martes, 14 de diciembre de 2010

Todas las películas hablan de él

Nos conocimos una noche en la que yo iba de Clyde, rodeada de algunas Bonnies. Fuimos a propósito a un bar de la Diagonal para verlo con nuestros propios ojos, nos dijeron que él estaría allí y nos costaba creerlo. El impacto fue brutal. Se acercó inmediatamente. Era un galán loser, medio loco y muy listo, simpático, divertido y encantador, que fingió que le arreglaba un zapato a mi amiga La Loca, se le había roto un tacón. También fingió que me regañaba delante de todo el mundo supongo que para impresionarme. No lo consiguió.

Volvimos a coincidir meses después, en noviembre. Nos emborrachamos en el Milano con otros que también se emborracharon por culpa de los tequilas letales a los que siempre nos invita un amigo. Acabamos en el Luz de Gas, él contándome historias desgarradadoras, yo con el corazón hecho un trapo.

No sé si sería una estrategia o qué, pero su rollo surtió efecto. Lo acompañé a un taxi, del taxi lo acompañé al hotel. Me dijo que quería que me fuera con él a Madrid, que viviéramos juntos. Luego cayó redondo en la cama y se quedó profundamente dormido.

A la mañana siguiente aún se acordaba de mí. Consiguió mi número y me llamó con una excusa rara. Yo me olvidé de él, pero no del todo: siempre tendría una anécdota que contar. Días antes del puente de la Constitución, me escribió un mensaje: tenía que venir a Barcelona. Vale, pues iremos a tomar un aperitivo a la Boqueria. “¿Y no quieres tomarte otro en Madrid?”. Convénceme de que el trabajo no es tan importante. “Aquí nieva y estoy frente a la chimenea, además cocino muy bien”. Si no lo consigues así es que no tengo sentimientos. Etcétera.

Fui a buscarlo a la estación preguntándome qué coño estaba haciendo. Dejarme seducir por él era lo más friki que haría en la vida. Me dijo que necesitaba unos zapatos nuevos y lo acompañé a comprarse unos. La gente nos miraba en la Rambla.

Antes pasamos por su hotel y, en la recepción, me soltó a bocajarro: quiero pasar contigo todo el tiempo posible, intentaré no separarme de ti. No supe qué decir. Me reí. Este tío me descoloca. Nos tomamos unos boquerones y unas cañas en La Bodegueta. La gente le felicitaba, se sacaba fotos con él, uno le pidió un autógrafo, le saludaban y le decían que muy bien.

Le hicieron una entrevista en una televisión. Volvimos al Milano, nos tomamos uns gintónics. Vinieron mis amigos y algún amigo suyo. No nos emborrachamos tanto como la otra vez. Por eso, cuando me dijo que me amaba, que se había pasado las tres semanas pensando en mí, comprando el periódico a diario para leer mis artículos, flipé. Puse los ojos como platos. Le dije: no puede ser. Él sonrió resignado. Ése es el papel que represento normalmente, me lo había arrebatado. La que suelta barbaridades sentimentales para dejar al otro clavado soy yo. Y de repente me tocaba dar la réplica. Nunca había estado al otro lado.

De todos modos, le creo solo a medias; al fin y al cabo, ambos trabajamos con la ficción. Sabemos jugar con ella. Dominamos, cada uno a su manera, los trucos de la interpretación.

Le propuse que tuviéramos un amor platónico para hacer algo distinto de lo que había hecho él con sus tres mil mujeres, yo con los doscientos hombres con los que me habré acostado. ¿Doscientos?, preguntó con cierta incredulidad. Bueno, dejémoslo en cien. Dijo que haríamos lo que yo quisiera, aunque debía matizar que no le parecía una buena idea: si lo único que había funcionado con toda esa gente era el sexo, ¿por qué privarnos de él? Tiene lógica.

Al día siguiente fuimos a Madrid, al estreno de Todas las canciones hablan de mí. Salimos con el futuro inmediato del cine español y nos divertimos hasta tarde. Hablé con el director de Pagafantas sobre su madre, que debe ser el personaje más bizarro y extraordinario sobre la faz de la tierra: la buena mujer mira la televisión a través de un espejo porque no le gusta dónde está colocada en su habitación. Evidentemente, puede ir olvidándose de las versiones subtituladas.

Hemos pasado juntos casi una semana comiendo castañas junto al fuego, tomando cañas con sus amigos, paseando con su perro cojo por el Escorial, viendo el capítulo más demencial de su serie. He jugado a la Play con su hijo, he hecho los deberes con él, le conté el chiste del bollo que habla. Es verdad que cocina bien, ahora unas lentejas, ahora un pescado con naranja.

Desayunábamos durante horas en su porche con vistas a la Sierra, mientras leíamos la prensa, él sin miedo ni pudor alguno a decirme que me adora. “Así que eres una mantis religiosa, eh?”. No le cuelo una. Y me acerca una tostada con tomate a la boca.

Me enseña su Harley Davidson de montaña. Me promete que me llevará a pasear, le contesto que odio que me digan cosas que no van a cumplirse, me pregunta cuándo me ha fallado, le respondo que no ha tenido tiempo, asegura que nunca. De cine, vaya.

Creo que, por primera vez en mi vida, me he dejado llevar, aunque fuera a rastras. Me lo ha dado todo y el muy capullo dice que no tiene mucho que ofrecer. Ignoro si lo hace para que le quiera, pero aun así, ¿por qué yo? ¿Qué saca él? Y pensar así me repugna, tanto miedo y tanto recelo. Tanta estupidez.

Mientras volvía en el AVE con una sonrisa boba que no se borró ni durante las tres horas de viaje ni se ha borrado después, pensé que todo es tan raro como sencillo. He hecho con él aquello de lo que siempre he huido. Y no se trata solo de simular una cotidianidad con alguien cuyo pasado es de todo menos cotidiano (preguntó: ¿crees que soy un seta?). No se trata de pasar un fin de semana hogareño con sus conversaciones de pueblo, el señor que nos sirve unos garbanzos, la señora que nos sirve un café, cómo va todo, todo muy bien, comer en el Burger King con tres niños y llevarlos después a una fiesta de cumpleaños. Ni siquiera me acuerdo de que es -o de que fue-, como él dice, “famosete”. No se trata de eso.

Volvía en tren y comprendía que, tal vez por primera vez, me he dejado querer. Sin pedirlo, sin esperarlo, sin buscarlo, sin quererlo siquiera. Y, con la alegría que eso provoca, se mezclaba una suerte de angustia cobarde al entender que, ahora que lo he vivido, me costaría vivir sin ello. Pero, bien pensado, no tengo por qué hacerlo. Acojona pensarlo, es cierto. Sentirlo, no tanto.

Con la farándula nunca sabes cuánde caerá el telón. Poco importa. Han sido unos días preciosos, lejos del mundo en el que suelo moverme, ordenador, móvil, correos electrónicos, entregas inmediatas, redes sociales, insomnio y estrés. Ha sido muy bonito y se ha convertido mucho más que en una anécdota que podré contar.

El final será tan rotundo como un The End y los títulos de crédito. Sonará la música si esto no se convierte en un filme de Haneke, entonces tendremos que abandonar la butaca en silencio. Pero esto no tiene pinta de ser una película de Haneke.

La pregunta está en si aprovecharemos la oscuridad de la sala para secarnos las lágrimas. No, ésa no es todavía la pregunta. La historia acaba de empezar.

Soy la cazadora cazada, la conquistadora conquistada, la amante enamorada no únicamente del amor, como Truffaut. Y me he dejado embaucar precisamente por alguien que antes iba de eso, de pequeño cortejador. Bueno, qué más da. No me apetece asimilar la sorpresa, pero tampoco me atrevo a exclamarlo a los cuatro vientos. Es todo mucho más simple, más asequible. Tenía que ser así. Soy feliz y ya está. Y eso, en realidad, es lo más grande.

Se despidió con un: "y ahora te reirás de mí con tus amigos". Bueno, reconozco que inicialmente ése era el plan. Pero de repente soy incapaz de hacerlo. Sin duda es absurdo, pero en cierto modo le quiero. Tanto como me lo permite este recelo absurdo porque cualquier representación, por muy lograda que esté, hace que todo parezca imposible.

Ayer le escribí para contárselo, me cuesta expresarme si no es por escrito. Temí que, negro sobre blanco, yo en mi papel de nuevo -hola qué tal, esto es lo que siento-, él se fuera corriendo. No sería el primero. Nada de eso. Esta historia no se parece a ninguna de las que haya protagonizado hasta ahora.

Contestó que se sabe mi carta de memoria. Bueno, a fin de cuentas, a él le toca repasar el guión. Yo estoy aprendiendo a improvisar.

El domingo volveremos a vernos.


lunes, 6 de diciembre de 2010

La puta reina de corazones

La noche del viernes empezó con este mensaje prometedor: “Me hiciste un facial lotion y fuiste un fuck&run, por lo tanto: eres gay”. (Nota. Facial Lotion: dícese de una corrida en tu cara; Fuck'N'Run: dícese del que se corre y se va corriendo en tu cara).

Luego llegaron el novio de mi amiga La Loca y sus colegas físicos. Cuando tienen prisa, el novio de mi amiga La Loca le dice cosas tan románticas como: “¿Podemos echar un polvo de colegueo?”. Una vez le escupió en la cara para que superara el trauma. Es un encanto. Sus amigos también lo son.

Antes yo solía ser más química, me tentaba encontrar la fórmula de la adrenalina, el amor y esas paridas. Pero últimamente me he puesto en plan físico. Siempre estoy rodeada de chicos guapos y sólo me lío con chicos guapos. Podría decir que porque los extremos se atraen, pero pecaría de falsa modestia y mentiría. Tengo la gran suerte de haber conocido a unos cuantos tíos buenos interesantes.

Uno de los colegas del novio de mi amiga La Loca es alto (dos metros), rubio, tiene los ojos azules y la tez fina. Parece mucho más joven de lo que es, dice que de tanto beber (el alcohol conserva, y si no, fijémonos en Ana María Matute) y de fumar (mi abuela de 90 tacos se mete un paquete de negro diario; hablamos de tabaco). Su sentido del humor es tan fino como su tez. También es parco en palabras. El pobre es alemán y nunca sabes si te está entendiendo, si es capaz de expresarse o si realmente se aburre. Él asegura aburrirse a menudo y no puede creerse que yo no me haya aburrido en la vida.

Le pregunté qué hace cuando se aburre. Me contestó: “Miro la pared”. ¿Y nada más? “No”. Vaya, parece interesante. “Mis paredes no son interesantes”. ¿Y no fumas o algo así? “Sí, fumo y miro la pared”. Ya.

El Alemán y el novio de mi amiga La Loca trabajan en Castelldefels. Me pareció entender que son investigadores, pero no supieron explicarme qué investigan exactamente. Algo de mecánica cuántica. Según ellos, yo enfocaba mal la pregunta: quería saber “por qué”, cuando ellos investigan el “cómo”.

