martes, 12 de octubre de 2010

Polaroid






Me acuerdo de aquel practicante que tuvimos en EGB. Estaba loca por él, pero entonces no podía saberlo, era la primera vez que me pasaba algo así. No entendía por qué anhelaba su presencia, que me incomodaba tanto al mismo tiempo. Él me llamaba por otro nombre para provocarme y para que le corrigiera. Y yo quería ir al colegio sólo para verle, aunque me sentía culpable porque intuía que eso no estaba bien. Tenía once años y ganas de sentarme en sus rodillas y que me peinara. Un día, en clase, me preguntó la lección. Sabía la respuesta, claro que la sabía, pero fui incapaz de articular palabra. Mis ojos ardían tanto como mis mejillas. Él no insistió y yo entendí que había perdido el interés. Aquella noche enfermé. Cuando volví al colegio, ya había acabado sus prácticas.

Me acuerdo del día que, en aquel atasco de camino a Palma, le pregunté: “¿Qué haces?”. Él movía los índices rítmicamente unos centímetros por encima del volante. Respondió: “Estoy orquestando una puesta de sol”.

Me acuerdo de todos y de cada uno de los cabrones que me gustaban y se hacían amigos míos para acceder a mis amigas, que siempre eran mucho más guapas y más interesantes y más fantásticas que yo. Y luego, encima, me tocaba hacer de confidente con el corazón gangrenado.

Me acuerdo de que paró el coche en medio de la carretera, estábamos en la Serra de Tramuntana, y bajó un momento, corrió hasta el bosque. Cuando volvió, me dijo: “Te quiero...” y me puso un pedazo de musgo sobre las rodillas. Te quiero musgo, repitió. Pero yo ya lo había entendido.

Me acuerdo de aquel hemofílico que cortó conmigo porque, dijo, no estaba enamorado de mí. “Yo tampoco lo estoy de ti”, contesté. “Ésta es la gran diferencia entre nosotros”, replicó, “soy incapaz de estar con alguien a quien no amo”.

Me acuerdo de aquella canción que sonó tres, cuatro, cinco veces seguidas. Era The year of the cat, de Al Stewart. Entonces él quitó la cinta sin dejar de conducir y la lanzó por la ventanilla. Me acuerdo de la madrugada que, agarrándome del cuello, me golpeó varias veces contra el reposacabezas del asiento del coche, fuera de sí.

Me acuerdo de que dijiste: mira qué cielo, y yo agaché la cabeza para verlo a través del parabrisas, y el semáforo estaba en rojo y tú buscaste a tientas tu bolsa en el asiento de atrás, y te dije: no vas a llegar, y tú repetiste: no llego, ¿verdad? Y no sólo sacaste la Polaroid de la bolsa, sino que además tenías que sacar el papel del paquete todavía sin abrir. El semáforo de los peatones empezó a parpadear, y tú mordiste el plástico del envoltorio e introdujiste rápidamente el papel en la cámara, y enfocaste aquella nube que parecía un volcán, y se puso verde para los coches, pero nadie pitó aunque fuera hora punta, y tú disparaste a tiempo y resolviste: de aquí no saldrá nada, el flash ha rebotado en el cristal.

Me acuerdo de que, mientras esperaba a que la imagen fuera apareciendo en el papel y sonaba una de Bob Dylan -tú ya habías arrancado y girabas en aquella dirección-, el mundo se vino abajo porque por primera vez sentí que podría enamorarme de ti. Entonces preguntaste si I remember, de Joe Brainard, era mejor que Je me souviens, de Georges Perec, y yo te contesté que mucho mejor. Creo que lo justifiqué con un: “es más bestia”. Quisiste saber a qué me refería, de qué se acordaba Brainard. Pero yo estaba acordándome de otras cosas que me daban miedo y me quedé en blanco, me ardieron los ojos y la cara y no supe qué decir.

3 comentarios:

vaderetrocordero dijo...

No me puedo creer que nadie haya comentado esta entrada. Espero que sea porque no hay nada más que se pueda añadir para mejorarla.

Anónimo dijo...

He descubierto este blog por casualidad y estoy impresionada.
Tienes razón vaderetro no creo que se pueda añadir nada más.

P.

sputnik dijo...

uf...