Han llamado a la puerta. Era mi vecina de rellano, una señora mayor que iba en bata a mediodía. Llevaba unas gafas de montura rosa y gruesa muy modernas, y estaba preocupada. Se me han pasado por la cabeza frases como: “Haces demasiado ruido por las noches, quiénes son esos chicos que se van de madrugada, huele a muerto en la escalera, huele a perro, huele a gas, tienes que conseguir que cambien el recorrido del Papa”. Recuerdo que soy una buena chica, una persona discreta.
La buena mujer me ha dicho: “Necesito ayuda. ¿Puedes llamar a tu marido?”. Tan buena chica soy y tan discreta, que sin duda estoy casada. O vamos a dejarlo en que ya tengo una edad. Una vecina en bata sólo puede concebir que haya pasado por el evangelio del matrimonio.
El viernes pasado salí con mi amiga La Loca. Llevamos a cabo un sistema de ligue que, según un conocido que nos cruzamos en un bar, iba a resultar infalible. Nos dirigíamos a los chicos y les proponíamos un trío. Ellos se mostraban interesados y aquí se acababa el plan urdido por nuestro conocido. Entonces íbamos un poco más allá. Mi amiga La Loca aclaraba: “A Mel se le ha ocurrido que es una buena estrategia invitaros a un trío. Luego, cuando os metáis en el taxi, la menos interesada de las dos saldrá del coche y ya no tendréis escapatoria”. Para rematar, yo añadía: “¿Queréis tener hijos?”. Evidentemente, no nos comimos un rosco, pero nos divertimos bastante.
Mi amiga La Loca intentó entrarle a un chico más o menos interesante que, uh-uh, ya la conocía. Se acordaba de ella por una noche etílica que ella había olvidado y en la que sólo tenía palabras para otro hombre, por cierto ausente (es decir, que sólo hablaba de ese otro hombre). El tipo todavía se acordaba de eso y le soltó un: “Me alegro de verte, aunque ya no estemos de tan buen ver como entonces”. Mi amiga La Loca tuvo que ir corriendo al baño y mirarse en el espejo para cerciorarse de que sigue siendo guapísima. Y ya que estábamos, se lo preguntamos a unos chicos que andaban por ahí. “Creéis que estamos acabadas?”. Contestaron que sí. Circunstancia que no les echó atrás a la hora de aceptar un posible trío que no teníamos intención de realizar.
En fin, que estoy acabada, tendría que estar casada, soy una buena chica discreta y mi vecina de la bata necesita ayuda: “De qué se trata?”. Me dice que su marido se ha caído y que no tiene fuerzas para levantarlo. Le contesto que yo lo intentaré y me mira con sincera incredulidad. Cojo las llaves, cierro la puerta y entro en su casa, que estructuralmente es idéntica a mi piso, pero no se parece en nada. El pasillo es mucho más oscuro y elegante. Han puesto parquet en el suelo, conservan las cristaleras de colores en las puertas y tienen flores frescas en un jarrón sobre la mesa.
La mujer me guía hasta una habitación acogedora con dos camas individuales, hechas con una perfección marcial. Su marido, vestido con una camiseta imperio y en calzoncillos, está sentado ridículamente entre las dos camas, como si se hubiera quedado encajado. Ha intentado levantarse del suelo apoyándose en ellas, sin éxito. Me dedica una mirada apurada y patética. Siento que voy a llorar.
Le pregunto si se encuentra bien y me dice que sí, que le ha salido un bulto en la cabeza por culpa del golpe. Le digo que es un chichón y él y su mujer se ríen. Es verdad, un chichón, responde él como si hubiera olvidado esa palabra. Su mujer le agarra del brazo derecho, yo del izquierdo y ella me recuerda que a él no le responden las piernas. Venga, a la de tres. Pienso que va a ser difícil, pero no. El cuerpo de ese señor es liviano y alzarlo resulta sencillo, casi como coger a un niño.
Al levantarle creo adivinar bajo sus calzoncillos algo parecido a una erección, podría ser una arruga de la tela, aunque no lo sé porque aparto la mirada inmediatamente. Lo sentamos en una de las camas y me fijo mejor en él. Es guapo. Ella también lo es. Él es delgado, tiene los rasgos muy finos, los ojos grandes, pero podría ser del susto.
Ella me cuenta que él se había duchado y que al ir a vestirse, pam, se ha caído. Les digo que será una bajada de tensión y me ofrezco a llamar a alguien. Ella se sentiría más segura, por lo del golpe en la cabeza y eso. Él contesta que no hace falta, claro. Estaba segura de que diría que no. Se acaricia el chichón y su mujer le pasa una mano por debajo de la camiseta, “estás todo sudado”. Son encantadores y no sé nada de ellos. Ellos tampoco saben nada de mí.
Me pregunto cuánto tiempo habrán pasado decidiendo si iban a buscar a un vecino para que los ayudara. El apuro de estar en ropa interior y lo que es peor, la angustia que comporta demostrar que a uno ya le fallan las piernas y que no se vale por sí mismo. La vergüenza también, por qué no, y cierto recelo, quién es esta chica nueva que vive en el piso de al lado. También me pregunto cuánto tiempo llevan casados, cuántas veces habrán cambiado el modo de mirarse el uno al otro, cuántas veces se habrán reconocido.
Les digo que pasaré el día en casa, que si necesitan cualquier cosa, aquí estoy. Sólo nos separa un rellano. Estoy casi segura de haber visto una mano a través de la rendija de la puerta de una de las habitaciones.
3 comentarios:
Simplemente eres genial :)
Diles que se pongan teleasistencia. En serio.
Y tú también.
Yo me la pondré un día de estos.
No hace falta tener noventa años para romperse una pierna lejos del teléfono.
Estoy depre, sí.
Tengo miedo de irme a dormir después de ese final tan inocentemente inquietante.
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