viernes, 6 de enero de 2012

Mi carta


Habíamos dejado polvorones y champán en la mesa del comedor, un bol lleno de lechuga y otro con agua para los camellos. Estábamos en el piso de Concha Espina. Mis abuelos habían vendido el chalet que tenían en el parque de Conde Orgaz. Nos dijeron que era porque, después de que se sus hijos se independizaran, les quedaba grande. Era mentira, pero no la que descubrí aquella mañana de Reyes.

Mis hermanos y yo nos levantamos muy temprano, obligados como habíamos sido a conciliar el sueño cuando la emoción no nos dejaba pegar ojo. Los camellos eran unos guarros, habían pisado el agua del bol y sus huellas se esparcían por todo el comedor. A Sus Majestades el dulce no les gustaba tanto como el champán, se habían acabado la botella. Sobre la mesa, una carta. Para nosotros tres. Como buena hermana mayor, quise leerla en voz alta, pero estaba escrita en árabe. 

Recuerdo algunos regalos bajo el árbol. Recuerdo que aquél fue el año del cuaderno de Hello Kitty, donde empecé a escribir historias sobre la gata y sus amigos: Hello Kitty va de pesca, Hello Kitty en el parque de atracciones, Hello Kitty se hace puta. Muerte a Hello Kitty. Recuerdo el jersey de lana que nos había hecho mi abuela; el de mis hermanos era azul, el mío rojo. En el pecho, la inicial de nuestros nombres. 

Aquel piso gigantesco olía madera buena. Milajros (con jota, porque era gallega) entraba por la escalera de servicio. Tiwá, la pastora de los Pirineos a la que bauticé cuando tenía yo un año ampuntando un verbal petit-waw-waw, estaba gorda. Acompañaba a Milajros en la cocina, y ella dejaba caer una patata frita, un trozo de pan, los restos de la carne picada, como si no se diera cuenta. La perra los engullía.

Cosas de burgueses. Para avisar de que habíamos acabado el primer plato, mi abuela agitaba una campanilla. Entonces Milajros traía los segundos, después el postre. Si no había campanilla, mi abuela hacía tintinear la copa con el mango de su tenedor de plata.

Aquella mañana de Reyes, desmenuzados los paquetes y celebrados los regalos –Milajros tenía el día libre y le habíamos contagiado a Tiwá nuestra excitación: correteaba por la casa con la lengua fuera y agitando el muñón que, por pedigrí, le quedaba en lugar de la cola–, nos sentamos sobre la enorme alfombra persa, a los pies de mi abuelo, que se ajustaba las gafas en el sofá orejero. Dijo que nos traduciría la carta que nos habían dejado los de Oriente, y yo ahí empecé a sospechar.

Sabía que mi abuelo hablaba francés, castellano, inglés y un poco de alemán, tiene raíces teutonas. Por otro lado, me constaba que el árabe es un idioma muy difícil y me parecía raro que, si mi abuelo lo conocía, no nos lo hubiera dicho. “Copito”, le pregunté: “¿Tú sabes árabe?”. Llamamos a mi abuelo Copito porque tiene el pelo muy blanco y un espeso mostacho también muy blanco. Y su hija Tantalia empezó llamarle así a escondidas, y él lo descubrió y le gustó, y pidió que a partir de entonces aquel fuera el nombre por el que le reconocieran sus nietos. 

Mi abuelo Copito contestó que sí, que sabía árabe. Le pregunté por qué y respondió que había pasado mil y una noches en Siria.

Entonces se puso a leer la carta muy despacio, repasaba con el dedo índice las letras de derecha a izquierda, y a veces se equivocaba. Se corregía. Como habéis sido buenos piños... niños, niños. Os hemos traído estos pasados... perdón, quise decir presentes. 

A mí todo eso me parecía muy raro. Sobre todo porque dijo algo así como “gracias por los polvorones, estaban de rechupete”, y claro, la expresión no es muy propia de unos señores que llevan vivos más de dos mil años. Mi abuelo nos estaba timando, se estaba inventando el contenido de la carta. La verdad era que no tenía ni puta idea de árabe.

Entonces, mientras esperaba con estoica paciencia que acabara su numerito para poder jugar de una vez con los regalos, un frío terrible se filtró por debajo de mi grueso jersey de lana y se apoderó de mí. De repente entendí que no es que mi abuelo estuviera inventándose el contenido de la carta. El agua por el suelo, la botella de champán. Todo era un montaje. Comprendí con horror que esa carta ni siquiera estaba escrita en árabe, que la había escrito él mismo.

