miércoles, 16 de diciembre de 2009

La Oficina de las Últimas Oportunidades

Acabo de llegar de la Oficina de Últimas Oportunidades y estaba cerrada. Un conocido me ha saludado desde el bar que hay enfrente y he adivinado en su mano un vale para hacer reportajes de viajes en un suplemento cultural. He fingido no verle y le he odiado por haber llegado a tiempo. Supongo que la envidia es eso: rabiar por lo que consigue otro.

Quería saber cuál es el horario de la oficina, tal vez mañana vuelva a intentarlo, pero me daba vergüenza que aquel conocido descubriera mis intenciones, así que he continuado caminando como si sólo estuviera de paso, las manos hundidas en los bolsillos, los pies helados, bajo este cielo frío y pesado.

"Evidentemente algo estás haciendo mal", me dijo una amiga el otro día. Y otro que también va de free lance: "Pero qué crisis ni qué crisis, si ahora tengo más trabajo que nunca; eso sí, me pagan la mitad, con lo que necesito currar el doble, no puedo cederte nada".

A mi tía la sardinera le cerraron la Oficina de las Últimas Oportunidades para siempre. A veces pasa. Trabajaba en una piscifactoría y su labor era sencilla: trasladar los peces de los sectores más pequeños a otros sectores más grandes para que tuvieran espacio y pudieran reproducirse. La empresa madre creció y trasladó a mi tía a una empresa subcontratada, todo lo contrario que hacía ella con las sardinas.

Como había dedicado toda su vida a los peces, mi tía no se casó nunca porque también dedicó toda su vida a Dios, y Dios dice que sólo puedes follar cuando te casas, pero la realidad dice que si no follas no te casarás jamás. Puede que mi tía sardinera no sea virgen; en todo caso, buscaba una perfección en el hombre o en sí misma que la alejó de los hombres y también de la mujer que podría haber sido. Además apestaba a sardina.

Cuando entró en la empresa subcontratada, sin marido ni hijos ni una familia que mantener, le dijeron: "entenderás que te demos el puesto de fin de semana porque los demás necesitan pasar el sábado y el domingo con los suyos, mientras que a ti tanto te da". Los sábados y domingos están un poco mejor pagados que el resto de los días de la semana, pero no dejan de ser dos contra cinco. De manera que mi tía no sólo estaba sola, también empezó a ser pobre. A su edad.

Empezó a beber. No por nada. Se despertaba a las nueve o así, miraba el techo, esperaba que su reloj marcara las diez, remoloneaba un poco más, total no tenía absolutamente nada que hacer en todo el día, nadie con quién quedar entre semana, nadie a quién llamar en horario laboral, los días se hacían interminables. Finalmente se levantaba de la cama, preparaba café, desayunaba a la hora del aperitivo. A la hora de comer, sólo comía queso.

Siempre ha sido así, cuando trabajaba entre semana en la piscifactoría, las otras sardineras la miraban atónitas, ¿ése es todo tu almuerzo?

Ya no había ojos indiscretos ni preguntas estúpidas, encendía la tele y miraba cualquier cosa. Se servía un vasito de vino, tal vez antes se hubiera tomado una cerveza. El sol, al otro lado de la ventana, seguía demasiado alto. Días infinitos.

Los lunes bajaba al súper, todavía con la energía activa del trabajo de fin de semana. Quizá los lunes por la tarde incluso pasara el trapo y la mopa. Pero hoy es martes, miércoles, jueves y la casa está limpia y ordenada, aquí no hay nada que hacer.

Mi tía la sardinera no siempre fue así. Era sin duda la más guapa de su clase en el instituto y también en la universidad. Estudió filología y dio clases particulares de inglés antes de ponerse a trabajar en la piscifactoría. Lo hizo porque quiso. A lo mejor porque quería multiplicar panes y peces. Y, a cambio, recibió raspas y hostias.

Mi tía viene de buena familia. A su alrededor todas se casaron con ricos, a excepción de sus propias hermanas (entre ellas mi madre) y creo que todavía sueña con que un príncipe azul o verde o amarillo fosforito la arrancará de este puto mundo de mierda.

O tal vez ya no lo haga. Y por eso se amorra a la botella como si besara la boca de alguien, lléname, lléname hasta que pierda el sentido, lléname hasta que pierda el equilibrio, lléname este vientre vacío, lléname hasta la muerte.

Y cae.

Por eso, cuando por fin tiene quince días de vacaciones (ha necesitado más de un año para acumularlos) no se lo dice a nadie. Y se los pasa en casa, como siempre, sin hacer nada. Consciente de que ha desaparecido.

Mi tía se ha vuelto tan invisible que cuando fue a la Oficina de las Últimas Oportunidades no la atendieron. Ni siquiera notaron su presencia. Ella tampoco hizo nada al respecto, no chilló ni montó un escándalo ni pidió el libro de reclamaciones. Simplemente dio media vuelta y se largó discretamente como había llegado.

Por eso tengo tanto miedo. Porque tengo la impresión de que lo llevo en la sangre.

2 comentarios:

Alberto Ramos dijo...

En mi oficina está prohibido el pescado (sardinas incluidas). Además, si queremos comer una mandarina tenemos que salir al balcón, con los que fuman.

Ánimo. Lo de la Oficina de las Últimas Oportunidades no es más que un asunto temporal.

humo dijo...

Por eso yo, cuando he cumplido los 65, he pedido lo que en lenguaje burocrático se denomina "prolongación de la vida activa" y en castizo "reenganche": me da miedo tanto tiempo libre con una mierda de pensión.