con que todavía no te has ido?".

"Pues eso, que salimos el próximo miércoles", insistí. Y me sorprendí un poco por haber utilizado el plural de repente.

Las bolsas de la compra pesaban bastante, hacía calor y era demasiada casualidad que ese señor conociera a alguien que acabara de estar en Sri Lanka; no conozco a casi nadie que haya estado en Sri Lanka. Que se parezca a mí y que viva en mi barrio, menos.

El hombre miró a lado y lado de la calle, como si esperara, qué se yo, que apareciera una cámara de la tele y yo me pusiera a gritar inocente, inocente. O no, ahora creo que malinterpreté su desesperación. Luego hizo un gesto como de "pero a ver, qué coño está pasando aquí", y se rascó la barbilla.

-Pero entonces... ¿no estabas en Sri Lanka cuando entraste en el Skype de mi hijo? -preguntó.

Y yo dejé las bolsas de la compra en el suelo porque empezaban a dolerme las manos, y me froté las palmas para borrar las marcas que las asas habían dejado en mis dedos. No entendía nada de nada. ¿Qué hijo? ¿Qué Skype? ¿Era aquel hombre el padre de mi amor sobre ruedas? En tal caso, ¿para qué iba yo a meterme en su Skype si nos vemos a diario y nos peleamos siempre que queremos pillar una bicicleta del Bicing? Además, mi amor sobre ruedas no vive con sus padres. Me impacienté.

-Señor -le dije-, no entiendo nada. ¿Qué Skype? ¿Quién es su hijo?

El hombre agachó la cabeza realmente confundido. Luego volvió a levantarla y su mirada parecía muy triste. El moretón de su ojo derecho se había oscurecido.

-La semana pasada, no sé cómo, entraste en el Skype de mi hijo. Mi mujer y yo estábamos cenando, y él nos llamó. Estaba como siempre enganchado al Internet y todo eso, y nos dijo que fuéramos corriendo. En la pantalla aparecías tú, y nos dijiste que habías viajado a Sri Lanka de vacaciones y que tenías la sospecha de que habían entrado a robar a tu casa. Nos pediste por favor que fuéramos a ver si era así. Yo te pregunté cómo sabías que habían entrado en tu casa desde Sri Lanka. Si es que alguien te había llamado para advertírtelo o algo. Te pregunté cómo conocías la dirección del Skype de mi hijo. Tú respondiste que ya me lo explicarías a tu vuelta, pero que entonces no podías hacerlo, que hay pocos sitios en Sri Lanka que tengan Internet y la conexión es muy mala. Que por favor fuera a tu casa y mirara si habían entrado a robar, que éramos vecinos, que sería cosa de un momento.

Me puse a sudar y a temblar al mismo tiempo. Me picaba la cabeza. Por fin, me atreví a preguntar:

-¿Y fue usted a mi casa?

-Claro. Fui a tu casa y me encontré a tres hombres que estaban forzando la cerradura de tu puerta en ese preciso momento. Pensé: hostias, qué casualidad, cómo coño podía saberlo esa pobre chica.

Tragué saliva. Ignoro si me asustó más la pregunta que estaba a punto de hacer o cuál sería su respuesta.

Al final tomé aire y solté:

-¿Le hicieron ellos eso que tiene en el ojo?

El hombre suspiró hondamente, como si en ese suspiro cupieran todas las preguntas del mundo, todas sus respuestas. Y con lo que a mí me pareció un nudo en la garganta, resolvió:

-Mira, voy a darte el Skype de mi hijo.

Me lo dio. Parecía resignado. Le di las gracias. Lo besé en las mejillas. Cogí las bolsas de la compra y fui hacia casa. Cuando estaba justo en la esquina, caí en la cuenta de algo. Volver dos veces es revolver, revolverlo todo. Y con un acento, pistola.

La mancha en la camisa.

Me volví. No había nadie en la calle.

domingo, 19 de julio de 2009

En mi lugar

Tiene nombre de verano, es maño y se ha propuesto escribir un cuento como si lo hubiera escrito yo. Su cuento empieza así:

"Si las historias no vienen a mí, soy yo la que sale a buscarlas.

Diana Cazadora.

No sabía qué clase de historia me esperaba en Zaragoza. Podía ser una gran historia o podía ser una historia de mierda. Tampoco me lo planteé. Plantear debe de venir de plantar, y a mí las plantas, como los semáforos en ámbar y como las camisas sin arrugas, me ponen triste. Y sólo hay una cosa que odie más que la tristeza: la cerveza caliente".


Y bueno, si no fuera por eso de "Diana cazadora" habría pensado que, efectivamente, dejé estas líneas apuntadas en algún cuaderno que luego olvidé, en uno de esos posts que están en el archivo "Borradores" y ahí se quedarán porque por algo son borradores, porque su función es borrar lo que tenían que decir y ya no lo dirán jamás.


Leo el texto que mi amigo estival ha intentado escribir en mi lugar mientras pruebo una de esas cervezas un poco tristes y calientes que acabo de comprar en el colmadito de la colombiana con voz de pito, y recuerdo que fui a Zaragoza precisamente por eso, porque ser musa es un coñazo, y si tengo que pasarme la vida esperando a que un bardo capullo me cante las cuarenta o mil canciones de amor, voy lista. Soy más aventurera que eso, y aquí canto yo.

