domingo, 8 de agosto de 2010

Happyland (I)

Esperábamos el 14 delante del San Francisco Chronicle, donde nunca vimos a nadie trabajando. O bueno, sí, una tarde sobre las seis, a la señora de la limpieza. Nos acostumbramos a coger el 30 en Columbus. Vivíamos en una de las paralelas a Lombard, famosa porque en sus curvas cerradas se han rodado las persecuciones que salen en unas cuantas películas de acción. Tener la casa allí debe ser una putada porque no paran de pasar coches (lentamente y no como en el cine) desde donde los turistas sacan instantáneas de Alcatraz.

Mi amiga La Loca había intercambiado su piso del Eixample por ese pequeño y cuco apartamento de Russian Hills. Un simple vistazo a las fotos que hay en las paredes te da a entender cómo es la propietaria: en todas aparece rodeada de amigas (siempre chicas, ni un puto tío) con la misma cara de bagel, sonrisa estirada, dientes perfectos y pómulos brillantes como si fueran de plástico o mantequilla.

Kimberly es rubia y tiene las piernas largas, el corazón probablemente blindado y la cabeza en cualquier parte (ha viajado sola por medio mundo, y en la arena de la orilla escribe su nombre y la fecha antes de inmortalizarlos). En su panel de los deseos hay recortes de una casa de campo, vida sana y un montón de artículos sobre mujeres free-lance que se han hecho a sí mismas. En sus tazas pone “Creativi-Tea” y su libro de cabecera se titula Happy For No Reason. Nuestra amiga Kim era una presencia constante en su propia casa que nosotras adoptamos, convertida en polvo en los alféizares y las persianas. Esa tía jamás ha limpiado las ventanas.

Llegué tras veinte horas de viaje, cuarenta y ocho sin dormir. Y desde que puse un pie en el aeropuerto enmoquetado, entendí que me había curado. Había llegado (y aún no lo sabía) a Happyland donde, aunque sea mentira, parece que la tristeza no exista.

San Francisco es la tierra de los deseos, basta con que los pronuncies en voz alta o ni siquiera. Basta con que tengas ganas de hacer algo para que alguien quiera hacerlo contigo. Y antes incluso de plantearte cualquiera de esas trabas a las que estamos acostumbrados (pereza, cambio de planes, quiebra, un catarro), ya te encuentras donde soñaste: cantando a los Bee Gees en una playa del Pacífico a las tantas de la madrugada, ataviada con un poncho y mil mantas junto a una hoguera en un bidón y la espalda empapada, o tocando un acordeón en un supermercado abierto las veinticuatro horas mientras Christof te cuenta que, en el parking, quedan los restos de un viejo tipi indio al que cabría rendirle homenaje.

Pillábamos el bus 30 en Columbus, que pasaba por Chinatown, bajábamos en Powell y de ahí íbamos a buscar el 14 hasta Mission, de donde prácticamente no nos movimos. Mi amiga La Loca me hacía dormir en el suelo de la cocina porque tiene serios problemas de insomnio y es incapaz de pegar ojo si hay alguien más en la misma habitación (de ahí que sus amantes esporádicos tengan que pasar la noche en el balcón).

Un lunes, en un concierto, conocimos a Matt el Moreno y Matt el Rubio.

Como su propio nombre indica, Matt el Rubio es un ángel, un guitarrista psicodélico cuyo padre inventó el sistema para cerrar los botes de aspirinas. Mi amiga La Loca se enamoró nada más verle y, cuando él reapareció tras haber pasado un rato fuera, ella le dijo: “había imaginado que, al cruzar esa puerta, vendrías y me besarías apasionadamente”. Happy Land. Él volvió a salir y entró de nuevo en el bar. La besó. Sin tanta pasión como podríamos esperar, todo hay que decirlo.

Matt el Moreno pululaba por ahí y nos invitó a visitar su biblioteca. Vive en una de las casas más delirantes del mundo, llena de guitarras, teclados y otros instrumentos extraños, un ukelele, una divertibola y libros sobre brujas, magos, y efectos paranormales. En castellano tiene un tomo de la Gran Enciclopedia Larousse, dice que para ir aprendiendo palabras. Quiere montar una iglesia punk, porque en San Francisco hay muchas iglesias abandonadas, y no le parece bien que los católicos tengan más derechos que los demás a hacer música.

Como no tenía ganas de presenciar el amor de mi amiga La Loca y Matt el Rubio desde el suelo de la cocina, pasé la noche en el sofá de Matt el Moreno. Me dormí con el gorgoteo de su cachimba. Por la mañana fuimos los cuatro a desayunar a un bar en cuya puerta ponía: “Estamos haciendo fotos para la revista Casa y Jardín, rogamos disculpen las molestias”, y dentro una chica con tirabuzones posaba junto a un pastel de manzana.

Mi amiga La Loca perdió la aspirina en la ranura que había entre dos mesas y todos los comensales la ayudaron a buscarla. La comida en San Francisco está buenísima.

Volvimos a casa de Matt el Moreno para tocar un poco. Mi amiga La Loca daba botes sentada en la divertibola, grande como un puf. No recuerdo qué le hizo tanta ilusión. La cuestión es que se puso a botar con tanta alegría que la bola se desplazó y ella se cayó de culo desde una altura de medio metro y casi se rompe la rabadilla. Eso podría habernos dado una pista de que tal vez Matt el Moreno procediera del lado oscuro.

3 comentarios:

Alberto Ramos dijo...

Lo del tomo de la Larousse me ha recordado un gag de 'Friends', protagonizado por Matt LeBlanc (el Blanco).

Ramón Besonías dijo...

Hola. Enhorabuena por tu espacio. Muy estimulante. Yo también brindo por ello.

Si te queda tiempo, el mío:
http://lamiradaperpleja.blogspot.com

Nos leemos.
Ramón Besonías

Pascu dijo...

Oye, una pregunta: ¿lo de happy land funciona también para los tíos? Porque a mí si me pides un beso te lo doy sin moverte de la península.