sábado, 28 de enero de 2012

Sonámbulos por la frase


Queridos dos,

Que no quiero irme lo demuestra mi repentino ataque de cuarentona prematura. He comprado muebles para el piso, he pintado un armario y voy a Pilates dos veces por semana, me da mucha vergüenza cuando la profesora me riñe porque hago los ejercicios mal, y el otro día una chica me dijo: “Perdona que te haga esta pregunta, pero tú no te dedicas a las letras?”. Y yo me quedé muy quieta, sin saber qué contestar.

La cosa está fatal. Ya os dije que cobraba setecientos euros al mes, de los cuales trescientos se van a Autónomos. Supongo que podría buscar trabajo en revistas como Men's Health o GQ, pero ya no me quedan fuerzas para escribir reportajes por los que me pagarían unos cincuenta euros menos IRPF. Me oigo decir esto (o lo leo) y odio ser tan quejica, pero llevo catorce años dedicándome al maldito periodismo y os juro que no puedo más.

He ofrecido mis servicios como traductora y estoy metida de lleno en una novela que debería entregar en mayo (de ahí que dude ante la idea de irme, porque tengo previsto hacerlo a principios de marzo). Por otro lado, es como si lloviera cada puto día en esta puta ciudad. Todo el mundo está triste y de mal humor, y eso que el Barça gana siempre. Las noticias son cada vez más desalentadoras y me siento muy sola. La crisis ha llegado hasta los quesitos. Me gusta más la vaca que ríe, pero ahora compro del caserío me río, porque crearon una cooperativa para salvar la empresa, y bueno, los pobres no tienen ni para el hilo ese rojo con el que podías quitarle el papel a la caja, y me paso varios minutos intentando arrancar el papel del cartón con las uñas, como la secuencia de Mira Sorvino abriendo un CD en aquella película de Paul Auster, creo que era Lulu on the Bridge

Esta tarde vendrá un amigo de Santander que también ha visto frustrado su sueño de irse a NY porque ha cortado con su novia (una modelo que por lo visto está muy buena, pero como una puta cabra). Quizá quiera alquilar mi piso desde marzo hasta finales de mayo, fecha en la que tengo que volver porque se casa mi primo en Córdoba. Y luego, ya veremos.

No me gusta hablar de sueños frustrados ni de personajes que rebuscan en el bolso porque, como dice Zadie Smith, son tópicos que implican ir sonámbulo por la frase. Es una pequeña traición, pero es traición de todos modos. Cuando la cometemos, nos hemos vuelto perezosos y nos adaptamos al clisé. “Cómo separar al bolso de su viejo y persistente amigo rebuscar”, apunta Zadie Smith sin darse cuenta de que “viejo amigo” también es ir sonámbulo por la frase. Ayer lo hablaba con otro amigo, nada viejo, mientras comíamos: escribir es procurar no ir siempre sonámbulo.

Y luego, ya veremos. No sé cuál es mi intención en Buenos Aires, conocer a la gente del mundo editorial, ir a la feria del libro, enrollarme con un par de argentinos cultos y cool, y olvidarme de esta mierda de país donde los jurados populares cometen delitos no sólo ortográficos, quiebran empresas y familias, mandan los hijosdeputa, los oligofrénicos agachan la cabeza, el que no está parado tiene un sueldo paupérrimo y nadie sabe qué hacer, nos limitamos a esperar a que se nos caiga el techo encima. Preferiría irme a Gran Bretaña o Estados Unidos, pero mi nivel de inglés deja mucho que desear. Me asusta la inseguridad ciudadana y en este sentido, aunque haya terremotos, dicen que Chile está mejor. Bueno, tal vez al final opte por Chile. No sé. Me da igual. Sólo quiero salir de aquí.

Hablo de inseguridad ciudadana y ayer, mientras comía con mi amigo, asesinaron a tres personas en el edificio de enfrente, a dos manzanas de mi casa. Dos ancianos y su nieta de dieciséis años. Los vecinos vieron cómo alguien metía al perro de los ancianos en el maletero de su coche, se supone que para que no ladrara. Por qué el asesino no mató al perro plantea una cuestión interesante. El hombre metió al perro en el maletero del viejo Mercedes blanco, propiedad de los ancianos, justo a la misma hora en la que mi amigo y yo salíamos de comer. Pero no vimos nada, o no nos fijamos, porque andamos sonámbulos por las calles de siempre.

Estoy tan desanimada que me lo tomo como una especie de alternativa al suicidio. Un suicidio figurado, se entiende, no os asustéis, un empezar de nuevo. Preferiría hacerlo con alguien, para espolearnos mutuamente en los momentos difíciles, pero ésta es una excusa que oculta el miedo que tengo en realidad. 

Antes me gustaría hacerte una visita, Anika, pero Pumuky, tú dijiste que no puedes hasta principios de marzo y quizá para entonces ya habré cruzado el Atlántico. Sería divertido vernos los tres masqueperros y pasearnos por los jardines de Londres, ir a St Dunstan in the East, comprar libros y ver algún partido del Manchester. Anika de nuevo: todavía no te he enviado los libros que te prometí, pero lo haré la semana que viene sin falta. Pumuky: hace meses que no voy a Madrid, me hubiera gustado ver tu función. Os echo de menos.

Sin duda la mía es una angustia absurda, hay gente que está mucho peor que yo, pero necesito quitarme de encima esta patética sensación de fracaso. Trapiello dice algo así como que nuestros logros nos resultan ajenos, descubrimos aquello que no sabíamos que sabemos cuando repasamos algo que escribimos, y entonces pensamos que nos lo dictó alguien mejor que nosotros. Mientras que los fracasos, en cambio, los errores, los reconocemos inmediatamente como propios. Cómo despojarme de la impresión de que me he equivocado, tendría que haber leído más, escrito más y mejor. En fin, supongo que también tengo una crisis prematura. O que estoy en crisis más que nunca. O que se contagia la lluvia, aunque no llueva de verdad.

