sábado, 31 de diciembre de 2011

Lo que el año se llevó


Se sienta de cuclillas en la azotea del edificio de enfrente, solo como siempre. Esta vez no se fuma un puro, sino un cigarrillo con tabaco de liar que bien pudiera ser un porro. Lleva el chándal negro habitual, sudadera con capucha de forro y cordones rojos. Nunca sé si me ve. Si la ventana enfocada al norte provoca un efecto espejo o si, al contrario, le facilita entrar visualmente en mi casa, recorrerla a lo largo del pasillo infinito, sobre las baldosas que canturrean bajo mis pies.

Él se agacha bajo el cielo azul de un día soleado que es el último del año, y me pregunto qué hace tanto tiempo allí, si sus compañeros de piso no le dejan fumar en casa, si es que vive en un agujero de la portería, si es que es un okupa que se ha instalado en las escaleras del edificio, si es que no soporta a su vieja. Va girando sobre sí mismo apenas sin darse cuenta, ahora ya me da la espalda, antes estuvo un rato de cara a la Sagrada Familia. Chupa las últimas caladas de la colilla y la observa con atención, como si se hubiera quedado pegado en ella un resto de sus labios.

Tiene que ser un porro porque, al levantarse, se tambalea, la tira a la calle y luego mira el suelo, tose. Temo que decida lanzarse él también. Ahora fuma en pipa, mientras sí, mira abajo y pone un pie en el rodapiés de la barandilla.

Corro a ponerme un jersey para asomarme al balcón y asegurarme de que me ve, así no se atreverá a saltar. Tardo exactamente tres segundos. Cuando vuelvo, ya no está. Sé que no se ha precipitado al vacío porque hubiera oído un golpe, gritos. 

Entre el murmullo del ir y venir de los coches, el tintineo impertinente de los golpes contra las bombonas de butano del repartidor, las ruedas de una maleta sobre la acera. No ha tenido tiempo siquiera de abrir la puerta que da a la azotea. Recuerdo que, siempre que lo veo, ya está ahí. Quizá se cuele desde la terraza de al lado. Nunca lo veo llegar o irse. Simplemente está y luego, en tres segundos, el tiempo entre dos insuflaciones en una triple maniobra de reanimación, deja de estar.

Tres segundos es menos que doce campanadas, es la memoria de un pez y lo que se calcula que dura el presente. El lapso entre captar, comprender y asimilar la realidad.

Tres segundos o un año, qué más da. Los recortes han afectado a la existencia de algunas personas queridas a las que ya no podré enviar e-mails, con las que no tendré largas conversaciones de madrugada sobre películas, anécdotas, sentimientos y libros. 

Los recortes han afectado a mi economía, claro, a la pasión por mi trabajo, sin duda también al futuro. De tanto apretarme el cinturón, a veces creo que me ahogo y otras que soy Scarlett O'Hara encorsetándose para saludar a sus nuevos pretendientes, aunque también he hecho recorte de amantes. Me he cansado de amores clandestinos, y eso que reconozco que tiene su gracia encontrarse a escondidas en los bares de heavies y darse el lote mientras suena el ruido de un grupo danés satánico que no conoce ni su abuela, o alternar con dos amigos sin que éstos sospechen nada. O bueno, sin que yo sospeche que sospechan.

He hecho recorte de vidas, porque la doble que llevaba en este blog se ha ido a la mierda. Al final, en este pueblo, todo se sabe, pese a que me empeñe en demostrar lo contrario. Lo interesante es que todos nos hacemos los tontos, hasta el punto de que a veces me siento realmente así. Entonces me pregunto si no me habré extraviado en mi propio personaje, el fingimento y esos heterónimos que intentan convencerse a sí mismos de que les están diciendo la verdad, de que cada uno de ellos es el auténtico, en el fondo conscientes de que éste es precisamente el más grande engaño al que se ven sometidos.

