jueves, 26 de junio de 2008

La ruta del dorado

Mañana me voy a Zaragoza. Hasta aquí, nada extraño. Paso de la expo, pero, por lo que me han contado, el gobierno belga ha aprovechado la fiesta del agua para crear la ruta de la cerveza. Es decir, te vas al bar del Niño Gusano, y habrá Jupiler, por ejemplo. Luego te pasas por La Republicana y hay inundación de Maes, o de Stella Artois. Y ¿dónde servirán la Leffe y la Hoegaarden? Coño, que mi familia vive en una abadía, a una cita como ésta no podía faltar.

La cuestión es que me he comprado una bolsa de ésas de viaje. Porque tengo una maleta con rueditas, pero es demasiado aparatosa, y otra de mano, demasiado pequeña. Me han dicho que las mañas van siempre bien vestidas, y me da un poco de vergüenza pasearme con mis minifaldas playeras, así que tengo que llevar la ropa que suelo llevar, más esa ropa que hay que ponerse si te propones seguir el refrán "allá donde fueres haz lo que vieres".

Bajaba por Rambla Catalunya, he entrado en el Muji, que es la típica tienda de tirados de Londres pero que en Barcelona es rollo tienda guay, y he comprado una bolsa aburrida y barata de color gris. Una de las dependientas me ha dicho: ¿quieres que te dé una que no sea de expositor? Y yo he contestado: bueno. Y me ha dado una bolsa igual a la que yo había llevado a caja, pero sin cajas de cartón dentro para abultarla, y envuelta en un plástico transparente.

He pagado, me he ido. Y al llegar a casa, he hecho una de esas cosas que suelen hacerse cuando te compras una bolsa de viaje: me he sumergido en todos sus bolsillos, para ver cuántos tenía, y aquí meteré el neceser, y aquí los cuadernos y aquí...

Un momento.

En uno de los compartimentos, había un sobre. De papel. Lleno de algo; presuntamente una carta. Y escrita a mano, sobre el sobre, también había una dirección. De Zaragoza.

Muy fuerte.

He mirado qué ponía en el remitente, y sólo ponía: Yo.

No me atrevo a abrir ese sobre, ni mucho menos a leer esa carta. Pero la llevaré a Zaragoza conmigo. Y me dejaré llevar por la ruta dorada de la cerveza a mi destino.

lunes, 23 de junio de 2008

Las brujas de Sant Joan

No lo supe entonces. Era una noche como ésta y, hasta cierto punto, resultaba normal que aquellas brujas se los llevaran.

Creo que aquel fue mi primer Sant Joan en Barcelona. Y recuerdo haberme aburrido y también haberme morreado con un tipo por aburrimiento. Un par de días más tarde, me citó en el Bosc de les Fades, y no supe llamarle hortera, y acepté, y sé que volvimos a morrearnos y que pensé: a ver cómo coño te quitas a este tío de encima.

Fue mucho más fácil y mucho más duro de lo que esperaba. Al llegar a casa (entonces no tenía móvil), el teléfono sonaba por enésima vez aquella tarde. Al otro lado, mi amante habitual, el primero con el que recorrí esta ciudad a lomos de una moto amarilla, con el que busqué aquella nave industrial en la que se instalaría con sus amigos, el mismo con quien pasaba casi todos los fines de semana, me lo dijo:

-N tuvo un accidente y ha muerto. Y M... bueno, lo llevaron al hospital, pero tampoco pudieron salvarle.

No sé por qué no fui a la fiesta que habían organizado en la nave industrial aquella noche. Ni puedo imaginarme a los demás esperándolos. M y N vivían con aquel primer amante habitual, pero fueron a comprar hielo, o a cenar a casa de sus padres, o qué se yo. Algo hicieron, antes de la fiesta, que les obligó luego a coger el coche. Y al principio la gente ni siquiera se dio cuenta de su ausencia, y luego poco a poco fue haciéndose tarde. Y en cuanto fue de día, tras la noche más corta, habían pasado de preguntarse a entender de pronto demasiadas cosas.

Recuerdo que me puse a chillar por teléfono, una reacción extraña, no me imaginaba a mí misma tan melodramática, tan de culebrón.