Hablamos del principio de la termodinámica y era muy bonito, porque la materia se sostiene por pura atracción. No supieron responder a si tenemos ojos para ver o vemos porque tenemos ojos. En cambio, me pusieron un ejemplo muy raro sobre lo que haces cuando alguien está enfermo: llamas a la ambulancia y lo normal es que la ambulancia se lleve al enfermo al hospital y que allí lo curen. En fin, no sé qué coño tiene que ver eso con la mecánica cuántica y sus investigaciones en Castelldefels, pero me pareció fascinante.

Como no me rindo fácilmente, lo intenté por otros medios. ¿Qué hacéis durante el día? El Alemán: “Llegamos al trabajo y leemos los periódicos”. ¿Y después? “Tomamos un café”. ¿Y después? “Trabajamos”. ¿De qué manera? “Nos sentamos ante una hoja en blanco y pensamos”. Vale. ¿Y entonces? “Pues eso”.

Tras pasar un rato en el Masía, fuimos al Raval, donde se agregó un compañero de piso del novio de mi amiga La Loca. Ayer se tomaron unas setas alucinógenas para adornarlo, seguro que ha quedado muy bien. El piso, digo.

Luego fuimos al Big Bang, que es un atro terrorífico lleno de chicos feos y pocas chicas. La Loca y yo nos acercamos al único que era un poco monillo y le dijimos que tenía una nariz muy bonita. Le preguntamos: “¿Eres judío?”. Y él: “No, pero me llamo Israel”. Quisimos saber quién le había puesto un ojo morado, pero él se hacía el loco todo el rato, fingía que no sabía de qué le estábamos hablando. Hasta que de repente se retiró el pelo de la cara y, joder, no es que tuviera un ojo morado, es que era la sombra del flequillo. Pensó que nos faltaba algo. Sí, nos faltó vista. Y vergüenza.

Llegó el tercer amigo del novio de mi amiga La Loca, también físico y con una pinta de nerd que tiraba de espaldas. Es un tío superdivertido que soltaba un montón de tonterías muy graciosas e ingeniosas. La cuestión: que cuando La Loca y su novio se fueron, me los llevé a todos a La [2] del Apolo, y como el Alemán es un percha, le colgué el abrigo y la bufanda mientras bailaba. Todas las tías iban a por él, pero él no estaba interesado. 

El sábado, con un dolor de cabeza que sólo pudo provocar el puto último gintónic de la noche (sin duda de garrafón), me enteré de que nunca nadie había conseguido arrastrar al Alemán hasta el Apolo, lo que no hizo que me sintiera especialmente orgullosa, pero alteró mi ego un poco.

El sábado fue un día de mierda que pasé tirada en el sofá con una resaca de mierda, tras haber estado cuatro semanas sin librar ni un puto día de mierda, bebiéndome hasta las macetas para sobrevivir y fumándome lo que no está escrito. Por la noche se me ocurrió la genial idea de quedar con Mi Amor Sobre Ruedas. Quise que todo saliera bien. Desde que volvió de Asia nos habíamos visto un par de veces y en ambas ocasiones nuestro encuentro fue un desastre. Él no se dio cuenta, pero la tercera también lo fue. 

Como me pidió que no publicara aquella conversación-bucle que tuvimos en este blog, me meteré directamente en la cama, donde primero tuve náuseas y después un sueño intranquilo repleto de pesadillas: en unas, miraba unas fotos que acababan de sacarme y descubría que tenía los brazos gordos y llenos de estrías. ¿Por qué nadie me había avisado de que estaba gorda y fofa? En otras, abría la boca y veía mis encías sanguinolentas, mis muelas podridas y negras. En fin, que mi subconsciente es bastante obvio: soy un ogro.

Me desperté unas doscientas veces y por fin decidí levantarme para seguir trabajando. No soy controladora aérea, aunque me resulta imposible dejarme llevar y volar sin control. Me enteré de que una amiga en quinto mes de gestación fue a hacerse una revisión para saber de qué sexo es su criatura, llevaba años queriendo quedarse embarazada y ya tiene cuarenta. La criatura es niña. Pero tiene una deformidad grave en el cráneo. Me cago en la puta ginecóloga que tuvo que decirle: tu monstruo habría sido mujer. Porque entonces ya convertía a su feto en persona, en alguien en quien pensar. Todos sabíamos a través de emocionados SMS que era del Barça, durante el clásico dio muchas patadas.

El horror, el horror. Ayer quedé con mi Examante Que Una Vez Huyó Bajo la Lluvia. Hice algo absolutamente inaudito en mí: bajé al OpenCor y compré vino y la cena. Nada currado, unos solomillos. Cuando llegó a casa, flipó. Él no podía entender mi miedo a ser poco femenina (creo que las mujeres hacen este tipo de cosas), el asco que siento a veces, el odio que me tengo porque es verdad lo que dijo uno de mis primeros amantes (uno de los primeros!), que voy por ahí sembrando cadáveres. Y quien siembra... Antes estas cosas no me afectaban. 

No llegamos a cenar, claro. Brindamos y mi Examante Que Una Vez Huyó Bajo la Lluvia soltó alguna bordería. Le dije en broma: ya no te quiero. Contestó: nunca me has querido, eres una mantis religiosa y te aprovecharás de mí hasta que me arranques la cabeza.

Soy la puta reina de corazones.

Que alguien me saque de este papel, si es posible. Gracias.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Corazón de cerdo




Voy al médico y le pregunto sobre eso que han descubierto del corazón. Por lo visto, pueden vaciarlo y rellenarlo con células primarias de otro que no esté dañado. “El mío está muy mal”, le digo, “normalmente no late, pero de repente da un vuelco y estoy a punto de tener un infarto; desde que se rompió, ya no es el mismo”.

Quedó hecho añicos hará unos cinco años. Nunca antes había tenido un rasguño. También es cierto que nunca antes había conocido a un Hombre de Hojalata. Me esforcé cuanto pude para que me quisiera. Y lo curioso es que lo conseguí. Pero ya era demasiado tarde. El tiempo que dediqué a ir derribando sus defensas, tan estúpidas y cobardes, me faltó luego para recomponer aquel puñado de nada al que había quedado reducido mi corazón. Necesité mucha paciencia y mucho superglue para conseguir que sus piezas encajaran. Sin embargo, me aterrorizaba tener emociones fuertes; sabía que la mínima sacudida lo destrozaría de nuevo. Por eso me dejé amar por un chico maravilloso que me llevaba entre algodones, y me acostumbré a que me trataran así de bien.

El problema es que él no se sentía correspondido del todo. Tampoco los que llegaron más tarde. Es decir, intuían que les quería, pero en mi reserva levantaban la suya. En cierto modo, me temían. Soy una morbosa, aspiro al deseo, ese imposible al alcance de la mano. Conseguir algo o a alguien equivale a dejar de desearlo porque ahí está. Y tal vez, con un corazón mal reparado, yo no pudiera aspirar a nada más. Sólo me tentaba el desafío.

O lo que es peor: ésa era mi excusa, inaceptable en cualquier caso. Poner trabas es demostrarle al otro que su empeño no vale la pena.

Intenté cambiar. De acuerdo, tal vez me asustara sentir según qué, pero eso no quitaba que me gustaran las personas. Podía decirles lo mucho que me gustaban. Volvieron a temerme, pero por todo lo contrario. No está bien visto que le digas a tu amante “joder, estoy muy bien contigo”, aunque sea la puta verdad. Piensa que le estás diciendo algo más. Peor: piensa que le estás pidiendo algo.

Lo recuerdo en mi anterior casa, yo destrozada porque cuando estoy cansada pierdo los papeles y lloriqueo como una niña caprichosa. Lo recuerdo arguyendo que no tenía cojones y que tenía que irse. No estaba enamorada, sólo necesitaba un poco de paciencia, un poco de cariño, y ni siquiera se lo estaba exigiendo, quédate un poco más. El sexo es lo de menos. Por fin lo ha entendido, no sé cuántos años después. El sábado pasado estábamos en el Michael Collins tomándonos una cerveza, y yo me reía de él y de aquella madrugada lejana que huyó y llovía, y luego pilló una pulmonía por gilipollas integral. Desde entonces, cada vez que llueve, le digo: “Por qué no te vas?”.

“Sois unos arrogantes. Creéis que estoy enamorada de vosotros y que os haré la vida imposible, cuando lo único que hago es deciros lo que soy capaz de sentir porque estoy orgullosa de poder sentirlo y contenta de poder expresarlo; llevaba treinta años de mutismo y la exaltación forma parte de mi felicidad”. Y la vida es muy corta, qué coño, y estoy harta de estrategias y mi corazón no funciona. A otros no les funciona la cabeza y es peor, pero eso está socialmente aceptado.

La puta arrogancia masculina. La puta vanidad femenina. Mi amiga La Loca no comprende que alguien pueda no perder el culo por ella. Y en realidad, supongo que a todos nos pasa más o menos lo mismo. Somos cojonudos, no te jode, qué mejor plan que pasar un rato conmigo.

Sentados en el Michael Collins, cerveza en mano, le hablaba al Examante Que Una vez Huyó Bajo La Lluvia del bloguero al que conocí por internet y con quien pienso casarme sin su permiso (como no viviremos juntos, nos enviaremos a nuestro hijo vía AVE, que será muy espabilado y acabará descubriendo la vacuna contra el cáncer). El bloguero también se acojonó. Tuve que explicarle que, aunque lo nuestro esté por escrito, sólo está por escrito. No pienso plantarme en tu casa para que te replantees tu vida, muchacho.

Le hablaba de otro Hombre de Hojalata que va de no-me-acerco-a-ti-para-no-hacerte-daño-pero-no-creas-que-te-evito, cuando en realidad lo que pasa es que pasa; de mí, quiero decir. Y no pasa nada. Me hubiera gustado que fuéramos amigos porque me cae bien y todo eso. Pero tiene los dedos demasiado delgados para que lo nuestro funcionara en la cama. Cada vez que intento acercarme a él movida por el recuerdo de algún buen capítulo que compartimos, me rehuye. Y ah, la vanidad, me resisto a entender por qué. Aunque lo entiendo perfectamente. 

No le hablaba de Mi Amor Sobre Ruedas, que sin duda pretende conmigo este mismo acercamiento incondicional. Mi Amor Sobre Ruedas tiene un corazón de oro a prueba de balas, a prueba de sustos, de disgustos y de mí. Y le quiero. Él lo sabe. Yo le arranqué de cuajo ese corazón de oro para colgármelo del cuello como la medalla de un mafioso, y sin embargo tiene otro de repuesto. Y otro y otro. Está llegando ahora mismo de su viaje por Asia.

Un tipo que bebía chupitos en la barra de Michael Collins se puso a hablar conmigo. El Examante Que Una Vez Huyó Bajo La Lluvia me preguntó: “¿Por qué atraes a todo el mundo?”. O a lo mejor fue: “¿Por qué todos los frikis se acercan a ti?”.

