martes, 26 de agosto de 2008

La chabola

No es la primera vez que el pasado me llama por teléfono, pero sí que me deja un mensaje en el contestador del fijo. Todavía con la maleta por deshacer, en la mano esas facturas que no pueden llenar más que un buzón, y el cansancio que implica cualquier viaje -sobre todo hacia delante-, escucho ese único mensaje que me ha esperado todo este tiempo.

"Hola", dice desde aquella distancia que se toma un pasado lejano, "éste es un mensaje para ti, no sé si te acuerdas de mí, te llamo porque...".

No, pienso yo mientras tanto. Si no hubieras enunciado tu nombre y tu apellido, jamás te hubiera reconocido mediante este timbre tan profesional, tan de teleoperadora con ganas de vender. Pero a veces, un nombre lo dice todo. Lo remueve todo. Y te despierta diecinueve años antes.

Así que, de repente, Marta vuelve a ser esa hija de divorciada que me invitaba algún fin de semana a su casa. Comíamos kilos de pipas mientras veíamos Lo que el viento se llevó, hasta que la boca nos raspaba por culpa de sal, se nos agrietaban los labios, y nos íbamos a dormir pasada la una de la madrugada; con eso me sentía mayor.

Recuerdo la vez que me lavé el pelo, y como no encontré el champú, sólo utilicé el acondicionador. Luego pensé que se me notaba.

Y después Marta, que había sido durante tantos años mi mejor amiga, se volvió un poco cursi. Un poco más cursi de lo que ya era, me pareció a mí. Y estoy segura de que, en uno de esos dietarios que yo escribía de pequeña, donde apuntaba cómo eran todos mis compañeros de clase, la comparé con una caja de bombones rosa, o algo así.

Esos dietarios también eran cursis, y estaban cerrados con un candado inútil. Yo los llenaba con la esperanza de que algún día tuvieran algún secreto por guardar. Un secreto de los de verdad, de esos que justificaran su candado cerrado.

Ahora me gustaría echar mano de alguno de esos dietarios para saber qué puse sobre Toni. Toni acaba de enviarme un mensaje en el que me cuenta que se compró un piso por pura demencia emocional. Ambos, Marta y él, llevan semanas buscándome, cada uno por su lado. Quieren organizar un encuentro de todos los compañeros de EGB.

Marta me ha buscado a través de las Páginas Blancas, donde mi nombre aparece mal escrito. Toni descubrió dónde trabajo y envió un e-mail.

A pesar de que siempre he huido del Facebook, porque me parece que lo carga el diablo, me han localizado.

Toni tenía los ojos verdes, cuando lloraba estaba guapísimo. No lloraba a menudo, pero sí aquella vez que lo persiguieron los gitanos para hostiarle en un descampado. Cuando conociste a alguien de niño, de adulto siempre sabrás cómo es llorando.

Fernando imitaba bien a los perros. A mí me gustaba Fernando en secreto. Un corazón en la pared del colegio enlazaba nuestras iniciales. Yo jamás hubiera dibujado eso tan cursi, eso tan de caja de bombones rosa.

Descubrimos un laboratorio en el sótano del cole, estaba al final de un pasillo oculto por sillas y pupitres apilados. Construimos un pasadizo por debajo de esas sillas y esas mesas, forzamos la puerta del laboratorio, y obligamos a Juan a que lo limpiara todo, aunque fuera alérgico al polvo. Juan protestaba. Hoy Juan es médico en Londres.

Dentro descubrimos cuadros de ranas destripadas, caballitos de mar disecados, un montón de piedras preciosas, lupas y microscopios. Nos refugiábamos allí durante la hora muerta previa a la hora del comedor. Lo llamábamos 'La chabola'. Teníamos que hacer guardia para que nadie nos la arrebatara.

Un día, me tocaba hacer guardia a mí. Fernando dijo que la haría conmigo. Solté: "Maldita Marta", porque mis padres no me dejaban decir puta. Y Fernando me corrigió: no había sido idea de Marta.

Nos dimos la mano.

Y luego llegaron los de cuarto, qué niñatos. Nando me dijo: "Diles que les soltarás al perro". Y yo: "Pero cómo voy a decirles eso". Y él: "Tú dilo".

Y yo: "Como no os larguéis ahora mismo, suelto al perro!". Se rieron.

Nando ladró.

Los niñatos de cuarto se fueron corriendo.

Aquel verano, unos vándalos entraron a robar al colegio y destrozaron La Chabola. Los profesores sellaron aquella habitación para siempre.

No lloramos. Habíamos pasado a sexto. Ya éramos mayores.

martes, 5 de agosto de 2008

Casa

He venido de improviso. Ella no me esperaba, por eso la nevera estaba vacía. Antes he pasado por un chino y he comprado tres cervezas de lata. Me pregunto si, en chino, lata es rata.

En cualquier caso, incluso las cervezas saben raras cuando las compras en un chino. O lalas.

Estaba todo sin barrer; en el parqué, el polvo acumulado de una ciudad destripada. A veces me imagino Barcelona, pues eso, follándose a su cirujano con el vientre abierto. Eso es el polvo de una ciudad destripada. Y el cirujano, claro, cualquier político metido en urbanismo.

Las ventanas, medio cerradas. A ella no le molesta el calor tanto como a mí. Había olvidado regar las plantas, y el cactus se retuerce sobre sí mismo.

Puse el cactus junto al ordenador porque tengo entendido que, como el mar, absorbe los iones positivos (que, paradójicamente, son los malos). Si tu cerebro se traga esos iones, malo, te quedas lelo, con un pedazo de tumor del tamaño de las pelotas de Nadal. Por otra parte, si te tragas este cuento chino, pues no sé qué decirte. La verdad es que puse el cactus al lado del ordenador y fue adelgazando, y quedándose más y más chupado. Lo que me dio qué pensar y me puso en una situación comprometida. ¿Qué hacer?

¿Salvarle la vida al cactus y alejarlo de mi ordenador aun a riesgo de quemar mis neuronas? ¿O dejarlo ahí, presenciando cómo se consumía por mi culpa?

Estos días he llevado el ordenador conmigo, pero he dejado aquí el cactus, que se retorcía de nostalgia.

Por lo demás, todo estaba más o menos igual. Las putas palomas se han cagado en mis cedés. Y eso que los puse en el balcón para asustarlas. Las tuberías siguen apestando a barco en el fondo del mar. Tras la ventana se oye cómo alguien recoge los platos de la cena. Y si no fuera de noche, incluso podría ver al Señor Fregono barriendo su terraza.

En la puntita de la Torre Agbar, una corrida luminosa.

Ella sabe que no la he echado de menos. También sabe que la necesito, y que por eso la mantengo.

Le da igual si estos días los he pasado con otra junto al mar. Y también le da igual si a la otra le he dedicado un cuento que no le he dedicado a ella.

Ella, como en aquellos juegos de niños, sigue siendo el refugio. Después de un viaje tan largo como lo es el de los recuerdos.