El texto podría ser mío y pienso decírselo a mi amigo: joder, qué cabrón, me has pillado, casi me confundes. Pero hay algo que me inquieta un poco: ¿por qué me ponen triste los semáforos en ámbar? Por su construcción, la frase podría ser mía, insisto; por su sentido, no. Los semáforos en ámbar no me ponen triste porque no me dan tiempo. Los semáforos en ámbar son como esas llamadas del administrador de fincas cuando te pregunta: "¿te quedas por cuarenta euros más al mes o te largas? Dímelo antes del viernes". Y a ti te salen sarpullidos porque el viernes es ya, y esa decisión condicionará los próximos cinco años de tu vida.

Pues los semáforos en ámbar son parecidos, porque de repente tienes que tomar una decisión en décimas de segundo: ¿das el paso aunque tengas que cruzar corriendo al otro lado y con el riesgo de que te atropelle un trailer? ¿o te quedas viendo cómo el semáforo se pone en rojo, pasan los coches por delante de tus narices, esperas en la acera uno o dos minutos que podrían alterar tu vida para siempre?

En las calzadas de Barcelona han pintado unos mensajes con letras blancas para que recuerdes la cantidad de gente que muere atropellada cada año por culpa de sus decisiones precipitadas.


Los semáforos en ámbar me dificultan la vida a diario porque nada se me da peor que tomar decisiones, y los semáforos son impacientes, impertinentes y tienen algo de profesor de spinning o de aerobic, un-dos, un-dos, vamos, vamos.

Mi amigo estival sabe algo de aerobic, pero no porque se haya apuntado a un gimnasio y se ponga una cinta en la cabeza y unas mayas de licra todos los lunes por la tarde, que no lo hace. De repente, le dio por hacer pesas. Se compró unas, y ahora, además de leer como nadie y de intentar escribir como yo por puro divertimento, hace ejercicios con las pesas cada día. Las pesas ésas pesan un huevo, que yo las he cogido alguna vez.


Pero cuando lo conocí, mi amigo todavía no se había comprado las pesas; ni siquiera tenía aquella obsesión por estar echando barriga que tuvo luego. O, en cualquier caso, no me hizo ningún comentario al respecto.


Siguiendo con su texto, las horas previas a conocernos fueron más o menos así:


"Si tengo que elegir un número, elijo siempre el número trece. No es por tentar a la suerte. En el que debería haber sido mi asiento viajaba una mujer a la que no le veía más que el brazo y el abanico. Estuve muy atenta al abanico y no lo abrió ni una sola vez. Cuando no lo movía de un lado a otro lo hacía girar, sin abrirlo. Ella sí que estaba nerviosa.

El autobús hizo una parada poco después de que cruzáramos el Meridiano de Greenwich. Pensé que cruzar por aquel arco era como atravesar el arco iris. Qué idiotez".


Creo que aquí ya no me pilla tanto el tono. Es decir: no entiendo por qué tendrían que ponerme triste los semáforos en ámbar, pero a veces no entiendo muchas cosas que digo o escribo. En cambio, aquí hay tres cosas que nunca sería capaz de mencionar, ni oralmente ni por escrito. Una es el verbo "elijo". Otra: "ella sí que estaba nerviosa". A mí qué me importa esa señora. Y la que seguro que no saldría de las teclas de este ordenador adquirido en la tienda Apple de la Quinta Avenida de Nueva York hace cuatro meses es: "arco iris".


Mierda, pero si el mismo nombre del arco ése de los cojones es de un cursi redomado. Me recuerda a la canción de la abeja Maya y a la serie de los Osos Amorosos y a los abrazos de los Teletubbies y lo siento por los gays, pero joder, ya podían haberse buscado un símbolo un poco menos new age. El arco iris es cursi en sí, como cualquier cosa que: a) contenga colores pastel. b) contenga el color malva-rosa. c) combine varios colores. Y a mí lo cursi no me va.


A ver, puedo ponerme sentimental cuando me enamoro o me acuerdo de mi abuelo, o pienso en lo bien que follaban aquellos hombres supuestamente interesantes con los que nunca volveré a acostarme. Puedo ver una puesta de sol o la película Mishima y ponerme a llorar por culpa de la belleza. Pero eso tiene sentido. Además, en la película Mishima no he llorado por la puesta de sol ni porque el tío se destripe con un cuchillo jamonero, sino porque al principio el tío cree que las palabras no sirven para nada y al final descubre que lo que no sirve para nada es actuar. Total, que es un poeta incomprendido.


Pero en fin, estábamos hablando de por qué mi amigo estival la ha cagado suplantando mi identidad. La verdad es que no recuerdo en qué asiento me senté en el autobús, la vez que fui a Zaragoza para conocerle. Pero sé que me puse los cascos para no tener que hablar con la pija que se sentó a mi lado, que apestaba a perfume caro, y me puse a mirar por la ventana y hacía calor; tanto, que el conductor tuvo que levantar la trampilla que había en el techo del autocar para que pasara un poco de aire. Y lo cierto es que no fui consciente de cruzar el Meridiano de Greenwich ése, pero sí recuerdo que, delante de los Monegros, me dije: coño, pero si esto no es un desierto ni es nada, que está todo verde. Y envié un mensaje de texto a mi amigo estival comentándole, pues eso, que vaya mierda de desierto.


