miércoles, 25 de agosto de 2010

Happyland (III)

Musée Mécanique

Me regaló una taza que había comprado en Roma. "Como ya no me dejas pasar las noches contigo, quiero que mientras desayunas te acuerdes de mí". Hacía años que no nos veíamos. Esta mañana, me ha enviado un mensaje para saber si la taza funciona: "Ayer lo pasé muy bien. No es verdad que tengas más arrugas". Miente. Pero y qué.

Todo, estos últimos meses, parece mentira. Los lugares, las personas, San Francisco, Nick y Christof, que transmiten una felicidad tan adictiva que a veces temo que sea una droga. Christof conoce todos los parques de atracciones de América. Dice que el mejor es Disneyworld. El segundo es Disneyland. Y el tercero, el Musée Méchanique.

El Musée Mécanique se encuentra en Fisherman's Warf. Fuimos después de visitar a los leones marinos. El Musée Mécanique está lleno de autómatas de feria antigua y da un poco de miedo, fascina. Están los típicos bustos que leen tu futuro, como en la película Big, y también una señora enorme y muy gorda que se ríe a carcajadas detrás de una urna y te hiela la sangre.

Mi amiga La Loca puso un quarter en una máquina que, tras darle un viaje muy Tiempos modernos, chafó la moneda y convirtió la cara de George Washington en la de un payaso contento. 

Todo se activaba con veinticinco centavos: un circo en el que los leones movían la cabeza y saltaban los trapecistas mientras tocaba la banda, una granja en la que una cerda amamantaba a sus cerditos y los patos bebían agua, un fumadero de opio en el que iban apareciendo fantasmas.

Una de las máquinas se llamaba French Execution. Introducías la moneda en la ranura, se corrían unas cortinas rojas de terciopelo, y ahí estaba el pobre reo de rodillas ante la guillotina, que le seccionaba el cuello. Me pregunto cuántos años tendrá aquel trasto. ¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Cuántas veces habrá tenido que soportar aquel muñeco que lo decapiten?

Recuerdo que, una vez, escribí la historia de un hombre que se encontraba a un genio de esos que te concede un deseo. El hombre pidió la inmortalidad y el genio hijodeputa fue y lo enterró vivo. Se lo conté a una amiga chilena y empalideció, horrorizada. "¿Te das cuenta de que tu personaje permanecerá allí metido por los siglos de los siglos si no cambias el final?". Busqué el cuento para cambiarle el final. Nunca lo encontré.

El mejor trasto del Musée Mécanique era End of the Trail. Tras el cristal, se veía una escena del lejano oeste con una caravana destrozada y medio enterrada en la arena del desierto. Cuando introducías la moneda, el viento mecía la lona del carro. Eso era todo. Seguro que es una metáfora absurda, pero así me sentía yo antes de ir a San Francisco.

Después fuimos a casa de Neil, a ver unos capítulos de Pippi Langstrumpf para recordar viejas mañanas de domingo, cuando emitían la serie en La Bola de Cristal.

Christof tiene la teoría de que Pippi representa al Ello: es la expresión inconsciente de las pulsiones y los deseos. Está en conflicto con el Yo (Tommy, que intenta conciliar las exigencias del Superyó con los intereses del Ello) y con el Superyó (la siempre represiva Annika, que juzga y amonesta a los otros dos por culpa de un aplastante complejo de Edipo). No sé qué representa el señor Nilsson.

Pensé que San Francisco era Pippi, Annika era Barcelona. Y yo era Yo. Como me cuesta dejarme llevar, necesitaba construir un museo mecánico en el que los autómatas imitaran a los humanos, necesitaba inventar mi propia vida aunque sea cierta. Algo así como en La rosa púrpura del Cairo, saltar de la película para flipar con la realidad, no sé si me explico; supongo que en eso consiste el ejercicio literario.

Para ello era imprescindible un actor y lo encontré sin convocar un casting. A veces se me cuela algún frikifan en la bandeja de entrada; suele ser buena gente, pero la mayoría no me interesa. Ese actor que apareció de repente sí me interesó, porque es guapo, pelirrojo como Pippi, tiene talento y, como casi todos los hombres que conozco, es experto en culos. Hubiera pensado que su irrupción era providencial si no fuera porque creo en la ficción.

