Nos conocimos hace cinco años en una fiesta. Él llevaba una camiseta gastada de Mickey Mouse y me comentó que tenía algún problema con Barcelona, que aquí no se encontraba bien del todo. Que, cuando venía, apenas salía del hotel.
Quedamos para ir a cenar, no sé si al día siguiente o al cabo de un mes. Fuimos a Gracia, nos sentamos en una terraza de Rius i Taulet y tomamos cerveza. Su padre es psicólogo, el mío también, a los dos nos gusta escribir. En aquella ocasión hablamos de los rusos, de Tolstoi, Dostoievski, Nabokov, Chejov, Biely, de la angustia que provoca saber que nunca lo harás tan bien como ellos, de lo improductivo (casi inútil) de nuestra pasión. Para qué.
También hablamos de nuestros hermanos, de las peleas que teníamos de pequeños. Yo todavía recuerdo sorprendiéndome de rodillas sobre el pecho de uno de los dos mientras le golpeaba la cabeza contra el suelo y él ponía los ojos en blanco. No lo maté de milagro. Después de aquello, ya no le pegué nunca más. Lo agredía con la palabra.
Cenamos en un argentino que no era gran cosa y acabamos brindando con whiskies en algún bar que no recuerdo hasta que cerraron. Me dijo que no le gustaba dormir solo. También me contó historias para no dormir.
Nos besamos bajo una farola que se apagó porque las farolas se encienden y se apagan a mi paso.
Entonces yo empezaba a salir con uno de esos Hombres Supuestamente Interesantes con los que Nunca Volveré a Acostarme (modalidad: periodista de sucesos). Y ahora podría decir que el amor recién estrenado me había hecho fiel. Es como cuando estrenas coche, supongo, que intentas no hacerle ni un rasguño. Aunque, qué sé yo, si no tengo ni carné. Podría decir que le quería tanto que ni siquiera se me pasó por la cabeza irme a un hotel con otro y pasar con él una noche de pasión desenfrenada porque, pobre, este forastero tiene un problema con Barcelona y encima no le gusta dormir solo.
Pero no fue por eso por lo que dejé al forastero -tras un último beso, largo, alcohólico, perfecto- a las puertas de su hotel. No fue por eso por lo que volví a casa sola, no fue por amor ni mucho menos. Lo hice porque creía que tal vez mi Hombre Supuestamente Interesante con el que Nunca Volveré a Acostarme (modalidad: periodista de sucesos) tal vez estuviera esperándome, sorpresa. A veces hacía cosas así. Se presentaba de madrugada con una rosa para que le perdonara por despertarme, y luego me tenía en vela mientras roncaba a mi lado. Cuánto le quise, de todos modos.
En fin, que aquella noche volví sola a casa, y en casa no había nadie, y mi amor recién estrenado no vendría a pasar la noche conmigo, y pasé un buen rato enviándome mensajes con el otro, con mi amante frustrado, preguntándome si tendría que regresar a su hotel y acabar lo que habíamos empezado bajo una farola para dejar de sentir que me arrepentiría el resto de mi vida si no hacía lo que tenía tantas ganas de hacer.
Necesité un cigarro. No tenía mechero ni cerillas. Lo encendí en uno de los fogones de la cocina. Los fogones de la cocina que tenía entonces eran eléctricos.
Amaneció. Mi amante frustrado se fue a Madrid. Estuve viviendo con mi Hombre Supuestamente Interesante (modalidad: periodista de sucesos) durante un año y medio. Todo fue bien.
Aquel muchacho aparecía de vez en cuando. Ahora una presentación en Barcelona, ahora otra fiesta, ahora un SMS esporádico para felicitarme por algo. En estos cinco años nos habremos visto cinco veces. Siempre dedicamos un rato a una copa, a una conversación sobre libros, a algún cotilleo que no hace daño a nadie. Pero a la debida distancia. Apenas unas palabras.
Es guapo, lo sabe y se aprovecha de ello. Es de los que, en vez de despedirse con un abrazo, se despide con “un gran beso”. Cree que todas las mujeres están enamoradas de él porque sin duda habrá unas cuantas que lo estén. Su condescendencia me hace gracia. No llega a ser un chulo ni un fantasma, no es soberbio, ni pedante, ni relamido. Simplemente espera que todo el mundo le adore o algo así, y la estrategia es hacerte sentir como que le has afectado de algún modo. Entiendo que las vuelva locas.
Ni siquiera es verdad que no le guste dormir solo, “supongo que te lo dije para ligar contigo”. Pero, en definitiva, es un tío-bueno con conversación y puede que también sea buen tío, qué más se puede pedir. No sólo porque nuestros padres sean psicólogos y nos tomemos la literatura en serio, también porque somos unos seductores natos y nada nos divierte más que gustar, estaba claro que nos llevaríamos bien.
