
sábado, 29 de marzo de 2008
Famosa

lunes, 24 de marzo de 2008
El teorema de Noether
Yo lo intentaba a través de una lógica casera. O sea, por lógica, antes de nuestro propio nacimiento no había nada. Y la nada es infinita. Eso, en mi lógica made by me, significaría el infinito negativo. Después de nuestra muerte tampoco hay nada. Podría ser el infinito en positivo. Claro que, positiva o negativa, la nada no es nada. Y cabe en el todo. Porque el todo, como dice un anuncio de la tele, también es nada, ya que lo es todo.
Si la nada no es nada, tiene que ser otra cosa que no sea nada. Porque entonces diríamos que la nada es nada, y eso no lo decimos. Por otra parte, si el todo también es nada, tenemos un pedazo de silogismo que ahora mismo no viene a cuento.
La cuestión, que me salvé en primero de BUP; en segudo tuve que ir a septiembre. Y un buen día me olvidé de las matemáticas. Creo que por eso mi nómina va menguando, pero tampoco podría jurarlo.
La semana pasada, una conocida me prestó un libro. Lo había escrito un amigo suyo, un guionista que alguna vez lo ha hecho Peor imposible. El libro se titula Emmy Noether. Matemática ideal. Y bueno, es el típico que sale en una editorial que no conoce ni su madre (de la editorial, digo), y que empecé a leer en el metro, más por curiosidad que por cualquier otra cosa.
La tal Emmy Noether era una alemana con bastante imaginación y capacidad de abstracción tanto para lo positivo como para lo negativo, y su gran aportación al mundo es el teorema de Noether que, por lo visto, flipaba a Albert Einstein.
El autor del libro se pasa de frívolo; quiero decir que lo explica de un modo tan sencillo que parece un guionista de Hollywood. La cosa es que la señora ésa alemana (que está supermuerta, desde 1935, o sea que ha empezado a sumar una nada detrás de otra tras su muerte) relacionaba simetrías y magnitudes.
No entraremos en terminologías, porque más o menos todo el mundo sabe qué significa simetría y magnitud. Pues bien, estaba yo en el metro rayándome un poco con el asunto y diciéndome que las matemáticas no parecen tan complicadas como en segundo de BUP cuando, de repente, entró ese chico.
Se sentó justo delante de mí, e hizo eso que suele hacerse en los metros: curiosear qué está leyendo la persona que tienes enfrente.
Entonces, empalideció.
Estaba bastante concentrada en la reina de las ciencias (de este modo llaman a las matemáticas para vender el libro del que hablo). Aun así, noté cómo mi compañero empalidecía, porque toda la luz mortecina del vagón se concentró en su rostro, lívido de pronto. Me dije: "Ya está, éste es el autor de Emmy Noether. Matemática ideal, y flipa de que alguien esté leyendo lo que él ha escrito".
A veces he visto a alguien que leía un artículo que yo había escrito, y la impresión es muy bestia, porque te apetece comentarle algunos matices y preguntarle si le mola, y yo qué sé, es muy difícil de explicar.
Bueno, el chico que tenía sentado enfrente no dijo: "Eh, este libro es mío", entre otros motivos porque no lo era. Una cosa es que escribas un libro y otra que sea tuyo. En fin, que no dijo eso, sino que se puso a rebuscar en su mochila.
Entonces pensé: "Ya está, ésta es la otra única persona en el mundo que lleva encima el mismo libro que yo, ahora lo sacará, y empezará a hablar de la magnitud de la simetría; entonces pasaremos de la teoría a la práctica, lo mezclaremos con la casualidad y el destino, nos enamoraremos, brindaremos con unas cervezas, nos acostaremos juntos, fantasearemos con casarnos, al final no nos soportaremos y colorín colorado".
Pero no. En lugar de sacar otro ejemplar de Emmy Noether. Matemática ideal, el chico sacó un pasaporte. En el pasaporte ponía: "Alexander Noether".
Mediante gestos, me hizo entender que era sobrino-nieto de Emmy. Entonces llegamos a Plaça Catalunya. Y tuvo que bajar.
jueves, 20 de marzo de 2008
La última cena de todos los años
La cuestión es que Jesús y sus colegas ya no pueden contar con los favores de Magda. En fin, piensa él, beberán un montón de vino, comerán bocadillos. Y hasta ahí no es tan malo. Ya no tiene edad para según qué menús, que el colesterol es muy malo, pero una vez al año...