Agradaceré vuestras palmaditas en la espalda y vuestros abrazos virtuales.
Qué es eso de la penicilina????!!!!
Un beso enorme,
Mel

viernes, 6 de enero de 2012

Mi carta


Habíamos dejado polvorones y champán en la mesa del comedor, un bol lleno de lechuga y otro con agua para los camellos. Estábamos en el piso de Concha Espina. Mis abuelos habían vendido el chalet que tenían en el parque de Conde Orgaz. Nos dijeron que era porque, después de que se sus hijos se independizaran, les quedaba grande. Era mentira, pero no la que descubrí aquella mañana de Reyes.

Mis hermanos y yo nos levantamos muy temprano, obligados como habíamos sido a conciliar el sueño cuando la emoción no nos dejaba pegar ojo. Los camellos eran unos guarros, habían pisado el agua del bol y sus huellas se esparcían por todo el comedor. A Sus Majestades el dulce no les gustaba tanto como el champán, se habían acabado la botella. Sobre la mesa, una carta. Para nosotros tres. Como buena hermana mayor, quise leerla en voz alta, pero estaba escrita en árabe. 

Recuerdo algunos regalos bajo el árbol. Recuerdo que aquél fue el año del cuaderno de Hello Kitty, donde empecé a escribir historias sobre la gata y sus amigos: Hello Kitty va de pesca, Hello Kitty en el parque de atracciones, Hello Kitty se hace puta. Muerte a Hello Kitty. Recuerdo el jersey de lana que nos había hecho mi abuela; el de mis hermanos era azul, el mío rojo. En el pecho, la inicial de nuestros nombres. 

Aquel piso gigantesco olía madera buena. Milajros (con jota, porque era gallega) entraba por la escalera de servicio. Tiwá, la pastora de los Pirineos a la que bauticé cuando tenía yo un año ampuntando un verbal petit-waw-waw, estaba gorda. Acompañaba a Milajros en la cocina, y ella dejaba caer una patata frita, un trozo de pan, los restos de la carne picada, como si no se diera cuenta. La perra los engullía.

Cosas de burgueses. Para avisar de que habíamos acabado el primer plato, mi abuela agitaba una campanilla. Entonces Milajros traía los segundos, después el postre. Si no había campanilla, mi abuela hacía tintinear la copa con el mango de su tenedor de plata.

Aquella mañana de Reyes, desmenuzados los paquetes y celebrados los regalos –Milajros tenía el día libre y le habíamos contagiado a Tiwá nuestra excitación: correteaba por la casa con la lengua fuera y agitando el muñón que, por pedigrí, le quedaba en lugar de la cola–, nos sentamos sobre la enorme alfombra persa, a los pies de mi abuelo, que se ajustaba las gafas en el sofá orejero. Dijo que nos traduciría la carta que nos habían dejado los de Oriente, y yo ahí empecé a sospechar.

Sabía que mi abuelo hablaba francés, castellano, inglés y un poco de alemán, tiene raíces teutonas. Por otro lado, me constaba que el árabe es un idioma muy difícil y me parecía raro que, si mi abuelo lo conocía, no nos lo hubiera dicho. “Copito”, le pregunté: “¿Tú sabes árabe?”. Llamamos a mi abuelo Copito porque tiene el pelo muy blanco y un espeso mostacho también muy blanco. Y su hija Tantalia empezó llamarle así a escondidas, y él lo descubrió y le gustó, y pidió que a partir de entonces aquel fuera el nombre por el que le reconocieran sus nietos. 

Mi abuelo Copito contestó que sí, que sabía árabe. Le pregunté por qué y respondió que había pasado mil y una noches en Siria.

Entonces se puso a leer la carta muy despacio, repasaba con el dedo índice las letras de derecha a izquierda, y a veces se equivocaba. Se corregía. Como habéis sido buenos piños... niños, niños. Os hemos traído estos pasados... perdón, quise decir presentes. 

A mí todo eso me parecía muy raro. Sobre todo porque dijo algo así como “gracias por los polvorones, estaban de rechupete”, y claro, la expresión no es muy propia de unos señores que llevan vivos más de dos mil años. Mi abuelo nos estaba timando, se estaba inventando el contenido de la carta. La verdad era que no tenía ni puta idea de árabe.

Entonces, mientras esperaba con estoica paciencia que acabara su numerito para poder jugar de una vez con los regalos, un frío terrible se filtró por debajo de mi grueso jersey de lana y se apoderó de mí. De repente entendí que no es que mi abuelo estuviera inventándose el contenido de la carta. El agua por el suelo, la botella de champán. Todo era un montaje. Comprendí con horror que esa carta ni siquiera estaba escrita en árabe, que la había escrito él mismo.

No, pero no puede ser, repetía para mis adentros. La realidad que eso implicaba resultaba inadmisible.

Mi imaginé a Copito escribiendo la carta en falso árabe, sentado la noche anterior en aquella misma mesa mientras mi abuela dejaba los regalos bajo el árbol y, juntos, brindaban por la ilusión. Me embargó una emoción muy profunda que luego he vuelto a sentir muchas veces y que mezcla, sin yo darme cuenta, amor y piedad, el terror del desengaño, la frustración y, a la vez, un agradecimiento infinito. Tantos hombres actuarían así, años más tarde, para no hacerme daño. Y yo, como entonces, me haría la tonta para no perder eso tan valioso, tan necesario, tan definitivo.

