miércoles, 6 de octubre de 2010

Ansiedad

David Hockney, Shirley Goldfarb & Gregory Masurovsky, 1974. Acrylic on canvas | The Doris and Donald Fisher Collection at the San Francisco Museum of Modern Art


“Soy demasiado inteligente para ser feliz, pero no soy todo lo inteligente que quisiera. Por eso hago malabares con imposturas: voy de culta, ingeniosa y despreocupada, todos comentan que soy tan natural, etcétera. En realidad, si fuera inteligente, no necesitaría venir aquí”.

Me mira desde el otro lado de la mesa sin ningún interés. Sé que le gustaría parecer impertérrito, analítico, pero tiene esa pose un poco chulesca de los directores de empresa catalanes que quieren ir de colegas y son condescendientes porque siempre estarán más pendientes de sí mismos que de lo que les puedas decir tú. “Crees que sólo los imbéciles van al psicólogo, ¿es eso?”.

Mi padre es psicólogo. Mi hermano es psicólogo. Uno de mis mejores amigos es psicólogo. Creo que conozco todos sus trucos, creo que no podrían engañarme, creo que sé más de los psicólogos que los propios psicólogos. Desde luego, sé mucho más de la psicología que este gilipollas al que por fin he decidido visitar, vencida por un ataque de ansiedad que estrené el jueves con la misma solemnidad con la que estrené mi primera colonia Chispas.

“No, subnormal”, le contestaría, “lo que pasa es que, si tuviera cierta inteligencia práctica, no perdería los nervios”.

Le contesto: “Acabo de mudarme. He tenido dos desengaños amorosos en seis meses. Trabajo en tres periódicos distintos, una radio y dos televisiones, una de ellas me obliga a coger dos aviones casi cada semana. No me gusta volar. Me angustia volar. Se supone que tendría que estar disfrutando de todo lo que me pasa, sé que soy muy afortunada porque el panorama laboral está jodido. Pero también soy consciente de que, si flojeo, lo perderé todo. Estamos en crisis y yo sólo tengo estrés”.

Llevo dos semanas sin pegar ojo. Duermo un par de horas, me despierto. Duermo otro par de horas y así. No pienso en el trabajo, pero en realidad no pienso en otra cosa. Estoy como en estado catatónico, los ojos muy abiertos, la garganta seca, el corazón a tope, la mente en blanco. 

El jueves tuve una discusión a la hora de comer. Me volví loca. Primero intenté arrancarle la botella de vino de las manos, luego me levanté de un salto, tiré el plato al suelo, empecé a ulular, a chillar cada vez más fuerte, cogí un puñado de mejillones y los lancé contra la pared, me volqué la jarra de agua en la cabeza, corrí empapada hasta la ventana y la golpeé con la acojonante intención de romperla, que se me clavaran los cristales en las manos, en los brazos.

Estoy loca.

“No estás loca”, contesta el psicólogo de pacotilla. “Los síntomas que describes responden efectivamente a un cuadro de ansiedad. Seguramente eres una persona muy autoexigente (y si suelta un adverbio más, o alguna palabra acabada en ente, me lo cargo) y últimamente (lo mato) has estado sometida a mucha presión. Las tres cosas que más nos desestabilizan son las mudanzas, las rupturas y los cambios laborales. Y por lo que me cuentas, tú lo has hecho todo a la vez”, carraspea sin duda para evitar un comentario sarcástico.

“Soy una campeona”, me adelanto yo. “Pero no tengo sentimientos. Mis rupturas me importan una mierda, mi estado natural es la soltería, soy una amante épica (citando a un amigo). Acabaré seduciéndote antes de que te des cuenta (vuelve a poner esa cara que pretende ser impávida y que le sale perdonavidas). Ya sé que ahora te suena a fantasmada y que ni siquiera te resulto atractiva, pero me gustan los retos. Y también me gusta ir retransmitiendo lo que pasa, como si estuviera relatando cada momento: paciente arrogante pretende perturbar a su psicólogo, presunto experto de vuelta de todo. Me divierto con estas cosas. Lo de la mudanza fue una putada, pero ya está. En mi nueva casa hay una caja fuerte que todavía no he logrado abrir. Me gusta que mi nueva casa tenga secretos para mí. Agradezco a dios todopoderoso que me haya dado tantos trabajos en estos tiempos que corren, aunque me agobien la hostia. Soy fuerte y puedo con lo que me echen”.