Luego llegué a Zaragoza:


"Me había dicho que la puntualidad no era la mayor de sus virtudes, pero yo sabía que estaría esperándome en el andén, puntual como un adolescente en su primera cita. En lugar de un ramo de flores llevaba un periódico arrugado. Los ojos le sonreían".


Diría que aquí mi amigo estival ha dejado de ponerse en mi piel para cubrirse con el abrigo de aquella chica que a él le hubiera gustado que yo fuera. No es que sea una loba con pellejo de cordero ni nada de eso, pero tiendo a ser bastante más... Bueno, fría no es la palabra y menos un verano en Zaragoza. Pero en fin, que sí, que sabía que él estaría allí, pero sólo porque mi autocar llegaba con media hora de retraso. Sabía que estaría nervioso, forma parte de las citas a ciegas. A mí no me afectan mucho por culpa del trabajo, me paso la vida quedando con desconocidos a quienes hago preguntas impertinentes. Mi madre solía decirme: no hables con desconocidos. Y al final, no sólo hablo con ellos, sino que los entrevisto y les pregunto por sus trabajos, sus aspiraciones, sus intenciones. Y somos una pandilla de narcisistas, nos encanta hablar de nosotros mismos. Ni siquiera por éstas diría que les conozco.


A mi amigo estival lo reconocí enseguida. Todavía no sé por qué. Seguía en aquel asiento junto a la ventana, me quité los cascos en cuanto el autocar se metió en el parking aquel tan fashion que construyeron con la excusa de la Expo. Y lo vi. Estaba junto a la pared blanca, sin apoyarse, es verdad que llevaba un periódico en las manos, un periódico arrugado, era El País o La Vanguardia, creo, llevaba unos pantalones modernos, un poco estrechos.


Bajé del autocar y me acerqué a él.


No sé si ha continuado ese relato que escribe como si lo estuviera escribiendo yo. A mí sólo me ha enviado este fragmento que aquí publico sin su permiso. Al fin y al cabo, si realmente lo hubiera escrito yo, probablemente lo habría publicado aquí.


Nos dijimos hola, nos besamos en las mejillas y discutimos de camino al bar de la estación donde los nervios pasarían con un par de cervezas. Me enseñó mucho más que Zaragoza y nos conocimos como sólo pueden hacerlo dos desconocidos.


Pero todo eso aún no está escrito.


Me gusta que se ponga en mi lugar para mirarse. Me gusta cómo me ve. Me gusta cómo ve que le veo. Es casi verdad cuando escribe: "Los ojos le sonreían". Sólo casi. Porque nos sonreían a los dos.




sábado, 18 de julio de 2009

El balcón


Mi tío abuelo era aviador. Le gustaba volar bajo, pasar entre los mástiles de las barcas atracadas en Porto Colom, acercarse al balcón de la casa que mi abuelo le había construido a mi abuela; "Maria", le había dicho, "te faré una casa que des de la cuina veuràs la mar". Cada tarde de verano, sobre las ocho o un poco antes, mi abuelo le decía a mi abuela: "anem". Y se sentaban en aquel balcón a ver la puesta de sol.

Mi abuelo se sentaba de cara al faro, allá a lo lejos; el sol se ocultaba tras las montañas a sus espaldas. Los llaüts se mecían a sus pies. Alguna vez cacé cangrejos al lado de aquellos llaüts; alguna vez también aplasté a un cangrejo sin querer, porque se me cayó el neumático que habíamos sacado del agua con mis primos y se oyó prtz, y al cangrejo le saltaron las tripas por la boca y daba mucho asco y lo tiramos al agua de una patada.

Nunca conocí a mi tío abuelo que volaba entre los mástiles de las barcas, a unos metros de aquel balcón. Saludaba a la familia con la mano y su mujer le reñía, por animal, pero a sus sobrinos les encantaba que hiciera eso y también le saludaban. Se pegó unas cuantas hostias, pero fue una en moto la que lo dejó baldado. Y se fue apagando hasta que se murió.

Mi padre es el mayor de seis hermanos y tenían una nevera de ésas en las que el agua que iba descongelándose se almacenaba en un cajón que debían vaciar no sé si a diario. Una vez, a él o a alguno de sus hermanos se le cayó el cajón, el comedor se llenó de agua, y se pusieron a patinar alrededor de la mesa como si hicieran patinaje sobre hielo. Luego mi abuela los persiguió blandiendo una zapatilla también alrededor de la mesa del comedor.

Otra vez entró un rayo por la ventana, una inmensa bola de fuego que desapareció por el hueco de la escalera, y mi padre y sus hermanos se escondieron bajo la cama y alguno debió mearse en los pantalones pero eso ya no lo sé.

