martes, 13 de enero de 2009

Bon voyage

Ocurrió en el aeropuerto. Los aeropuertos son lugares en los que suceden menos cosas de lo que aparentan. En cambio, una maleta abandonada en una estación provoca muchas más sospechas, más temores, más anécdotas.

Es como si una historia pudiera empezar en una estación, pero nunca en un aeropuerto. Hay algo aséptico en ellos, algo parecido a lo que hay en los hospitales: son transitorios. Unas escaleras mecánicas te llevan justo adonde debes llegar, sin que puedas perderte por el camino, sin que puedas volver atrás. Estás en una cinta transportadora, en una puerta de embarque, en un quirófano. Y luego, llegas o no llegas. Pero eso ya no depende de ti.

Recuerdo a Julio en aquel bar: "¿No notas nada extraño?". Yo me meaba en el autocar, no podía más. En cuanto el coche se detuvo, bajé dando trompicones, me arrastré a cualquier parte, a cualquier cuarto de baño. No podía correr, de lo mucho que me dolía la vejiga. Al salir, 10 minutos después de orinar sin sentarme, apuntando al water, Julio me esperaba en la barra con una cerveza. "No notas nada extraño?", preguntó. Con la urgencia, me había metido en un hospital y aquélla era una cerveza sin alcohol.

Las estaciones, en cambio, llevan su significado escrito en el nombre: una parada. Te detienes un momento. Te detienes y observas. Tal vez pierdas el tren, tal vez te pierdas en un tren que no esperabas. Un tren es una transición. En francés, el presente continuo se construye con la fórmula "en train de". "Je suis en train d'écrire une bêtise".

Aquello que estás haciendo va en tren. Pero ni siquiera cuando vuelas imaginas que lo haces en avión.

Los aeropuertos son lugares que no existen por sí solos. Los aeropuertos son esperas como lo son las salas de espera de los hospitales: allí sólo puedes recibir malas noticias. Un retraso, una complicación. Una cerveza sin alcohol. Si todo va bien, simplemente te aburres bajo la luz de los fluorescentes.

Por eso me sorprendió verle allí. Es decir; verle no me sorprendió. Mi oculista y yo no nos entendemos: yo no veo bien de lejos, pero él insiste en que no veo de cerca. Me hace mil pruebas, y la conclusión siempre es la misma: tengo hipermetropía y vista cansada, punto: no veo de cerca. Me receta gafas que me pongo para sentarme ante el ordenador.

No estoy de acuerdo con mi oculista, yo estoy segura de que no veo de lejos. Por eso, siempre miro al suelo. Miro las botas de las señoras, los cordones de los zapatos de los señores, los dobladillos descosidos y esos bajos de las perneras que se ensuciaron con el barro de un charco. No agacho la cabeza, simplemente miro a los pies, los demás me ven los párpados. Lo hago para que nadie crea que lo he reconocido y que no le saludo porque soy una borde hijadeputa maleducada, que no lo soy. O no creo serlo.

En el aeropuerto, el otro día, miraba hacia arriba. Pero no al cielo. Miraba hacia los paneles que me indicarían cuál sería mi puerta de embarque. Entonces, en un momento que parpadeé, supongo, o cuando bajé un poco la vista para no tropezar, cuando no miraba hacia arriba, sino hacia delante, sus ojos y los míos se cruzaron.

Fue un segundo, nada más, pero nuestros ojos se reconocieron enseguida. Sonreí, como siempre que tengo la suerte de reconocer a alguien. Creo que él también sonrió, pero no sé si para responder a mi sonrisa.

Seguí mi camino, que me llevaba hacia él. Y continué sonriendo en su dirección. Él continuó en la cola de facturación de un vuelo que no era el mío, junto a una maleta enorme envuelta en plástico de embalar.

Entonces, cuando apenas estaba a tres pasos de donde se encontraba él, descubrí que él no era él. Es decir, que me había confundido de persona.

Se parecía mucho a alguien que me extrañaba que estuviera en el aeropuerto de Barcelona, pero que, evidentemente, no era aquel a quien creía haber visto.

En estos casos, suelo mantener la sonrisa y mirar justo detrás de la persona a la que he confundido; así la persona en cuestión cree que, en realidad, estoy sonriendo a la persona que tiene detrás. Detrás nunca hay nadie. La persona a la que he confundido se confunde; por lo tanto, sí, la confundo. No sé si me explico.

Hice lo acostumbrado, miré justo detrás de aquel chico. Pero percibí que él seguía sonriéndome. Continuaba de pie, muy quieto, junto a su maletón, como esperándome. Tal vez sí que nos conociéramos, después de todo. Volví a mirarle, y él hizo un gesto para agarrarme el brazo.

"Perdona", me dijo, "pero te pareces muchísimo a alguien que conozco".

Puse los ojos como platos, y mi sonrisa se convirtió en una risita queda:

"Vaya. Pues tú también te pareces mucho a un amigo mío. De hecho, te he confundido con él".

Estábamos en el aeropuerto del Prat; él se iba a Buenos Aires y yo, como siempre, a Mallorca.

"Ella se llama Bonnie, es francesa, pero vive en Chile. Se casó con un escritor, tienen un hijo, pero su matrimonio mutó. Ahora él tiene novias y ella novios, y a veces los comparten. Le encanta jugar al mentiroso", me dijo. "Y créeme que gana siempre".

"Pues él se llama Pau, que significa paz. Pero me temo que en realidad debe dar guerra. Es periodista y trabajó como camionero. También fue librero en Dublín. Le gustan los caramelos de naranja y desde que está en el paro no sé dónde para", contesté.

El desconocido y yo nos miramos un buen rato, él con su maleta enorme a punto de facturar, yo con mi mochila de día y medio.

"No me llamo Pau", me dijo.
"Ni yo Bonnie", respondí.

Sonreímos. Y nos deseamos buen viaje.

4 comentarios:

Alberto Ramos dijo...

Yo tampoco me llamo Javier.

Buenos vuelos.

Diamante dijo...

Desde luego, hay despedidas que son alentadoras

Mangamoncio dijo...

Lo bueno es que tu amigo se hubiera llamado Clyde...

tequila dijo...

buenas:
no me gustan los aeropuertos y creo que tus apreciaciones son muy acertadas, quizá sea que compartimos problemas de vista o que nuestros oculistas estudieron en la misma universidad...
Me hizo gracia eso de mirar por detrás del otro para disimular... esa la intento la próxima vez.

Me gustó mucho :)
besos