Cuando nací, mi madre no quiso perforarme las orejas, le parecía una barbaridad. Mi tía se quejó porque no podría regalarme pendientes en mi cumpleaños o por Navidad, y tendría que pensar alternativas. Aseguraba no tener tanta imaginación. Así que, cuando cumplí los 17, fui a una joyería y me agujereé la oreja izquierda. Sólo la izquierda. Ésa sería para mi tía. La derecha se la reservé a mi madre.
Mi tía tiene 53 años y se muere. Lo supimos el martes. Bueno, ella no lo sabe. No sabemos si quiere saberlo, así que no se lo hemos dicho. Mi madre llamó a la hora de la cena. “La cosa está peor de lo que esperábamos”. En casa no se llora. Intuyo que algo va mal cuando mi padre habla con un tono de voz un poco más exaltado, porque normalmente es un hombre muy tranquilo, o cuando mi madre se pone en plan pragmático, éste es el próximo paso que deberemos dar, etcétera. “El diagnóstico es muy serio”, dijo tras contarme los pormenores de la operación. Cuando despertó de la anestesia, mi tía pidió un bocata de calamares. “¿Qué significa 'muy serio'?”, pregunté mientras me comía un mejillón. “Bueno, entre seis meses y un año”.
A mí, cuando me dan un disgusto, me da por soltar un “joder”. Mi padre emite un suspiro exagerado, mi madre abre mucho los ojos y pregunta el nombre de la persona a la que le ha pasado algo. Por ejemplo, ante el anuncio: “Alberto ha tenido un accidente”, ella diría: “¿Alberto?”. Mis hermanos, que son muy altos, es como si empequeñecieran. Se quedan muy serios, pierden el rostro.
Una lágrima resbaló por mi mejilla. Él, que se sentaba enfrente, al otro lado de la mesa, me alcanzó una servilleta de papel. Estábamos en un restaurante de Sants y yo tenía las manos sucias del tizne de los calçots. Me sequé los ojos, y el rímel se mezcló con el hollín. Mi madre, al teléfono, se puso en plan pragmático, claro, ahora empezará con la quimio y luego veremos cuál es el próximo paso. Etcétera. Me preguntó por él, le dije que estaba bien, que recuerdos de su parte, que dormiríamos en su hotel.
Él me sirvió ginebra y salimos a la terraza a fumarnos un cigarro.
Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo escondíamos los paquetes de tabaco de mi tía. Ella jugaba un rato a buscarlos, pero iba impacientándose y alguna vez se cabreó. No mucho, es de esas personas que no se enfadan nunca. O que no se enfadan de verdad. Sus cabreos nos hacían reír, porque ponía los brazos en jarra y las gafas le resbalaban hasta la punta de la nariz, es chata. De pequeños la adorábamos porque es una payasa. Luego la hemos querido con muchísima ternura.
Mi tía es alta, delgada, fue muy guapa, y soltera. Del mismo modo que le escondíamos los paquetes de tabaco, mis hermanos y yo también le buscábamos novio, sin éxito. Poco a poco entendimos que esa búsqueda, casi una imposición –¿cuándo tendrás novio?– podía entristecerla. Ella nunca creyó que sería soltera. Ella se imaginaba con hijos. Con marido tal vez no tanto, pero con hijos sí. Iba a misa todos los domingos y cantaba en el coro. Tenía algunos amigos que se fueron casando. Cree en la bondad, pero es un poco timorata y bastante vaga. Los hombres le dan miedo. O la ponen nerviosa, no sé. Entonces habla mucho y muy rápido, repite las mismas anécdotas, está exultante.
Me desperté a las cuatro y cuarto de la madrugada en la cama gigantesca de un hotel que emula una nave espacial hortera. Él roncaba a mi lado. Me despertó el miedo. Pensé: la primera noche es el miedo. Pensé que mi tía no ha tenido la vida que esperaba, quizá tampoco la que deseaba. Sólo trabaja los fines de semana, pero consume el resto de los días levantándose tarde, pasadas las dos. Sospecho que acelera el tiempo con una botella de vino, un paquete de tabaco o tal vez más. Pensé que una familia le hubiera servido de motivación. Pensé que sus hermanos –sobre todo una de sus hermanas– han sido su familia y le demuestran que lo son. Me odié al pensar que se irá sin dejar nada.
Él dejó de roncar. Dejó de respirar. Estuvo en silencio un buen rato. Puse un dedo bajo su nariz y no salía aire. De repente dio una bocanada, como si se ahogara. Al cabo de unos minutos, volvió a pasar lo mismo. Y luego, otra vez. Le susurré que se girara para evitar la apnea. Luego me abracé a su espalda mientras los monstruos del futuro luchaban con los fantasmas del pasado en una batalla terrorífica sin sangre.
El miércoles fui a ver a una amiga T. Acaba de tener un hijo y ya van dos. Es feliz.
La segunda noche es la euforia. Mis padres seguían en el hospital, pero yo estaba de fiesta con él y mis amigos, que le hacían preguntas impertinentes, y el alcohol no me dejaba pensar con claridad. Miento: el alcohol ocultaba cualquier atisbo de preocupación o angustia. Me reí mucho.
