viernes, 28 de noviembre de 2008

Crisis

Me descubro al cabo de una hora delante de la misma puta página, incapaz de entender nada, ni dentro ni fuera del libro. Y me pregunto qué ha ocurrido mientras tanto. Qué ha pasado, junto al tiempo, durante la hora que ya no recuerdo.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Con su camisita y su canesú



Suponen que un enfermo la colocó allí, como si fuera una acompañante más. Sacaron al padre del amasijo de hierros en el que se había convertido el coche. La madre no formará parte de esa estadística de los fines de semana, porque es como si en los accidentes sólo muriera gente entre el viernes por la noche y el domingo antes del telediario de las nueve. Ella la palmó un miércoles.

El niño apareció unos metros más allá, con la cabeza destrozada. Y luego estaba ella. Los de primeros auxilios no lo entendieron enseguida. Vieron el cuerpo, inerte como los otros y, a la escasa luz de los faros en la autopista, les pareció que podría ser una hija adolescente.

Se acercaron, no sangraba. Tenía en el rostro una expresión de asombro, la boca abierta. La boca abierta como esperando un pene. Dientes falsos, los ojos opacos. Quién no los tendría.

Uno de ellos se compadeció de ella. Nunca vemos un objeto cuando observamos a una muñeca. Pero ya ésas que teníamos de pequeñas no representaban exactamente al bebé que nosotras inventaríamos en ellas. Como, si de algún modo, los fabricantes de Famosa decidieran que tenían que dejárnoslo claro: no confundir aquello con lo que podemos jugar con aquello que no es un juego.

Las muñecas de Famosa se dirigen al portal, pero nunca hubiéramos visto en ellas a un hijo, a un hermano; sólo eran juguetes que acabarían por aburrirnos. Por eso las abandonábamos en el fondo de un armario sin ningún remordimiento. O les cortábamos el pelo. O les arrancábamos los brazos. Las pintarrajeábamos.

Aina trabaja en la UCI. Aina estaba el miércoles comiéndose un bocata de jamón y queso en la cantina, cuando llegó su compañero Bernardo. A Bernardo lo llaman Bernard, Benny, Ben. Bernardo-Benny-Ben llevaba esa muñeca bajo el brazo.

"Estaba en el accidente, hemos llegado tarde", dijo. Y Ana le preguntó: "¿Le has hecho el boca a boca?".

La muñeca tiene rasgos orientales, como si imitara a una joven tailandesa tal vez menor de edad, pero no está del todo claro. Quien la diseñó jugó al engaño.

Quien la diseñó es un japonés loco que un buen día se puso a fabricar juguetes sexuales como si fueran obras de arte. Sus muñecas, de piel tersa y cabello de verdad, tetas que parece mentira que existan, pelo en el pubis si así lo solicitas y uñas pintadas del color que tú le pidas, esas muñecas cuestan entre 4.000 y nosécuántos euros. En parte, depende de los agujeros que tenga. La muñeca del accidente tiene tres: el del coño, el del ano, el de la boca.

Bernardo y Aina le cerraron la boca a la muñeca, igual que a los muertos se les suele cerrar los ojos, al menos en las películas. Así la muñeca pasó de poner cara de asombro a poner cara de muñeca.

"¿Le ponemos un nombre?", preguntó Bernardo-Benny-Ben. "Es una muñeca", respondió Aina.

La sentaron en una de las sillas de la cantina. Iba vestida con ropa de calle: una camiseta y unos tejanos gastados.

Cuando miras a una muñeca, no acabas de ver un objeto. Por otro lado, tampoco es fácil imaginarse a alguien metiendo su polla en cualquiera de los tres agujeros abiertos en la silicona.

Aina pensó en Bukowski. Bukowski escribe que se masturbaba metiéndola en un jarrón lleno de carne picada.

Bernard-Benny-Ben pensó en la novela Wilt.

La muñeca no pensó nada porque es una muñeca y las muñecas no piensan. Se les ve en la cara, que no piensan, y eso forma parte del juego.

Aina acaba de llamarme para contarme esta historia. "El miércoles tuvimos tres muertos y una muñeca erótica". Me ha preguntado si me parece lógico que un padre de familia llevara consigo esa muñeca en el coche. No he sabido qué contestar. "Con un niño pequeño, un hijo de cuatro años", insistía ella. Lo más inquietante de los juguetes es que nunca controlas qué divierte a los demás.

La teoría de Aina es que un enfermo ha dejado la muñeca en el lugar del accidente.

¿Para qué?, he preguntado.
"Para jugar", ha contestado ella, "para jugar con nosotros".
Esto parece un guión de CSI, pero en plan convicente. Tanto, que ahora los Mossos d'Esquadra están buscando al presunto tío que dejó a la muñeca allí, en el lugar del accidente.