Sé perfectamente lo que busca un tío que te busca por internet. En aquel momento, mi apetito sexual estaba bajo mínimos, así que no me costó mucho escribirle cosas que no tenía intención de hacer y describirme con todo lujo de mentiras.

A cambio, bonus track, le vomité encima, se lo conté todo, borracha como estaba de sentimientos adulterados, alucinada por los efectos de un jet lag que trascendía el viaje, desorientada como siempre y más que nunca. Hacía tanto que no escribía, que tenía la impresión de que todo estaba desordenado. 

Mi querido Pubirrojo aguantó la chapa desde el otro lado del océano igual que aguantan aquellos que, por alguna razón, dejan que les dés la brasa en la barra de un bar. Supongo que esperan protagonizar el epílogo.

(Ayer, el chico que me regaló la taza: “Hablar contigo es como leer una novela con sus digresiones sin esfuerzo. Todavía no sé si eres una perturbada emocional o una racional enfermiza. Saltas de la historia más terroríficamente dramática a una reflexión sobre la autorregulación del capitalismo, me pones un ejemplo basado en la economía china y encima te interesa lo que te cuento del plancton animal mientras bebes mil cervezas y saludas a todo el que entra por esa puerta”. Nota: resulta que en las piscifactorías sólo se crían peces carnívoros, lo que es bastante estúpido y costoso. Es como si, en las granjas, en lugar de alimentar a las vacas, tuvieran que alimentar leones).

En su recuento de los mejores parques de atracciones, Christof se dejó para mí el más importante: la seducción. Sin saberlo, mi querido Pubirrojo había activado el mecanismo que me ponía en marcha.

(Otro amigo: “Eres una amante épica con síndrome de Alejandro Magno, siempre necesitas hacer nuevas conquistas”. Por lo menos no me comparó con Atila).

Amé a mi querido Pubirrojo como amé a un chico al que vi de lejos en Dolores Park y con quien me casaré si vuelvo a encontrármelo algún día; le amé como a un violinista que me sacó a bailar después de un concierto en el Knockout. Y supongo que le amé como a Tecla Negra, montañas rusas, luces de colores, emociones artificiales. La voluntad y la esencia de los parques de atracciones se basan en que la cabeza y el estómago te den vueltas, el corazón un vuelco.

Ya no era The End of the Trail, aquel carromato roto y abandonado en el desierto. Alguien me había resucitado con la sencillez de aplicar la cantidad exacta, el precio equivalente a veinte céntimos. A lo mejor me convirtió en esa gorda desdentada que se ríe a carcajadas y te hiela la sangre. O tal vez sea The French Execution y a partir de ahora me cortarán la cabeza por los siglos de los siglos. Aunque así fuera, ése es el tiempo que le estaría agradecida a mi querido Pubirrojo por salvarme.

Un día desapareció. Dejó de escribir. Supongo que debió descubrir en alguna foto mis arrugas y mis chichas. O simplemente se aburrió de mi necesidad de contarlo todo porque la vida es la puta hostia y merece ser contada aunque resulte excesiva. En cualquier caso, la atracción no era mutua. No importa. Al fin y al cabo es un actor. O un activador. Y una vez representado su papel, fundamental en mi función, puede caer el telón tras el aplauso.

Yo vuelvo a estar viva. Vuelvo a moverme. Por eso alzo la taza romana Made in China que ayer me regaló alguien llamado Salvador (¿otra providencia?) y brindo con cerveza por cada una de esas grandes mentiras que son como el cuarto de dólar que pone en marcha la felicidad.

4 comentarios:

zim dijo...

Me encanta tu viaje ... Todos queremos alzar una taza y brindar, hallar la tierra de la felicidad ... o creer las mentiras que nos permitan hacerlo.
Chin-chin.

Pascu dijo...

Hermosos tiempos, los tiempos de lo analógico, aquellos en que la guillotina de Ejecución francesa caía por primera vez.

Alberto Ramos dijo...

Made in China significa Hecha en Porcelana, ¿no?

vaderetrocordero dijo...

La de revelaciones que nos dejan los viajes, eh? Vuelve uno convertido en otro.