Ayer fui yo quien me acercaba a ellos para presentarles a una amiga de Madrid. Me puse una minifalda muy corta, botas, camisa de leñadora, salimos a cazar. La Loca, que la semana pasada se había enamorado por enésima vez de algún millonario que conoció por ahí, volvió a enamorarse, en esta ocasión de un físico asturiano y veinteañero que hoy ya es su novio. Mi estrategia para ligar era: "Mi amiga es extremeña y dice que no hay ni un chico guapo en todo el bar, vamos a demostrarle que se equivoca, en realidad creo que le gustas tú".

De repente, apareció un sevillano que conocí una noche en Girona, cuando huía de un hombre que había reservado habitación en un hotel; eran las tres de la madrugada, llovía y el primer tren a Barcelona salía a las siete de la mañana. Lo que me diferenciaba de mi Examante Que Huyó Bajo La Lluvia (y a quien aún no conocía) era que ese tío del hotel nunca fue mi amante, pero lo veía dispuesto a todo para conseguirlo. Salí corriendo, como digo, y hacía frío. Y por suerte encontré un bar abierto, conocí al sevillano y me llevó a casa de unos amigos, por la mañana compré cruasanes para todos. El sevillano y yo pasamos un fin de año en Bruselas hace más de seis. Nunca más supe de él, ayer me dijo que acaba de regresar del Congo. Insisto. Todos vuelven. Los oscuros golondrinos.

También mi Examante Que Una Vez Huyó Bajo La Lluvia. Mientras hablaba con el sevillano y me tomaba la cerveza número doscientos tres, apareció por sorpresa. Sigue teniendo cierto miedo a decir lo que siente, pero por lo menos le ha quedado claro que yo, igual que él, tampoco quiero salir con nadie. Las parejas ya no existen, paso de novios, al contrario que mi amiga La Loca. Y odio a las exnovias, que son el puto mayor problema de este mundo. Sin ellas, todo resultaría mucho más sencillo.

Vanidad, deseo, pasado, ganas de decir lo que siento porque para mí es algo nuevo y a todos nos excita la novedad. Las cosas claras, para qué perder el tiempo. Un corazón reconstruido que, pese a todo, a veces prefiere permanecer latente a latir manifiestamente. O al revés: prefiere exhibirse loco antes que confesarse roto.

Sí, tengo sentimientos, aunque siempre diga que no. Pero me cuesta entender el reparo de los demás, su lentitud a la hora de asimilar que lo que me ocurre es que ya no tengo miedo a expresarme. Es mi única arma para defender este pingajo que guardo en el pecho hasta que funcione a toda hostia y reviente. “Vacíemelo, doctor, y rellénemelo con lo que sea, da igual si es de cerdo”.

El cardiólogo sonríe y recomienda: “No intentes alejarte de los Hombres de Hojalata porque ése es el único imán con el que cuentan”. Tras una revisión, me da el alta: “Estás estupendamente”. El amor todo lo cura.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Hombres supuestamente interesantes con los nunca volveré a acostarme (IV)

El tío bueno de manual. Este post explica por qué el verano de 2003 fue el más caluroso de la historia. Lo conocí por Internet. De hecho, lo conocí a través de un foro de cine. Entonces no chateaba ni nada, pero era un poco cinéfila y, no sé por qué, me llamó la atención la discusión que él había iniciado bajo el epígrafe ODIO A NANNI MORETTI!!!, así en mayúsculas y un montón de signos de exclamación. Decía que La habitación del hijo era una puta mierda. No recuerdo qué contesté, pero al día siguiente tenía un e-mail suyo bastante divertido en la bandeja de entrada, así que empezamos a escribirnos casi a diario, a ver quién era más chulo, y creo que me dejé ganar.

Una cosa llevó a la otra y, por pura soberbia, decidimos quedar con un par de cojones o varios. Nos citamos en la puerta del Verdi, pero antes me emborraché en casa de un amigo que vivía delante porque una cosa es tener arrojo, y otra muy distinta presentarte sobria a una cita a ciegas. De hecho, tan ciega iba, que me costó creer lo que vieron mis ojos: el tío estaba buenísimo. Pero no estaba bueno porque mira, visto lo visto, tiene un pase y tapándole la cara con la almohada, todavía. Tampoco estaba bueno porque me cayera bien y eso. No: estaba buenísimo de verdad. Como un puto tren, era un jodido adonis. Ojos azules, pelo rizado y moreno, un cuerpazo.

Fuimos a tomar algo al Blues Café y me contó que su novia estaba trabajando en Formentera, no regresaría a Barcelona hasta septiembre. Yo también salía más o menos con un buen chico al que ayudé tanto como puteé, aunque él ahora sólo se acuerde de la primera parte. Pillamos taxi y cuando llegamos a su casa le di un beso en la mejilla, adiós. El tío flipaba. Se quedó en medio de la calle Padilla mirándome como si estuviera loca mientras yo le decía al taxista: arranque. Evidentemente, me conecté nada más llegar y le envié un mail. Volvimos a quedar al cabo de dos días.

Era 21 de junio, justo cuando empezaba el verano.

Recuerdo que la noche más corta del año se nos hizo aún más corta, y los pájaros nos sorprendieron en posturas imposibles que fuimos perfeccionando día a día, enredados y sudados ahora en el sofá del piso de su madre, ahora sobre la lavadora de su casa o en la mesa de mi cocina. Hablando vulgarmente, éramos dos putos conejos; hasta entonces no recuerdo haber follado tanto con nadie ni tan bien. Creo que el mejor polvo fue en la ducha, arrancamos la cortina, lo inundamos todo, pero bueno, él tenía mucho tacto, un gusto delicioso, olfato para entender qué quería, o mucha vista, nunca tocaba de oídas. Aunque los provocara todos, me hacía perder el sentido.

Éramos buenos amigos y él, un narcisista de la hostia. Es decir, cuando lo hacíamos de pie (su madre había forrado las paredes de la habitación con espejos), él miraba cómo se le marcaban los abdominales, por ejemplo. Un fantasma. Tenía cinco o seis amantes con las que quedaba de vez en cuando y luego me contaba cómo había ido; yo también tenía algún que otro amante, pero eso nunca lo cuento. Una de esas chicas vino a propósito desde Italia para pasar cuatro días con él; él prefirió pasar esos cuatro días conmigo y a ella solo le brindó un café. Ella perdió la cabeza y le arañó en la cara. Con las demás, provocaba situaciones así; es lo que tiene la belleza, que apasiona. Nos llevábamos bien. Mejor todavía: nos lo pasábamos bien. Y parte del morbo (si no todo) estaba marcado en la fecha de caducidad.

Las paredes ardían, los viejos se morían en Francia, sudábamos sin parar, bebíamos sin parar, me fui sola diez días a Praga, me instalé en un piso del barrio judío, conocí al camarero de un bar llamado Chocho, releí La insportable levedad del ser en francés, me ahogué en litros de cerveza, engordé pero a él le daba igual. Cuando volví, nos fuimos juntos a Mallorca, lo metí en casa de mi abuela, me la metió en la cocina de mi abuela con mi abuela durmiendo en la habitación de al lado, intentamos seguir en el balcón pero entonces temimos que nos viera todo el puerto. Lo intentamos hacer en una barca. En fin. También pasamos una noche en una playa y primero nos picaron los mosquitos y de día nos quemó el sol, un bicho alado nos perseguía por las dunas y nos refugiamos en el mar.

Y llegó septiembre. Pasamos nuestro último fin de semana juntos en Cadaqués, imaginamos cómo seríamos al cabo de veinte años. Él estaría liado con una amiga de su hijo, sería un hombre interesante; yo sería una escritora solitaria un poco huraña, muy cínica por no haber encontrado nunca el amor. “Mentira”, dijo él, “serás una madre cojonuda y estarás hasta las trancas por tu marido, que será la polla en vinagre”. Nos citamos para entonces en aquel mismo bar donde el camarero, sarcástico, nos sirvió dos cortados con un corazón de cacao pintado en la espuma de la leche.

Llegó septiembre, sí. Y con su novia llegó el frío. Dejamos de vernos, según lo previsto. Es curioso que el tío que las volvía a todas locas no me hiciera perder nunca el control. Poco antes de Navidad, fui a comprar un abrigo. Al salir de la tienda, me lo encontré por la calle. Ostras, qué sorpresa, cuánto tiempo, cómo va. Hablamos un rato y me invitó a ver El retorno del rey. Yo había visto las dos anteriores de El señor de los anillos con Hombre Supuestamente Interesante con el que Nunca Volveré a Acostarme (modalidad: cantante de grupo 1) y pensé que sería buena idea cambiar de pareja, a ver si me mentalizaba de una vez de que aquello se acabó.

Fuimos a ver la película, luego tomamos unas birras, me dijo que había cortado con su novia. Últimamente, recibo mensajes de chicos que cortan con sus novias y quieren quedar conmigo, ¿a quién le halaga ser un premio de consolación? Bueno, siempre tranquiliza saber que tienes plan si lo necesitas. Nos colamos en la Sagrada Familia de madrugada con la idea de echar un polvo en una de las torres. Pero el segurata nos pilló cuando inciábamos el ascenso al éxtasis (hablo de escaleras, no de sexo), así que tuvimos que conformarnos con un apaño prosaico en la caseta infantil de un parque que hay delante de la ya Basílica.

Ahora que me he mudado, veo esa Basílica desde el balcón, así que no puedo menos que recordar casi a diario la felicidad despreocupada de aquel verano, el más caluroso de la historia. A él me lo encontré el otro día en el concierto de Micah P. Hinson, está tan guapo como siempre y también piensa mucho en mí. Dice que no le queda más remedio, que soy omnipresente, que salgo en todas partes. Qué pesada, incluso yo estoy harta de mí misma. Cuando nos conocimos, él decía que yo era inevitable. Yo aún guardo su teléfono con el nombre de Dios.

Hasta aquí, la parte pornorromántica. Falta la tragicómica: aquélla en la que descubrí que en realidad no había cortado con su novia, ella me descubrió a mí y se armó la de Dios es Cristo. Nunca mejor dicho. Del paraíso al infierno hay más de un pecado. Pero ésta es otra historia. Podría titularse algo así como Mujeres Sin Duda Interesantes a las que Nunca Podré Acercarme. Próximamente en sus pantallas.

domingo, 31 de octubre de 2010

Y un chichón

Han llamado a la puerta. Era mi vecina de rellano, una señora mayor que iba en bata a mediodía. Llevaba unas gafas de montura rosa y gruesa muy modernas, y estaba preocupada. Se me han pasado por la cabeza frases como: “Haces demasiado ruido por las noches, quiénes son esos chicos que se van de madrugada, huele a muerto en la escalera, huele a perro, huele a gas, tienes que conseguir que cambien el recorrido del Papa”. Recuerdo que soy una buena chica, una persona discreta.