El problema viene luego. Los amigos de Jesús y él mismo beben demasiado, y es lo de siempre, que, como son todo hombres, se creen muy machos, se envalentonan y salen las envidias, los celos, esas cosas. Y él ya se conoce, que es un poco agonías que va de víctima: que si no me queréis tanto como decís, que si tú me vas a negar tres veces, que si J.I. me traicionará...
"¿J.I? ¿Quién es J.I?", preguntan entonces todos. Y la cena acaba pareciendo un programa de esos de sábado por la noche que no sé cómo se llaman porque cada dos por tres cambian de nombre, pero no importa.
Por si fuera poco, luego, con toda la taja, va uno (resulta que siempre es el mismo cabronazo) y le planta un beso. Y antes de que Jesús pueda decirle: "Pero tío, qué coño haces, no te confudas", ya está la policía iraní o de un sitio de esos donde la homosexualidad está prohibida, y se lo lleva y lo condena a muerte. Un palo, vamos. Porque si fuese pimpampum fuera, pues mira, te acostumbras. Pero es que antes le dan como esperanzas, y le dicen: "Tranquilo, que si el pueblo te prefiere a ti que a un asesino ladrón, no te pasará nada". Pero el pueblo es muy morboso, y le mola tener un asesino ladrón suelto por la ciudad. En cambio, no mola tanto tener un hippy iluminado que va por ahí diciendo que, si quiere, puede convertir el agua en vino. ¡Sí, claro, como que no tenemos problemas ya con la sequía! Además, menudo negocio para los restaurantes. Anda, anda, que el tal Jesús es superpeligroso, que lo maten.
Vale, toma humillación un año más. Encima, van las teles y hala, venga con el Reality Show del pulgar para abajo, y la cruz y la sangre, y la corona de espinas. Y el pobre Jesús piensa: "Mecagoenlaputa, por qué coño iría a la cena otra vez de mis colegas. Con lo bien que estaría yo en casa viendo Está pasando".
Y, de acuerdo, luego siempre resucita. Pero eso de que te claven en un madero y te den de beber vinagre, y te hagan una herida en el pecho y te envuelvan en una sábana y te entierren tiene que ser una superputada. La gente, ahí mirando, sin hacer nada. Muy fuerte.
Al final, cuando el hombre ya está tranquilo, allá en su cueva, a oscuras, en silencio, a salvo de sus amigos que cada año consiguen engañarle, cuando ya empieza a apestar (sin querer, lo único que pasa es que está muerto), cuando por fin Jesús descansa en paz, llega un ángel y lo resucita. Hay que joderse.
Entonces el pobre Jesús se siente más funcionario que nadie, e intenta olvidar que el año que viene tendrá que volver a fichar. Malditos pecadores.
sábado, 15 de marzo de 2008
Héroes
Mike Long se levantó un día de buen humor. Puso la radio y oyó cómo Jeanette cantaba: "Hoy en mi ventana brilla el sol y el corazón se pone triste contemplando la ciudad, por qué te vas". Pero Mike Long no se había ido a ninguna parte, estaba ahí, estaba en su casa y estaba de buen humor. Así que se puso a bailar.
De camino al trabajo, pasó por la estación de autobuses de Ontario. Seguía de buen humor y siguió bailando, esta vez Walk don't Run, de Ventures. Tal vez la gente a su alrededor no estuviera de tan buen humor como él, pero en Canadá están todos bien educados y nadie lo miró mal. Tampoco le reprocharon que bailara Midnight Train de Shamrocks en el metro o una de Jefferson Airplane sobre la mesa de una biblioteca, junto al ordenador de las consultas de préstamos.
Mike Long bailó y bailó y bailó en los parques, en las calles, en los estudios de grabación. Bailó y bailó durante todos y cada uno de los días que hay en un año, porque continuó de buen humor, y eso hay que celebrarlo.
Esta mañana me ha despertado The year of the cat, que es una canción imbailable. Pero no pasa nada. Creo que, en lugar de ir a Mallorca, tomaré un vuelo a Canadá. Iré en busca de Mike Long. Y seguiremos bailando.
PD. De momento, soy una autora medieval del siglo XXI. Brindo por ello!
viernes, 14 de marzo de 2008
MP3
Por la noche, en la parada de plaça Catalunya, cuando vi que faltaban once minutos para que llegara el metro, recordé que llevaba el MP3 en el bolsillo, y se me ocurrió escuchar la música que tenía grabada el propietario, con mis propios cascos, eso sí. Tenía curiosidad por saber qué le gustaba a ese completo desconocido que había perdido el MP3 en la calle.
