sábado, 3 de mayo de 2008

Leyendo a Urbano

Entran más personas al metro de las que salen. Creo que esto lo escribieron Cortázar y Vila-Matas. No sé si porque se sentaron un día a la salida del metro y empezaron a contar, o porque se inventaron el cuento a partir de las estadísticas de los demás.

En cualquier caso, el otro día entendí por qué ocurre eso; por qué entran más personas de las que salen. Y es que, en el metro, te vuelves invisible.

Me di cuenta cuando entró ese señor cojo que vendía mecheros. El tipo decía que es triste pedir, pero que más triste es robar. Y luego se acercaba a la gente y explicaba que venía de un país del este, donde tenía cuatrocientosdós hijos, y que no podía alimentarlos porque su mujer se había muerto después de que la violaran los gobernantes de su país, y que dedicaría el dinero del mechero (sólo un euro cada uno, un solo euro) a comprar leche.

Pues bien, el cojo de los mecheros recitaba esas cosas tan tristes. Y, es muy fuerte, pero de repente fui consciente de que la única que lo veía era yo. El tipo iba hacia una mujer que estaba agarrada a la barra del vagón, mirando al frente, le restregaba los mecheros por las narices, y la señora, nada, ni siquiera pestañeaba. Luego el tipo se acercaba a un estudiante que repasaba sus apuntes de física cuántica, y el tío se quedaba ahí sin inmutarse, con sus gafitas de estudiante de física cuántica.

El cojo, además de tener cuatrocientosdós hijos, y de haberse quedado sin mujer, se había vuelto invisibe.

La pregunta que cabía hacerse era: ¿Por qué yo sí podía verlo?

Lógico: porque yo también era invisible.

Lo capté cuando los sensores de la barrera para salir de la estación no me captaron.

Son unas barreras muy putas que ponen para que la gente no se cuele en el metro, y dan un poco la sensación de película futurista, de ésas en las que aparece Tom Cruise, y hay cámaras que leen tu identidad en los ojos. O tu futuro inmediato, o qué sé yo.

En mi caso sería complicado. Uno de mis secretos mejor guardados es que estuve apuntada a un gimnasio, para estar buena y esas gilipolleces tan insanas. En el gimnasio se creían muy modernos, y para entrar tenías que poner tu mano en un sensor que leía tus huellas y determinaba si eras quien decías ser.

Grabé mis huellas digitales en ese aparato unas siete veces, y no hubo manera. El puto sensor ése del gimnasio no me reconoció nunca. Una de las recepcionistas llegó a preguntarme si tenía una mano ortopédica, de quita y pon. Le contesté que soy como el bicho de Mimic, que se convierte en polilla gigante cuando le da la gana, y le advertí que fuera con cuidado, porque estaba dispuesta a colarme en su armario y comerme toda su ropa. La recepcionista respondió que compraría naftalina. Yo le dije que si mi mano era de quita y pon, su cerebro era de Pin y Pon. Y, bueno, nunca más pude ir a ese gimnasio; alegaron que había suplantado la identidad de una tía buena.

El caso de mi amigo Juan es todavía peor. Mi amigo Juan fue a renovarse el DNI, y le pasó algo parecido a lo mío con el sensor del gimnasio, pero en plan bestia. Él no tenía huellas digitales.

"¿Has estado en la cárcel?", le preguntó la chica que hacía los DNI. Mi amigo Juan, que yo sepa, no ha estado nunca en la cárcel, y se inquietó. La chica que hacía los DNI le contó que algunos presos peligrosos, cuando se escapan, se borran las huellas digitales cortándose la yema de los dedos.

"Mi novia es muy cortante", respondió Juan. "¿Podría ser que, de tanto acariciarla, me haya quedado sin identidad?".

La chica que hacía los DNI puso cara de experta y musitó: "Lo único que ha conseguido esa zorra es que no puedas volver a dejar huella. Te ha reseteado, lo siento".

Y entonces qué.

"Entonces, qué", me pregunté yo también el otro día ante la barrera que debía dejarme salir de la estación del metro. A mi alrededor, todo el mundo conseguía alcanzar el mundo exterior sin problemas.

Lo intenté por otra puerta de acceso, sin éxito. Las barreras se desplazaban a ambos lados cuando quien intentaba traspasarlas era otra persona. En mi caso eran más infranqueables que las esfinges de La historia interminable, libro que leí antes de conocer el significado de "esfinge".

Recordé al hombre que vendía mecheros y se había vuelto invisible en el vagón. Recordé a Cortázar y a Vila-Matas. Recordé que, en algún sitio, ambos habían escrito que entran al metro más personas de las que salen.

Tuve miedo.

Miedo de convertirme en una leyenda urbana.

Si te conviertes en una leyenda urbana, todo el mundo duda de tu existencia. Y eso no mola nada.

Un crítico musical, bajito y con pinta freaky, pasó por delante de mí justo en ese preciso momento; aproveché y me pegué a su espalda. Durante unas décimas de segundo, fuimos uno. Conseguí salir de la estación. Habíamos entrado siendo dos.

Tal vez ahí radique el misterio.

13 comentarios:

tequila dijo...

muy buena explicación, jeje...

lo de ser invisible o no terminar de ser, puede ser muy interesante en ciertas ocasiones.
un saludo

Zittric dijo...

Uf!, después de tu explicación, imagino que acá en Santiago de Chile la mitad de los ciudadanos usuarios del metro se hacen invisibles...pero puta que apretan y empujan dentro del tren!

SALUDITOS

Alberto Ramos dijo...

A mí me sucede lo contrario: me pitan las alarmas del VIP's (que en paz descanse), me pitan las alarmas del Caprabo (que en Eroski descanse)… y eso que no soy especialmente vistoso.

Por cierto, hace un rato he visto a un hombre entrar en el metro (Palau Reial) por las puertecillas de salida. Lo más curioso es que se suponía que yo tenía que bajarme en Zona Universitària.

Don Peperomio dijo...

Deberías de cambiar tus amistades por otras más visibles, es evidente.

Por cierto, que tienes dos perfiles: uno lleno de cosas, y otro vacío, casi invisible, diría.

Chexpirit dijo...

WOW He entrado en tu blog para robarte y creo que me voy a quedar.
Voy a seguir leyendote.

vaderetrocordero dijo...

Te has convertido en una superheroína! La mujer translúcida! Aunque lúcida ya eras, has digievolucionado...

Mangamoncio dijo...

He empezado a leer tu blog gracias a Galahan, y me gusta mucho cómo escribes. ¡Me pasaré por aquí a menudo!

¿Por qué en el Metro todo el mundo tiene cara de estar tremendamente triste o irremediablemente enfadado?

Anónimo dijo...

hacer un viaje en metro es rodearte de mogolln de gente, tanta gente que eres uno más y uno más casi siempre es invisible. yo diría que los invisibles eran el super papá potente de 400 hijos y el chico cuántico. no vistes a nadie más entre la multitud.
en el metro puedes entrar con o sin billete, eso depende de lo visible que seas.
salud-saludos

errante dijo...

me gusta

Benjuí dijo...

Menos mal: no soy la única a la que no le hacen puto caso los sensores.
(No recuerdo dónde decía eso del metro Cortázar).

Cristal Violeta dijo...

En un principio pensé que no nos volvemos invisibles , sino que nos quedamos ciegos, pero tu teoería tiene una lógica aplastante.
Un gustzo leerte.

Diamante dijo...

Me ha gustado mucho

jjcanve dijo...

Ole.

Te sigo.