Aquel día fingí que seguía creyendo por mis hermanos, que no merecían todavía la hostia en el orgullo que comporta comprender que tus mayores te han mentido año tras año. Y así, me convertí, yo también, en uno de esos mayores que ocultan la verdad para preservar la inocencia de los niños. 

Fingí que seguía creyendo por mi abuelo, que se había esforzado tanto en hacernos creer, que se pondría muy triste si supiera que no lo había conseguido. Fingí sobre todo con la intención de regresar a la felicidad de la ignorancia. Si me esforzaba mucho, mucho, mucho, sería capaz de olvidar lo que acababa de descubrir. Volvería a tener insomnio por culpa de la impaciencia que provoca el anhelo.

La alternativa era el cinismo.

Ahora me levanto en un piso vacío de pasillo infinito con los pies helados, y lo recorro una y otra vez, consciente de que la mejor manera de no llevarse un chasco es no hacerse ilusiones. Supongo que, maldita sea, en eso consiste la madurez. ¿O se trata tan solo de cobardía? Ojalá por lo menos me hubieran traído carbón, porque en tal caso significaría que he sido mala y merezco un castigo. Pero no hay rastro alguno ni siquiera de montaje: ni huellas de camello, ni lechuga mordisqueada, ni una botella de cava agotada por los brindis. 

Este vacío es lo que te queda cuando, en la carta de los deseos, pides que no te engañen.

De modo que sigo inventando. Rápido, rápido. Cualquier cosa. Sal de aquí.

Habrá una carta en el buzón, me prometo, un cuaderno en blanco. El maravilloso presente de lo que aún está por escribir. Y vuelvo a emocionarme mientras espero una excusa para bajar a comprobarlo.

sábado, 31 de diciembre de 2011

Lo que el año se llevó


Se sienta de cuclillas en la azotea del edificio de enfrente, solo como siempre. Esta vez no se fuma un puro, sino un cigarrillo con tabaco de liar que bien pudiera ser un porro. Lleva el chándal negro habitual, sudadera con capucha de forro y cordones rojos. Nunca sé si me ve. Si la ventana enfocada al norte provoca un efecto espejo o si, al contrario, le facilita entrar visualmente en mi casa, recorrerla a lo largo del pasillo infinito, sobre las baldosas que canturrean bajo mis pies.

Él se agacha bajo el cielo azul de un día soleado que es el último del año, y me pregunto qué hace tanto tiempo allí, si sus compañeros de piso no le dejan fumar en casa, si es que vive en un agujero de la portería, si es que es un okupa que se ha instalado en las escaleras del edificio, si es que no soporta a su vieja. Va girando sobre sí mismo apenas sin darse cuenta, ahora ya me da la espalda, antes estuvo un rato de cara a la Sagrada Familia. Chupa las últimas caladas de la colilla y la observa con atención, como si se hubiera quedado pegado en ella un resto de sus labios.

Tiene que ser un porro porque, al levantarse, se tambalea, la tira a la calle y luego mira el suelo, tose. Temo que decida lanzarse él también. Ahora fuma en pipa, mientras sí, mira abajo y pone un pie en el rodapiés de la barandilla.

Corro a ponerme un jersey para asomarme al balcón y asegurarme de que me ve, así no se atreverá a saltar. Tardo exactamente tres segundos. Cuando vuelvo, ya no está. Sé que no se ha precipitado al vacío porque hubiera oído un golpe, gritos. 

Entre el murmullo del ir y venir de los coches, el tintineo impertinente de los golpes contra las bombonas de butano del repartidor, las ruedas de una maleta sobre la acera. No ha tenido tiempo siquiera de abrir la puerta que da a la azotea. Recuerdo que, siempre que lo veo, ya está ahí. Quizá se cuele desde la terraza de al lado. Nunca lo veo llegar o irse. Simplemente está y luego, en tres segundos, el tiempo entre dos insuflaciones en una triple maniobra de reanimación, deja de estar.

Tres segundos es menos que doce campanadas, es la memoria de un pez y lo que se calcula que dura el presente. El lapso entre captar, comprender y asimilar la realidad.

Tres segundos o un año, qué más da. Los recortes han afectado a la existencia de algunas personas queridas a las que ya no podré enviar e-mails, con las que no tendré largas conversaciones de madrugada sobre películas, anécdotas, sentimientos y libros. 

Los recortes han afectado a mi economía, claro, a la pasión por mi trabajo, sin duda también al futuro. De tanto apretarme el cinturón, a veces creo que me ahogo y otras que soy Scarlett O'Hara encorsetándose para saludar a sus nuevos pretendientes, aunque también he hecho recorte de amantes. Me he cansado de amores clandestinos, y eso que reconozco que tiene su gracia encontrarse a escondidas en los bares de heavies y darse el lote mientras suena el ruido de un grupo danés satánico que no conoce ni su abuela, o alternar con dos amigos sin que éstos sospechen nada. O bueno, sin que yo sospeche que sospechan.

He hecho recorte de vidas, porque la doble que llevaba en este blog se ha ido a la mierda. Al final, en este pueblo, todo se sabe, pese a que me empeñe en demostrar lo contrario. Lo interesante es que todos nos hacemos los tontos, hasta el punto de que a veces me siento realmente así. Entonces me pregunto si no me habré extraviado en mi propio personaje, el fingimento y esos heterónimos que intentan convencerse a sí mismos de que les están diciendo la verdad, de que cada uno de ellos es el auténtico, en el fondo conscientes de que éste es precisamente el más grande engaño al que se ven sometidos.