Es curioso: en general, la gente nos importa un pepino, un comino, o un pimiento. En cambio, nos interesa saber qué libro está leyendo en el tren, o qué música le mola. Miramos el título del libro y si nos gustó, sonreímos para nuestros adentros, como si, para nuestros adentros, hubiéramos establecido una especie de complicidad con esa persona. Si el libro es una mierda, también sonreímos, pero de otra manera. No sé por qué lo hacemos, pero lo hacemos.
Volvió a darme un poco de vergüenza sacar el MP3 ése tan antiguo delante de todo el mundo; sabía que los extranjeros me mirarían mal. Una alemana incluso chilló, pero porque vio un ratón en el andén y le dio asco.
Desenredé mis cascos, los enchufé al MP3, y me puse a escuchar. En la pantalla digital sólo aparecía un uno escrito en cifras. O sea: 1.
Al principio, nada. Después, un carraspeo. "Bueno", decía una voz de mujer, "Sonia, cariño, si me estás oyendo, quiero que sepas que estoy bien. Esto es un poco aburrido, pero no es grave. Me refiero a que, desde fuera, parece mucho peor". Un momento. Apreté el stop del aparato, y miré a mi alrededor. Esa cosa era muy rara. ¿De qué se trataba? ¿Del sonido de una película?
Se me ocurrió que el MP3 podía ser de un guionista ciego. Supongo que un guionista ciego va por ahí con las cosas grabadas, como quienes llevamos carpetas llenas de folios escritos, o libros cuyos títulos lee alguien y sonríe. La voz de esa mujer no sonaba impostada, sino más bien al contrario. Parecía realmente aburrida, como decía. Como si estuviera cumpliendo un trámite.
Con un simple gesto del pulgar, escuché la pista 2. Esta vez oí a un tipo que contaba en tono burlón (y transcribo):
"Siendo ya en este tiempo buen mozuelo, entrando un día en la iglesia mayor, un capellán de ella me recibió por suyo; y púsome en poder un buen asno y cuatro cántaros y un azote, y comencé a echar agua por la ciudad". Cágate.
Llegó el metro, y salté dentro y seguí escuchando la pista 3. Un hombre lloraba.
En serio. Se oían sus mocos en las narices cuando sorbía, y los intentos desesperados que hacía por llegar a articular algo. Pero cada vez que abría la boca, se ahogaba y se ahogaba aún más y gemía y no conseguía decir nada.
Joder, empecé a angustiarme mucho. Qué coño era eso que estaba oyendo. El corazón me iba a tope. Más allá de los cascos, los viajeros del metro, ajenos a lo que ocurría dentro de mis oídos, seguían con sus vidas cansadas, regresaban a sus casas recién pasada la medianoche.
Pista 4, rápido. Una niña hablaba en inglés. Parecía que estuviera jugando con algo, y que alguien hubiera grabado su voz sin que ella se diera cuenta. Como si estuviera peinando a su muñeca o contándole un cuento a un oso de peluche. No sé. Ella hablaba muy despacio, canturreaba incluso de vez en cuando, y yo apenas la entendía, porque el suyo era un inglés demasiado básico, torpe, infantil, claro.
Pista 5. Una chica con acento argentino le confesaba a un tal Diego que le amaba. Que siempre le amó. Que si estaba haciendo aquello que hacía era por los dos, que lo hacía por ambos. Que sabía que en la memoria todavía no era demasiado tarde, pero en sus vidas tal vez sí lo fuera. "No por culpa nuestra, es evidente; eshos lo provocaron; eshos nos pusieron acá donde estamos". Eshos cambiaron sus existencias, y había que acatarlo.
Salí del metro, corrí por la calle, llegué a casa, subí las escaleras de dos en dos, abrí la puerta, di un portazo. No podía ser una voyeuse, puesto que no veía nada, sólo escuchaba. Y seguía sin entender exactamente qué estaba escuchando. Me dejé caer en el sofá. Pista 6.
Un viejo repetía: María de las Mercedes, María de las Mercedes. María de las Mercedes.
Pista 7, un idioma extraño que no me preocupé en identificar; parecía árabe, pero podía ser de algún lugar de la Europa del Este. Pista 8, una adolescente con un chicle en la boca escupe: "En serio, mami, dejadme en paz".