Ni siquiera es verdad que no le guste dormir solo, “supongo que te lo dije para ligar contigo”. Pero, en definitiva, es un tío-bueno con conversación y puede que también sea buen tío, qué más se puede pedir. No sólo porque nuestros padres sean psicólogos y nos tomemos la literatura en serio, también porque somos unos seductores natos y nada nos divierte más que gustar, estaba claro que nos llevaríamos bien.
La penúltima vez que nos vimos -editores y escritores de por medio-, confesé: “Sólo hay una cosa de la que me arrepiento en esta vida, y es de no haberme liado contigo aquella noche que me ofreciste tu hotel”. De eso hace ya más de un año, durante el cual él se ha sentido atraído por una amiga mía y yo he salido con mi Amor Sobre Ruedas, y luego con Tecla Negra y finalmente decidí tomarme un año sabático de hombres.
Hace un par de domingos me llamó. Estaba en Barcelona, ciudad en la que no sabe estar. Fuimos a ver el Atlético de Madrid-Barça en un bar bonito del Born. Hablamos de Alice Munro (según chivatazo sueco, próximo premio Nobel), de Clarice Lispector, Amos Oz, A.S. Byatt, Henry James, Richard Yates, Coetzee y Naipaul.
Hablamos de la vez que cenó con Diego Forlán y se portó como un crío. También de la vez que vio el Atlético de Madrid-Fulham en el único bar húngaro que estaba abierto. Desgraciadamente lleno de ingleses que estuvieron a punto de darle una paliza cuando se le ocurrió pagar una ronda para celebrar la victoria. Tuvo que largarse para no acabar como mi hermano cuando fuimos pequeños, los ojos en blanco y el peso de un cuerpo aplastándole el pecho.
Hablamos de la vez que cenó con Diego Forlán y se portó como un crío. También de la vez que vio el Atlético de Madrid-Fulham en el único bar húngaro que estaba abierto. Desgraciadamente lleno de ingleses que estuvieron a punto de darle una paliza cuando se le ocurrió pagar una ronda para celebrar la victoria. Tuvo que largarse para no acabar como mi hermano cuando fuimos pequeños, los ojos en blanco y el peso de un cuerpo aplastándole el pecho.
Ganó el Barça. Después del partido, continuamos tomando cervezas en otro bar y yo ya me había puesto enferma. Un catarro que dura hasta hoy. Le pedí un paracetamol al camarero.
Mientras me encendía el único cigarro que me atreví a fumar, volvió a besarme. Igual que hace cinco años, bajo aquella farola que se apagó.
Cuando llevábamos un buen rato interrumpiendo nuestra conversación con besos delicados y cerveceros, ya en la calle, abrazados y satisfechos como sólo pueden estarlo los que entienden que, pese a todo, todo vuelve a estar en su sitio, preguntó: “¿Tienes novio o algo así?”. Respondí: “No”.
Él se quedó un rato dubitativo y entendí que me tocaba decirle: “¿Por qué me lo preguntas?”. Respondió: “Yo sí tengo una novieta. Bueno, algo así. Ella no sabe si me quiere”. Yo: “Pues qué tonta. ¿Y tú la quieres a ella?”. Él: “Mucho”. Yo: “De todos modos, no sé por qué tenías que decírmelo. No estoy loca, ¿sabes? No soy una acosadora, ni pensaba acribillarte con llamadas o e-mails, no es mi estilo”.
Me adelanté unos pasos, visiblemente ofendida. Él me agarró del brazo: “Perdona, supongo que puede interpretarse así, lo siento, no te lo decía por eso. Me gustas mucho”. Yo: “Eso ya lo sé, pero no era necesario marcar límites, hay cosas que se sobreentienden”. Él: “Me gustaría que mañana desayunáramos juntos”.
Al día siguiente desayunamos juntos. Hablamos del perdón. Según él, entramos en la edad adulta cuando asimilamos el significado de perdonar y cuando entendemos la necesidad de que nos perdonen.
Le comenté que parecíamos los personajes del guión barato de una película americana. Cinco años después.
Luego fuimos a La Central. Él se compró La trilogía de Depford, de Robertson Davies y me regaló La historia particular de un muchacho, de Edmund White. Yo le regalé Hotel de Dream. Y nos despedimos con un acostumbrado "estamos en contacto".
De repente volví a sentirme muy feliz, como cada día últimamente que, pese a estar enferma, sonrío mientras me sueno la nariz. Supongo que el año que viene volveremos a vernos.
1 comentario:
Hollywood ha hecho mucho daño.
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