Él: ¿Crees en Dios?
Yo: Esto es un coñazo.
Él: ¿Por qué has venido?
Yo: Ahora no empieces con lo de que no puedes ayudarme si yo no me dejo y todo eso. Tampoco digas que no has dicho nada, que lo estoy diciendo yo misma. Sé que la única manera de salir de ésta es mediante una actitud positiva, debería dejar de ponerle pegas a todo. Ya sé que tengo que ir despacio, pasito a paso, no tomarme las cosas tan a pecho, relajarme, sentir que lo que me pasa es por algo bueno, reírme de mí misma, relativizar. ¿Eres freudiano?
Él: ¿Por qué lo preguntas?
Yo: ¿Crees que quiero follarme a mi padre o algo así?
Él: ¿Crees que tienes complejo de Electra?
Yo: Me gusta la soledad, pero echo de menos que alguien haga la compra y prepare la comida. Cuando vivo sola, no como nunca.
Él: O sea, que encima hay que añadir a tu desorden anímico un trastorno alimenticio. Joder, es que eres de manual.
Yo: ¿Eso se te ha escapado o forma parte de una estrategia que no conozco?
Él: Vas de provocadora y eres una llorica.
Yo: Uf, ésta me la sé. Lástima, la cosa se estaba poniendo interesante. Podrías invitarme a cenar. Para evitar mi trastorno alimenticio y eso.
Él: ¿Y gastarme el dinero que gano con tu caso?
Yo: Así, por lo menos, me ayudarías en algo. 
Él: Oye, mira, la gente lo está pasando mal de verdad, no quiero perder el tiempo contigo. Eres una insatisfecha. Caso resuelto.
Yo: Insatisfecha porque soy demasiado exigente, porque estoy sedienta o porque soy una frígida?
Él: Tendríamos que trabajar en ello, pero pareces obsesiva y adicta aún no sé a qué. ¿Qué te parece si dejas de hablar de ti misma?
Yo: Me gustas bastante. Seguro que tienes remordimientos porque te tienta enrollarte con casi todas tus pacientes. Son débiles y necesitan que las protejas, nadie las entiende mejor que tú, sabes lo que les pasa y cómo tratarlas. Están en tus manos. ¿Estás casado?
Él: Soy gay.
Yo: Vaya.

El despacho es blanco, diáfano, tiene dos sofás de cuero negro, una gran mesa de madera de roble y una chaise longue de Le Corbusier, un cuadro de Rothko y otro de Hockney, la ventana da a Enric Granados. Me encuentro mucho mejor.

5 comentarios:

cuentagotas dijo...

¡Bruuuutaaal! Como casi todo lo que leo por aquí (soy fans)

Ignasi dijo...

M'agrada que sigui tant àgil per la carnassa que hi ha, sembla d'en Woody Allen. Fa poc que et llegeixo i la veritat que em sorprèn. Salut!

vaderetrocordero dijo...

Oye, qué ha sido de esa entrada sobre tu año sabático?

Y respecto a lo que mi psiquiatra/psicoanalista de barra llama la angustia mustia, hay un método de autodiagnóstico que a mí me funciona bastante:

Si tienes ganas de follar, todo va bien.

humo dijo...

Decía, cuando me ha salido "error no unavailable", que no sé lo que quiere decir, que nunca estoy segura de cuál es la parte que te inventas, y eso es lo que me gusta.
Por si acaso sale repe.

Anónimo dijo...

Algunos sicólogos tienden a hostigar el pensamiento negativo. Con lo bonitos que son los túneles.