La casa me echó de un portazo. O me fui yo, no lo recuerdo. Hemos cortado. Quedarse sin casa es como perderse un poco. Buscas ahora unos papeles, después un libro, necesitas precisamente aquella camiseta que se quedó en el fondo de un armario. Intentas olvidar esa hora de la siesta en la que te quedabas dormida con la voz soporífiera de Ana Blanco, las flores en el balcón, el sol que entraba durante casi todo el día y tú leías en la silla Bonet que te regaló tu hermano.
Quedarse sin casa es echar de menos al Señor Fregono, aunque sea tan sólo para ver unos segundos aquella estampa familiar, él limpiando con un trapo el cordel donde en un rato tenderá la ropa. Cuando te quedas sin casa, nada te resulta familiar, todo es extraño. Y lo jodido es que la más extraña eres tú.
Un robot suplente actúa por mí. Da entrevistas, modifica ligeramente las respuestas, busca piso, responde al teléfono y a los e-mails, sale en la tele, posa para la portada de una revista, participa en mesas redondas, deja que le insulten. Cualquier persona expuesta está ahí para que la insulten. El robot recibe críticas, recibe palmaditas en su espalda de silicona, el robot sonríe porque le instalé un programa sonrisas de última generación. El robot queda con mis amigos, dice que todo va bien, viaja a Mallorca, prepara un programa, dirige al resto del equipo, regresa, intenta cuadrar las agendas, vuelve a irse. Y así.
Me canso sólo de verlo, le diría: ¿quieres parar? Y él respondería: lo hago por ti. Miro por la ventana y un hombre agita las piernas en el balcón, como si le dolieran. Nos separa una ruidosa calle del Eixample y diría que me vigila, sentada ante el ordenador. Una mujer me observa desde otra ventana, curiosa. Y no estoy acostumbrada a que la gente pueda verme así, delante de una pantalla, pueda ver la cara de mi robot suplente en la portada de una revista, mi nombre en Internet.
Creo que he dejado mi casa para huir. No quiero que note en qué me estoy convirtiendo. Quiero guardar en ella los recuerdos de la persona que he sido hasta ahora, ocho años de mi vida, el último especialmente feliz. Quiero que se quede allí el rastro, la presencia de mi último yo, o que esa imagen se quede por lo menos incorrupto en mi cabeza. Que existamos juntas, con todo lo que compartimos.
Mi robot suplente recibe la enésima llamada telefónica, otra propuesta, puta promoción. Y su voz mecánica me desconcentra, es simpático y solícito, y encima no puedo quejarme porque sé que lo hace por mí. Es positivo para los dos. No puedo escribir mientras él habla. No puedo escribir mientras envía los documentos necesarios para que podamos instalarnos en algún sitio. Ahora estamos en un piso que pertenece al amigo de una amiga, y al otro lado de la calle ruidosa una chica habla por el móvil y gestualiza exageradamente frente a la ventana. Parece enfadada, podrías ser tú.
Ahora diría que llora. La gente camina por la acera con la tranquilidad propia de los viernes tarde. Pero yo no logro tranquilizarme.
Noto la transición, lo he hecho a propósito. He dejado atrás una etapa. De un modo tan explícito, que resulta definitivo. No sé qué pasará ni hacia dónde voy. Pero, por alguna extraña razón, creo que estoy haciendo lo correcto. Aunque ignoro de qué se trata, siento que he tomado -tal vez- la primera decisión de mi vida. La segunda, si contamos vivir en Barcelona. La cuarta, si contamos el ir y volver de París.
Estar en ninguna parte, y dejar que un robot suplente actúe por ti, te desubica. Te desubica externamente y también interiormente. Tal vez esté cometiendo el peor error que haya cometido. Tal vez me arrepentiré siempre de lo que estoy haciendo. Tal vez ésta sea la gran cagada del siglo.
Miro las palomas asquerosas que también cometen la gran cagada del siglo desde una farola de la calle, y a dos gorriones que fornican en la rama de un plátano; un niño chilla con un globo en la mano y dos guiris mochileros se meten sin saberlo en un bar llamado pequeño paraíso.
Ignoro qué estoy haciendo, pero sé por qué lo hago. Y aunque por primera vez soy incapaz de calibrar las consecuencias, aunque en esta situación resulta imposible tomar el control y, en general, necesito controlarlo todo, siento que vale la pena.
Estoy en tierra de nadie. Ni siquiera tengo mi espacio. Pero ahora mismo me da igual. Nos vemos al otro lado.
viernes, 16 de abril de 2010
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2 comentarios:
Citarte con el abogado especializado que te ha recomendado otra banda para que te lleve lo de la SL. Las llamadas de la productora a las 2 a.m. para que les mandes la bio, que mañana hay otra promo y la han perdido. Elegir los diseños para el merchandising. Pelearte con los gilipollas que te han grabado un videoclip digno de Rick Astley para que salga algo medio decente de esa basura. Las entrevistas que concedes por mail que tienes que redactar tú mismo (¿¿¿ese no era el puto trabajo de los redactores???)...
Amiga, todo esto no lo hemos decidido. Simplemente nos hemos hecho adultos.
Tal vez
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