La buena mujer me ha dicho: “Necesito ayuda. ¿Puedes llamar a tu marido?”. Tan buena chica soy y tan discreta, que sin duda estoy casada. O vamos a dejarlo en que ya tengo una edad. Una vecina en bata sólo puede concebir que haya pasado por el evangelio del matrimonio. 

El viernes pasado salí con mi amiga La Loca. Llevamos a cabo un sistema de ligue que, según un conocido que nos cruzamos en un bar, iba a resultar infalible. Nos dirigíamos a los chicos y les proponíamos un trío. Ellos se mostraban interesados y aquí se acababa el plan urdido por nuestro conocido. Entonces íbamos un poco más allá. Mi amiga La Loca aclaraba: “A Mel se le ha ocurrido que es una buena estrategia invitaros a un trío. Luego, cuando os metáis en el taxi, la menos interesada de las dos saldrá del coche y ya no tendréis escapatoria”. Para rematar, yo añadía: “¿Queréis tener hijos?”. Evidentemente, no nos comimos un rosco, pero nos divertimos bastante.

Mi amiga La Loca intentó entrarle a un chico más o menos interesante que, uh-uh, ya la conocía. Se acordaba de ella por una noche etílica que ella había olvidado y en la que sólo tenía palabras para otro hombre, por cierto ausente (es decir, que sólo hablaba de ese otro hombre). El tipo todavía se acordaba de eso y le soltó un: “Me alegro de verte, aunque ya no estemos de tan buen ver como entonces”. Mi amiga La Loca tuvo que ir corriendo al baño y mirarse en el espejo para cerciorarse de que sigue siendo guapísima. Y ya que estábamos, se lo preguntamos a unos chicos que andaban por ahí. “Creéis que estamos acabadas?”. Contestaron que sí. Circunstancia que no les echó atrás a la hora de aceptar un posible trío que no teníamos intención de realizar.

En fin, que estoy acabada, tendría que estar casada, soy una buena chica discreta y mi vecina de la bata necesita ayuda: “De qué se trata?”. Me dice que su marido se ha caído y que no tiene fuerzas para levantarlo. Le contesto que yo lo intentaré y me mira con sincera incredulidad. Cojo las llaves, cierro la puerta y entro en su casa, que estructuralmente es idéntica a mi piso, pero no se parece en nada. El pasillo es mucho más oscuro y elegante. Han puesto parquet en el suelo, conservan las cristaleras de colores en las puertas y tienen flores frescas en un jarrón sobre la mesa.

La mujer me guía hasta una habitación acogedora con dos camas individuales, hechas con una perfección marcial. Su marido, vestido con una camiseta imperio y en calzoncillos, está sentado ridículamente entre las dos camas, como si se hubiera quedado encajado. Ha intentado levantarse del suelo apoyándose en ellas, sin éxito. Me dedica una mirada apurada y patética. Siento que voy a llorar.

Le pregunto si se encuentra bien y me dice que sí, que le ha salido un bulto en la cabeza por culpa del golpe. Le digo que es un chichón y él y su mujer se ríen. Es verdad, un chichón, responde él como si hubiera olvidado esa palabra. Su mujer le agarra del brazo derecho, yo del izquierdo y ella me recuerda que a él no le responden las piernas. Venga, a la de tres. Pienso que va a ser difícil, pero no. El cuerpo de ese señor es liviano y alzarlo resulta sencillo, casi como coger a un niño. 

Al levantarle creo adivinar bajo sus calzoncillos algo parecido a una erección, podría ser una arruga de la tela, aunque no lo sé porque aparto la mirada inmediatamente. Lo sentamos en una de las camas y me fijo mejor en él. Es guapo. Ella también lo es. Él es delgado, tiene los rasgos muy finos, los ojos grandes, pero podría ser del susto.

Ella me cuenta que él se había duchado y que al ir a vestirse, pam, se ha caído. Les digo que será una bajada de tensión y me ofrezco a llamar a alguien. Ella se sentiría más segura, por lo del golpe en la cabeza y eso. Él contesta que no hace falta, claro. Estaba segura de que diría que no. Se acaricia el chichón y su mujer le pasa una mano por debajo de la camiseta, “estás todo sudado”. Son encantadores y no sé nada de ellos. Ellos tampoco saben nada de mí.

Me pregunto cuánto tiempo habrán pasado decidiendo si iban a buscar a un vecino para que los ayudara. El apuro de estar en ropa interior y lo que es peor, la angustia que comporta demostrar que a uno ya le fallan las piernas y que no se vale por sí mismo. La vergüenza también, por qué no, y cierto recelo, quién es esta chica nueva que vive en el piso de al lado. También me pregunto cuánto tiempo llevan casados, cuántas veces habrán cambiado el modo de mirarse el uno al otro, cuántas veces se habrán reconocido.

Les digo que pasaré el día en casa, que si necesitan cualquier cosa, aquí estoy. Sólo nos separa un rellano. Estoy casi segura de haber visto una mano a través de la rendija de la puerta de una de las habitaciones.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Otra fantástica historia real con mi amiga La Loca

Hemos quedado en el Café de la Virreina. Mi amiga La Loca tenía frío, así que nos hemos sentado en la sala interior, donde las mesas están muy apretadas, y hemos comido aceitunas y bocadillos. Ella bebía Trina, yo cerveza, hablábamos de la bajeza moral de algunos tipos o ni siquiera: del modo en el que se arrastran cuando, por algún motivo que sólo les concierne a ellos, sin venir a cuento confiesan que te traicionaron y reclaman tu perdón. “Oye, bonito, yo ya te había olvidado, no eres tan importante en mi vida”, les contestarías. “Vale, pero perdóname, tienes que perdonarme, soy un miserable, tengo ganas de pegarme con alguien, soy un mierda”, responden.

También hablábamos de Bret Easton Ellis, de Jonathan Franzen y Boris Vian cuando, de repente, mi Amiga La Loca ha visto un ejemplar de El talento de los demás en la mesa que yo tenía detrás. Nos ha hecho gracia porque conocemos a Alberto Olmos, que ahora ostenta el título de grantaboy. El libro era de la biblioteca, estaba forrado con plástico barato. Y al girarme con ese gesto mecánico que sólo sirve para comprobar algo con tus propios ojos, me ha parecido que en esa mesa, a tres centímetros escasos de distancia, estaban hablando de mí.

Al volver a mi posición original, he visto que mi amiga La Loca tenía los ojos como platos. Vale, entonces no es que fueran imaginaciones mías. La chica que tenía a mis espaldas, cuyo hombro rozaba el mío, estaba diciendo: “La conocí en Sant Jordi, yo quería conocer a Vila-Matas, entonces me la presentaron a ella y me pareció... bueno, decía cosas como que no le gustaba firmar libros, que era un palo y todo eso”. El chico también ha pronunciado mi nombre, de modo que no había ninguna duda. Y ella: “Le di dos besos y todo, intenté hablar con ella, pero ella estaba como... bueno, como si no me viera. Es soberbia, un poco altiva, no sé, muy sobrada, bastante borde, la verdad”. Así se han pasado un buen rato, sin sospechar siquiera que yo estaba ahí. 

Mi amiga La Loca y yo no podíamos creerlo. La hijaputa que tenía detrás me estaba poniendo a parir y lo estábamos oyendo todo. Hemos explotado a la vez. Nos ha dado un ataque de risa, no podíamos parar. El chico nos ha mirado con mucha curiosidad, el pobre no entendía nada. Y entonces he vuelto a girarme para que la chica me viera la cara. Casi se muere. Dios, todo el mundo tendría que ver esa expresión en el rostro de alguien por lo menos una vez en la vida. “No te preocupes, me suele pasar; nunca caigo bien a la primera, pero con el tiempo soy encantadora”, le he dicho con la más dentada de mis sonrisas. Ella se ha quedado sin saber qué decir.

La Chica: Vaya, menuda metedura de pata, pero ahora no puedo... o sea, si dijera que me arrepiento... de hecho, no me arrepiento, es lo que sentí entonces. Eres muy fría.
Mi amiga La Loca: Qué va, ¿no ves que es muy amable? ¿Os conocisteis en Sant Jordi porque eres escritora?
La Chica: Sí. Bueno, no. He escrito un libro.
Yo: Espera, que necesito fumar un cigarro, comprenderás que esté nerviosa.
Mi amiga La Loca: No doy crédito. Es como estar viviendo una de las típicas historia que Mel cuenta en sus novelas. Supongo que eres consciente de que vas a salir en la próxima, ¿no?
La Chica: Si pudiera hacer algo... es que...
Yo: Que no pasa nada, en serio, ha sido muy divertido. Un momentazo en toda regla, insuperable. Por cierto, leí tu libro y me gustó.
La Chica: Ah, yo no he leído el tuyo, lo siento.
Yo: Pero ahora que lo pienso, también coincidimos en aquel programa de televisión. Y sí que fui a hablar contigo, ¿por qué dices que pasé de ti? Estaba enfermísima ese día.
La Chica: No.
Mi amiga La Loca: Sí. Estaba fatal, pobrecita.

Entonces el Chico, que había permanecido callado sin saber donde meterse, va y suelta: “Hola, yo soy un gran amigo de la Mujer de Tecla Negra, ¿qué tal?”. Cágate. ¿Quién da más?

“Joder, ahora mismo debo ser la persona más odiada de todo el puto bar”. Y a La Chica: “Si para ti soy mala, para él, mil veces peor”.

Yo: Bueno, y cómo está la Mujer de Tecla Negra?
El Chico: Ex Mujer.
La Chica: Oye, esto es muy pequeño, no?
Yo: Pronto entenderás que es un puto pueblo.
El Chico: ¿Cómo se llamaba tu blog?
Yo: ¿Qué blog?
El Chico: El de la melancolía o algo así; me lo pasó la Ex Mujer de Tecla Negra.
Mi amiga La Loca: Entonces este tío, ¿sabe quién soy?
Yo: ¿Cómo?! Yo no tengo ningún blog!
El Chico: Sí, algo de una valla melancólica.
Yo: No sé de qué me hablas.

Consciente del grave peligro que estábamos corriendo, mi amiga La Loca se ha apresurado a pagar las aceitunas rellenas, el Trina, las cervezas y los bocadillos. Nos hemos despedido amablemente y nos hemos ido.

Mi amiga La Loca estaba indignada, "¿por qué alguien que no te conoce tiene que decir esas cosas de ti? Es deprimente, miserable y patético; además es mentira, tú no eres así, esto no me ha gustado nada". Bueno, son cotilleos, el cuento más antiguo del mundo. Todos nos inventamos la vida de los demás, los convertimos en personajes más o menos acordes a nuestros intereses. La situación es lo que cuenta. "Va, no te cabrees, ha sido divertido, quédate con la anécdota".

