jueves, 3 de septiembre de 2009

En el armario

Me enteré de que estaba en la cárcel por un amigo en común. Lo conocí en primero de carrera y me cuesta creer que sea culpable de los cargos que le imputan.

Estaba con ese amigo cenando en un restaurante junto al mar, el verano se agotaba con el mismo bochorno cansado de estos días, y respondí presa de esa rara excitación que provoca conocer a alguien presuntamente malo, muy malo. Hacía años que no veía a aquel chico. Miento, lo había visto una noche en un bar. Me dijo: "Te escucho por las mañanas en la radio". Y claro, de repente se me ocurrió que ése podía ser el gesto propio de un loco, de un psicópata, alguien que me siguiera por las ondas y hasta donde fuera.

Una teoría absurda, sin duda, pensé mientras me llevaba un trozo de pescado a la boca. Pero es lo jodido de que te etiqueten: la gente tergiversará sus recuerdos para que se adecuen a tu supuesta naturaleza retorcida. A él le gustaban las chicas, se enamoraba con una facilidad infantil. Pero era tan recatado que, cuando una le gustaba, sonreía a lo Pasqual Maragall, hasta que los ojos se reducían a una línea muy fina, ocultos bajo sus pestañas espesas.

También le gustaban el fútbol y el cine, creo, pero de cine no hablábamos mucho. Del Barça tampoco. Era un poco pijo, llevaba fulares y cosas así, y solía tener una amiga favorita, que era de la que sospechabas que estaba enamorado. Pero nunca se atrevía a hacer más que llamarla a menudo por teléfono o pasarle un brazo por los hombros. Lo que hacen muchos gays con sus mejores amigas: confidencias, cotilleos y unas risas. Pero él no era gay.

Algunos dicen que era un poco raro. A mí nunca me lo pareció. Un poco excesivo, tal vez, un poco payaso; aunque respetando el coñazo ése de lo políticamente correcto. Siempre tenía que dar la nota o ser más ingenioso que el resto. Bueno, pensé que retrataba a la perfección lo que, con el tiempo, acabaría describiendo como el "típico barcelonés".

Antes de salir por Barcelona, empecé a hacerlo por Esplugues. De allí era mi mejor amiga, a la que él llamaba "la bruixeta" porque un día ella le contó que de pequeña hacía ouijas a la hora del recreo y que la habían exorcizado a la tierna edad de once años. Primero se enamoró un poco de ella, pero luego debió pensar que llevaba un rollo demasiado duro.

Y la verdad es que La Bruixeta era una chula de cuidado, por eso nos hicimos amigas. Salía con un chulo que quería dar aún más miedo que ella, y que un día abandonó Esplugues con el vaticinio: "Hala, aquí os quedáis, me voy a triunfar a Madrid". Años más tarde ganó un Goya.

La Bruixeta, por su parte, se casó con un futbolista, tuvo un accidente de coche, le pusieron unos clavos en el cuello, tuvo una hija que se quedaba sin aire. Y ahora la niña tiene dos años y medio, pero mide lo mismo que una niña de uno, y no le crece el pelo.

En fin, que mientras La Bruixeta formaba una familia, al chico que le puso el apodo lo metieron en la cárcel. Y entonces los periodistas le pusieron un apodo a él.

Mientras nuestro amigo en común me contaba lo que presuntamente había hecho, sentados en el restaurante junto al mar, sentí miedo. Mucho miedo. Acababa de darme cuenta de que no sabía qué me asustaba más: que aquel chico con el que había descubierto Barcelona fuera culpable. O al contrario, que fuera inocente.

Fue precisamente La Bruixeta quien me lo presentó un día en los ferrocarriles, a la salida de clase. Y él y otros compañeros empezaron a invitarme a salir con ellos los viernes por la noche. Pero la verdad es que no recuerdo ninguno de los bares a los que íbamos los dos primeros años de carrera. Sí recuerdo que en una ocasión pasamos a recoger a otra compañera a su casa, y que la tía loca había copiado los apuntes de Teorías de la Comunicación en inmensas cartulinas que después colgó en las paredes, de manera que, mirara donde mirara, siempre podía repasar la lección.