Creo que la propietaria de Vins d'Or era mi tía abuela, pero la mujer del aviador no, sino otra, una que era muy rica y muy rata y que por mi bautizo me regaló unas bragas de papel. Hace años que está muerta. De pequeños, mi padre y una de sus hermanas bajaban a ver cómo se hacía el vino, cómo se preparaban los licores, y una vez algo salpicó a mi tía, le abrasó la cara y ahora tiene un cutis espectacular.

Alguien llevó higos a la casa, una cesta llena de higos. Y mi padre los vio, y tendría cinco o seis años, y sabía que no eran sólo para él, pero pensó "me comeré uno, uno y nada más". Y el higo estaba buenísimo. Y mi padre pensó: "Bueno, si me como otro, nadie se va a enterar". Y se lo llevó a la boca y también se comió un tercero y otro más. Vio la cesta medio vacía y se dijo: "Se nota mucho que alguien ha metido mano a los higos; mejor si me los como todos". Y se los zampó y no quedó un mísero higo para los demás.

Mi abuela suele contar estas historias mientras prepara el pa amb oli para la cena en aquel mismo balcón, ella de espaldas al faro, yo en la silla del abuelo, los llaüts a nuestros pies. Cuenta que en verano se aburría, porque su marido y sus hijos se iban de colonias, y por eso, porque se aburría, empezó a fumar. A lo lejos se oye la música apagada de algún hotel en la parte nueva del puerto. Las luces del otro lado se reflejan en el agua negra de esta noche. Huele a mar, a pino y a la tortilla que se le quema a un vecino. El faro parpadea. Comemos sobrasada. Bebemos cerveza.

El abuelo ya no está.

lunes, 13 de julio de 2009

Hombres supuestamente interesantes con los que nunca volveré a acostarme (III)

El hombre perfecto. Irrumpió en mi casa cuando aún era pequeña. Lo hizo dejando esa huella que deja un nombre impreso en la última página de un periódico. Lo hizo con la misma fuerza con la que ese nombre se pronuncia, sobre todo si acompaña al tuyo. Nunca las comparaciones son tan odiosas como cuando se espera algo de ti, se espera que te parezcas a alguien, cuando alguien quiere que llegues a aquel sitio donde aquel otro ya llegó.

Nos conocimos años más tarde, me sabía sus artículos de memoria. También fingía creerme aquel personaje que él había creado por escrito: un misógino solitario que no llegaba a ser del todo cínico porque, en el fondo, le faltaba maldad. No en la forma: parecía maleducado a propósito. Nadie sabía muy bien si era tímido o arrogante; si, como dice Juan Bonilla, se quitaba importancia porque ésa era una manera de dársela.

Nos conocimos en la redacción de aquel periódico que desde pequeña había estado por casa, sobre el escritorio de mi padre o en la mesa de la cocina a la hora del desayuno, o despedazado en el sofá junto a los suplementos cada domingo. Era aún más guapo que en aquella foto de mierda que acompañaba sus artículos, pero más bajo de lo que yo había imaginado. Y eso que era alto.

Era un chulo, pero yo más. No tardé en convertirme en su becaria favorita.

Ejemplo: "becaria, ésta es mi mesa". Yo: "un momento, que ya acabo". Pero exagero; él nunca me hubiera llamado becaria.

Tenía casi veinte años más que yo y salía con una mujer guerrera que me ofreció trabajo en la tele. No sé si lo hizo porque sabía demasiado, porque quería controlarme, porque quería alejarme de él, porque era una morbosa, o porque no sospechaba nada. No acepté el trabajo de aquella novia celosa o ingenua. Y, de todos modos, en aquella época había poco que recelar. 

Un día él vino a mi pupitre, entonces ya me habían asignado uno. Dijo vamos esta tarde al cine, dije vale, luego recordé que tenía una cena con mi novio oficial, le dije mejor mañana, me dijo mañana te llamo, y no llamó. 

Mi padre nos vio bajar por la escalera; había venido a buscarme para que fuéramos a comer por ahí. Todavía no había pasado nada. O tal vez sí, porque mi padre me advirtió: te queda grande. No, mi padre nunca diría eso. Tal vez fuera: es viejo para ti.

Diez meses más tarde, dejé aquella redacción. Solté un: aquí os quedáis. Él preguntó: ¿vas a comerte el mundo? Respondí: qué va, qué indigesto. Y al final más o menos he tenido que tragármelo con patatas, pero ésta es otra cuestión. Me dijo: llámame un día. Le dije: dame tu e-mail. Y así empezó un intercambio epistolar que duró un montón de años. Tantos, que ni me acuerdo.

Tres hombres me han enseñado a leer. Él me enseñó a escribir. No me pasaba una. Cada error que yo cometía equivalía a párrafos y párrafos de mofas, de burlas, de reprimendas por su parte; él siempre esperaba más de mí. Yo no podía cagarla tanto.

Me esforzaba en acertar, ya no sólo en los datos, las fechas, los nombres, sino también en las palabras, los conceptos. Una expresión incorrecta daba lugar a malas interpretaciones cuyas consecuencias me hacían sudar, me daban dolor de barriga. Tenía que transmitirle exactamente aquello que quería que supiera, sin decir más, tampoco menos. El tono, el tono. El tono nos obsesionaba a ambos.