El corazón me dio un vuelco, se me hizo un nudo en la garganta, de pronto tuve náuseas y estuve a punto de vomitar. Volví a la primera pista. Dejé que llegara al final. La mujer carraspeaba y decía: "Bueno. Sonia, cariño, si me estás oyendo, quiero que sepas que estoy bien. Esto es un poco aburrido, pero no es grave. Me refiero a que, desde fuera, parece mucho peor. Siempre pensé que, si llegaba a pasaros a vosotros, me moriría. Pero no es para tanto. Ni siquiera es para tanto. Lo único que me atormenta es saber que estarás sufriendo por mí, que a lo mejor no duermes por las noches y tú tienes que estudiar y hacer tus cosas y salir con chicos... lo que te toque. No quiero que te angusties. Cuídate, mi amor, ya sabes que te quiero mucho".
Me pasé la noche llorando. O haciendo como que lloraba.
Al día siguente, llevé el MP3 a la oficina de objetos perdidos.
sábado, 8 de marzo de 2008
Los pecados de Dios
Después de eso, nos pasamos tres meses follando y, creo que por nuestra culpa, aquél fue el verano más caluroso de la historia. Incluso las paredes ardían y de noche me quedaba sin respiración. Tenía que ir corriendo a la ducha para recuperar el aliento bajo el chorro de agua helada.
En septiembre, regresó la monja, y yo desaparecí como alma que lleva el diablo.
Llegó el invierno y fui a comprar un abrigo para no pasar frío en Bélgica. Dios y yo nos encontramos por casualidad delante del cine que había en Via Laietana. Seguía siendo un mentiroso, dijo: "Ya no tengo novia". También dijo: "Vayamos a ver El señor de los anillos". Y volvimos al Verdi, y volvimos a acostarnos, pero ya no ardían las paredes, ni tampoco nuestros cuerpos, ni los besos ni la pasión.
Como Dios es omnipresente, el día que volví de Bélgica (donde nevaba), un dos de enero, me estaba esperando en el aeropuerto. Lo intentamos de nuevo, primero escondidos en un bar de Girona, después en su casa. Nos quedamos dormidos cuando sonó el timbre de la puerta. "Podría ser ella", exclamó Dios. Eran las cuatro de la madrugada. Salté de la cama a la habitación de su compañero de piso, Adán. Adán dormía desnudo como desnuda estaba yo. Nos miramos sin vergüenza. Pero quien llamaba a la puerta no era ella. Y antes de que cometiera un pecado poco original con Adán, regresé a la cama de Dios.
Dios y yo quedábamos de vez en cuando. En ocasiones me daba plantón, pero nunca explicaciones. Yo había perdido la fe incluso antes de conocerle; nunca llegé a adorarlo ni a creer que con él obtendría la vida eterna (entera tampoco). Me gustaba comulgar con su carne, me gustaba que me regalara milagros. Me gustaba cuando tocábamos el cielo. Pero empecé a cansarme; exigía una devoción de la que yo no era nada santa.
Un día, quedamos para comer y no se presentó. Pasaron cinco minutos, diez, quince. Lo llamé sin oraciones ni invocaciones; bastaba con marcar su número en el móvil. Llegó con la lengua fuera, y una excusa extraña: la monja se había presentado en su trabajo con un ataque de ansiedad, igual que Santa Teresa. Ahora tenía que irse para redimirla de sus pecados.
Le dije: "Mírame bien, puto Dios, porque ésta va a ser la última vez que me veas".
A Dios eso no le sentó bien. La religión católica está muy mal como para ir perdiendo fieles. Bueno, yo no era demasiado fiel, pero algo es algo, debía de pensar Dios, y empezó a perseguirme por las calles del Gòtic.
Al doblar una esquina, me topé con la monja en pleno éxtasis. Le pregunté: "Perdona, tú eres la monja, ¿verdad?". Respondió: "Sé quién eres, pobre diabla, y si quieres a Dios, ya puedes llevártelo al infierno".
Luego se inició una carrera a lo Billy Wilder por los callejones; ella lo perseguía a él, él me perseguía a mí, yo quería salir de ese maldito entuerto.
De repente, mi teléfono empezó a sonar, una vez y otra y otra. No quería contestar. Pero contesté. Era ella; me citó en la plaza del Tripi para que nos tomáramos un café. No sé por qué fui. Tampoco sé por qué, nos sentamos juntas y ella me contó un montón de cosas que yo no sabía y yo me callé otras tantas que no sabía ella.