Luego todo fue raro, mi amante sólo llamaba para que lo supiera, por si quería ir al funeral, me trató como si yo siempre hubiera estado al margen, como si no fuera más que lo que él había querido que yo fuera: otra más de las amiguitas de.

Sonó Springsteen y Entre dos aguas, y yo recordé absurdamente que M acababa de decolorarse el pelo, y seguiría creciendo allí dentro, amarillo, y recordé que solía encontrármelo por casualidad, ahora en esta calle, ahora en esta otra. Con una amiga lo llamábamos el Abejorro, vete a saber por qué. Y que su mito era Mister Bean, y que hacía la lateral por la casa de su padre, y que, una mañana, mientras dormía con mi amante habitual, se metió en nuestra cama.

No sé cuántos años han pasado desde entonces y lo que me sorprende es no saber exactamente cuántos años han pasado.

Una noche, poco después, se me aparecieron en sueños. Dice un amigo mío que los sueños son el lenguaje de los muertos.

Yo estaba en una terraza; abajo, en el patio, el Abejorro hablaba con la que fue su última novia. N vino y se puso a mi lado, y pregunté. Me dijo que estaban bien.

Mi abuelo me dijo prácticamente lo mismo, y la verdad es que ambos parecían felices y convencidos. Mi abuelo, además, añadió que quería que supiéramos que nos había querido muchísimo.

La versión de otra conocida que se colgó de una lámpara del techo, años más tarde, era algo distinta: ella confesó que se aburría. Que la muerte era como una especie de voyeurismo, en el que puedes observar, pero no participar en nada. "Demasiado aséptica", fueron sus palabras. No sufría, pero tampoco era capaz de disfrutar; mucho menos de divertirse.

M y N, en mi sueño, sí parecían contentos. N nos echaba un poco de menos, seguramente M también, pero ya se les pasaría.

Hace algún tiempo que las obras de Diagonal Mar derrumbaron aquella nave industrial que busqué con ellos y en la que vivieron.

Odio los petardos y no saldré. Huele a pólvora, los vecinos de enfrente bailan con bengalas en la misma terraza donde montaron la Toy. Para mí, M y N siempre serán mayores que yo, más vivaces, más expertos.

Creo que tengo seis años más que los que alcanzaron ellos cuando dejaron de tenerlos.

viernes, 20 de junio de 2008

La Toy

Algún día, esos dos niños recordarán que sus padres les montaban la Toy cada fin de semana de Sant Joan. Su terraza está a una calle del señor Fregono; él no puede verlos, pero yo sí. Están delgados, cada año son más altos, la piel blanca como la pared. Tarde a tarde, se irá oscureciendo.

Si intento recordar la primera vez que oí los berridos de esta mujer, me hago un lío. Parece que fue el año pasado, pero no. Ni siquiera el anterior. En aquella época empecé a chatear con un chico al que luego conocí, y sé que ya entonces le escribía sobre los gritos de esta señora, que se ha cortado el pelo, y quiere a sus hijos, no lo dudo. Dentro de un par de días volverán a mi memoria sus nombres, en cuanto ella los llame para cenar, o para que salgan del agua, que si no se arrugarán.

El hombre, mientras tanto, monta la sombrilla en silencio. Ella barre el patio. Él vuelve a la casa.

Los niños, cada vez más altos, siempre delgados, muy blancos todavía, ponen la manguera en la piscina.

Ya empieza: "¡Pero si está a tope! ¿Para qué queréis poner más? ¡Tira para allá! ¡Vas hecho un guarro!".

En alguna jaula cercana, trina un canario.

miércoles, 18 de junio de 2008

No surprises

A que conteste. Te pasaste media hora escribiendo esa carta y la repasaste durante dos, y creíste que era demasiado frívola al principio, demasiado seria después, y decidiste guardarla como borrador durante un tiempo prudencial, y luego se te ocurrió eliminarla, pero en el último instante pulsaste la tecla sin mirar.

A que llegue esa llamada que, en principio, podría salvarte, si no la vida, sí el recargo de la visa a final de mes.

A estar convencida de que es él.

A ser mayor, para entender todo aquello que te prometieron que entenderías.

A que te den un consejo, aunque luego nunca los aceptes. A que cambie.

Unos minutos más.

Al próximo metro, que este va muy lleno. A que pase la tormenta, a que deje de llover.

