(Este post ha sido modificado)
Los primeros fingían conocerme. Por una amiga en común, o por un breve encuentro del que ya me habría olvidado. Yo consultaba una de mis múltiples bandejas de entrada, ésas que se acumulan como en un bar de aeropuerto o en un McDonald's, una vez que ya has tirado los restos en una enorme bolsa negra. Viejos correos electrónicos a los que sólo accedes de vez en cuando, por si alguien todavía los trata como si no hubieran muerto.
No acabé de creerme que aquel tipo de Chicago, con quien apenas intercambié unas palabras durante 20 minutos una noche de enero, todavía se acordara de mí, del nombre del bar y de lo que hablamos, cuatro meses después, cuando me envió aquel e-mail. Pero le contesté.
Luego llegó la carta interminable de un chico majo que había leído mi novela por recomendación de alguien a quien ambos conocemos. Después fue la de aquel poeta, que me puso un montón de pegas por si se me ocurría volver a escribir. Fui amable, y respondí a ambos. Eran unos desconocidos, pero eran educados. Y a mí me hacía ilusión, claro, que me hubieran leído. También que tuvieran algo que decir.
Vivimos en la era del egolog, donde uno cuenta y los demás comentan. Hasta cierto punto tiene lógica que contactes con alguien que, por unas razones u otras, te ha interesado. Una persona agradecida -y últimamente me siento más afortunada que nunca- lo acepta sin más, con alegría.
Hasta que llegó el psicópata del manuscrito y, más tarde, el de la isla.
El de la isla parecía asimismo inofensivo. Bueno, en realidad, todos los son, supongo, si no traspasan la frontera de lo escrito. Es curioso lo mucho que duele algo que puedes leer cuando, en realidad, sólo lo físico es letal.
El de la isla traspasó esa frontera, y lo hizo a nado. Empezó a decirme que me había visto en noséquébar, o en noséquécalle, delante de noséqué librería, hace más de un año. Y me lo creí., porque me parecía recordar que estuve allí, hasta tal punto era minucioso en la descripción de los detalles. También dijo que conocía a mi madre, y a unos amigos con los que yo iba de joven. Pero ni mi madre ni mis amigos saben quién es.
Sin llegar a acojonarme, ahí es donde empecé a pensar que todo esto es un poco raro.
Han seguido llegando e-mails de desconocidos (siempre hombres) que hablan de temas agradables y de momentos compartidos en la distancia. No me molestan en absoluto, al contrario, me halagan. Y la verdad es que me alegro.
El domingo por la noche, en un piso enorme de Chueca, mientras los demás miraban un capítulo de House, se me ocurrió consultar el correo electrónico. Había pasado el fin de semana con mi amiga La Loca, y nos preparábamos para volver a Barcelona. En una de mis bandejas, uno de tantos desconocidos se refería a mí en tercera persona. No entendí por qué. En otra, otro desconocido preguntaba sencillamente: "¿Estuviste ayer en Madrid?".
¿Por qué le di cuerda? ¿Y quién se hubiera resistido? Saber que alguien te ha visto y que tú no podrías haberlo visto a él porque ni siquiera conocías su existencia es tan incómodo como emocionante. Pregunté. Respondió con el barrio, y la calle y la suposición exactos. Dice La Loca que siempre digo "inquietante", por eso no lo diré ahora. Pero tuve que tragar saliva.
Comprobado el éxito de programas como Gran Hermano, en el que el único mérito consiste en ser famoso, deduzco que hemos pasado de estar siempre buscando algo (el amor, o el dinero, o un futuro que nos plazca, o una continuidad dentro del bienestar -esto es: estabilidad), hemos pasado de estar siempre buscando algo, insisto, a querer ser el objeto buscado. A convertirnos en finalidad, en musa, en deseo.
Pregunté al madrileño: "¿Nos conocemos?". Su respuesta: "Nos conoceremos bien. Vamos a casarnos".
Estaba en una casa ajena viendo por el rabillo del ojo un capítulo de House, no podía expresar mi miedo, no podía echarme a temblar. Cerré el portátil de golpe, como si de este modo el psicópata madrileño se quedara para siempre allí dentro, como aquellos genios que están en las lámparas y únicamente salen cuando las frotas.
Pero, ¿quién me asegura que el madrileño desconocido es un genio? ¿Cómo saber si es rico, postcínico, guapo y está bueno? Evidentemente, sólo hay una manera de saberlo. Y esos putos desconocidos saben hasta qué punto debilita la curiosidad a personas como yo, hasta qué punto esa misma curiosidad abre las puertas de mi mundo perfecto a la incógnita que representan ellos.
Han introducido tu nombre en Google, han buscado tu e-mail. Te han dedicado un tiempo y un esfuerzo, y ahora exigen que se lo devuelvas.
No todos con la misma pasión, claro; la mayoría de psicópatas no lo son. Pero algunos insisten, y se cabrean si no contestas enseguida. "Supongo que no recibiste mi último e-mail", ponen. Y en el siguiente: "Como sigues sin decir nada, intuyo que tienes un problema con el servidor". Y media hora más tarde: "Eres una maleducada, podrías haber dado por lo menos un OK, que no te cuesta nada". Y transcurridos otros diez minutos: "Tal vez es que estás de viaje; en tal caso, no hagas caso de la carta anterior". Y cinco minutos después: "Si estás de viaje, cuéntamelo todo, me gustan los detalles, quiero saber qué comes, a qué lugares has ido, si has conocido a alguien". Y otra hora más adelante: "¿Mel? ¿Estás bien?". Y luego: ""Di algo o creeré que te has muerto". Y después: "Respóndeme, no hagas que me sienta como un loco paranóico".
Bueno, la cuestión es que no sé si el madrileño que asegura que vamos a casarnos es así. Y no lo sé porque regresé a Barcelona, trabajé durante todo el día, ayer también, y sigo sin atreverme a abrir mi correo electrónico. La verdad es que no sé qué me da más miedo. Que el madrileño sea un loco pillado que me haya saturado la bandeja de entrada, como aquellos preadolescentes que la cargan de coca-colas super-mega-size y BigMacs de siete pisos, o... o que no haya escrito nada más.
Supongo que entonces me vencerá esa curiosidad que tanto me debilita, y le escribiré yo a él hasta averiguar si reúne las condiciones indispensables para ser, efectivamente, un buen marido (en caso de que eso exista, claro).
En situaciones como ésta me pregunto quién está más loco, si el observador o el observado. Si aquél que se ha dirigido a ti porque cree que sabe quién eres, o tú misma, que también te diriges a él sin tener ni puta idea de quién es.