Mientras le escribía, agotaba paquetes de tabaco. Repasaba y repasaba cada carta antes de pulsar sobre "enviar". Una vez enviado el e-mail, lo leía de nuevo. Y otra vez.

Quería estar a su altura. Su nombre había llenado mi casa, las conversaciones de mi familia, las discusiones de mis amigos, su nombre había nombrado mi futuro y yo merecía aquel futuro que llevaba su nombre. Tal vez sea la única persona a la que he admirado, y nunca se lo dije. O bueno, sí, pero únicamente cuando logré perderle el miedo; nunca le perdí el respeto. Antes sólo le dije que le envidiaba. Y puede que al decírselo fuera más sincera de lo que reconoceré jamás.

Me volvió loca. Con él lo entendí todo. Entendí qué es perder la cabeza, qué es un corazón hecho añicos, con él entendí qué es desvivirse por alguien, porque sin él mi vida no tenía sentido. Y con él nunca fui del todo yo.

Me carcomía.

Lo llamé desde Ibiza. Había vuelto de un viaje a Formentera y mi barco no salía hasta cuatro horas más tarde. Lo llamé no sé por qué, no le había llamado antes. No contestó. Tampoco sé por qué me devolvió la llamada unos minutos más tarde, si él nunca devolvía las llamadas a aquellos números que desconocía. Hacía dos o tres años que no nos veíamos, sólo nos escribíamos e-mails. Obsesivamente, enfermizamente, locamente. 

Le dije: estoy en Ibiza. Me dijo: vengo de correr, nunca respondo a los números desconocidos. Le dije: qué puedo hacer por aquí. Me dijo: nos vemos mañana.

Me llamó justo cuando estaba en un funeral; era el funeral del padre de un amigo. Quedamos para tomar algo. Él no bebe alcohol. Dejó de fumar a los cinco años y decidió puerilmente que también era un buen momento para dejar de beber. Pedí una cerveza, dos. Él Coca-Cola, como siempre. Durante mi viaje a Formentera había pensado en él. Mucho. Todo el rato. Le deseaba como creo que no he deseado nunca a nadie.

Fuimos a su casa. Su casa está justo encima del mar, es como un barco. Me prestó un bikini que no sé qué hacía ahí (dijo que era de su hermana, pero claro-claro-y-qué-más) y bajamos por la escalerilla hasta el agua. Nadamos en la oscuridad. 

Nos abrazamos.

Le dije: no. Pero él entendería que empiezo así, con evasivas. Follamos. Le dije: llévame a casa. Respondió: gracias por ponérmelo fácil. Y me convertí en aquella mujer sin nombre que eran todas las mujeres a las que se refería en sus artículos misóginos, que poco a poco dejaron de serlo. O, por lo menos, no lo eran tanto.

Fuimos felices, y él no se dio cuenta. Me mantuvo en la clandestinidad y yo respeté aquel silencio durante meses. Era un silencio en público, tal vez tímido, tal vez avergonzado, que no se correspondía a los e-mails y las llamadas que continuábamos dedicándonos. Quizá tuviera un miedo infantil seguramente a sentir demasiado, a hacerse daño. Quizá le horrorizaba el qué dirán. Yo no era más que una niñata. No era nadie.

No lo sé porque no lo entendí. Y entendí todavía menos que desapareciera. Dejó de llamar, de escribir, no contestaba a mis mensajes. Entonces, por primera y última vez en mi vida, sentí que me moría. Sentí que me ahogaba, que perdía la cabeza, que no tenía ni puta idea de qué tenía que hacer.

Iba de casa al trabajo, del trabajo a casa, no pegaba ojo, no comía, sólo consultaba el correo electrónico, el teléfono, no podía creer que él ya no estuviera al otro lado. 

Nada es más contraproducente que intentar olvidar a alguien. Se había impreso en mi cerebro como su nombre estaba impreso en aquella última página del diario; retumbaba en mi pecho como había oído hablar de él desde que era pequeña en casa.

Y encima no podía contárselo a nadie porque soy una chula y no hay hombre que me toree. Lloré. Mi abuela siempre dice que su padre siempre decía: no hay hombre que merezca una sola lágrima de mujer.

Salí con otro sin olvidarle, del mismo modo que también había salido con otros mientras (y entonces me di cuenta), en el fondo, siempre había pensado en él. Incluso en Formentera, donde fui con otro de tantos. Incluso antes, cuando nos conocimos y casi me invitó al cine y yo tenía novio oficial y él tenía novia clandestina, y no llegamos a ir al cine juntos porque no llegó a llamar, pero me lo encontré allí con ella de todos modos, y ella me saludó porque acababa de hacerme una entrevista de trabajo para la tele, y él no me saludó.

Pasaron los meses. Yo estaba más o menos contenta con ese nuevo novio apañado, un chico francés bastante guapo que había conocido por Internet. Poníamos películas de Rohmer en DVD,  le pedí que me llevara a la Bretaña después de ver Conte d'été. Dijo que vale.