A tenerlo todo más claro. A estar más despejada. A que acabe esta canción, y mira, sabes qué, voy a ponerla otra vez.

A que se tiñan las dos ventanitas de rosa. O no, mejor no.

A que esa zorra salga del baño.

A haber hecho todo lo que tienes que hacer, entregar veinte artículos, ir al dentista, poner una lavadora, solucionar lo de la renta, arreglar las tuberías, sacarte el puto carnet.

A que se te seque el pelo. A que se te seque la sonrisa. A que se sequen tus sueños.

A que venga, para poder tirarle este cubo de agua en toda la cabeza. A que no lo haga, para poder desearlo una noche más. A que te quiera, a que te deje, a que te grite, a que se largue.

A que, por lo menos, te mande un SMS miserable.

A que la aguja pequeña esté en la una, y la grande en las doce.

A tener un poco más de sed. A que se te pase.

A que abran el supermercado. A que el horno pite. A que se haga oficial.

A que se muera.

Y de nuevo la misma canción, no te cansas, ya van cinco. Ni se te ocurra consultar tu bandeja de entrada.

A que vuelva aquel tiempo en el que no era necesario.

¿A qué esperas?

jueves, 12 de junio de 2008

Miss X

Me disponía a hablar de Miss X, una compañera del trabajo que está loca, no lo sabe, y dice frases del palo: "Oye, pava, que sepas que yo no te he traicionado".

Es como una Lara Croft vestida de ejecutiva de película yanqui, con un buen par de tacones, que un día descubrió este blog y si lee lo que pongo ahora flipará pepinos y yo lo veré desde mi mesa, y me reiré bastante, porque ella no sabe que yo sé que ella sabe.

Pero bueno, la cuestión: iba a contar que Miss X está a punto de irse a Las Vegas, sola, a jugarse el destino a las cartas, o sólo unas vacaciones al bingo. A vacilar a los conductores de camiones, a matarse a Dry Martinis en una piscina en medio del desierto. A inventarse un amor de carretera mientras hace autostop. A convertir su vida en una puta road movie o a vomitar en la moqueta de su habitación. A llenar la bañera de espuma o a conocer unas cuantas perras y tragárselas, comérselas. A casarse, quién sabe, y lo peor: quién sabe con quién. Vestida ella de Elvis y él, de Mosso d'Esquadra, de Benicio del Toro o de Shrek, por qué no.

Estaba a punto a confesar una admiración que otras chicas han confundido con deseo, rollo aquí estás, aquí te morreo. Miss X y yo hemos compartido gustos, algún amante, y una pretendiente que intentó mordernos la boca después de haber pasado la noche con media redacción. No es que esa pretendiente sea lesbiana (entre otras cosas, porque ahora esa atribución sirve únicamente para designar a las habitantes de Lesbos), es que creo que hace colección. También le preguntó a mi amiga E, sibilinamente, si vivía sola.

Las redacciones de diario no son casas de putas, sino de malas putas y algún cabrón, pero más bien pocos. Aunque, eso sí, estratégicamente colocados de jefes. O colocados, punto; más de uno ha salido del baño con pintas de acabar de comerse una ensaimada.

Iba a hablar de mujeres tan guerreras que se jactan (o no) de lucir cicatrices, de mostrarlas con un gesto, una mirada, una palabra. Momentos para siempre grabados en sus vidas y en las de aquellos que, de repente, y sin venir a cuento, tropiezan con ellas, laboralmente o en un bar.

Todos podemos ser camioneros en Nevada. Vemos a esta autoestopista, Lara Croft de incógnito, y nos detenemos o pasamos de largo. Por si acaso. Pero la habremos visto, habremos visto más de lo que pretendíamos; del mismo modo que ella nos vio. Pretendiéndolo o no.

Quería referirme a la valentía de Miss X, que unos interpretarán como incauta y otros como temeraria, y yo, simplemente, como envidia. La soledad, en estos casos, es factible cuando se plantea literaria o adolescente. Pero, aunque excitante, de pronto imaginarme sin nada ni nadie en aquel antiguo camino hacia Texas -fue un español, Antonio Armijo, quien le dio nombre a Las Vegas- me desprende de lo que se me antoja como realidad.