Por ejemplo: Dios y la monja estaban viviendo juntos.
Por ejemplo: ella creía que sólo me había acostado con él una vez, por culpa de un desliz, la noche que fuimos a ver El señor de los anillos.
Sonó mi móvil por enésima vez, y en la pantalla apareció la palabra "Dios". Se lo pasé a la monja, para que contestara ella.
A Dios casi le dio un infarto al descubrir que estábamos juntas, hablando. En plena confesión. Por mucho que rezara, llegaría demasiado tarde.
No sé si ella hizo penitencia y vivió clausurada en el convento con él, bajo voto de silencio; no sé si ella se hizo atea.
Yo sigo creyendo en él. Es decir: sigo creyendo que es como otro cualquiera.
O sea, por los siglos de los siglos, y todo eso.
martes, 4 de marzo de 2008
La bisnieta de Colette
Lo supe hace mucho tiempo, pero no había vuelto a recordarlo hasta que he empezado a leer 'Lo puro y lo impuro'.
Mis bisabuelas se llamaban Mamita y Grande Maman, y llegué a conocerlas a ambas.
Mamita era la madre de mi abuela, y tenía pájaros sueltos por la casa. Periquitos, creo que eran; unos con las alas enteras y otros con las alas cortadas. A éstos ella les había construido un circuito de escaleras para que pudieran subir a las estanterías y las mesas. Debajo de la camilla, ella guardaba el televisor, y sólo levantaba los faldones para ver los partidos de fútbol, sentada en el suelo del comedor.
Cada noche, antes de meterse en la cama, Mamita se tomaba un whisky. Llevaba pantalones y fumaba sin pudor. También silbaba. Dicen que me parezco a ella, pero ahora eso ya no tiene mérito. Además, si tuve pájaros en casa alguna vez, se escaparon por la ventana.
Grande Maman era la madre de mi abuelo, tenía marido, chófer y un piso de lujo en Champs Élysées, justo ahí donde ahora está el hotel Maxim's. También tenía una enfermedad en los huesos que la mantuvo muchos días tumbada. Vigilaba todo lo que pasaba en su casa a través de un espejo que colocó a los pies de la cama. Su vida, en presente, pasó por el filtro del retrovisor.
Aquella artritis la volvió una mujer un poco insoportable, y de ella heredamos el mismo dolor de huesos y a veces también el mal humor. Asimismo heredamos el bueno. Una noche, a eso de las once, recibió la llamada de un desconocido que le dijo:
-Bonsoir, ma chérie, ¿eres tú?
Ella respondió: -Sí, cariño, soy yo.
Él: -¿Qué haces?
Ella: -Nada, estoy en la cama.
Él: -¿Y estás sola?
Ella: -Sí, estoy sola.
Él: -¿Puedo ir a verte?
Ella: -Ven, si quieres.
Él: -¿De verdad puedo ir?
Ella: -Te espero.
Nunca sabremos con quién creía estar hablando ese hombre. Ni a quién encontró en la casa de su amante.
De pequeña, solía sentarme en las rodillas de mi abuelo, el hijo de Grande Maman, que me contaba cuentos de Teo. Recuerdo las lámparas de pie, y las alfombras, y el sofá en el que Mamita me hacía el caballito, ¿cómo era esa canción? Sobre todo recuerdo la luz tenue de aquella noche. No sé dónde estarían los demás. Nosotros estábamos en el chalé del parque del Conde Orgaz, y estábamos solos, y mi abuelo me explicó una historia muy, muy larga, que no aparecía en el libro de Teo.
Lo acabó diciendo: "Pero tenemos que ir con cuidado, porque las paredes oyen".
Desde entonces, las paredes me dan mucho miedo.
Estaba leyendo el libro de Colette, y acordándome de otro cuento que mi abuelo me confesó muchos años más tarde: en aquellas fiestas que franceses y belgas se pegaban por Madrid, había dos gemelas espectaculares que a veces lo acosaban.
Bueno, ésa es su versión.
Creo que en mi familia llevamos lo puro y lo impuro en la sangre. No podemos evitarlo, eso es lo que hace palpitar nuestro corazón. Eso es lo que nos impulsa a contar historias.
Una vez, fui bisnieta de Colette. Y a partir de hoy mismo, lo sigo siendo.