Entonces reapareció. No estaba preparada para eso. Todo se derrumbó a mi alrededor. El suelo se abrió bajo mis pies. Volví a llorar, esta vez en sus brazos. Volvimos a ser felices. Volvió a no darse cuenta. 

Me recuerdo delante de su casa, sentada en una terraza irlandesa con una pinta de cerveza esperando que volviera del gimnasio sin que él lo supiera, escribiendo en uno de esos cuadernos en los que me atrevía a insultarle. Recuerdo mirarme y pensar: estás loca. Recuerdo preguntarme: y qué harás cuando llegue. Recuerdo haberme dicho: tú no eres así.

Y ver su coche, el corazón da un vuelco, sentir la más humillante de las vergüenzas. Pagar la pinta y largarme sin que me viera.

Luego pareció que todo iba bien. Sobre todo recuerdo su olor, a jabón o a suavizante, a ropa nueva. Hoy he entrado en una tienda Massimo Dutti y olía igual que él. Su nariz brillaba al volver del gimnasio en el que pasaba una o dos horas todos los días. Salía un momento de la redacción, iba a ese hotel de lujo con Spa, se machacaba en la cinta para correr. No sé si fue verdad o en una de sus fantasías donde se tiró a una guiri en las duchas, quizá después de intercambiar unas miradas en la sauna. 

Regresaba al diario, trabajaba hasta la madrugada. Mens sana in corpore sano. Y la cena en el microondas.

A veces (pocas) me dejaba en su casa mientras él iba a trabajar. Tiene una de las mejores bibliotecas del mundo y yo me acurrucaba en el sofá, leía y el sol se metía de puntillas en el mar al otro lado de la ventana. Entonces yo sentía que todo iba bien, que todo iría bien. Sentía que éramos felices.

Pero luego era capaz de decirme: pasamos demasiado tiempo juntos. Era capaz de cabrearse conmigo por haber discutido en una pizzería. Aparcaba fuera del garaje para que yo entendiera que aquella noche no dormiría con él. Íbamos al cine, a cenar, nos reíamos y, de pronto, soltaba un: parecemos un matrimonio. Me dejaba en la puerta de la casa de mis padres.

Un día me dijo: no vengas.

Tres minutos después recibí otro mensaje de otro hombre perfecto que decía todo lo contrario: fúgate conmigo este fin de semana.

Me fugué y así conseguí huir. También lo conseguí porque mi amiga La Loca Que Ya No Lo Está me contó en qué consiste el síndrome de Asperger. Me llamó desde una estación de Pamplona y me explicó que había ido hasta allí por un hombre. Después de pasar la noche con ella, aquel hombre le dijo que volviera a casa.

Ahora el trastorno ése de Asperger se ha puesto de moda; es algo así como una variante suave del autismo que afecta a personas supuestamente más inteligentes que la media o a personas supuestamente interesantes.

Aquel hombre perfecto apenas recuerda nada. Pretendió que yo también lo olvidara todo y volviéramos a empezar. Se murió su padre, no sé si eso tendrá algo que ver. La cuestión es que, casi de repente, dijo que nos correspondía estar juntos, que la única manera en la que podíamos concebir nuestras vidas era así, la una con el otro y al revés. Me pidió que me casara con él.

Continuaba obsesionado con los términos. Primero necesitaba el concepto "juntos". Preguntaba constantemente si estábamos juntos. Luego insistió en que no éramos amigos. "No somos amigos", decía. Nunca seremos amigos.

Y ser su amiga, o que él sea mi amigo, es lo único a lo que aspiro. Él no.

Le quiero porque quiero a todo aquel a quien he querido alguna vez. Ya no estoy enamorada de él. Y a veces me pregunto si realmente lo estuve o simplemente lo adoré. Como se adora una vaca sagrada. Intocable. 

También me pregunto si él lo supo desde el principio.

En casa apenas se menciona su nombre. Sus artículos ya no son tan buenos. Creo que sigue viviendo sobre el mar. 

El otro día me enteré de que sale con alguien de su edad. Alguien que a lo mejor sabrá enseñarle a amar. Alguien que le ama de verdad. Alguien que, por fin, le habrá quitado el miedo. 

Y aunque en otra época ese alguien me hubiera gustado ser yo, ahora me alegro. Le escribí para decírselo. 

Evidentemente, no contestó.

martes, 7 de julio de 2009

Tres historias de terror

Ayer entregué la nueva novela que he escrito. La novela incluye un cuento sobre un hombre que no existe. Es un hombre que vive en un país que tampoco está claro que exista, porque la verdad es que aquel país apenas aparece en la televisión. El hombre del cuento quiere huir de su país porque hay países que existen demasiado. Existen tanto, tanto, que resultan imposibles, pero él no lo sabe y quiere ir a uno de esos países. 

Ese hombre, como otros muchos que sí salen en los telediarios aunque lo hacen lejos de su país inexistente, quiere viajar a ese país que sí existe para ver si, de este modo, él también es capaz de existir. Ignora que la mayoría de sus compatriotas existen en la tele precisamente cuando dejan de existir fuera de ella porque si aparecen en la tele es porque están muertos.