Entonces es cuando me doy cuenta de que tengo miedo. Nunca antes había sospechado siquiera que pudiera tenerlo. Soy cobarde porque mi compañera de trabajo es capaz de hacer algo que, no es que yo no sea capaz de hacer, sino que, hasta hace un tiempo indeterminado, hubiera hecho sin dudarlo.

Recuerdo que se lo comenté a Miss X una noche diseñada para olvidar. También recuerdo que me contestó: "Tú podrías hacerlo con alguien, y eso, a mí, sí que me parece impensable".

Por primera vez en mi vida, una persona me considera más sociable que ella misma. Me sentí igual que cuando alguien dice que soy cariñosa pero que no lo sé.

Como digo, estaba a punto de contar todas estas cosas, cuando, de repente, mi teléfono móvil ha vibrado. Siempre lo tengo en silencio. No me gustan las estridencias. El móvil ha vibrado, y ponía: mensaje nuevo, y el número del mensaje era un número desconocido.

El texto del mensaje era: NO.

Así, en mayúsculas. Nada más: NO.

Entonces me he dado cuenta de que "no" puede significar demasiadas cosas. Pero siempre lo atribuiremos a aquello que estábamos a punto de hacer.

A aquello que ya nunca haremos.

martes, 10 de junio de 2008

Egosurfing

El otro día decidí buscarme. Siempre me han dicho que ando muy perdida. Primero, mi profe de Mates, doña Matilde: "No vas por buen camino". Luego, mi madre, en plan: "Tendrías que decidir hacia dónde vas". Y más tarde, un montón de tíos, que simplemente me mandaban a la mierda sin especificarme exactamente dónde está.

Buscarte a ti misma queda un poco filosófico y bastante adolescente, así que mola. Pero lo primero que hay que hacer es buscar el modo de buscarte, y eso es algo más complicado. Porque si utilizas un buscador como Google, y haces eso que se llama egosurfing, puedes encontrar un montón de cosas que la gente dice sobre ti, o cosas que hiciste en otra época. Y ni lo que dicen sobre ti, ni lo que hiciste en otra época, acaban de definirte. Es decir: puedes encontrar la impresión que dejaste, en plan huella, marca o cicatriz, pero lo importante es el molde.

Los posmos practican el egosurfing a menudo. Es la manera de navegar sobre sí mismos en una autoidolatría que disfrazan de fashioneidad. Es como decir que practicas la curiosidad cuando en realidad das rienda suelta a tu narcisismo. Creer que estás descubriendo tendencias cuando te descubres a ti mismo sólo puede ahogarte en un estanque de frustración. Porque, por mucho que te encuentres en el teclado de otros, o en tu propio teclado -en aquel ordenador anterior-, siempre te faltará eso que hubieras querido encontrar, acostumbrado como estás al reflejo del espejo, más o menos fiel a la imagen que guardabas de ti.

Descartado el egosurfing, pensé colgar un cartel de "me busco", pero últimamente he estado en el punto de mira de psicópatas benévolos, y los que hemos visto la tele alguna vez sabemos que ésos son los peores: "parecía tan buena persona", decían los vecinos de aquellos asesinos que nos han puesto los pelos de punta, "parecía tan normal".

Nunca he distinguido lo que es normal de lo que no lo es. Pero no me apetece que todo el mundo se ponga a buscarme debajo de su cama (por si acaso soy un monstruo), en su armario de la cocina (por si soy un bote de tabasco), o en el fondo de sus cajones (por si soy una factura sin pagar), tampoco en los pliegues del sofá (esos veinte céntimos perdidos que se cayeron de un bolsillo).

En la tele estaba aquel anuncio, seguramente un servicio ilegal, que garantiza que desde tu móvil puedes encontrar a tu pareja para descubrir si te es infiel. Bien, pensé. Bien. Podría activarlo desde el móvil de mi pareja para localizarme. Pero, ay, no tengo pareja. No creo que el servicio sea muy útil desde el móvil de uno mismo, porque está claro que el móvil sabe dónde se encuentra: justo en el número que indica.

Lo raro es que, cuando te llamas, comunique.

