jueves, 12 de febrero de 2009

Silencio

De repente, dejaron de dirigirse a ti. Te gustaba esperarlas, rebotarlas con un raquetazo, con un bate, lo que fuera, patapán. Las convertías en dardos y las devolvías con toda la mala leche que (no sabes de dónde ni cómo ni por qué) has ido adquiriendo durante años. Ellas se clavaban en el rostro de quien te las había lanzado amigablemente, joder, sólo era un juego, ¿no? Se clavaban en su rostro, que enrojecía de ira o de vergüenza, se descomponía. Y después, el silencio. Las palabras caían al suelo, ni siquiera botaban. Se deslizaban entre las piernas de uno de los dos. Y, en más de una ocasión, les diste una patada.

Al salir de la piscina, he pasado por enfermería. Me sale un hueso de la rodilla. "Hola, buenos días, me sale un hueso de la rodilla", le he dicho a la recepcionista. "Eso es imposible", ha contestado ella. "Es raro, pero no imposible", he replicado entonces. Hace un mes que lo tengo, tal vez más. "Sólo quiero saber si tendría que ir al médico".

La recepcionista ha llamado a la doctora. La doctora ha bajado de su consulta. "Me sale un hueso de la rodilla, pero no me duele ni nada", he dicho esta vez. "Qué raro", ha respondido ella.

Nos hemos metido en un pasillo, y allí me he levantado la pernera del pantalón. La izquierda. "Parece la cabeza del peroné", ha diagnosticado. "Estará dislocado", he resuelto yo. La doctora ha torcido una sonrisa mientras (lo sé) se cagaba en House y Urgencias y todas esas series de médicos y su puta madre, y ha dicho: "Si estuviera dislocado, te dolería".

La doctora ha palpado el hueso que me sale de la rodilla. "Sólo quiero saber si debería ir al médico o no", he musitado. En cualquier momento me suelta que es lupus. O una hostia, no sé.

"Sea lo que sea, se te ha enquistado, tienes un quiste, ¿ves? Toca aquí". He tocado ahí. "¿Lo notas?". Yo sólo notaba el hueso, la cabeza del peroné. "¿Te has dado un golpe fuerte?", preguntaba ella. "¿Tendría que ir al médico?", he preguntado por tercera vez.

La doctora ha vuelto a torcer esa sonrisa y he decidido que, si no me partía la cara, se la partiría yo a ella. Luego he decidido que no, que en realidad me caía bien. "Más te vale", ha contestado.

He salido de la enfermería, me he puesto los cascos y la pierna ha empezado a dolerme. No me había dolido hasta ese momento. Vivo en un ático sin ascensor, no puedo permitirme el lujo de amputármela.

Es como si lo llevaras escrito en algún lugar que desconoces. En algún lugar que no ves. "Inocente", "No fijar carteles", "Prohibido fumar", "Silencio". Eso es. "Silencio". Nadie te dirige ya sus palabras.

No es que las tergiversaras, no es eso. Es que de cerca, directamente no desde la voz, sino desde el sentimiento, traspasada esa breve reflexión que otorga la velocidad del sonido, esas palabras son dolorosas. Duelen en la autoestima y, sobre todo, duelen en lo que te dijeron. No puedes reprochar un "te quiero". Coño, se supone que te las ofrecieron como ayuda, como compañía. Se supone que debías devolverlas como un regalo sin sorpresa. A eso se le llama hablar.

Pero tú ya no hablas. Escribes. Y si no, escupes o chillas.

En el CAP de debajo de casa había cola. Viejos y viejas con la tarjeta sanitaria, y una chica que se agarraba el vientre con ambas manos y se hacía la enfermísima. Número 44. Yo tenía el 50. Podría haber esperado. Podría haberme sentado en uno de esos asientos de plástico y memorizar alguna frase ingeniosa o acabar repitiendo lo mismo que había dicho en la enfermería del gimnasio: "Me sale un hueso en la rodilla y por lo visto tengo un quiste".

Este fin de semana estuve en el hospital donde nací. Primero visité a mis abuelos, en la planta de cuidados intensivos; había fotos de respiradores y de camillas en las paredes del pasillo. Luego bajé a maternidad. Allí las fotos eran de niños con termómetros en la boca o bebés tomando el pecho. Habitación 213.

Habitación 213, todo empezó allí. Yo empecé en esa habitación.

Llamé a la puerta. Nadie respondió.

Podría haber esperado, pero afuera hacía sol, y los viejos olían a viejo, y la enfermísima se quejaba y bueno, al final he ido a casa, me he tomado una cerveza. Mi bulto en la pierna puede esperar.

Por eso prefieres callar. Creíste que de este modo te bastaría con escuchar a los demás. Así los demás no sabrían cuál es tu problema. Desde que sabes cuál es tu problema, sólo abres la boca para reír y beber cerveza, para comer y besar a alguien de vez en cuando, para lavarte los dientes y bostezar. Claro que sí, también bostezas.

Creíste que con esto bastaría. Si tuviste la lengua afilada y viperina, si fuiste venenosa y brutal, con amordazarte tendría que haber sido suficiente.

Pero hace ya días que nadie te dirige la palabra. Y aunque ignoras de qué se trata, sabes que hay algo que has hecho mal.

6 comentarios:

Jorge Barreiro dijo...

eres tremenda, sabes ,puedes convertir un momento en lo que quieras; al margen, da la sensación de un derrame sinovial, ya sabes anti inflamatorio tópico reposo y pierna horizontal ....¡ah! y un algo de masaje no le vendría mal.

Alberto Ramos dijo...

House es anagrama de hueso.

errante dijo...

tremenda, sí

Tögrac Së dijo...

joder, a mí me pasa parecido. Hace días que nadie me dirige la palabra.

Anónimo dijo...

(escribir esto es peligroso)

es especialmente extraño que el día que ""te conocí"",
mi bulto renegara de la gravedad y las tres dimensiones ....
y que a modo de caricia femenina, atrajera la atención.

un bulto que en nueve días puntuales será extirpado vía cirugía plástica ...
un bulto que me dejará un vacío y una cicatriz en la frente.

me podría haber enamorado de ti en cualquier momento
pero me esperaba la lentitud de la noche

dissociative identity disorder dijo...

it's never lupus