Recorte de confianza, recorte de fe, y sin embargo sigo con el firme propósito de descubrir el mundo (o el fin del mundo) desde la emoción ingenua, porque poco puedes descubrir desde la arrogante sapiencia. Volver a los orígenes sin esperar nada de nadie, quizá ni siquiera de mí misma, tranquila después del cansancio de mil pequeñas derrotas que harán que recuerde este año como una fecha importante, seguramente definitiva, pero sin ningún cariño. Demasiadas pérdidas. Demasiadas hostias. No muy bestias: tropiezos, resbalones, magulladuras, nada grave; pero dolorosas y molestas, erosionadoras, la consciencia en la piel de mi propia vulnerabilidad.

Entre tanto recorte, evidentemente tenía que cortar con él. Del todo esta vez. Otro bonito recuerdo para la colección de mi memoria que, al final, es a lo que se reduce cualquier vida.

Y luego, una Navidad preciosa que también será la última, porque era la despedida velada de algunos familiares que se emocionaron al ver que aún somos capaces de reunirnos a sus pies, sentados en la alfombra, mientras brindamos como siempre: “Yo soy el jefe, esto es champán, feliz Navidad”. El horror cuando descubrí que la frase, tradición en casa, repetida por mi abuelo cada año, pertenece a Johnny got his gun. La sonrisa al aceptar que los belgas son así, tan raros, tan fríos, supongo que en parte tan como yo.

Ver a viejos amigos, al gran amor de mi vida, que vino a buscarme a la salida del cine por sorpresa y fuimos a cenar, y hablamos y hablamos y hablamos. Y volvimos a quedar y seguimos hablando. Pero no pude porque sabía que, si nos besábamos, empezaríamos de nuevo y ahora no tengo fuerzas para empezar nada, mucho menos una historia tan complicada como aquella, de distancias en todos los sentidos.

Dije: No hemos hablado de Melancholia.
Dijo: Sólo hemos hablado de melancolía. Sigues transmitiendo vida y eres una triunfadora.

Melancholia es una película derrotista que habría dado la razón al chico de la sudadera negra en el caso de que hubiera saltado. El triunfo de la rendición. La melalcoholía es el recuerdo difuso de una alegre borrachera desde el pastoso dolor de cabeza que provoca la resaca. No cometeré ni el error ni la mentira de exclamar: nunca más. Al margen de que es absurdo, ni siquiera es mi intención. Esta noche brindaré como hago cada día con el día cuando me levanto. 

Y como diría la encorsetada Scarlett O'Hara al final de Lo que el viento se llevó cuando deja de llorar: mañana será otro año.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Feliz Año, Mel!!

Alberto Ramos dijo...

Feliz mañana.

Anónimo dijo...

Diosss, esto suena a despedida!

Luis Davelouis dijo...

Más que los recortes, prefiero los cortes limpios pero nada, tal vez sea cuestión de gustos y de que algunos somos menos tolerantes a los recuerdos que otros. Amputar no cura, pero es poner un final y para mí –y mi cabeza- funciona (o trato de que así sea). Aprender a ponerle riendas al corazón tiene un costo alto, recordar cómo soltarlas es invaluable. Amar como un loco es peligroso, hay que estar dispuesto a morir o, de otro modo, mejor no zarpar en ese barco. Todavía estoy decidiendo si los sentimientos pueden ser como colas de lagartija y vuelven a crecer. Después de este 31 pasado a medio día en que la dejé ir, espero con toda la esperanza de la que soy capaz, que sí. Que ojalá crezcan otra vez. No me agradan los muñones ni caminar la vida con semejantes desventajas.
Por otro lado, me parece que no esperar nada de nadie es la manera más segura de pasársela en paz por la vida aunque, seguro, que es también lo más difícil de alcanzar porque requiere que seamos capaces de amarlo todo sin sucumbir a la tentación (¿necesidad?) de atárnoslo y de recibir los golpes como si nunca estuvieran dirigidos hacia nosotros y así no guardar rencor. Nada es nunca personal. Muy zen, muy Vipassana, muy deseable, pero muy jodido. Contrario a lo que le dice Yoda a Luke Skywalker, sí hay gratificación en el intento. ¿Quién sabe? Tal vez puedas. Yo trato y dejo ir. O pienso que estoy aprendiendo. O que estoy dejando ir. A veces es tan difícil saber.
Disculpa la catarsis. Ojalá sigas escribiendo.