Recorte de confianza, recorte de fe, y sin embargo sigo con el firme propósito de descubrir el mundo (o el fin del mundo) desde la emoción ingenua, porque poco puedes descubrir desde la arrogante sapiencia. Volver a los orígenes sin esperar nada de nadie, quizá ni siquiera de mí misma, tranquila después del cansancio de mil pequeñas derrotas que harán que recuerde este año como una fecha importante, seguramente definitiva, pero sin ningún cariño. Demasiadas pérdidas. Demasiadas hostias. No muy bestias: tropiezos, resbalones, magulladuras, nada grave; pero dolorosas y molestas, erosionadoras, la consciencia en la piel de mi propia vulnerabilidad.

Entre tanto recorte, evidentemente tenía que cortar con él. Del todo esta vez. Otro bonito recuerdo para la colección de mi memoria que, al final, es a lo que se reduce cualquier vida.

Y luego, una Navidad preciosa que también será la última, porque era la despedida velada de algunos familiares que se emocionaron al ver que aún somos capaces de reunirnos a sus pies, sentados en la alfombra, mientras brindamos como siempre: “Yo soy el jefe, esto es champán, feliz Navidad”. El horror cuando descubrí que la frase, tradición en casa, repetida por mi abuelo cada año, pertenece a Johnny got his gun. La sonrisa al aceptar que los belgas son así, tan raros, tan fríos, supongo que en parte tan como yo.

Ver a viejos amigos, al gran amor de mi vida, que vino a buscarme a la salida del cine por sorpresa y fuimos a cenar, y hablamos y hablamos y hablamos. Y volvimos a quedar y seguimos hablando. Pero no pude porque sabía que, si nos besábamos, empezaríamos de nuevo y ahora no tengo fuerzas para empezar nada, mucho menos una historia tan complicada como aquella, de distancias en todos los sentidos.

Dije: No hemos hablado de Melancholia.
Dijo: Sólo hemos hablado de melancolía. Sigues transmitiendo vida y eres una triunfadora.

Melancholia es una película derrotista que habría dado la razón al chico de la sudadera negra en el caso de que hubiera saltado. El triunfo de la rendición. La melalcoholía es el recuerdo difuso de una alegre borrachera desde el pastoso dolor de cabeza que provoca la resaca. No cometeré ni el error ni la mentira de exclamar: nunca más. Al margen de que es absurdo, ni siquiera es mi intención. Esta noche brindaré como hago cada día con el día cuando me levanto. 

Y como diría la encorsetada Scarlett O'Hara al final de Lo que el viento se llevó cuando deja de llorar: mañana será otro año.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Twiggy no mini skirt de

En esta ciudad, siempre llega un momento en el que el tío se aparta y, mirándote a los ojos, te dice con arrogancia: “Supongo que estás tomando la pastilla, porque como no dices nada”. Entonces le respondes: “No sabes cómo te la juegas, ¿acaso ignoras lo peligrosas que son las mujeres a nuestra edad?”. En realidad, le pellizcarías los genitales con las uñas porque a ti te enseñaron que antes de entrar hay que pedir permiso y, antes de correrte, tienes que avisar. Habrase visto semejante rostro.

Luego lo acojonas un poco. Cuatro palabras para después de un polvo: “¿Te gustan los niños?”.

Él se lo toma como una broma pesada y, mientras, tú le observas con atención. La alopecia amenaza su sesera, no quieres eso para tu hijo. Demasiado pelo en el pecho, su boca es fea. A tu lado yace un monstruo sudoroso y satisfecho al que no conoces de nada y con quien podrías tener una relación genética el resto de tu vida.

Te imaginas levantando a tu hijo por las mañanas, dándole el desayuno, acompañándole al colegio, una copia de este tío que te recordará para siempre aquellos cuatro polvos que echaste un viernes noche porque ibas borracha o caliente o porque, simplemente, te daba la gana. Hay mujeres dispuestas a ello. Mujeres cuyo absurdo reloj biológico se lo reclama al precio del sexo gratis que, a diferencia del deporte, debilita el corazón y te calienta la cabeza.

No sabes cómo, la conversación deriva hacia las estrategias de apareamiento, los concursos de deletrear americanos, los escritores posmodernos, la tontería de los escritores posmodernos, secretos y mentiras de los putos posmodernos, algún exnovio, alguna examante. 

Y de repente (siempre llega ese momento en esta maldita ciudad), salta un nombre. El nombre de una mujer que te odia y dentro de la cual este semental dejó impregnada durante unas horas su semilla. Siempre pasa. Da igual con quién te acuestes, da igual si lo haces la primera noche o después de un cortejo de tres días. Siempre descubres que has intercambiado fluidos con alguna petarda, la hermana de una vieja rival o la novia de tu mejor amigo. Tú te guardas muy mucho de mencionar nombres, igual que en este blog, que voy a tener que empezar a cambiar pseudónimos porque, queridas lectoras, son ustedes muy listas y su capacidad deductiva deja en ridículo a cualquier detective.

De hecho, hace poco más de un año, uno de esos amantes esporádicos que tuvo conmigo (igual que otros) problemas de erección, reconoció que se había liado con alguien que leía este blog. De modo que ya sabéis, chicas, aquél que os dijo: “Nunca me había pasado esto”, mentía. Como mínimo, le pasó conmigo.

Breve inciso sobre los gatillazos. La lección me la dio mi hermano. “Maligno”, le dije, “algunos hombres no empalman conmigo, yo les digo que no pasa nada, pero en realidad me jode un huevo. Les comento de coña: eso es porque no te gusto, y ellos responden, sí, me gustas mucho, nunca me había pasado esto”. Mi hermano el Maligo contestó: “Qué coño. Tendrían que decirte: Perdona, bonita, pero si me gustaras la tendría dura como un palo”.