Desde que cerré por melalcoholía, ésta es la primera vez que no me he sacado ni una coma de la manga. Nada de lo que apunto en este post es ficción. Nada en absoluto. Pero qué más da, viviré como si lo fuera.

domingo, 24 de octubre de 2010

Déjame entrar

La Victoire, René Magritte

Atención: este post contiene spoiler. Pero no va sobre la película.


Hoy he quemado la cafetera. Me disponía a escribir una carta, he oído un golpe en la cocina, he ido a ver, y ahí estaba el mango en llamas. La casa apesta.

Entonces he cambiado la historia de la carta que me disponía a escribir. Intentaba hacer un símil con las llaves del piso. La semana pasada fui a un sitio de esos donde reparan bolsos y zapatos, venden pilas gordas de las antiguas que ya no tienen utilidad alguna, e hice una copia de las llaves del piso. No son para nadie, sólo por si acaso. Volví a casa y las probé: la del portal iba bien, correcto, la de arriba también funcionaba, perfecto. Pero la más importante, la de la puerta, no giraba. Mierda. 

Di media vuelta y regresé por las calles del Eixample hasta la pequeña tienda. La mujer estaba revisando género nuevo, unos llaveros muy resultones en los que puedes grabar tu nombre, tu año de promoción o, por qué no, la dirección de tu casa para que los chorizos no se pierdan.

Ésta no va, dije. El hombre miró la llave extrañado, volvió a meterla en el cacharro chirriante, ajustó la máquina, hizo unos cuantos etcéteras incomprensibles (yo tenía una resaca de escándalo) y me dijo que es que había un saliente que ya había corregido. De acuerdo, gracias. Volví por las calles del Eixample hasta donde vivo, subí en ascensor, metí la llave en la cerradura. Y nada. Joder.

Bajé en ascensor hasta la calle, intenté cambiar de itinerario, entré de nuevo en la pequeña tienda, la mujer reparaba el soportamóviles de cuero que una señora llevaba en su silla de ruedas, el hombre me dijo: vaya, ¿no tienes la llave original? Me encogí de hombros. A veces, a fuerza de hacer copias de las copias, al final se pierde el modelo, me explicó. ¿Y entonces?, pregunté yo. Entonces nada, necesito la original.

Lo intentó de todos modos, pero yo ya sabía que aquella copia tampoco valdría. Efectivamente, no giró. Pensé en las casas de alquiler, en la cantidad de llaves que tendrá cada una de estas casas, la cantidad de copias de una copia. Pero, sobre todo, sentada en el sofá con aire derrotado, estuve un buen rato observando aquella llave, tan inútil como las pilas de las gordas que no sirven para nada. Una llave que, por culpa de estar mal tallada, no abría nada.

El símil no es sexual. Bueno, supongo que también es sexual. No es editorial, aunque una mala copia te cierra muchas puertas. Era más bien -vamos a ver- ¿existencial? Menuda gilipollez. Literario, literal, qué más da. La cuestión es que últimamente me siento un poco así, creyendo que tengo la clave. Pero algo ha pasado, algo imperceptible, que me impide llegar allí donde quisiera. Por mucho que revise esa llave y lime sus asperezas, por mucho que quiera entender qué parte está mal hecha, qué diferencias tiene con la que giraría, no hay manera. Y es desesperante quedarse fuera.

No es que no encaje. Es que no abre.

Al final, en la carta, no he contado nada de todo esto. He descrito la noche extraña de ayer, rodeada de víctimas de la epidemia de las separaciones, años sabáticos por doquier, poco sexo y mucha cerveza (los demás, gintónic), hasta que acabé con un montón de desconocidos en el comedor de una mujer llamada “La más guapa de la Historia”, donde un tipo leía en voz alta fragmentos de un libro titulado “El horóscopo del amor”.

Antes, en el Heliogábal, un chico me había asaltado en la barra: "Mel, ¿eres Mel? ¿Mel Alcohólica? Joder, eres la persona mítica que más me gustaría conocer!". Pues ya ves, no soy mítica, soy normal, respondí. Encantada. De lo que se deduce que soy persona.

Volví a pie pasadas las cinco, con una luna tremenda encima de mi cabeza, recordando sueños hermosos que me habían contado otros. Y luego he soñado que me declaraba a Ángel Martín (imagino que trasunto de otra persona) y que él me enseñaba su alianza para pararme los pies. Nos hacíamos amigos y me resultaba raro pasarle un brazo sobre los hombros mientras él me pasaba el suyo por la espalda.

Algo permanece cerrado para mí y, aunque la que tengo se parece mucho a la que vale, carezco de la llave para entrar. La he dejado junto a la de la caja fuerte, cuya combinación todavía no he descubierto.

domingo, 17 de octubre de 2010

Lo que no está escrito

Los sobres de sus cartas eran negros. Y la emoción que sentía al verlos en el buzón de la casa de mis padres sólo es comparable a la de los e-mails que recibiría años más tarde por parte de otro hombre que, como él, sabía que una palabra suya bastaría para salvarme.

Entonces yo tenía quince años, él veinte. También me escribía con otro amigo de mi edad con quien había vuelto del colegio diariamente los últimos años de mi infancia. Los tres vivíamos en el mismo barrio, nos separaban apenas seis calles. Y acudíamos solemnes al mismo buzón de la plaza París junto al que solía quedar con mi única amiga fémina que, valga el tópico, llegaba siempre tarde. Con ella aprendí a esperar.

Con él aprendí todo lo demás. Aprendí a enamorarme y a enamorar mediante la palabra (él era mi catequista, podría decirse que la suya era palabra de dios).

Recuerdo leer sus cartas una, dos, siete veces antes de comer. Otras treinta después. Recuerdo buscarle entre líneas, ruborizarme con aquellas declaraciones tan directas como pueda serlo un bolígrafo desesperado sobre el papel durante una sesión interminable de estudio en la biblioteca de la Riera o la Misericordia. Recuerdo contestar con una sinceridad brutal, impropia de la chica hermética que era en aquella época. “Hay dos Mel”, me contestó en una ocasión, “la que escribe y siente, que es la que lo da todo... y la otra”.

“La otra” era incapaz de decir “t'estim”, aunque lo hubiera escrito con dedos temblorosos en la mayoría de las cartas. “La otra” rompía a llorar cada vez que él deslizaba una mano dentro de sus pantalones e intentaba acariciarle el culo. “La otra” se sentía culpable al ponerse cachonda, especialmente aquella noche que yacían tumbados sobre la alfombra sin camiseta, las luces apagadas, y él recorrió con los dedos sus costillas y se le ocurrió besar sus pechos. Entonces “la otra” tuvo que salir corriendo, totalmente bloqueada y cortó con él tres o cuatro veces, porque era demasiado pequeña para un sentimiento tan grande, o algo así.

Me grababa cintas de Led Zeppelin, Deep Purple, Eric Clapton, Silvio Rodríguez, claro. Una tarde de domingo estaba escuchando una de Simon & Garfunkel y haciendo los deberes, cuando llamó a la puerta. Él sabía que mis padres estarían en misa y yo bajé al portal sorprendida porque normalmente era difícil que pudiéramos quedar. Nos veíamos un rato los jueves después de catequesis y otro los sábados. Los fines de semana él trabajaba de barman en un bareto llamado Clan y a mí sólo me dejaban salir un par de veces al mes y nunca hasta más tarde de las dos.

Era otoño, serían las ocho. La luz amarilla de las farolas iluminaba la calle por la que pasaba un coche solitario y aplastaba las hojas de los plataneros, que se arremolinaban junto a la acera. Al verlo inquieto con las manos en los bolsillos, subiendo y bajándose repetidamente del único escalón que hay en la puerta, lo entendí todo. No se había lavado el pelo y tenía el rostro desencajado. Oralmente se expresaba peor que por escrito. Bueno, en aquella ocasión lo hizo a propósito. Anoche saliste con una amiga, bien. Y una cosa llevó a la otra. De acuerdo. Y os emborrachasteis. Y claro, tienes veinte años y yo sólo tengo quince y nuestras necesidades son distintas. 

Se puso a llorar, dijo que quería abrazarme, pero que se daba asco a sí mismo. Le abracé. Le pregunté si quería que lo dejáramos. Respondió que no, que quería morirse, que me quería tanto que no sabía cómo había sido capaz, que esa tía ni siquiera le gustaba, que hacía tiempo que le acosaba y que le perdonara, que si era necesario, que lo que fuera. “No hay nada que perdonar”, respondí yo con una gran sonrisa y un beso en la mejilla. Y volvimos a abrazarnos muy fuerte, hasta que nos crujieron los huesos.

Cuando intentaba acariciarme el culo me sentía culpable, sí. Pero por no saber dejarme llevar.

Lo que se truncó aquella tarde no fue entre nosotros. Fue entre la humanidad y yo, a quien me había costado tanto perdonar (¿a mí o a la humanidad?). Me tumbé en la cama, escuchando una y mil veces The Sound of Silence con las luces apagadas, sin acabar de creérmelo. Tantas cartas, tantas imágenes perfectas en el interior de aquellos sobres que deseaba encontrar en mi buzón al volver del instituto (y aquella desazón cuando el buzón estaba vacío), tantos momentos que habíamos compartido abrazados sin decirnos nada porque es cierto que, más allá de aquellas cartas, yo era incapaz de expresar lo que sentía. Y me temo que sigo siéndolo.

Continuamos saliendo tres años más. Continué cortando con él de vez en cuando, angustiada por algo que nunca supe describir ni afrontar. Recibí su última carta al poco de instalarme en Barcelona, también algunas postales que me envió un mes más tarde desde distintos lugares de Europa que visitó en un Interrail con la mujer por la que me sustituyó, con la que acabaría casándose y supongo que con quien tiene hijos. Han pasado quince años.

Los mismos que tenía yo cuando descubrí que ni siquiera la palabra escrita es garantía de pureza.

Y sin embargo, sigo escribiendo. Sigo sintiendo lo que leo. Sigo emocionándome. Y te creo.

martes, 12 de octubre de 2010

Polaroid






Me acuerdo de aquel practicante que tuvimos en EGB. Estaba loca por él, pero entonces no podía saberlo, era la primera vez que me pasaba algo así. No entendía por qué anhelaba su presencia, que me incomodaba tanto al mismo tiempo. Él me llamaba por otro nombre para provocarme y para que le corrigiera. Y yo quería ir al colegio sólo para verle, aunque me sentía culpable porque intuía que eso no estaba bien. Tenía once años y ganas de sentarme en sus rodillas y que me peinara. Un día, en clase, me preguntó la lección. Sabía la respuesta, claro que la sabía, pero fui incapaz de articular palabra. Mis ojos ardían tanto como mis mejillas. Él no insistió y yo entendí que había perdido el interés. Aquella noche enfermé. Cuando volví al colegio, ya había acabado sus prácticas.