También amortizábamos horas infinitas en el bar de la facultad, cafés, cervezas y conversaciones intranscendentes, y estuvimos en el mismo grupo de Fotografía. Lo sé porque todavía guardo fotos suyas en blanco y negro sobreexpuestas y borrosas y desenfocadas. Luego simplemente fuimos distanciándonos. Él empezó una nueva carrera en otro sitio, y ya.

Al enterarme de que estaba en la cárcel, revisé con cuidado aquellos momentos que nunca me había esforzado en recordar, supongo que buscando alguna pista, algún indicio, cualquier detalle que evidenciara lo que, de todos modos, nunca es evidente. Cuando los vecinos del asesino salen por la tele siempre dicen que "parecía tan normal".

De todos modos, no quise obsesionarme. Las veces que por casualidad me encontraba con otro compañero o compañera de la clase en un bar o en la calle, esperaba que me dijera: "¿te has enterado?", antes de hablar sobre el tema. Pero casi ninguno no lo hacía, seguramente porque no tenían ni idea.

Uno de ellos me contó que le había escrito a la cárcel y que pensaba ir a visitarlo. Estábamos en un bareto ruidoso lleno de humo con la música a toda hostia al que va la gente que quiere echar un polvo con un actor o una actriz de culebrones. Y, al preguntarme lo de "te has enterado?", tuve un escalofrío. Volví a sentir el miedo de la primera vez, cuando no supe determinar si me asusta más saber que aquel tío es un criminal, o comprender que cualquiera de nosotros puede acabar injustamente entre rejas.

También me contó que su madre no había podido soportar el disgusto y murió de un cáncer fulminante.

Hace un rato he encontrado una página en la que sus amigos cuentan cómo le conocieron. Unos lo hicieron jugando a fútbol en el cole, otros en aquel ferrocarril infinito que nos llevaba y devolvía de la universidad.

Uno pone que lo odiaba. Que odiaba sus fulares y ese gesto paternal y colega con el que pasaba un brazo sobre los hombros de sus mejores amigas, y odiaba su histrionismo puntual. Lo odiaba porque sí, porque era el típico que tenía que caer simpático. Hasta que pasó algo.

Ese chico al que no recuerdo relata una noche que también había olvidado. Acabamos unos cuantos, no sé por qué, en casa de un francés que decía ser pianista o de un pianista que decía ser francés. Ignoro qué hacíamos allí con nuestras latas de cerveza, y el tipo ése francés sólo tenía ginebra. El chico que acabó en la cárcel se rió de él con esa elegancia exasperante para quienes pillan la burla; le dijo que él también era artista, que trabajaba con materiales. El pianista no era de los que pillan burlas y creyó haber conocido a un alma gemela.

Como siempre que voy borracha y me pregunto cómo he llegado hasta aquí, decidí largarme. Desaparecí sin más.

Al rato, él me buscó en los armarios de la casa de aquel pianista. En los armarios de la habitación y también en los de la cocina, para ver si me había escondido junto a la fregona. En su relato, el chico al que no recuerdo cuenta que, simplemente por aquel momento, dejó de odiar al que ipso facto se convirtió en su amigo.

Yo sigo preguntándome si los monstruos se ocultan en los armarios.

2 comentarios:

vaderetrocordero dijo...

Perfecto para volver desde un destino de alto riesgo: El verdadero peligro está escondido en el armario de casa.

También vengo notando que sueles experimentar cierta paranoia cuando alguien te reconoce por tu trabajo. Piensa que, con la de gente a la que te expones en los medios, aquellos que te recuerdan no son acosadores. Sólo es gente con buena memoria.

Bueno, la mayoría.

Alberto Ramos dijo...

Es al revés: los armarios se ocultan en el monstruo.