El hombre que no existe cruza un desierto, y luego se mete en una barca llena de gente que no cabe, y paga mucho dinero a un tipo, y peligra que la barca zozobre, y algunos mueren de sed, y luego llega otra barca con luces, y unos piden auxilio, y otros dicen que ése será el final de su viaje, y hay quien cae al mar y se ahoga. Y al final, el hombre que no existe consigue llegar a una playa, y sabe que tiene que ocultarse, y sabe que tiene que dirigirse a una ciudad llamada Barcelona. Barcelona es una de esas ciudades que parece que existan más de lo que existen en realidad. Y el hombre que no existe lleva algo más de dinero en el bolsillo y una dirección en la cabeza que se sabe de memoria. Y en cuanto llegue a esa dirección, le abrirá la puerta el primo de un primo suyo que, a cambio de algún dinero, le dará trabajo, y sólo por eso el hombre que no existe viaja de noche en los camiones de ganado.

Nadie sabe cuánto tiempo dura el viaje de ese hombre, porque ese hombre no existe. Y cuando finalmente llega a la dirección que se sabe de memoria, llama a la puerta y oye la voz de una chica. No esperaba oír una voz. Mucho menos de una chica. Esperaba ver al primo de su primo. Esperaba que ese hombre se hiciera cargo de él. Pero no. Lo intenta varias veces, en vano. Llama y llama y llama a la puerta de aquella casa. Sólo oye la voz de aquella chica y no sabe qué hacer. No sabe qué decir. Por eso no dice nada.

La chica le pregunta quién es, pero él no entiende la pregunta. Aunque la entendiera, no podría contestar porque no es nadie. No existe.

También ayer recibí un e-mail extraño. Era de uno de esos amigos del Facebook que no existe más allá del Facebook. Uno de ésos a los que agregas porque sí. Yo agrego a todo el mundo porque tengo curiosidad por saber qué hace la gente, qué le gusta más, exhibirse o espiar. Los agrego y me exhibo y los espío.

Hace un par de meses, ese amigo invisible me escribió otro e-mail para decirme que me había visto en la inauguración de una exposición, ahora no recuerdo si de Catalina Estrada o de Tim Biskup. Le contesté que la próxima vez que me viera al otro lado del ordenador me lo dijera a la cara. A mí me gusta hablar las cosas cara a cara. Contestó que es tímido.

Ayer me envió un nuevo e-mail en el que ponía: "¿Has recibido un paquete de la editorial Periférica?". No entendí a qué se refería. Conozco al editor de Periférica y sé que está en Cáceres, y pensé que, si aquel amigo anónimo del Facebook trabajara en aquella editorial, yo lo sabría. Era raro que me hiciera esa pregunta. ¿Cómo sabía que me habían enviado un paquete de Periférica? Él insistió: "Esta mañana he tenido ese paquete en las manos, la dirección era la de tu casa".

Bajé corriendo al buzón y, efectivamente, ahí estaba el paquete. Lo abrí. Era 'El agrio', de Valérie Mrejen. Lo más curioso es que hace dos mese arranqué mi nombre del buzón.

Por la noche quise celebrar que había entregado mi nueva novela. Fui a cenar con mi amor sobre ruedas, me invitó al Tantarantana, estábamos en la terraza trasera, y comí nero de sepia con chipirones y tomates secos, brindamos con vino blanco, bebimos y sonó el teléfono. Mi móvil se jodió hace unos días y ahora tengo un Nokia muy antiguo de color gris con puntitos blancos, diseño retrofuturista total, que suena como los zapatomóviles o los troncomóviles y mola mazo. 

En fin, que sonó el teléfono y contesté, y al otro lado alguien preguntó: "Quién tú eres?". Y yo respondí: "¿Y tú?". Y fuera quien fuese el que estuviera al otro lado se rió y dijo: "Yo pienso ecovogado, perdona tú me, yo ecovogado creo". Le dije: "No te preocupes". Y él: "Perdona tú me, gracias, adéu". Colgó.

Su acento era el de alguien que no existe.

Ahora suena el timbre de casa. Una vez, y otra. Y otra más. Y me pregunto si quien lo toca es uno de esos dos hombres que no existen: el amigo anónimo de Facebook que intuyo que además es el cartero de mi barrio, o el personaje de ficción que huyó para no llegar a ninguna parte. 

El timbre suena y yo miro el auricular del portero automático sin decidirme a levantarlo, llevármelo a la oreja y preguntar quién es. 

No sé lo que me da más miedo. Sobre todo cuando descubro que lo que más me asusta es cualquier otra posibilidad.

jueves, 2 de julio de 2009

El cementerio de hormigas


Echo de menos a mis hormigas.

Llegaron a casa hace unos meses, atraídas por el dulce olor de la miel que tenía en el armario de la cocina. No eran muy organizadas. Es decir: no iban en fila india dibujando ese poema de Salvat-Papasseit que aparece en una fachada del Born y que dice "Camí del sol · per les rutes amigues · unes formigues". 