Me acuerdo del día que, en aquel atasco de camino a Palma, le pregunté: “¿Qué haces?”. Él movía los índices rítmicamente unos centímetros por encima del volante. Respondió: “Estoy orquestando una puesta de sol”.

Me acuerdo de todos y de cada uno de los cabrones que me gustaban y se hacían amigos míos para acceder a mis amigas, que siempre eran mucho más guapas y más interesantes y más fantásticas que yo. Y luego, encima, me tocaba hacer de confidente con el corazón gangrenado.

Me acuerdo de que paró el coche en medio de la carretera, estábamos en la Serra de Tramuntana, y bajó un momento, corrió hasta el bosque. Cuando volvió, me dijo: “Te quiero...” y me puso un pedazo de musgo sobre las rodillas. Te quiero musgo, repitió. Pero yo ya lo había entendido.

Me acuerdo de aquel hemofílico que cortó conmigo porque, dijo, no estaba enamorado de mí. “Yo tampoco lo estoy de ti”, contesté. “Ésta es la gran diferencia entre nosotros”, replicó, “soy incapaz de estar con alguien a quien no amo”.

Me acuerdo de aquella canción que sonó tres, cuatro, cinco veces seguidas. Era The year of the cat, de Al Stewart. Entonces él quitó la cinta sin dejar de conducir y la lanzó por la ventanilla. Me acuerdo de la madrugada que, agarrándome del cuello, me golpeó varias veces contra el reposacabezas del asiento del coche, fuera de sí.

Me acuerdo de que dijiste: mira qué cielo, y yo agaché la cabeza para verlo a través del parabrisas, y el semáforo estaba en rojo y tú buscaste a tientas tu bolsa en el asiento de atrás, y te dije: no vas a llegar, y tú repetiste: no llego, ¿verdad? Y no sólo sacaste la Polaroid de la bolsa, sino que además tenías que sacar el papel del paquete todavía sin abrir. El semáforo de los peatones empezó a parpadear, y tú mordiste el plástico del envoltorio e introdujiste rápidamente el papel en la cámara, y enfocaste aquella nube que parecía un volcán, y se puso verde para los coches, pero nadie pitó aunque fuera hora punta, y tú disparaste a tiempo y resolviste: de aquí no saldrá nada, el flash ha rebotado en el cristal.

Me acuerdo de que, mientras esperaba a que la imagen fuera apareciendo en el papel y sonaba una de Bob Dylan -tú ya habías arrancado y girabas en aquella dirección-, el mundo se vino abajo porque por primera vez sentí que podría enamorarme de ti. Entonces preguntaste si I remember, de Joe Brainard, era mejor que Je me souviens, de Georges Perec, y yo te contesté que mucho mejor. Creo que lo justifiqué con un: “es más bestia”. Quisiste saber a qué me refería, de qué se acordaba Brainard. Pero yo estaba acordándome de otras cosas que me daban miedo y me quedé en blanco, me ardieron los ojos y la cara y no supe qué decir.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Ansiedad

David Hockney, Shirley Goldfarb & Gregory Masurovsky, 1974. Acrylic on canvas | The Doris and Donald Fisher Collection at the San Francisco Museum of Modern Art


“Soy demasiado inteligente para ser feliz, pero no soy todo lo inteligente que quisiera. Por eso hago malabares con imposturas: voy de culta, ingeniosa y despreocupada, todos comentan que soy tan natural, etcétera. En realidad, si fuera inteligente, no necesitaría venir aquí”.

Me mira desde el otro lado de la mesa sin ningún interés. Sé que le gustaría parecer impertérrito, analítico, pero tiene esa pose un poco chulesca de los directores de empresa catalanes que quieren ir de colegas y son condescendientes porque siempre estarán más pendientes de sí mismos que de lo que les puedas decir tú. “Crees que sólo los imbéciles van al psicólogo, ¿es eso?”.

Mi padre es psicólogo. Mi hermano es psicólogo. Uno de mis mejores amigos es psicólogo. Creo que conozco todos sus trucos, creo que no podrían engañarme, creo que sé más de los psicólogos que los propios psicólogos. Desde luego, sé mucho más de la psicología que este gilipollas al que por fin he decidido visitar, vencida por un ataque de ansiedad que estrené el jueves con la misma solemnidad con la que estrené mi primera colonia Chispas.

“No, subnormal”, le contestaría, “lo que pasa es que, si tuviera cierta inteligencia práctica, no perdería los nervios”.

Le contesto: “Acabo de mudarme. He tenido dos desengaños amorosos en seis meses. Trabajo en tres periódicos distintos, una radio y dos televisiones, una de ellas me obliga a coger dos aviones casi cada semana. No me gusta volar. Me angustia volar. Se supone que tendría que estar disfrutando de todo lo que me pasa, sé que soy muy afortunada porque el panorama laboral está jodido. Pero también soy consciente de que, si flojeo, lo perderé todo. Estamos en crisis y yo sólo tengo estrés”.

Llevo dos semanas sin pegar ojo. Duermo un par de horas, me despierto. Duermo otro par de horas y así. No pienso en el trabajo, pero en realidad no pienso en otra cosa. Estoy como en estado catatónico, los ojos muy abiertos, la garganta seca, el corazón a tope, la mente en blanco. 

El jueves tuve una discusión a la hora de comer. Me volví loca. Primero intenté arrancarle la botella de vino de las manos, luego me levanté de un salto, tiré el plato al suelo, empecé a ulular, a chillar cada vez más fuerte, cogí un puñado de mejillones y los lancé contra la pared, me volqué la jarra de agua en la cabeza, corrí empapada hasta la ventana y la golpeé con la acojonante intención de romperla, que se me clavaran los cristales en las manos, en los brazos.

Estoy loca.

“No estás loca”, contesta el psicólogo de pacotilla. “Los síntomas que describes responden efectivamente a un cuadro de ansiedad. Seguramente eres una persona muy autoexigente (y si suelta un adverbio más, o alguna palabra acabada en ente, me lo cargo) y últimamente (lo mato) has estado sometida a mucha presión. Las tres cosas que más nos desestabilizan son las mudanzas, las rupturas y los cambios laborales. Y por lo que me cuentas, tú lo has hecho todo a la vez”, carraspea sin duda para evitar un comentario sarcástico.

“Soy una campeona”, me adelanto yo. “Pero no tengo sentimientos. Mis rupturas me importan una mierda, mi estado natural es la soltería, soy una amante épica (citando a un amigo). Acabaré seduciéndote antes de que te des cuenta (vuelve a poner esa cara que pretende ser impávida y que le sale perdonavidas). Ya sé que ahora te suena a fantasmada y que ni siquiera te resulto atractiva, pero me gustan los retos. Y también me gusta ir retransmitiendo lo que pasa, como si estuviera relatando cada momento: paciente arrogante pretende perturbar a su psicólogo, presunto experto de vuelta de todo. Me divierto con estas cosas. Lo de la mudanza fue una putada, pero ya está. En mi nueva casa hay una caja fuerte que todavía no he logrado abrir. Me gusta que mi nueva casa tenga secretos para mí. Agradezco a dios todopoderoso que me haya dado tantos trabajos en estos tiempos que corren, aunque me agobien la hostia. Soy fuerte y puedo con lo que me echen”.

Él: ¿Crees en Dios?
Yo: Esto es un coñazo.
Él: ¿Por qué has venido?
Yo: Ahora no empieces con lo de que no puedes ayudarme si yo no me dejo y todo eso. Tampoco digas que no has dicho nada, que lo estoy diciendo yo misma. Sé que la única manera de salir de ésta es mediante una actitud positiva, debería dejar de ponerle pegas a todo. Ya sé que tengo que ir despacio, pasito a paso, no tomarme las cosas tan a pecho, relajarme, sentir que lo que me pasa es por algo bueno, reírme de mí misma, relativizar. ¿Eres freudiano?
Él: ¿Por qué lo preguntas?
Yo: ¿Crees que quiero follarme a mi padre o algo así?
Él: ¿Crees que tienes complejo de Electra?
Yo: Me gusta la soledad, pero echo de menos que alguien haga la compra y prepare la comida. Cuando vivo sola, no como nunca.
Él: O sea, que encima hay que añadir a tu desorden anímico un trastorno alimenticio. Joder, es que eres de manual.
Yo: ¿Eso se te ha escapado o forma parte de una estrategia que no conozco?
Él: Vas de provocadora y eres una llorica.
Yo: Uf, ésta me la sé. Lástima, la cosa se estaba poniendo interesante. Podrías invitarme a cenar. Para evitar mi trastorno alimenticio y eso.
Él: ¿Y gastarme el dinero que gano con tu caso?
Yo: Así, por lo menos, me ayudarías en algo. 
Él: Oye, mira, la gente lo está pasando mal de verdad, no quiero perder el tiempo contigo. Eres una insatisfecha. Caso resuelto.
Yo: Insatisfecha porque soy demasiado exigente, porque estoy sedienta o porque soy una frígida?
Él: Tendríamos que trabajar en ello, pero pareces obsesiva y adicta aún no sé a qué. ¿Qué te parece si dejas de hablar de ti misma?
Yo: Me gustas bastante. Seguro que tienes remordimientos porque te tienta enrollarte con casi todas tus pacientes. Son débiles y necesitan que las protejas, nadie las entiende mejor que tú, sabes lo que les pasa y cómo tratarlas. Están en tus manos. ¿Estás casado?
Él: Soy gay.
Yo: Vaya.

El despacho es blanco, diáfano, tiene dos sofás de cuero negro, una gran mesa de madera de roble y una chaise longue de Le Corbusier, un cuadro de Rothko y otro de Hockney, la ventana da a Enric Granados. Me encuentro mucho mejor.

martes, 28 de septiembre de 2010

The Door On The Floor

Conversación por SMS, ayer sobre las cuatro de la tarde:

Hombre Supuestamente Interesante con el que Nunca Volveré a Acostarme (modalidad: periodista de sucesos): Sé quién es el tío del que hablas en tu post, pero ¿cuántas veces me embanyaste? Serás perra... besooooo.

Yo: Ninguna, lo he puesto muy clarito, si me porté como una santa. ¿Y tú cuándo vas a ser papá?

HSINVA: Besar es engañar. Me quedan al menos nueve meses para ser padre. ¿Todo bien?

Yo: Visto así, te pido perdón. ¿Me perdonas con cinco años de retraso? En Una historia de amor y oscuridad, Oz dice que "engañar" es follar con una mujer y no casarse con ella. Mucho trabajo, gran catarro y pequeña depresión. Pero bien, feliz en mi nuevo piso. Oye, yo creía que mi blog era secreto.

HSINVA: Entonces no lo publiques, melón.

Yo: Joder, es que pensaba que no lo leía nadie. Y ahora empiezo a recibir anónimos chungos. Eso es que has llegado a la edad adulta de Internet, no?

HSINVA: Eso es que hay mucho aburrido suelto. Sabes perfectamente que lo leemos porque somos unos cotillas un poco masocas y como nunca tienes tiempo para nada, por lo menos así nos enteramos de si estás bien.