Repasados viejos amores sin amor, tras calibrar afinidades (qué es mejor, el vino o la cerveza? El vino. Mierda, no tenemos futuro), y soltar algunas anécdotas, empieza el reto con el compañero de cama.

Antiguamente, llegados a este punto, los mandaba a buscar cruasanes y, cuando volvían, no les abría la puerta. Luego maduré y jugaba a lo mismo que ellos. Primera opción: a ver quién ha sido más cabrón. Empieza una retahíla de medallas al más hijoputa, incluyendo la estrategia de mandar a tu comañero de cama a buscar cruasanes y no abrirle la puerta cuando vuelve. Por su parte, qué sé yo, chiquillas desesperadas que les envían mensajes sin parar y son capaces de plantarles en casa a la policía. Es como decirte: nena, no te convengo. Y en tu caso: no te hagas ilusiones, pequeño.

La segunda opción es más sibilina, pero no por ello más femenina. Muchos hombres la llevan a cabo apelando a nuestra sensibilidad. Consiste en decirte: “Estoy muy bien contigo, me gustas mucho, blablablá”, para que exhales un oh, y apuntes su nombre y su teléfono, y los tengas en mente (aunque ellos nunca te llamarán y, si se te ocurre llamar a ti, te pondrán cualquier excusa en el caso muy improbable de que contesten). Vencer es fácil, consiste en pagar con la misma moneda, nada de hacerse la dura. “Oh, sí, tú también me gustas un poco, tendríamos que hacer algo juntos”, a ver si así se asustan y te dejan en paz. De este modo empieza en muchos casos el enamoramiento. En serio.

El otro día recordé un vídeo que alguien colgó en su blog hace unos años. En él aparecía una revisión occidental y actualizada del clip Twiggy Twiggy, de Pizzicato Five. En lugar de un monitor, salía un ordenador portátil; las cámaras eran digitales, todo muy posmo. La chica que cantaba era rubia y yo comenté en aquel antiguo blog: “Joder, qué fuerte! Pero si ese fue nuestro proyecto final de carrera! ¿Cómo ha llegado hasta aquí?”. Como hiciera Haneke en Funny Games, dije que habíamos grabado exactamente el mismo vídeo frame por frame, pero cambiando los actores y el atrezzo. Era mentira, claro. Una estrategia de seducción basada en la misma falsedad en la que se basan las demás.

Pues bien, el otro día quise recuperar aquel vídeo, pero no sé exactamente dónde lo vi y ha pasado un montón de tiempo, así que sólo se me ocurrió una cosa: contactar con los blogueros de antaño con los que, al abrir Cerrado por Melalcoholía, tenía más o menos relación. Una relación virtual de comentarios y quizás un mail de vez en cuando. Una relación de lugares falsos, nombres falsos, de desconocidos que se encuentran, inventan noches, instantes y nada. Ficción.

Me presenté con mi nombre real y me sentí igual que aquellos polvos esporádicos que ya ni siquiera recuerdas y que irrumpen de pronto y te dicen: “Tengo sida, tendrías que hacerte la prueba”. O casi peor, llegan con un bombo y te sueltan: “Hola que tal, esto es tuyo”. Lío embarazoso.

“Hostia, Mel, ¿eres Mel de verdad? Nunca imaginé que Mel fueras tú, cuánto tiempo. ¿Un vídeo? No sé de qué me hablas, lo siento”. La sinceridad asusta.

La misma sensación de haberlo inventado todo, de que esos hombres, en realidad, nunca estuvieron ahí. Ni yo tampoco.

Cuántas veces no me habré sentido así en esta ciudad, en tantas camas distintas de las que lo único que podías hacer era largarte corriendo y sin correrte. Así que tú eres Tal, que trabajó con Cual, que salió con X, le puso los cuernos con Y y Z, y le rompió el corazón a Mengana por culpa de Fulano que fue mi jefe. Era casi incestuoso. Por eso opté por el fucknrunnismo (huir antes incluso del segundo polvo, para que no empiecen las conversaciones posteriores con su consecuente unión de puntos). Y por fin empecé a salir con alguien que no era de aquí y cuyas ex son tan famosas como personalmente desconocidas, con lo cual me ahorro sorpresas. Y sé con quién estoy. Bueno, más o menos. Eso nunca llegamos a saberlo del todo.

Pero tengo que reconocer que a veces echo de menos la familiaridad de aquellas conversaciones sobre la almohada con desconocidos que resultaban no serlo tanto, ese provincianismo esnob, poner a parir a los posmoniños, jugar al quién es quién entre las sábanas. Saber que, si contraemos alguna enfermedad o tenemos descendencia, todo quedará entre nosotros. Aunque no existamos.

Como tal vez tampoco exista aquel vídeo que, de momento, sólo pervive en mi memoria.

jueves, 27 de octubre de 2011

Puta desgraciada


 
La tarde de los cojones ha empezado a las tres. Entonces un chico ha preguntado por mí a través del interfono y ha subido con un ramo de rosas, once rojas y una blanca. En la nota pone: “Casi llegamos al aniversario”. Cabronazo, así no hay quien corte. Regresó ayer a Madrid, tras dos días de conversaciones infinitas, o quizá mejor monólogos que siempre hacía yo. Algunas lágrimas, "no lo entiendo", sin reproches. Por la noche, un mensaje: “Eres la mujer más inteligente, hermosa, rara, independiente, ingobernable, adorable y cascarrabias a la que he amado”. En la tele, Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo. Yo al teléfono: "Conmigo nunca te has puesto taparrabos". Y él: “Antes me he dejado 'impredecible'”.