¿Para qué?, he preguntado de nuevo.
"¿Cómo que para qué?", ha exclamado Aina, "pues porque es un puto enfermo".

Menos enfermo, sin embargo, que aquel padre de familia que trata a su muñeca de silicona como si fuera un miembro más de la familia. Eso sí les parece descabellado, a Aina, a los de la UCI y a los Mossos de Esquadra. Tan descabellado les parece, que se ponen a buscar a un tarado que se dedica a confundir a los demás en los accidentes, en vez de aceptar lo que a mí me parece evidente.

Muñeca: figura de mujer que sirve para jugar.

También con las palabras.

Pienso en los cuatro cuerpos: los tres que estuvieron vivos hasta el mismo miércoles, y aquel otro que nunca lo estuvo, ni lo fue. Que simplemente estaba ahí, igual que una metáfora.

Precisamente porque se diseñó así: para representar lo mismo, pero en silencio. El sonido, como la carne, es lo que convierte un juego en algo que deja de serlo.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Papel de periódico

Ayer, mi amigo Lou salía en el periódico. También yo salía en el periódico. Ambos aparecíamos acompañados de otras dos personas con las que participamos en una mesa redonda. Una imagen a toda página que me sonrojó; el color volvía a mis mejillas tanto en la carne como sobre el papel que acabará en el suelo de un baño fregado.

A veces mi amigo Lou me habla de su madre. Su madre es una anciana para mí, pero no lo es para él, porque cuesta mucho ver a nuestros propios padres como ancianos. La anciana señora Lou tiene 89 años, y perdió la cabeza junto al corazón el día que murió su marido, ahora hace ya dos.

Nunca he visto a la madre de mi amigo Lou, aunque me la imagino pequeña y encogida, con el pelo blanco y las manos también blancas, sentada en un sillón con las piernas escondidas bajo los faldones de una mesa camilla. Es una mujer elegante que deja que la peinen, y algún día será musa de un poema, probablemente cuando se muera.

La madre de Lou siempre dice que sus hijos son muy guapos porque su marido también lo era.

Ayer mi amigo Lou fue a visitar a su madre, y llevaba consigo el periódico. Conociéndole, seguro que fue él quien le enseñó la foto, orgulloso y contento. En mi casa fue al revés: mi padre fue quien me despertó a las ocho y media de la mañana para decirme que salía en el diario. Luego yo no se lo dije a nadie, y descubrí con horror que casi todos los pasajeros llevaban aquel mismo periódico en el avión, de regreso a Barcelona.

Una mujer, a mi lado, con el cinturón abrochado y la mesita en posición vertical, miró la página en la que salíamos los cuatro, y luego me miró, y volvió a mirar la fotografía, y después me volvió a mirar. Volví el rostro hacia la ventanilla y, bajo nuestros pies, pasaban las nubes arrastradas por un viento de Tramuntana, la nada y sa mar nostra.

"Sabes-a-mar" es el mejor verso de Bandini.

La madre de mi amigo Lou no se fijó en mi amigo Lou, cuando vio la foto en el periódico. A mi amigo Lou lo tenía delante, y en carne y hueso él es mucho más guapo. La madre de Lou siempre dice que sus hijos son muy guapos.

La madre de mi amigo Lou me señaló a mí, en la foto, un dedo blanco y flaco sobre mi cara en el papel, una uña limpia y perfecta, y dijo: "La conozco".

Es evidente que se equivoca, nunca he visto a esa mujer. Hablo con su hijo muchas veces por teléfono, quedo con él de vez en cuando, cotilleamos sobre el mundillo editorial y hablamos de esos libros que nos parece imprescindible leer. Recorremos Palma como dos amantes a la vieja usanza, mi mano sobre su brazo, que sostiene un paraguas. De vez en cuando me suelta alguna barbaridad y me sonrojo. De vez en cuando suelto una burrada y se enfada. Él sabe mucho, yo siempre tendré mucho que aprender.

Nunca he visto a esa señora, aunque la imagine pequeña y encogida y blanca, nunca me la he encontrado por la calle porque hace años que no sale de casa. Pero al ver mi foto, lo dijo sin dudarlo: "La conozco".

Mi amigo Lou respondió: "No me extraña".

La madre de mi amigo Lou sabe que a veces su cabeza aletea como una paloma y se desprende de la realidad que en principio se sostiene sobre los hombros. Por eso, cuando le dan la razón fácilmente en temas que -lo comprende- son difíciles, insiste:

"De verdad que la conozco", repitió.