La tercera noche es la resaca. Y la resaca deja en la arena los restos de esas historias que no se hundieron. Y tú te paseas entre aquellos pedazos de tu vida que acabaron por no formar parte de ella y te preguntas por qué. En qué momento decidiste convertirlos en meras reliquias, fragmentos incorruptibles de un cuerpo ya inerte. Qué ha hecho que se conserven, por qué no se van con la marea. Por qué permanecen aquí y te recuerdan, malditos objetos adorables, aquello a lo que renunciaste.
Deambulas por la playa desierta y querrías reconstruir de los escombros las alternativas que te perdiste, los destinos que no has tenido. Sólo para asegurarte de que no has perdido, de que no te estás perdiendo. Sólo para convencerte porque para algunos ya es demasiado tarde.
Eché mucho de menos a uno de esos hombres supuestamente interesantes con los que no me atrevo a asegurar que nunca volveré a acostarme. Porque lo jodido es eso. Aunque te enamores, aunque quieras a alguien por encima de todo, aunque sientas que estás donde debes y donde deseas, eso no aniquila otros sentimientos que, en esa guerra de monstruos y fantasmas, serían los zombies: muertos vivientes. Que vuelven y te revuelven cuando menos te lo esperas.
Él me preguntó: qué te pasa.
Al día siguiente se fue. Y así puedo decir que la cuarta noche es la nostalgia. Una añoranza que mezclaba su ausencia con la de mi tía. Una ausencia que impide el recuerdo en plan película yanki, rollo cinta de vídeo mental que puedes rebobinar y pasar cuando te plazca, porque tanto él como ella están, siguen estando, y no merecen que se les evoque como si no estuvieran.
Pensé en la vez que fuimos los tres (él, mi tía y yo) con otra tía mía, de cañas por Madrid. Pensé que entonces bromeaba con una resonancia que le tenían que hacer a las ocho de la mañana y que era demasiado pronto y que a esas horas las calles, etcétera. Pensé que ya sabíamos que estaba jodida, pero no tanto. O puede que sí. Con lo quejica que ha sido siempre, que lloriqueaba cuando no quería hacer esto o lo otro, mi tía se enfrenta a su enfermedad con un sentido del humor admirable. No es optimismo, es estoicismo. Y es admirable.
Quizá lo sepa. Quizá haya llegado mucho más allá que nosotros. Ahora entiendo que es una mujer fuerte, que jugaba –escóndeme el tabaco, que yo te sigo– porque los payasos en realidad están dotados de una sabiduría trascendente. Quizá sepa que todos lo sabemos pero fingimos no saberlo y finja ella también que no lo sabe. Porque la vida es precisamente eso: fingir que no sabes lo que te espera.
Y no permitir que nadie te lo diga porque sólo en la ignorancia queda un resquicio de felicidad. Nadie quiere que le cuenten cómo acaba una película.
O como dice Gamoneda: morir no es más que volver donde estabas hace cien años.
Pensé que, con mi tía, aquel día, recuperé una vieja gracieta de niña, cuando le dije: “Con tanto médico, tienes más citas que nunca”. Me odié al pensar que alguna vez recordaré ese día como algo especial.
Fui a Palma. Vi a mi hermano. Nos dijimos: qué putada. Mis padres son más finos. Dicen: menudo palo o vaya golpe.
La noche pasada no pensé nada, pero hoy los dedos me olían a pegamento imedio y tenías las uñas sucias de plastilina azul y los calcetines llenos de arena. Mi tía trabaja en el aeropuerto y atendía a los famosos y nos contaba cómo eran Bruce Springsteen y Julio Iglesias. En mi regresión, he abrazado su cuerpo huesudo en el que su perfume se mezcla con el tabaco.
En casa no se llora y contar las penas es de mala educación. Por otro lado, a quién le importa.
Me acaricio el lóbulo de la oreja izquierda y noto un bultito ahí donde lo perforé. Pero hace tanto que no me pongo un pendiente que sin duda el agujero se habrá cerrado. Es curioso. Me duele ahora más que nunca.
7 comentarios:
Bellísimo.
Tú tía tiene algo muy importante y, por mucho que sé que va a sonar cursi, lo voy a decir: tiene tu cariño; supongo que lo sabe pero si no, tienes tiempo...
¿Te has metido en mi cabeza?
El amor, la vida, una persona a la que queremos... nos enamoran más y de forma irremediable cuando se van.
Es el sino de las románticas = insatisfechas = que no aceptan el fin de las cosas = que intentan ignorar el paso del tiempo.
En nuestro caso, siempre parece mejor destruir y volver a construir de nuevo. Para renacer y poder sentir otra vez, como si fuera la primera.
Y es que, si no sentimos, ¿dónde está la gracia?
Continúo sin poder comentar con mi nick.
De todos modos, ya sabes lo que toca (y olvidamos que deberíamos hacer siempre): dar amor.
Un beso
Humo
:(
Impresionante texto,así como impresionante sentimiento el demostrado hacia tu tía. Animo con todo esto que seguro que dentro de poco vuelves a reír sin necesidad de alcohol mediante.
Helenacomite:
Qué bien escribes...que envidia sana.Te felicito.
:)
Enfermedad de mierda...y al final a nadie le importa...hasta que ya no estás.
Queriendo regresar...sin poder.
Salud!
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