Once rosas rojas por lo que ha sido, una blanca por lo que casi fue. Ya sabemos qué fue de él, pero no lo que será de nosotros. Las meto en un jarrón y llueve a cántaros, compro un paraguas y voy a trabajar. Salgo del metro y los maravillosos zapatos que traje de San Francisco resbalan sobre la acera, me doy un trompazo como en los cómics; Tintina en Sans, o mejor la capitana Haddock, por todos los rayos y centellas. Me levanto con el cóccix salpicando estrellas y, buf, tengo un mareo. Me apoyo en una pared, unos segundos nada más, sigo caminando. Me apoyo de nuevo, esta vez en el escaparate de una tienda cerrada, un hombre y una mujer se resguardan de la lluvia y me preguntan si estoy bien, los oigo a través del iPod y mil galaxias. Sigo caminando.

De repente, muchas caras. Cuatro, cinco. Me miran desde arriba, me hablan. Estoy en el suelo, me he desmayado. Estoy empapada y el señor que me ha preguntado hace un momento si estaba bien, me arrastra de nuevo hacia el escaparate para protegerme del chaparrón. Una rusa recoge mis cosas, el paraguas, el iPod, va a buscar agua con azúcar. Un joven trajeado dice que estoy lívida, que tengo los labios blancos y acartonados, me preguntan todo el rato si les entiendo. Creo que sí. Bueno, más o menos. ¿No te acuerdas de nada? No. ¿He comido bien? Nunca como bien, pero precisamente hoy he comido pollo. El primer señor llama a una ambulancia. “Es que se te van los ojos”. Es verdad que estoy mareada. Tengo la tonta impresión de que, cuando te mueres, sientes algo parecido a esto. Qué absurdo morirse así. Me bebo el agua con azúcar, tengo el culo mojado. Tengo que llamar a la radio para avisar de que me voy a retrasar.

La ambulancia tarda. La rusa se excusa, tiene que trabajar, es joven, guapa, lleva unas gafas modernas. Le respondo que claro, le doy las gracias. Miro al trajeado y le digo que él también puede irse, que muchas gracias, en serio, estaré bien. Pasan muchos minutos. Él me envía un mensaje desde Madrid. Pésimas noticias: reunión con el productor, la función provoca pérdidas demasiado bestias, se acabó la temporada. Se queda sin trabajo hasta después de Reyes. "Tendré que criar caballos o reparar bicicletas". Le respondo que me he desmayado, se preocupa, "me gustaría estar allí".

Pasan más minutos. Voy recuperándome. Le pido al señor que ha llamado a la ambulancia que les diga que ya está, que no vengan, que con los recortes en Sanidad y todo eso, sólo faltaría que les hiciera perder el tiempo. Le prometo que después de hacer mi sección en la radio, iré a un CAP. También le doy las gracias y la mano. Ánimo.

Voy en taxi los cuatrocientos metros que me separan del edificio de la Maternitat. Cuatrocientos metros en un taxi de Barcelona cuestan cuatro euros con setenta y cinco céntimos. Hago mi sección y voy al CAP que queda justo detrás. La cabeza sigue dándome vueltas, pero estoy mejor. Un poco aturdida.

Mientras un chico muy majo me pide los datos, nombre, número de Seguridad Social, fecha de nacimiento, etcétera, suena el teléfono. Uno de mis jefes. Los free-lance tenemos muchos jefes, cobramos muy mal pero pagamos Autónomos como si fuéramos empresarios. Yo cobro 1.000 euros brutos al mes y 250 se van a los putos Autónomos. Quiero decir, cobraba. Mi jefe dice: “El director, el subdirector y por supuesto yo te queremos, seguimos contando contigo, pero los recortes, ya sabes. Cobrarás la mitad”.

Se me saltan las lágrimas. El chico majo que toma mis datos me mira como si comprendiera y promete que me atenderán enseguida.

Me atienden enseguida. Una doctora muy simpática solicita que me hagan mil millones de pruebas. Una practicante recién llegada de Alicante llamada Elvira o Eugenia me aplasta un brazo, me pincha un dedo, me pone electros en el pecho, me siento ETE, me hace preguntas. Me hace más preguntas. "¿Tienes pareja estable?". Mierda. Nos hacemos medio amigas. Todo bien, la tensión un poco baja, pero por lo visto eso es bueno. La doctora me toca la rabadilla, no parece rota, pregunta si quiero una radiografía, le contesto que no hace falta. Me receta Ibuprofeno por si acaso.

Vuelvo a casa con muchísimo cuidado para no resbalar de camino al autobús. Lloro otro poco, a escondidas, mirando por la ventana. Qué horrible puede ser esta ciudad cuando no te ofrece ya ningún futuro. Cuando el futuro madrileño también ha dejado de existir. Cuando de momento no tienes fuerzas para empezar de nuevo, y menos con el culo jodido y mojado. Se me pasará.

Al llegar, claro, el ascensor no funciona. Subo a pie los cinco pisos con entresuelo y principal, pensando qué puta desgraciada. Riéndome, en realidad, porque poco más puedo hacer, aunque mi cóccix estalle cada vez que pongo un pie en un escalón.

Sobre la mesa del comedor, las doce rosas. Once rojas, una blanca. Y ese maldito concepto: casi llegamos. Casi.

jueves, 20 de octubre de 2011

Notary Club



Tengo un par de amigos muy pijos y bastante divertidos con un síndrome de Peter Pan que ríete tú de mí. Los conocí una noche en la que me secuestraron para llevarme a un infierno llamado Otto Zutz, en el que los chicos llevaban el jersey sobre los hombros y las chicas, tres meses míos de trabajo en ropa. 