Yo: Cada vez que estoy depre, mi Amiga La Loca le echa un ojo para saber qué me pasa. Luego están mis visitantes habituales, a los que también visito, y son como de la familia. Pero si no es a vosotros, a quién coño le importa. Además, me invento la mitad de las cosas. ¿Todavía juegas a pádel?

HSINVA: Jajajaja, siempre has sido una exagerada. Seguro que si transcribes esta conversación, te montarás una película. Por cierto: COMO PUBLIQUES ESTA CONVERSACIÓN EN TU BLOG, TE CORTO LAS TETAS.

Yo: Al final acabo publicándolo todo, ya lo sabes. Todavía no sé por qué lo hago.

HSINVA: Juego a pádel y voy en moto. Eres la chica gamba.

Yo: ¿Estoy buena pero soy tan fea y boba que mejor si me arrancan la cabeza?

HSINVA: Te desnudas en público, pero no das la cara. Eres una exhibicionista rara que pretende no tener identidad, como si estuvieras en una cabina porno.

Yo: Hostias, pero si por lo visto todo el puto mundo ha descubierto quién soy. Ahora ya no me atrevo a contar ni la mitad de las cosas que contaba antes. Es una mierda. Y yo, una cobarde. El anonimato es juego y a veces literatura. Lo demás es Sálvame Deluxe. Por cierto, esto nos va a costar un pastón.

HSINVA: Tranquila, tengo contactos.

Yo: ¿En Vodafone?????

HSINVA: Oye, perla, se te está yendo la pinza con la licencia poética. Esta conversación no se parece nada al intercambio de mensajes que tuvimos ayer.

Yo: Vale, ya paro. Es que mi Amor Sobre Ruedas me dijo una cosa muy fea que me puso muy triste. Dijo: "Queremos ser tu personaje. Pero no uno de los que salen en tus novelas o en tu blog. Queremos ser un personaje en tu vida. Y no nos dejas". Lloré.

HSINVA: ¿Y a quién se refería con ese plural?

Yo: Ni idea, será un plural mayestático. ¿Tan difícil soy?

HSINVA: No me hagas contestar a esa pregunta.

Yo: Ya has contestado.

HSINVA: Leíste el de John Irving?

Yo: Vi la película. Y prefiero el título en inglés: The Door On The Floor. Pero no jodas, a mí no se me ha muerto nadie. De veras tengo mucho curro. Quedamos un día de estos?

HSINVA: Nadie quiere ser un personaje tuyo, todos son insoportables, unos arrogantes de cuidado. Empezando por la narradora.

Yo: Soy una desgraciada. Además sólo hablo de mí porque me habéis pedido que no hable de vosotros.

HSINVA: Gracias. Quedamos cuando quieras.

Yo: Sí, seguro.

HSINVA: Un besooooooo.

Historia particular de un muchacho

Nos conocimos hace cinco años en una fiesta. Él llevaba una camiseta gastada de Mickey Mouse y me comentó que tenía algún problema con Barcelona, que aquí no se encontraba bien del todo. Que, cuando venía, apenas salía del hotel.

Quedamos para ir a cenar, no sé si al día siguiente o al cabo de un mes. Fuimos a Gracia, nos sentamos en una terraza de Rius i Taulet y tomamos cerveza. Su padre es psicólogo, el mío también, a los dos nos gusta escribir. En aquella ocasión hablamos de los rusos, de Tolstoi, Dostoievski, Nabokov, Chejov, Biely, de la angustia que provoca saber que nunca lo harás tan bien como ellos, de lo improductivo (casi inútil) de nuestra pasión. Para qué.

También hablamos de nuestros hermanos, de las peleas que teníamos de pequeños. Yo todavía recuerdo sorprendiéndome de rodillas sobre el pecho de uno de los dos mientras le golpeaba la cabeza contra el suelo y él ponía los ojos en blanco. No lo maté de milagro. Después de aquello, ya no le pegué nunca más. Lo agredía con la palabra.

Cenamos en un argentino que no era gran cosa y acabamos brindando con whiskies en algún bar que no recuerdo hasta que cerraron. Me dijo que no le gustaba dormir solo. También me contó historias para no dormir.

Nos besamos bajo una farola que se apagó porque las farolas se encienden y se apagan a mi paso.

Entonces yo empezaba a salir con uno de esos Hombres Supuestamente Interesantes con los que Nunca Volveré a Acostarme (modalidad: periodista de sucesos). Y ahora podría decir que el amor recién estrenado me había hecho fiel. Es como cuando estrenas coche, supongo, que intentas no hacerle ni un rasguño. Aunque, qué sé yo, si no tengo ni carné. Podría decir que le quería tanto que ni siquiera se me pasó por la cabeza irme a un hotel con otro y pasar con él una noche de pasión desenfrenada porque, pobre, este forastero tiene un problema con Barcelona y encima no le gusta dormir solo.

Pero no fue por eso por lo que dejé al forastero -tras un último beso, largo, alcohólico, perfecto- a las puertas de su hotel. No fue por eso por lo que volví a casa sola, no fue por amor ni mucho menos. Lo hice porque creía que tal vez mi Hombre Supuestamente Interesante con el que Nunca Volveré a Acostarme (modalidad: periodista de sucesos) tal vez estuviera esperándome, sorpresa. A veces hacía cosas así. Se presentaba de madrugada con una rosa para que le perdonara por despertarme, y luego me tenía en vela mientras roncaba a mi lado. Cuánto le quise, de todos modos.

En fin, que aquella noche volví sola a casa, y en casa no había nadie, y mi amor recién estrenado no vendría a pasar la noche conmigo, y pasé un buen rato enviándome mensajes con el otro, con mi amante frustrado, preguntándome si tendría que regresar a su hotel y acabar lo que habíamos empezado bajo una farola para dejar de sentir que me arrepentiría el resto de mi vida si no hacía lo que tenía tantas ganas de hacer.

Necesité un cigarro. No tenía mechero ni cerillas. Lo encendí en uno de los fogones de la cocina. Los fogones de la cocina que tenía entonces eran eléctricos.

Amaneció. Mi amante frustrado se fue a Madrid. Estuve viviendo con mi Hombre Supuestamente Interesante (modalidad: periodista de sucesos) durante un año y medio. Todo fue bien.

Aquel muchacho aparecía de vez en cuando. Ahora una presentación en Barcelona, ahora otra fiesta, ahora un SMS esporádico para felicitarme por algo. En estos cinco años nos habremos visto cinco veces. Siempre dedicamos un rato a una copa, a una conversación sobre libros, a algún cotilleo que no hace daño a nadie. Pero a la debida distancia. Apenas unas palabras.

Es guapo, lo sabe y se aprovecha de ello. Es de los que, en vez de despedirse con un abrazo, se despide con “un gran beso”. Cree que todas las mujeres están enamoradas de él porque sin duda habrá unas cuantas que lo estén. Su condescendencia me hace gracia. No llega a ser un chulo ni un fantasma, no es soberbio, ni pedante, ni relamido. Simplemente espera que todo el mundo le adore o algo así, y la estrategia es hacerte sentir como que le has afectado de algún modo. Entiendo que las vuelva locas.

Ni siquiera es verdad que no le guste dormir solo, “supongo que te lo dije para ligar contigo”. Pero, en definitiva, es un tío-bueno con conversación y puede que también sea buen tío, qué más se puede pedir. No sólo porque nuestros padres sean psicólogos y nos tomemos la literatura en serio, también porque somos unos seductores natos y nada nos divierte más que gustar, estaba claro que nos llevaríamos bien.

La penúltima vez que nos vimos -editores y escritores de por medio-, confesé: “Sólo hay una cosa de la que me arrepiento en esta vida, y es de no haberme liado contigo aquella noche que me ofreciste tu hotel”. De eso hace ya más de un año, durante el cual él se ha sentido atraído por una amiga mía y yo he salido con mi Amor Sobre Ruedas, y luego con Tecla Negra y finalmente decidí tomarme un año sabático de hombres.

Hace un par de domingos me llamó. Estaba en Barcelona, ciudad en la que no sabe estar. Fuimos a ver el Atlético de Madrid-Barça en un bar bonito del Born. Hablamos de Alice Munro (según chivatazo sueco, próximo premio Nobel), de Clarice Lispector, Amos Oz, A.S. Byatt, Henry James, Richard Yates, Coetzee y Naipaul.

Hablamos de la vez que cenó con Diego Forlán y se portó como un crío. También de la vez que vio el Atlético de Madrid-Fulham en el único bar húngaro que estaba abierto. Desgraciadamente lleno de ingleses que estuvieron a punto de darle una paliza cuando se le ocurrió pagar una ronda para celebrar la victoria. Tuvo que largarse para no acabar como mi hermano cuando fuimos pequeños, los ojos en blanco y el peso de un cuerpo aplastándole el pecho.

Ganó el Barça. Después del partido, continuamos tomando cervezas en otro bar y yo ya me había puesto enferma. Un catarro que dura hasta hoy. Le pedí un paracetamol al camarero.

Mientras me encendía el único cigarro que me atreví a fumar, volvió a besarme. Igual que hace cinco años, bajo aquella farola que se apagó. 

Cuando llevábamos un buen rato interrumpiendo nuestra conversación con besos delicados y cerveceros, ya en la calle, abrazados y satisfechos como sólo pueden estarlo los que entienden que, pese a todo, todo vuelve a estar en su sitio, preguntó: “¿Tienes novio o algo así?”. Respondí: “No”.

Él se quedó un rato dubitativo y entendí que me tocaba decirle: “¿Por qué me lo preguntas?”. Respondió: “Yo sí tengo una novieta. Bueno, algo así. Ella no sabe si me quiere”. Yo: “Pues qué tonta. ¿Y tú la quieres a ella?”. Él: “Mucho”. Yo: “De todos modos, no sé por qué tenías que decírmelo. No estoy loca, ¿sabes? No soy una acosadora, ni pensaba acribillarte con llamadas o e-mails, no es mi estilo”.

Me adelanté unos pasos, visiblemente ofendida. Él me agarró del brazo: “Perdona, supongo que puede interpretarse así, lo siento, no te lo decía por eso. Me gustas mucho”. Yo: “Eso ya lo sé, pero no era necesario marcar límites, hay cosas que se sobreentienden”. Él: “Me gustaría que mañana desayunáramos juntos”.

Al día siguiente desayunamos juntos. Hablamos del perdón. Según él, entramos en la edad adulta cuando asimilamos el significado de perdonar y cuando entendemos la necesidad de que nos perdonen.

Le comenté que parecíamos los personajes del guión barato de una película americana. Cinco años después.

Luego fuimos a La Central. Él se compró La trilogía de Depford, de Robertson Davies y me regaló La historia particular de un muchacho, de Edmund White. Yo le regalé Hotel de Dream. Y nos despedimos con un acostumbrado "estamos en contacto".