"Y ya te digo que no me extraña, porque es amiga mía", respondió mi amigo Lou.

Ahí se acabó la conversación.

Mi amigo Lou, que no ha resuelto el misterio, interpreta que debo de parecerme a alguien que fue importante en aquella familia. También a él le he resultado siempre familiar, desde el primer día; habíamos quedado para entrevistarnos en un hotel con aires victorianos, y me reconoció en seguida, aun sin haberme visto antes. La lluvía caía sobre una piscina azul, y allí, en el porche de un hotel, nos hicimos amigos.

Buscamos en el pasado respuestas que podrían estar en el futuro, si es que tienen que estar en alguna parte. Las esquelas también aparecen en papel de periódico. Y resulta tan inquietante que te reconozca una anciana de 89 años a la que nunca has visto, como que lo haga una mujer a 700 kilómetros por hora, por encima de las nubes que arrastra un viento de Tramuntana, sa mar nostra a nuestros pies. Y la nada.

martes, 11 de noviembre de 2008

En blanco y negro


Mis abuelos vendieron la casa de los algarrobos a los que yo me subía de niña; recuerdo que leí La historia interminable sentada en la rama de uno de ellos, hasta que las marcas de la corteza me tatuaron el culo.

Mis abuelos vendieron la casa de los algarrobos porque ya son mayores, y mis raíces les hacían tropezar, y aquellas ramas a las que ya no me subía les tapaban el sol, y no había manos suficientes para detener esos hierbajos que los devoraban y los agrietaban.

Mis abuelos vendieron la casa de los algarrobos y con el dinero compraron una planta baja a las afueras de una ciudad. La planta baja tiene un jardín que sí pueden controlar, con rosales y buganvillas, sin granados ni olivos, con césped, sin tierra que arar.

También había higueras, en la casa de los algarrobos, y un níspero, y dos naranjos, y cuatro palmeras que plantó mi padre. Recogió unos dátiles de la Plaza de las Palmeras, en el pueblo, y plantó los dátiles en vasos de plástico, y los dátiles germinaron, y crecieron las palmeras con minúscula. Porque no eran de la Plaza de las Palmeras, aunque lo fueran. Y también porque durante mucho tiempo fueron así, minúsculas, pero luego crecieron.

En la nueva casa de mis abuelos no caben todos los muebles que tenían, y están un poco apretujados, entre tapices que bordó mi bisabuela hace cien años, y lámparas que mi abuela hizo con barro, y alfombras y un perfume eterno de madera buena.

Cuando se mudaron, hace ya dos años, pusieron un corcho en la cocina nueva, en el corcho colgaron fotos nuestras. En algunas fotos aparecemos todos sentados en el porche de la casa de los algarrobos, y somos felices y sonreímos y hacemos el tonto. En otras fotos, aparecen mis hermanos solos, o mis padres, mis tíos. Siempre sonrientes y felices, y guapos, muy guapos. Si mis abuelos eligieron esas fotos para colgarlas en el corcho fue por algo.

Aparece un perro que tuvieron que regalar y al que queríamos mucho, y aparecen los mejores amigos de mis abuelos; aparecemos todos en la cena de navidad, y mis hermanos jugando a baloncesto.

El domingo fui a ver a mis abuelos, siempre me toca a mí preparar el aperitivo. Mi abuela quería un dry Martini y mi abuelo, un vino. Fui a la cocina, a llenar las copas y a servir unas aceitunas, unas galletas saladas y, de paso, me fijé en las fotos.

Entonces me acojoné un poco. Todas las fotos están hechas con una cámara digital, mi abuelo las imprime en un papel especial de ésos para fotos. Pues bien, aquellas fotos en las que salía yo estaban en blanco y negro. Se sacaron en color, se imprimieron en color. Hace dos años que están allí colgadas, en el corcho de la nueva cocina de mis abuelos. Las había visto otras veces, y siempre habían guardado el color. De hecho, el resto de fotografías siguen igual, con sus amarillos y sus naranjas, sus rosas y sus verdes. Las únicas que han cambiado son aquéllas en las que aparezco yo.

Volví a la sala con el dry Martini y el vino, y se lo comenté a mis abuelos. "Ah, sí", dijo mi abuelo, "ya nos habíamos fijado". A mi abuelo nunca le asombra nada, nos contó que a su hermano acababan de amputarle una pierna con la misma emoción con la que nos hubiera dicho que había pillado un catarro. Cosas de belgas, supongo. De belgas que viven en Mallorca.