En parte, reconozco que me gusta salir con ellos porque nunca jamás permitirían que pagara nada; es lo bueno de los conservadores. Hace mil millones de años, mi amiga La Loca llevó a cabo en el Otto Zutz uno de sus experimentos situacionistas. Le pidió 50 euros a un desconocido, él se los dio, y ella se fue con lo suficiente para pasar el mes. En otra ocasión, esta vez en la calle, reclamó a los peatones que le ayudaran a comprar un erizo y liberarlo así de la jaula de Las Ramblas, “tenemos que salvarlo!”. Luego, con la suma recaudada en la mano, se sintió tan culpable que se lo dio todo a un homeless.

Pero volvamos a mis amigos los pijos. Uno es laboralista; el otro, notario. El laboralista tuvo una novieta de veinte años que, antes de verano, se resistió un poco a salir con nosotros por el Born porque iba demasiado bien vestida para ese barrio (sic). La convencimos y tampoco era para tanto. Pongamos que se llama Bruni.

Pues bien, estaba yo ayer cruzando la calle Pau Claris, de camino a una cena, en mi iPod sonaba una canción de Glasvegas, cuando un chico hizo ademán de atropellarme con su Vespa. No le reconocí enseguida por culpa del casco. Veo que es el laboralista (a quien llamaremos así: Laboralista). Me quito los auriculares y, mediante gestos, le pregunto si piensa pararse para que hablemos un rato. Sube la moto a la acera y me dice que no puedo ir así por la vida, tan despistada, que cualquier día me matan. Le contesto que el semáforo estaba en verde. Son las diez menos veinte, comenta que no son horas de salir del trabajo. Me fijo en su corbata amarilla de calaveras rollo St. Pauli. Dice: “El proletario postindustrial, ya sabes”. Pienso: proletario, vaya huevos.

Apaga la Vespa y pregunta:
–¿Qué sabes de mi amigo?

Su amigo es el notario (a partir de ahora: Notario) y hace un montón que no lo veo.

Yo: Buf, hace un montón que no le veo. Nada. ¿Cómo está?
Laboralista: Mañana lo veré. Hemos quedado.
Yo: Ah, pues entonces dale recuerdos de mi parte.
Laboralista: La verdad es que yo tampoco sé nada de él, la última vez que nos vimos, nos hizo un feo y se largó a las doce y media o así, muy pronto. Dijo que se iba a casa. Y pensé: Melalcohólica.
Yo: ¿Melalcohólica?
Laboralista: Sí, pensé que había quedado contigo.
Yo: Qué va. Sería con otra.
Laboralista: Le gustas muchísimo. Nos envía todo el rato e-mails diciendo que si hemos visto esto o lo otro, cosas que has escrito y eso.
Yo: Pero qué dices, eso era antes. Ahora pasa de mí.
Laboralista: Te enteraste de que fuimos a ver a José Tomás, no?
Yo: Sí, lo de las entradas del señor Balañá.
(acotación: en la corrida del sábado, el Laboralista perdió las entradas para ver a José Tomás el domingo, en la que sería la última corrida de la Monumental. Entonces, agobadísimo, fue a ver qué podía hacer. Justo en ese momento, se encontró al empresario dueño de la plaza –así como de la mayoría de cines y teatros de la ciudad– y éste le acompañó a la taquilla y lo solucionó todo. Le hicieron un duplicado y al día siguiente, aunque había dos personas sentadas en sus sitios, que compraron las entradas en la reventa, cupieron los cuatro).

Laboralista: Fue muy fuerte, me lo encontré justo cuando estaba bajando del coche.
Yo: ¡Venga! Es un poco increíble.
Laboralista: Notario no me cree, ¿verdad?
Yo: No mucho. Pero Abogado sí.
(acotación: Abogado es el nombre que recibe otro amigo suyo que, pese a su apelativo, no es abogado).

Laboralista: Mierda, tendría que haber sacado una foto.
Yo: Sí. También me contaron lo de Bruni y que te pitaron los oídos y les enviaste un mensaje.
(acotación: en un momento dado, Laboralista vio a Bruni al otro extremo de la plaza. Fue hacia allá, y uno de sus amigos los vio besándose aunque se suponía que ya no estaban juntos. Empezaron a reírse de él y, justo en ese momento, Notario recibió un SMS de Laboralista. Decía: “Dejad de rajar, cabrones!”.

Laboralista: ¡Lo sabes todo!
Yo: ¿Y tú cómo supiste que estaban hablando de ti?
Laboralista: Porque yo también lo sé todo. Por ejemplo, sé que después de la corrida, Notario y tú estuvistéis chateando.
Yo: Exageras, nos enviamos un par de mensajes, como mucho. Le pregunté si se había emocionado. Además quería saber cómo le van las clases de golf y si tiene swing.
Laboralista: Toda la noche mandando mensajes.
Yo: Pues estaría escribiéndose con otra.
Laboralista: Noooo, él escondía su BlackBerry, y yo miraba por encima de su hombro, y ponía algo así como Melita o Mimí...
Yo: Mel.
Laboralista: ¡Claro! ¡Cómo no caí! ¡Mel de Melalcohólica!
Yo: Qué cabrón eres.
Laboralista: Mira, te voy a hacer un regalo que me ha hecho un cliente.

Se saca del bolsillo interior de la chaqueta un pequeño bote de LetiBalm Stick.

Laboralista: Es una crema reparadora para los labios y la nariz, para que los tengas bien tersos.
Yo: ¿Es una indirecta? ¿Tan arrugada me ves?
Él: Un poco.
Yo: !!!
Laboralista: Qué va, me encanta tu nariz, me encantan tus labios. Y a Notario más.
Yo: Qué pesado.
Laboralista: Si llego a saber que no se creerían lo del señor Balañá, les digo que me he encontrado a José Tomás directamente!
Yo: Hubiera molado, mucho más peliculero. Pero Abogado te creyó.

