sábado, 17 de enero de 2009

Hombres supuestamente interesantes con los que nunca volveré a acostarme

El catequista. La primera vez que nos vimos, él llevaba un gorro azul y una bufanda a juego. Yo tenía 14 años y me había apuntado a confirmación por una amiga del Instituto que se había enamorado de otro catequista. Aquella tarde de marzo tendría que hacer de escopetón. Estaba de mal humor, porque el día anterior había tocado la primera polla de mi vida, y su propietario hijodemalamadre tenía nombre de profeta. Se llamaba Moisés, y ya podría haberse ahogado en su puta cesta, maldito cabrón.

Llegaron los dos catequistas juntos, en aquella Vespa que conducía él, y me cayó bien desde el primer momento. Le gustaba la cerveza, a mí todavía no. Fui a Lórien por primera vez. Escribimos nuestros nombres en una mesa que ya no existe, y él, además, lo hizo sobre mi mano.

Según la inscripción de aquel rotulador, su tinta era indeleble. Pero al llegar a casa, me lavé las manos antes de cenar, y mi nombre desapareció.

Volvimos a vernos al cabo de unos meses. Entonces las fechas aún eran importantes, y recuerdo que un 23 de octubre me preguntó: "¿Sabes dónde se encuentran los diamantes? En las minas de carbón. Y un hombre se pasa la vida trabajando, y encuentra carbón y más carbón; uno de mejor calidad, otro peor. Hasta que un día encuentra un diamante. Entonces no sabe qué hacer: si sacarlo de la mina para que lo pulan o quedarse mirándolo, así, en bruto".

Yo lo vendería y me haría rica, creo que le respondí.

El 23 de octubre salía impreso en los billetes de mil pesetas.

Nos besamos el 17 de noviembre, en unas convivencias. El cura nos pilló. Si hubiera llegado unos minutos antes, nos hubiera encontrado en el mismo banco, sentados en silencio, yo mirando las estrellas, él mirando al suelo, en plan místico. Pero el cura llegó cuando ya estaba a horcajadas sobre mi catequista, en sacra comunión.

Un día antes de que él cumpliera 20 años, le vendé los ojos y me lo llevé de paseo por Palma. No supo dónde estaba hasta que oyó el mar.

Solíamos quedarnos dormidos en el mirador de la catedral, después de pasar horas abrazados sin decirnos nada. También solíamos cortar. Mis manos eran demasiado pequeñas para sostener aquel pedazo de sentimiento que se me caía todo el rato.

Él siempre amezaba con irse y dejarnos a todos aburridos y narcotizados en aquella puta isla de la calma. Pero al final me fui yo, y él se quedó, y está casado y tiene un hijo.

Mi primera borrachera guarra también fue con él, y eso que siempre he tenido aguante. Nos vimos en una fiesta, después de un viaje que hice a Bélgica. Entonces no nos hablábamos, y me puse a contarle mi vida a un perro. Una gorda que quiso que la acompañara al baño se cayó encima de las verjas de un gallinero, me arrastró con ella, y las gallinas se cagaron en nosotras.

"Embórrachame", le dije a mi catequista. El catequista era barman en los ratos libres. También tocaba el bajo en un grupo. Me preparó una nicolaska. La nicolaska consiste en: un gajo de limón+café molido+azúcar. Te metes eso en la boca y está tan asqueroso que te bebes el vodka como si fuera agua.

Me bebí dos tubos y medio de vodka a palo seco. Después de las mil pomadas que ya me había tomado. La cerveza continuaba sin gustarme.

Recuerdo la cocina dando vueltas, y un campo recién arado, yo mirando las estrellas multiplicadas por 100.000 (la luna también multiplicada por tres) con el catequista. De vez en cuando me levantaba, le decía: "perdona, ahora vuelvo", vomitaba, y efectivamente volvía. O devolvía, chiste fácil. Él me acompañaba, me recogía el pelo para que no se ensuciara, y se reía.

También recuerdo aquel fin de año que bailamos juntos You're so beatiful. Luego me llevó en coche a un acantilado, hacía mucho viento y se quitó la chaqueta para ponérmela sobre los hombros. La luna se estampaba contra las rocas y le pregunté si no tenía frío. Me dijo que el frío le hacía sentir vivo y desapareció.

Se fue. Vi el nacer de un día, de un año, de todo, en aquel acantilado, sola, con su chaqueta sobre los hombros. Y pensé que si me sentía tan viva como él, sería capaz de saltar. Por eso esperé con su chaqueta sobre los hombros. Volvió y me llevó a casa en silencio.

Sé que no sabe que aún recuerdo aquellos cuatro años que pasé junto a él sin estarlo. Nos escribíamos a menudo. Sus cartas llegaban en sobres negros, y no hay letra a mano más bonita que la suya.

Ocurrieron cosas feas, claro. Todo acabó poco antes de que yo cruzara el charco. Harto de mis miedos de niñata, se fue con una mujer mayor que él. Su mujer.

Reaparecimos una noche de Reyes, y ahora que las fechas han dejado de ser importantes, no sabría decir si de hace 13 o 14 años. Yo representaba el anuncio de Buckler en la barra d'Es Carreró: una mini muy corta y sortear las copas a cuatro patas mientras la gente aplaude. Cuando llegué al final de la barra, él me estaba esperando. Es Carreró tampoco existe.

Bebimos y nos besamos en todos los bares, en todos los portales de Palma. Pura yo, respetuoso él, jamás habíamos hecho el amor. Aquella noche lo intentamos en las escaleras de la casa de mis padres. En vano. Íbamos demasiado borrachos.

Para nosotros siempre fue demasiado.

Al día siguiente, pinché una rueda de aquel coche que me había llevado al acantilado y a otros lugares donde el catequista y yo nos besamos tantas veces. Luego esperé a que él fuera a ensayar, para ver cómo se cabreaba al descubrir que tenía una rueda jodida.

Pasó mucho tiempo hasta que volvimos a vernos y han pasado muchos años desde entonces. El otro día fui a la peluquería de un amigo en común, y al verme se le pusieron los pelos de punta. "Acaba de irse", me dijo.

Si nos cruzamos, no nos reconocimos. Pero el cura, en aquellas convivencias, nos pilló por unos minutos. En aquel lapso de tiempo, el cielo y el suelo hubieran sido la excusa perfecta para justificar lo carnal.

O lo que es lo mismo: aunque con él toqué el cielo, el catequista me hacía mantener los pies en el suelo. Supongo que porque tuvo la mala suerte de que nos conociéramos justamente un día después de mi primera experiencia carnal.

4 comentarios:

Diamante dijo...

En su puta cesta jajajajjajajaja

Debería llegar una etapa en la vida en la que dejas de tener el nombre que te dieron y ponerte uno tu mismo, jejej.

Que marronazo con el cura, siempre tienen que aparecer en el momento justo, es como si tubieran un enchufe privilegiado.

Dios mio.

Carnalizar las cosas, o idealizarlas.

Chafan dijo...

Lo mejor de la vida son casualidades. Lástima que la vida no está llena de ellas.

vaderetrocordero dijo...

Ya tengo la impresión de conocer a este tío de tanto que he leído sobre él.
¿Quién es el siguiente?

Chexpirit dijo...

Más más más... y si no los hay ¡invéntatelos!