Entonces, sin querer, di con esa página web. Búsqueda de personas, decía, averigüe teléfonos, domicilios, información comercial, antecedentes judiciales y si duerme con pijama o en camiseta, si tiene animales domésticos, ha conocido el amor o le han operado de amígdalas, si tiene tendencia a la histeria, vivirá muchos años o le gusta Operación Triunfo.

No me lo pensé mucho, y rellené el formulario. Puse mi nombre en la casilla y esperé los primeros informes. No tardaron en llegar. Indicaban que tenía que pagar una suma de dinero no excesivamente alta, y pagué, porque soy pobre, pero más pobre es quien no logra encontrarse.

Al poco, en las bandejas de entrada que llevan mi nombre, empezaron a llegar e-mails extraños. E-mails que solicitaban mi contraseña disimuladamente para, disimuladamente, acceder a mis bandejas de entrada y estudiar las cartas que allí se guardan. No caí.

Primer informe sobre mí misma: es recelosa.

Luego empezaron a llamar a casa. Decían ser de compañías de seguros, y yo contestaba: vivo de alquiler. Ellos insistían: pero tendrá objetos de valor. Y yo: una tele de segunda mano que apenas enciendo. Y los presuntos teleoperadores de la companía de seguros: pero tendrá un ordenador. Mi respuesta: los 100 euros que me pagaríais si me lo robaran no cubren ni una milésima parte del valor que tiene para mí lo que en él se guarda.

Segundo informe sobre mí misma: austera y con información reservada de gran valor.

Mi ordenador que no cuesta 100 euros detectaba cada tarde hordas de spywares, y los echaba a patadas, ve a que te fiche M. En fin, que por un lado me buscaba a mí misma, y por el otro rehuía cualquier intento de encontrarme.

Hace un rato, he recibido el tercer informe sobre mí misma. En él simplemente ponía: errar no es equivocarse, sino arrepentirse.

martes, 3 de junio de 2008

Psycho análisis

(Este post ha sido modificado)

Los primeros fingían conocerme. Por una amiga en común, o por un breve encuentro del que ya me habría olvidado. Yo consultaba una de mis múltiples bandejas de entrada, ésas que se acumulan como en un bar de aeropuerto o en un McDonald's, una vez que ya has tirado los restos en una enorme bolsa negra. Viejos correos electrónicos a los que sólo accedes de vez en cuando, por si alguien todavía los trata como si no hubieran muerto.

No acabé de creerme que aquel tipo de Chicago, con quien apenas intercambié unas palabras durante 20 minutos una noche de enero, todavía se acordara de mí, del nombre del bar y de lo que hablamos, cuatro meses después, cuando me envió aquel e-mail. Pero le contesté.

Luego llegó la carta interminable de un chico majo que había leído mi novela por recomendación de alguien a quien ambos conocemos. Después fue la de aquel poeta, que me puso un montón de pegas por si se me ocurría volver a escribir. Fui amable, y respondí a ambos. Eran unos desconocidos, pero eran educados. Y a mí me hacía ilusión, claro, que me hubieran leído. También que tuvieran algo que decir.

Vivimos en la era del egolog, donde uno cuenta y los demás comentan. Hasta cierto punto tiene lógica que contactes con alguien que, por unas razones u otras, te ha interesado. Una persona agradecida -y últimamente me siento más afortunada que nunca- lo acepta sin más, con alegría.

Hasta que llegó el psicópata del manuscrito y, más tarde, el de la isla.

El de la isla parecía asimismo inofensivo. Bueno, en realidad, todos los son, supongo, si no traspasan la frontera de lo escrito. Es curioso lo mucho que duele algo que puedes leer cuando, en realidad, sólo lo físico es letal.

El de la isla traspasó esa frontera, y lo hizo a nado. Empezó a decirme que me había visto en noséquébar, o en noséquécalle, delante de noséqué librería, hace más de un año. Y me lo creí., porque me parecía recordar que estuve allí, hasta tal punto era minucioso en la descripción de los detalles. También dijo que conocía a mi madre, y a unos amigos con los que yo iba de joven. Pero ni mi madre ni mis amigos saben quién es.

Sin llegar a acojonarme, ahí es donde empecé a pensar que todo esto es un poco raro.

Han seguido llegando e-mails de desconocidos (siempre hombres) que hablan de temas agradables y de momentos compartidos en la distancia. No me molestan en absoluto, al contrario, me halagan. Y la verdad es que me alegro.