A mí me gusta ese poema, porque siempre he pensado que mis cuadernos manuscritos están llenos de arañas que corretean por sus páginas. Y en el poema de Salvat-Papasseit las letras no son arañas, sino hormigas que pasan en fila india junto a una flor que parece un trébol de cuatro hojas y junto a otra en forma de estrella, y creo que a eso se le llama un caligrama.

Pero, como digo, las hormigas de mi cocina no iban en fila. Aparecían aquí y allá, desperdigadas, bastante perdidas. A veces también aparecen aquí y allá en el lavabo del cuarto de baño, aunque esté limpio. Y me pregunto qué buscarán. ¿Un rastro de jabón? ¿Los restos de pasta de dientes para lavarse las pinzas o eso que tengan las hormigas en la boca?

Las hormigas de mi cocina parecían perdidas, pero sabían perfectamente adónde iban: al bote de la miel. Me di cuenta un día que estaba muy resfriada, me dolía la garganta y quise hacerme, pues eso, un tazón de leche con miel. Decir esto en pleno verano suena surrealista; pero surrealista de película de terror. Incluso suena un poco gore. Imaginarse ahora un tazón de leche caliente con miel es peor que imaginarse un zombie destripado que llevara sus intestinos en brazos como en Cien años de soledad, creo que era. 

En fin, que entonces yo tenía frío, me sentía enferma y quería entrar en calor y tomarme la leche bajo las mantas en el sofá viendo cualquier porquería que echaran por la tele. Cuando, de repente, vi dónde estaban todas aquellas hormigas que yo había dado por despistadas y extraviadas. Estaban en el bote de la miel.

"A un panal de rica miel cien mil moscas acudieron que por golosas murieron presas de patas en él", aprendí en el colegio. Y recuerdo que, en aquella casa que mis abuelos tenían en el campo, unas tiras pegajosas pendían de las lámparas. Las moscas se acercaban a aquellas tiras asquerosas y ahí se quedaban, primero moviendo frenéticamente las alas, hasta que éstas también se quedaban adheridas a la tira pegajosa. Y así morían las moscas, agonizantes en una tira colgada de la lámpara que estaba justo encima de la mesa del comedor, mientras nosotros nos zampábamos un tabulé y un pollo al curry.

Cuando vi el bote de miel lleno de hormigas, mi primer impulso fue tirarlo a la basura. Pero luego pensé: si las hormigas van al bote de miel, no irán a otros lugares de la casa y no molestarán. Además, se quedarán para siempre dentro del bote porque tiene un mecanismo muy hijoputa, en plan embudo, por el cual es fácil entrar, pero difícil encontrar la salida. Por si fuera poco, es prácticamente imposible para una hormiga librarse de una piscina de miel.

La cuestión: que dejé el bote en el armario, y cada día iban nuevas hormigas en busca del Dorado. Me imagino que la hormiga reina debió decirles: cuenta la leyenda que existe un lugar donde se encuentra todo el alimento que necesitamos, más todo el alimento que necesitarán nuestros hijos, más todo el alimento que necesitarán los hijos de nuestros hijos. La putada es que nadie ha sido capaz de regresar.

Un hormigo listillo le contestaría: ¿y cómo sabemos que la leyenda es cierta, si nadie ha vivido para contarla? Y bueno, el resto está en Ramón J. Sender y en las películas Antz y Aguirre, la cólera de Dios. También estaba en el armario de mi cocina.

Todo iba bien, hasta que llegó un amigo de Madrid a pasar el fin de semana. Abrió el armario, vio el bote de miel, las hormigas en el bote y dijo: pero qué coño es esto. Le conté mi teoría, que mientras las hormigas fueran a ese bote no estarían molestando por la casa y no habría peligro en el caso de dejar olvidadas unas migajas de pan sobre la mesa, por ejemplo, o los platos por fregar.

Mi amigo interpretó que, en realidad, ésta era la manera que tenía yo para no sentirme tan sola en casa. Primero tuve duendes, luego una gata que no era mía, hay zombies en la trampilla, saludo al señor Fregono todas las mañanas (hoy ha regado las plantas mientras tendía las sábanas)...

... hormigas era lo que me faltaba. Que ni siquiera son hormigas: son fantasmas de hormiga, porque como se mueren en el bote, ahí se quedan encerradas sus almas. Cuando mi amigo de Madrid se fue, me dejó escrita una carta muy larga y muy bonita en la que, resumiendo, ponía que soy un auténtico desastre.

A mí me parecía lógico tener el bote de la miel lleno de hormigas, y se lo comenté a mi madre y también le pareció lógico: buena idea, me dijo, así las hormigas irán todas allí y estarán localizadas. 

Pero un día vino mi amor sobre ruedas y vio las hormigas pululando por el armario y dijo, qué guarrada es ésta, y tiró el bote de miel a la basura. 

Lo más extraño es que, desde entonces, no hay hormigas en casa. Yo creí que, si dejaban de ir al bote de miel, empezarían a ir a todas partes. Pero no. Ni siquiera hay hormigas en la cocina.

Reconozco que los días que me siento sola, como hoy mismo, las echo un poco de menos. Nunca fueron muy trabajadoras, pero aventureras lo eran un rato. En paz descansen.