Hablamos de su moto, una vieja Vespa muy bonita de color crema. Él creía que yo ya la había visto, yo le contesto que no porque cuando coincidimos en el Born, se fue en el minicoche de Bruni.

Laboralista: Lo nuestro se acabó.
Yo: Eso dijiste la última vez, y luego te pillaron en la plaza de toros.
Laboralista: No, pero ahora estoy saliendo con una chica que creo que te gustará.
Yo: ¿A mí?
Laboralista: Sí, porque es muy creativa.
Yo: Buf, qué mal suena eso de creativa. ¿Qué quieres decir con creativa? No sé si me gustan las creativas.
Laboralista: Entonces, ¿quién te gusta?
Yo: Nadie.
Notario: Devuélveme el reparador de labios.
Yo: Bueno, a ver...
Laboralista: ¿Te gustan los notarios?
Yo: Claro.
Laboralista: Me dijiste que Bruni no te gustaba.
Yo: Nunca dije eso. Nunca se me ocurriría decir algo así.
Laboralista: Bueno, que no le veías futuro a lo nuestro.
Yo: ¡Qué va! ¡Si me pasé la noche insistiendo en que tuviérais hijos!
Laboralista: Jajajaja! Es verdad! ¿Por qué hiciste eso?
Yo: No sé, estaba blanda. De repente le busqué un sentido a la vida.
Laboralista: Siempre te agradeceré una frase que me dijiste aquella noche. La he repetido muchas veces y, joder, en cuanto la digo, las mujeres se abren de piernas ipso facto. Funciona en el 90% de los casos. Te debo la mayoría de polvos que he echado desde entonces.
Yo: ¿Qué frase es?
Laboralista: “Yo sólo quiero devolver lo que me han dado: la vida”.
Yo: ¡Jajajajajajaja! ¿En serio dije eso?
Laboralista: Supereficaz.
Yo: Mierda, un concepto tan trascendental llevado a...
Laboralista: Llevado a la practicidad. ¿Qué sentido tiene tanta trascendencia si no es para follar? Funciona con todas menos con las divorciadas que tienen hijos.
Yo: Claro, porque ya saben el coñazo que comporta ser madre.
Laboralista: Ésas se van corriendo.

En fin, que Laboralista se fue a casa y yo a cenar. Y bueno, reconozco que los pijos tienen su gracia.

martes, 18 de octubre de 2011

Un sueño


Estaba tumbada a su lado, con la cabeza apoyada sobre su pecho, en uno de esos abrazos de oso que solía darnos. Nos hallábamos en aquel espacio desajustado en el que sabíamos lo que iba a pasar al cabo de dos días, pero no lo que ocurriría antes de que se cumpliera ese plazo fatídico. Esto es: el territorio de los sueños. 

Hablábamos creo que de Ellroy. Se giró hacia un calendario de 1971 colgado junto a la cama y dijo: “El día 13 se cumple el aniversario de su muerte. Ochenta años”.

–Ochenta años mola, es una buena edad para morir –le contesté consciente de que él no alcanzaría esa edad. Yo sabía, porque en los sueños esas cosas se saben porque la vigilia va a otro ritmo, que él se moriría al cabo de dos días, a los cuarenta y tres. El siete de octubre. Pero para que esa realidad no se cumpliera (y en el mundo onírico podemos cambiar lo que queramos), añadí: –Claro que nosotros viviremos hasta los ciento veinte.

–No, lo importante es 1971, lo importante es el día 13 –respondió.

Era extraño estar con él en la cama, de aquel modo fraternal, hablando de Ellroy y de la muerte. Descubriendo cosas que no sabía que habían pasado, porque la cronología, la lógica del tiempo, iba en otra dirección. En eso consisten los sueños, sí, y en eso consiste la ficción: en jugar con los datos, en desordenar la información, en mezclarlo todo según unos intereses para otorgarle un sentido. 

Que él se haya muerto no tiene sentido alguno. Que se haya muerto así, tan de repente.

Se levantó. “Me encuentro mal”, dijo. “No”, pensé yo. Así empezó todo. O así acabó. 

–¿Quieres que llame a un médico? ¿Te acompaño a algún sitio?

He intentado aferrarme a ese sueño desesperadamente, porque en el sueño él aún estaba vivo y yo sabía que iba a morirse y él no, y tal vez todavía podríamos salvarle y, en cuanto despertara, nada tendría sentido. Para que la ficción se convierta en realidad, hay que transformarla. Creérsela. Espera, espera.

Me he despertado con el pelo por delante de la cara. Temblando. Ellroy, por qué Ellroy, si ni siquiera ha fallecido. Dice mi amigo el Lobo que los sueños son el lenguaje de... pero para mí aún no está muerto. Como Ellroy. Cómo voy a creerme eso, si no tiene sentido.

La vida, en realidad, es inenarrable. Con la muerte pasa lo mismo.

Eran pasadas las tres y media. He jugueteado con Google, buscando respuestas que sólo inventaría. En 1971, Ellroy fue arrestado por la policía de Los Angeles. Vale. Su madre fue asesinada en 1958, tenía 42 años. 

Su manera de escribir nada tiene que ver con la de él. Mero pasatiempo para no recordar qué era lo que de verdad me había despertado. Intento de recuperar el sueño, ese terreno en el que, aunque sabemos lo que va a pasar, creemos que podemos cambiarlo.

Insomnio. Miedo. La crueldad de morir despierto. La paradoja. La palabra y el concepto "conciliar". Y luego.