El domingo por la noche, en un piso enorme de Chueca, mientras los demás miraban un capítulo de House, se me ocurrió consultar el correo electrónico. Había pasado el fin de semana con mi amiga La Loca, y nos preparábamos para volver a Barcelona. En una de mis bandejas, uno de tantos desconocidos se refería a mí en tercera persona. No entendí por qué. En otra, otro desconocido preguntaba sencillamente: "¿Estuviste ayer en Madrid?".

¿Por qué le di cuerda? ¿Y quién se hubiera resistido? Saber que alguien te ha visto y que tú no podrías haberlo visto a él porque ni siquiera conocías su existencia es tan incómodo como emocionante. Pregunté. Respondió con el barrio, y la calle y la suposición exactos. Dice La Loca que siempre digo "inquietante", por eso no lo diré ahora. Pero tuve que tragar saliva.

Comprobado el éxito de programas como Gran Hermano, en el que el único mérito consiste en ser famoso, deduzco que hemos pasado de estar siempre buscando algo (el amor, o el dinero, o un futuro que nos plazca, o una continuidad dentro del bienestar -esto es: estabilidad), hemos pasado de estar siempre buscando algo, insisto, a querer ser el objeto buscado. A convertirnos en finalidad, en musa, en deseo.

Pregunté al madrileño: "¿Nos conocemos?". Su respuesta: "Nos conoceremos bien. Vamos a casarnos".

Estaba en una casa ajena viendo por el rabillo del ojo un capítulo de House, no podía expresar mi miedo, no podía echarme a temblar. Cerré el portátil de golpe, como si de este modo el psicópata madrileño se quedara para siempre allí dentro, como aquellos genios que están en las lámparas y únicamente salen cuando las frotas.

Pero, ¿quién me asegura que el madrileño desconocido es un genio? ¿Cómo saber si es rico, postcínico, guapo y está bueno? Evidentemente, sólo hay una manera de saberlo. Y esos putos desconocidos saben hasta qué punto debilita la curiosidad a personas como yo, hasta qué punto esa misma curiosidad abre las puertas de mi mundo perfecto a la incógnita que representan ellos.

Han introducido tu nombre en Google, han buscado tu e-mail. Te han dedicado un tiempo y un esfuerzo, y ahora exigen que se lo devuelvas.

No todos con la misma pasión, claro; la mayoría de psicópatas no lo son. Pero algunos insisten, y se cabrean si no contestas enseguida. "Supongo que no recibiste mi último e-mail", ponen. Y en el siguiente: "Como sigues sin decir nada, intuyo que tienes un problema con el servidor". Y media hora más tarde: "Eres una maleducada, podrías haber dado por lo menos un OK, que no te cuesta nada". Y transcurridos otros diez minutos: "Tal vez es que estás de viaje; en tal caso, no hagas caso de la carta anterior". Y cinco minutos después: "Si estás de viaje, cuéntamelo todo, me gustan los detalles, quiero saber qué comes, a qué lugares has ido, si has conocido a alguien". Y otra hora más adelante: "¿Mel? ¿Estás bien?". Y luego: ""Di algo o creeré que te has muerto". Y después: "Respóndeme, no hagas que me sienta como un loco paranóico".

Bueno, la cuestión es que no sé si el madrileño que asegura que vamos a casarnos es así. Y no lo sé porque regresé a Barcelona, trabajé durante todo el día, ayer también, y sigo sin atreverme a abrir mi correo electrónico. La verdad es que no sé qué me da más miedo. Que el madrileño sea un loco pillado que me haya saturado la bandeja de entrada, como aquellos preadolescentes que la cargan de coca-colas super-mega-size y BigMacs de siete pisos, o... o que no haya escrito nada más.

Supongo que entonces me vencerá esa curiosidad que tanto me debilita, y le escribiré yo a él hasta averiguar si reúne las condiciones indispensables para ser, efectivamente, un buen marido (en caso de que eso exista, claro).

En situaciones como ésta me pregunto quién está más loco, si el observador o el observado. Si aquél que se ha dirigido a ti porque cree que sabe quién eres, o tú misma, que también te diriges a él sin tener ni puta idea de quién es.