No, pero no puede ser, repetía para mis adentros. La realidad que eso implicaba resultaba inadmisible.

Mi imaginé a Copito escribiendo la carta en falso árabe, sentado la noche anterior en aquella misma mesa mientras mi abuela dejaba los regalos bajo el árbol y, juntos, brindaban por la ilusión. Me embargó una emoción muy profunda que luego he vuelto a sentir muchas veces y que mezcla, sin yo darme cuenta, amor y piedad, el terror del desengaño, la frustración y, a la vez, un agradecimiento infinito. Tantos hombres actuarían así, años más tarde, para no hacerme daño. Y yo, como entonces, me haría la tonta para no perder eso tan valioso, tan necesario, tan definitivo.

Aquel día fingí que seguía creyendo por mis hermanos, que no merecían todavía la hostia en el orgullo que comporta comprender que tus mayores te han mentido año tras año. Y así, me convertí, yo también, en uno de esos mayores que ocultan la verdad para preservar la inocencia de los niños. 

Fingí que seguía creyendo por mi abuelo, que se había esforzado tanto en hacernos creer, que se pondría muy triste si supiera que no lo había conseguido. Fingí sobre todo con la intención de regresar a la felicidad de la ignorancia. Si me esforzaba mucho, mucho, mucho, sería capaz de olvidar lo que acababa de descubrir. Volvería a tener insomnio por culpa de la impaciencia que provoca el anhelo.

La alternativa era el cinismo.

Ahora me levanto en un piso vacío de pasillo infinito con los pies helados, y lo recorro una y otra vez, consciente de que la mejor manera de no llevarse un chasco es no hacerse ilusiones. Supongo que, maldita sea, en eso consiste la madurez. ¿O se trata tan solo de cobardía? Ojalá por lo menos me hubieran traído carbón, porque en tal caso significaría que he sido mala y merezco un castigo. Pero no hay rastro alguno ni siquiera de montaje: ni huellas de camello, ni lechuga mordisqueada, ni una botella de cava agotada por los brindis. 

Este vacío es lo que te queda cuando, en la carta de los deseos, pides que no te engañen.

De modo que sigo inventando. Rápido, rápido. Cualquier cosa. Sal de aquí.

Habrá una carta en el buzón, me prometo, un cuaderno en blanco. El maravilloso presente de lo que aún está por escribir. Y vuelvo a emocionarme mientras espero una excusa para bajar a comprobarlo.

5 comentarios:

Mel Alcoholica dijo...

Y entonces, recibo este Mail: "hola Mel, soy la manager de Tal. Los Reyes nos han traído un regalo para ti. Danos tu dirección para que podamos dejartelo en el buzón".

En otro buzón: http://www.youtube.com/watch?v=R_7OME8zkIM&feature=youtube_gdata_player

Quizá sea cierto que basta con creer para que existan.

Alberto Ramos dijo...

Seguro que ya has visto esto.

Felices posfiestas.

Viuda de Hombrepez dijo...

Venga, Mel, que la madurez es más sencilla de lo que parece (lo dice Alicia, con sus ilusionados 7 añitos)

http://dondemidori.tumblr.com/post/15446304284/la-vida-adulta-segun-alicia-n-del-t-recta

besos!!!!

Mel Alcoholica dijo...

Mi propósito de año nuevo. Levantarme cada día así:
http://www.youtube.com/watch?v=DEVnqu_CCaU

La gata Roma dijo...

En esta pequeña familia mía aún nos despertamos nerviosos corriendo al salón para abrir paquetes. No hay parafernalia de camellos, es absurdo, pero sí es cierto que hasta esa mañana, no sueles tener ni puta idea de lo que te van a regalar.

Odio la Navidad, la odio mucho, y este año no paro de pensar que si no tuviera una minifamilia que me obliga a seguir algunas costumbres, sería una antisocial que cenaría pizza en pijama la noche del 24. Imagino que cuando me falten ellos, o les falte yo, me despertaré como tú, odiando en mi caso más aún la puta Navidad porque nadie compartirá mi ilusión por la mañana porque no habrá nada que compartir.

Kisses