De repente volví a sentirme muy feliz, como cada día últimamente que, pese a estar enferma, sonrío mientras me sueno la nariz. Supongo que el año que viene volveremos a vernos.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Mi año sabático de hombres

(oculté este post que escribí hace unos días porque pensé que podría herir sensibilidades. ahora me temo que ya da igual)

Tras el resultado devastador de mis últimas experiencias, he decidido tomarme un año sabático de hombres. Lo digo muy en serio: no quiero saber nada de tíos. Si se diera el caso poco probable de que conociera al amor de mi vida, tendría que pedirle que esperara hasta el 20 de agosto. Y claro, como sería el amor de mi vida, el muy capullo esperaría. Por lo tanto, lo consideraría un capullo, y supongo que no podría aceptar a un capullo como amor de mi vida.

Hasta hace dos días, lo llevaba bien. Estaba intelectualmente preparada, emocionalmente convencida. Pero, ay, he descubierto que las mujeres (al menos las satisfechas) a menudo olvidamos una parte que para los hombres por lo visto es esencial. Yo creía que, si controlabas tu cabeza y tu corazón, estaba todo resuelto. Mecagüenlaputa. Reconozco que ayer empecé a sufrir.

Entonces me dije: ya está, voy a conectar el chat de Facebook, que no he conectado nunca porque de mis 1.367 amigos en realidad sólo conozco a doscientos. 

Transcurridos diez minutos, un italiano me llamaba bella y me invitaba a Milán, un granjero me presentaba a sus vacas y me mandaba canciones bonitas por spotify, un amigo se partía de risa con la crónica en directo que iba apuntando en su ventanita, otro amigo se ponía enfermo por culpa de mi decisión, y un tío bueno (pero que muy bueno) me daba su número para que un día de estos vayamos a tomar unas birras.

Me sentí muy afortunada y, con el ego por las nubes, fui a una fiesta en la plaça Reial, típico antro mal ventilado, lleno de humo y con una acústica feroz. O sea: genial. Ahí estábamos todos, de regreso tras las vacaciones. Conciertos de Mujeres y Pelea, mucha cerveza y un gintónic con pepino y fresas. Fue muy divertido, hablé por los codos, dije un montón de tonterías y me sentí muy feliz, exaltación de la amistad y todo eso.

Tal vez a raíz de esa misma exaltación, mis amigos me abandonaron, y acabé en la barra mediotonteando con alguien que no voy a poner quién es porque ayer, entre otras cosas, descubrí que algunas personas muy cotillas han descubierto este blog. Luego me fui alegramente con mi iPod.

Cuando, de repente, un chico me detuvo en Las Ramblas. Lo había conocido en el bar. Bueno, él me reconoció a mí, era uno de esos milnosécuántos amigos de Facebook que no tengo puta idea de quiénes son. Él tío es jovencito, muy majo, pero estaba flipado porque cree que soy famosa. Se puso a llover a cántaros y tuvimos que refugiarnos en un portal, y supongo que el tío debió fantasear con cosas algo así como románticas porque decía: "Qué fuerte, estoy contigo en un portal". O: "Joder, nunca hubiera imaginado que acabaría la noche con una famosa". Y dale. 

Le dije que no sé qué entendía él por ser famoso, pero que se estaba confundiendo de persona o de concepto o qué sé yo. Menos mal que pasó un taxi y lo pillé y me fui corriendo a casa. 

En el chat de gmail me encontré al amigo que se había puesto enfermo por culpa de mi decisión y al chico con el que había mediotonteado en la barra. 

Mi amigo me contó que había quedado con una chica y que, al volver solo a casa, se habían visto en el chat y a él le apetecía estar con ella carnalmente no sólo virtualmente. Así que habían vuelto a quedar y echaron un bonito polvo.

Tras reprocharme que me hubiera ido sin despedirme, el chico con el que había mediotonteado en la barra del bar me hacía una propuesta similar. Apagué el ordenador inmediatamente, para que no pensara ni por un momento que había leído su proposición. Espero que lo haya olvidado porque si no, la próxima vez que nos veamos será raro.

En fin. Me parece que esto del año sabático va a ser más complicado de lo que creía.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Losers Night




Conocí al primo de Peter Pan en tercero de carrera. Yo le pasaba los apuntes de Portugués porque él no iba nunca a clase, y también se apuntó a Francés porque estudió en el Liceo, su madre es gabacha y, en fin, pensó que así se aseguraba la matrícula, pero no. (El otro día, por cierto, encontré una redacción que escribí en la lengua de Pessoa. Ponía que su madre vendía aspiradoras, pero ignoro si eso lo inventó él, lo inventé yo, fue un error de traducción o simplemente es cierto).

Conocí al primo de Peter Pan en el bar de la facultad mientras me comía un bocadillo de queso y él estaba un poco enamorado de una chica que cayó enferma, leucemia, y que posteriormente murió.

Y luego yo también le gusté un poco y no me morí y, aunque por entonces salía con un chico mallorquín trece años mayor, besé al primo de Peter Pan en la boca, y algunas noches dormí con él, pero nunca pasamos del inocente magreo que corresponde a dos niños que lo siguen siendo por puro empeño y con el tiempo en contra.

El primo de Peter Pan se convirtió en uno de mis mejores amigos. Coincidimos en París, la novia que tenía entonces cumplía años el mismo día que yo. Recuerdo que ella no estaba en París ese día, y que el primo de Peter Pan se quedó en París conmigo, y que volvimos a besarnos tiernamente en los labios antes de que yo le apartara también tiernamente pero con un rotundo "no".

La novia que tenía entonces se casó con otro. El primo de Peter Pan lo pasó muy mal por culpa de la incredulidad y porque estaba seguro de que se quedaría solo para siempre, y al primo de Peter Pan le asusta la soledad. Quiere tener hijos.

Luego salió con un pez. No era un besugo, era un pececillo de río, que se movía con gracia y tenía los ojos muy grandes y muy mala memoria y un poco de mala hostia también.

Cortó con el pez. El pez se instaló en el piso de enfrente. El primo de Peter Pan volvió a pasarlo muy mal porque, cada vez que follaba, oía los gemidos de su pez a través del patio de luces y tampoco era plan.

El primo de Peter Pan siempre ha sido un loser, hasta que descubrió que los losers estaban de moda. Entonces se recreó en el papel de sí mismo. Empezó a ligar. Entre sus conquistas: una francesita de diecinueve años que iba tan rigurosamente depilada y tenía una imaginación sexual tan desarrollada que el primo de Peter Pan se acojonó. Ahí, en bolas, en la cama. Por lo que tengo entendido, los gatillazos suelen ser humillantes. Lo dicho: un loser total.

El otro día, el primo de Peter Pan y dos amigos suyos pasaron a buscarme en taxi. Querían que fuéramos a la terraza del hotel Wela para comprobar si es fácil pillar cacho. El hotel Wela es una horterada que construyó Ricardo Bofill, petada de guiris pijos y viejas con pasta. A los amigos del primo de Peter Pan los conozco desde hace siglos.

Komodo es el típico chico alto, guapo, muy interesante, que estudió telecos y bellas artes a la vez, un poco histriónico, que sólo sale con chicas espectaculares y raritas, y que suaviza su simpatía con una actitud borde-paternalista encantadora.

Él también vivió una temporada en París y vendía crêpes, dulce bohemia. Antes estudió en la escuela de cine de Cuba y ahora es director de fotografía. Su problema es que a veces no se ducha y jamás se pone desodorante. Eso no merma ni un ápice su éxito.

The Gap es conductor de metros. Nos conocimos en el barrio de Gracia, una noche que, con todo lo borracha que iba, se me ocurrió chutar a puerta en un partido que se disputaba en la plaza del Sol. Espera, espera, que voy. Balón parado. Mi pie apenas lo rozó, del impulso caí de espaldas golpeándome la cabeza. Lo más interesante es que no derramé ni una gota de mi cerveza, servida en vaso de tubo.

The Gap dijo estar muy preocupado por mí, tal vez yo tuviera una conmoción cerebral. En tal caso, podría morir durante la noche. Se ofreció a pasarla conmigo, por si me ocurría algo, y le contesté que sí, que claro, no me apetecía morirme.

Pasamos la noche juntos, no sucedió nada, y al día siguiente me invitó a comer una paella en Sitges. La putada es que se tomó la libertad de volver a casa después, supongo que pensó que sería algo así como un try again.

Antes de que me invitara otra vez a comer, a la mañana siguiente le propuse que fuera a comprar croissants mientras yo preparaba el café. Cuando regresó, no le abrí la puerta.

No había vuelto a verlo desde entonces. Han pasado diez años.

Situación en el taxi: Komodo me pregunta, muy alterado, si a las mujeres nos gusta que se corran en nuestra cara. "Es que éstos dicen que es lo normal, que si no te corres en su cara estás acabado". Les pregunto si lo hacen a traición o avisan antes. El taxista flipa.

Sobre todo cuando el primo de Peter Pan y compañía se refieren al gesto en cuestión como facial-lotion.

Ni siquiera alcanzamos el ascensor del hotel Wela, está prohibido subir a la terraza en chanclas y/o hawaianas, calzado que, evidentemente, lleva el primo de Peter Pan, menudo loser.

Vamos al barrio del Born. Diez chicas holandesas toman mojitos con un señor rico pakistaní. Mis acompañantes no se atreven a acercarse, tal vez estar tomando cervezas de la marca servesa-bier-amigo no resulta muy seductor.

Pero bueno, aprovecho que el señor pakistaní ha entrado a buscar más mojitos para pedirles una foto a todos juntos, a ellas y ellos. Las holandesas están encantadas y el espejismo dura una hora, más o menos, en la que hablamos animadamente de todo y de nada, que es de lo que se trata.

De repente, el señor rico pakistaní pasa un brazo alrededor de la cintura de la más buenorra de las holandesas y las demás siguen a la pareja sin despedirse. Todas menos una, muy maja, que empieza a repartir besos fugazmente a todo el mundo cuando, sin aviso previo, la buenorra la agarra del brazo, la arrastra y, contestando a algo que ha preguntado el señor rico pakistaní, dice enfadada: "Not friends at all". Desaparecen.

El primo de Peter Pan y sus amigos se sienten especialmente perdedores. Ligo por ellos con una portuguesa y llega su amigo. Ligo por ellos con unas porretas que se sientan en la calle. Una de ellas nos alcanza luego y le pide el teléfono a Komodo.

Acabamos en uno de esos antros al que sólo llegan los solteros y en mal estado. Pese a todo lo que me he bebido, estoy demasiado lúcida para aguantar esto. El primo de Peter Pan dice: "Nadie se va de aquí sin haber besado antes a alguien". Le planto un beso en los labios.

Me largo.

Aunque me he divertido mucho, estoy profundamente deprimida. Vuelvo a casa caminando mientras se despiertan los pájaros. En mi iPod, Yo La Tengo canta Almost True.