domingo, 17 de octubre de 2010

Lo que no está escrito

Los sobres de sus cartas eran negros. Y la emoción que sentía al verlos en el buzón de la casa de mis padres sólo es comparable a la de los e-mails que recibiría años más tarde por parte de otro hombre que, como él, sabía que una palabra suya bastaría para salvarme.

Entonces yo tenía quince años, él veinte. También me escribía con otro amigo de mi edad con quien había vuelto del colegio diariamente los últimos años de mi infancia. Los tres vivíamos en el mismo barrio, nos separaban apenas seis calles. Y acudíamos solemnes al mismo buzón de la plaza París junto al que solía quedar con mi única amiga fémina que, valga el tópico, llegaba siempre tarde. Con ella aprendí a esperar.

Con él aprendí todo lo demás. Aprendí a enamorarme y a enamorar mediante la palabra (él era mi catequista, podría decirse que la suya era palabra de dios).

Recuerdo leer sus cartas una, dos, siete veces antes de comer. Otras treinta después. Recuerdo buscarle entre líneas, ruborizarme con aquellas declaraciones tan directas como pueda serlo un bolígrafo desesperado sobre el papel durante una sesión interminable de estudio en la biblioteca de la Riera o la Misericordia. Recuerdo contestar con una sinceridad brutal, impropia de la chica hermética que era en aquella época. “Hay dos Mel”, me contestó en una ocasión, “la que escribe y siente, que es la que lo da todo... y la otra”.

“La otra” era incapaz de decir “t'estim”, aunque lo hubiera escrito con dedos temblorosos en la mayoría de las cartas. “La otra” rompía a llorar cada vez que él deslizaba una mano dentro de sus pantalones e intentaba acariciarle el culo. “La otra” se sentía culpable al ponerse cachonda, especialmente aquella noche que yacían tumbados sobre la alfombra sin camiseta, las luces apagadas, y él recorrió con los dedos sus costillas y se le ocurrió besar sus pechos. Entonces “la otra” tuvo que salir corriendo, totalmente bloqueada y cortó con él tres o cuatro veces, porque era demasiado pequeña para un sentimiento tan grande, o algo así.

Me grababa cintas de Led Zeppelin, Deep Purple, Eric Clapton, Silvio Rodríguez, claro. Una tarde de domingo estaba escuchando una de Simon & Garfunkel y haciendo los deberes, cuando llamó a la puerta. Él sabía que mis padres estarían en misa y yo bajé al portal sorprendida porque normalmente era difícil que pudiéramos quedar. Nos veíamos un rato los jueves después de catequesis y otro los sábados. Los fines de semana él trabajaba de barman en un bareto llamado Clan y a mí sólo me dejaban salir un par de veces al mes y nunca hasta más tarde de las dos.

Era otoño, serían las ocho. La luz amarilla de las farolas iluminaba la calle por la que pasaba un coche solitario y aplastaba las hojas de los plataneros, que se arremolinaban junto a la acera. Al verlo inquieto con las manos en los bolsillos, subiendo y bajándose repetidamente del único escalón que hay en la puerta, lo entendí todo. No se había lavado el pelo y tenía el rostro desencajado. Oralmente se expresaba peor que por escrito. Bueno, en aquella ocasión lo hizo a propósito. Anoche saliste con una amiga, bien. Y una cosa llevó a la otra. De acuerdo. Y os emborrachasteis. Y claro, tienes veinte años y yo sólo tengo quince y nuestras necesidades son distintas. 

Se puso a llorar, dijo que quería abrazarme, pero que se daba asco a sí mismo. Le abracé. Le pregunté si quería que lo dejáramos. Respondió que no, que quería morirse, que me quería tanto que no sabía cómo había sido capaz, que esa tía ni siquiera le gustaba, que hacía tiempo que le acosaba y que le perdonara, que si era necesario, que lo que fuera. “No hay nada que perdonar”, respondí yo con una gran sonrisa y un beso en la mejilla. Y volvimos a abrazarnos muy fuerte, hasta que nos crujieron los huesos.

Cuando intentaba acariciarme el culo me sentía culpable, sí. Pero por no saber dejarme llevar.

Lo que se truncó aquella tarde no fue entre nosotros. Fue entre la humanidad y yo, a quien me había costado tanto perdonar (¿a mí o a la humanidad?). Me tumbé en la cama, escuchando una y mil veces The Sound of Silence con las luces apagadas, sin acabar de creérmelo. Tantas cartas, tantas imágenes perfectas en el interior de aquellos sobres que deseaba encontrar en mi buzón al volver del instituto (y aquella desazón cuando el buzón estaba vacío), tantos momentos que habíamos compartido abrazados sin decirnos nada porque es cierto que, más allá de aquellas cartas, yo era incapaz de expresar lo que sentía. Y me temo que sigo siéndolo.

Continuamos saliendo tres años más. Continué cortando con él de vez en cuando, angustiada por algo que nunca supe describir ni afrontar. Recibí su última carta al poco de instalarme en Barcelona, también algunas postales que me envió un mes más tarde desde distintos lugares de Europa que visitó en un Interrail con la mujer por la que me sustituyó, con la que acabaría casándose y supongo que con quien tiene hijos. Han pasado quince años.

Los mismos que tenía yo cuando descubrí que ni siquiera la palabra escrita es garantía de pureza.

Y sin embargo, sigo escribiendo. Sigo sintiendo lo que leo. Sigo emocionándome. Y te creo.

2 comentarios:

vaderetrocordero dijo...

El guarda forestal, que siempre está pendiente del fuego, conoce bien la verdad. Sabe qué hacer si, de repente, todo empieza a arder. Y cuando salga el sol ya no habrá fuego. Será el salvador del bosque entero.

Viuda de Hombrepez dijo...

El primer párrafo lo dice casi todo, Mel. Y pasan quince años, dieciocho... y seguimos abriendo buzones.