A mis abuelos le gusta Internet. Mucho. Mi abuela hace partidas de Scrabble en francés, con amigas que tiene en París y en Bruselas, y mi abuelo navega, descubre páginas sobre la belleza y a veces chateamos, pero escribe muy lento. Mientras tomaban el aperitivo, mi abuelo y mi padre se bajaban no sé qué programa para el ordenador; mi abuela y mi madre hablaban de un Alzheimer que mi abuela no tiene.

Recuperé uno de esos álbumes antiguos y pesados en los que las fotos se desprenden igual que los recuerdos. Algunas se pierden. En esos álbumes, las fotos no son digitales. En la cubierta ponía: "Janvier 1980".

Ahí estaba yo, con un peto de pana, unas katiuskas, rubísima, y una bufanda que me llegaba a los pies; mi hermano apenas tenía un año. Todas las demás fotos aparecen en color; aquélla, y sólo aquélla en la que salgo yo, está ahora en blanco y negro. Recuerdo, por otras veces que he visto esa foto, que el peto de pana era marrón claro y las botas, rojas.

Cogí otro tomo, Avril 1983, ya habíamos nacido los tres. Mi hermano mediano y yo nos sentamos cada uno en una rodilla de mi abuelo, él nos lee un cuento de Teo, Teo va en avión. Llevamos aquellos jerseis que nos hizo mi abuela, exactamente iguales, pero el de mi hermano era azul y el mío rojo. No llevamos los gorros que mi abuela nos hizo a juego.

En la foto, también los jerseis aparecen en blanco y negro. Sólo las fotos en las que no aparezco yo guardan el color.

Cerré el álbum de golpe y pregunté: "¿Se puede saber qué coño significa esto?". Mi padre respondió que, por favor, no dijera palabrotas.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Mañana será otro día

el meu sexe té la talla
dels teus llavis
i el temps és una farsa.
(Andreu Vidal)

Alguien ha estado aquí. Lo he notado nada más llegar, no sabría decir exactamente cómo. No recuerdo haber dejado este libro aquí, y allá, una carta cerrada. Sin embargo, es imposible, me digo. El cerrojo no estaba forzado y nunca me dejo la puerta abierta.

En el comedor, suena la música.

Una vez me enamoré de un chico porque era incapaz de apagar la torre de música, cuando se iba de su casa. Era incapaz de interrumpir un aria de Verdi, por ejemplo, o de permitir que Don Giovanni se salvara por culpa de un STOP, cuando lo mejor de esa ópera es el momento en el que él acepta su condición de donjuán, y se quema, machomán, en el infierno, junto a otras almas pecadoras.

Aquel chico era incapaz de cortar una canción por la mitad. Pero yo suelo apagar siempre el reproductor, cuando me voy, del mismo modo que apago las luces y miro unas 300 veces si la cocina también está apagada para que no salte todo por los aires en cuanto me vaya.

Por eso no sé quién ha podido poner esta canción.

Ha sido un hombre, sin duda. Lo entiendo al entrar al cuarto de baño: la tapa está levantada. Es un tópico porque es cierto: los hombres nacieron con una tara genética que provoca que no distingan entre "tapa de WC levantada" y "tapa de WC bajada".

Los tíos también se perdieron aquel capítulo de Barrio Sésamo en el que se explicaba la diferencia entre "dentro" y "fuera". En su defensa, cabe recordar que Coco nunca meaba ni se corría para explicar esta diferencia.

La cama estaba deshecha. Siempre hago la cama al levantarme.

En fin, un hombre ha entrado en mi casa, ha meado, se ha dejado la tapa del váter levantada, ha puesto una canción en el reproductor del comedor, ha dormido en mi cama y se ha largado. Y todo, en mi ausencia.

Me pregunto si me habré equivocado de casa. Tal vez no sea la mía, pienso en décimas de segundo. Tal vez ésta sea la casa de alguien muy parecido a mí, que vive en un lugar muy cercano al mío, y que tiene las mismas cosas que yo, mis mismas llaves. Puede que esté en la casa de mi doble masculino, que canta en vez de escribir, y se deja la música encendida cuando se va; un doble masculino que mea de pie.

He buscado más rastros, más pistas de mi doble masculino, pero no he encontrado nada. Lee mis mismos libros, se pone mis pañuelos y en el armario están sus faldas.

Entonces, he vuelto a ver la carta, ahí, en la mesa del recibidor. Me la he llevado al sofá, la he abierto con una cerveza y un cigarro. En ella pone: ...

Me he puesto de pie de un salto, con un nudo en la garganta, y he corrido al cuarto de baño, a la cocina, a la habitación. La canción, en el reproductor, decía: ... He buscado bajo la mesa del comedor, en lo alto de las estanterías, en cada uno de los cajones.

Los hay que son el último, o bien el primero. Hoy es otro día, y por eso él ya no está.