jueves, 13 de enero de 2011

Los amantes del amor

Cada mañana prepara un zumo de naranja y me lo trae a la cama. Dice que ése es el secreto para lograr un matrimonio sin fin. Levanta las persianas y la bruma cubre su jardín destartalado, en el que se esparcen juguetes de niño, algunos arbustos y una vieja calabaza naranja que se ha deshecho con la lluvia. Tiene ensayo y se va. Pero antes me acerca el ordenador para que consulte la prensa acurrucada bajo el edredón. Repite que muere de amor por mí y nos besamos. Oigo cómo el coche arranca y empiezo a echarle de menos con el sonido de la valla al cerrarse detrás.

La casa huele a chimenea, a tierra mojada y también a tabaco. A veces, cuando el niño no está, nos fumamos unos petas mientras brindamos con ron antes de dormir. Vemos películas malas en el proyector de la sala, abrazados en el sofá. O simplemente hablamos durante horas sobre mis hombres y sus mujeres, gente que nos hizo creer que esto no existía, no por su culpa, sino por la nuestra. Hemos jugado a querer sin respeto por el sentimiento, como aquel personaje de Truffaut, menudo par de amantes del amor.

Aún nos cuesta creerlo. Tan inesperado, tan inconveniente. Y por otro lado, tan inevitable, en realidad tan fácil. Tenía que ser así. Todo en él (no: en nosotros) me resulta familiar. Y a la vez lejano, como si lo hubiera mantenido ahí, a distancia, como si pudiera ocurrirle a mis tíos o a los personajes de las novelas, a alguna amiga chilena, pero no a mí. Como si, por haberlo observardo tanto, pudiera comprenderlo, pero ni siquiera me hubiera atrevido a desearlo. Como si no fuera conmigo, como si no pudiera ser.

Tiene una hija de veinte años, fruto de un polvo gamberro que acabó en: “Hay un 99% de posibilidades de que este bombo te pertenezca”. Es una tía cojonuda que toca la gaita y estudia Publicidad, le regala camisetas de St Pauli a su novio y cada noche ven Buenafuente juntos por Skype, él vive en Asturias. También tiene un hijo de ocho, tan listo y honesto como para reconocer: “No puedo prometerte que haré los deberes, papá, porque si luego no los hiciera, me sentiría muy mal”.

Esta tarde, en el centro comercial, padre e hijo solos se disponen a comprar un pez:

- Papá, me prometiste que no traerías chicas a casa.
- Ella no es una chica, ella es mi amor.
- Confieso que estoy un poco celoso. No podría soportar que mamá tuviera novio.
- ¿Sabes? Hay muchos tipos de amor. Para mamá y para mí eres lo más importante del mundo, pero eso no quita que también queramos que otras personas nos cuiden y nos quieran. Eso no cambia lo que sentimos por ti, es otra cosa, no tiene nada que ver. ¿Verdad que no nos quieres igual que a tus amigos?
- Ya.
- Y a ellos los quieres de una manera diferente que a tus novias.
- O a Marcos.
- ¿Cómo????
- Pues eso, que a mis amigos.

Una cuarentona con aires de divorciada y de haber sangrado a su exmarido pega la oreja y escucha la conversación con ternura. Compran un pez batalla con los colores del Barça. Lo llaman Pep. Cuando le cantas el himno que les enseñé, Pep agita las aletas.

Su hija me envía e-mails. Su hijo empieza a aceptarme, poco a poco, y quiere que vaya a verle jugar a fútbol el domingo, le enseño la diferencia entre boquete y zoquete. Y si ella no le enseña a su novio la diferencia entre dentro y fuera, podrían repetir la historia de sus padres.

Por las mañanas, la casa está vacía. Sólo el mastín cojo me observa desde el porche mientras escribo, y levanta solemnemente una pata como si dijera: “Una grande y libre”, a través de los ventales. La niebla se ha disipado y el agua se evapora de las vigas, las tumbonas de mimbre, las mesas de la terraza. El mundo fuma.

Lili llega a las dos y media. Lili es la chica que viene a poner un poco de orden: recoge las cáscaras de nueces y avellanas que saltaron al partirlas, paquetes de tabaco, los kleenex del niño, vasos apurados, tensa las fundas del sofá, plancha y dobla ropa, hace las camas, enciende el motor de la cisterna.

Lili es rumana y un poco depresiva. El otro día se puso a llorar mientras pelábamos patatas y me contó que ha cortado con su novio y lo está pasando mal. Luego me contó que acaban de operar a su tía, y también lloró. Y llora cada vez que piensa en su madre y en su abuelita, que viven en Rumanía.

Dice que lo que más le gusta es mi risa. Y que, desde que estamos juntos, él es feliz. Eso hace feliz al resto de la familia.

Él llega a las tres y prepara la comida, cocina de puta madre. Comemos con Lili y luego nunca se sabe. Damos una vuelta por el pueblo o bajamos a Madrid, él intenta quedar con intelectuales para que no me aburra. Pero vamos a ver, cómo puedo aburrirme a su lado.

Nos tomamos un gintónic en La Buena Vida, un vino en Tipos Infames, mil cervezas. Acabamos borrachos en un bar de copas con ese director de cine y ese productor importante, y ese escritor y esa directora de casting y ese actor secundario y esa actriz, y él se pone de pie, el bar calla, y él anuncia que me ama, que soy la mujer de su vida, y yo sonrío y no sé qué hacer ni qué decir. Luego nos metemos en un atro que ya no huele a tabaco, sino a jamón.

Siento como si conociera a sus amigos desde siempre (y cómo no sentirlo, si los he visto en el cine o él me ha puesto al día). Siento como si todo estuviera en su sitio, especialmente yo. Entonces, lo reconozco, también siento un poco de miedo.

Porque, alérgica como era al compromiso, exploradora como era del amor, analista como era de las emociones y escéptica porque lo que no es racional, es literatura, de repente me veo con una familia, en una casa de la Sierra, con alguien a quien todo dios conoce y quien más quien menos critica, dejando que me llame cariño y amor (corazón no; si lo hace, le respondo con un apelativo como higadillo o riñon), permitiendo que me presente por ahí como su novia. Formamos un equipo.

¿Cómo no enamorarse de eso? De él y de su vida. De lo que me ha dado, de lo que compartimos y de lo que nos espera.

Soy feliz. Absolutamente feliz. Como no lo había sido en la puta vida. O sí, pero de otro modo. Igual pasa con los diversos tipos de amor, único cada uno.

Entonces me importa una mierda ese temor infantil de tener las manos demasiado pequeñas para sostener este sentimiento tan grande. Me importan una mierda la frivolidad, el ligoteo en el Heliogábal y todos esos afectados que se creen profundos por hacerse los complicados. Me importan un carajo los chantajes emocionales, los trabajos por entregar, la cuenta corriente y si he engordado un par de kilos. Me importan un pimiento los mensajes de tanteo, los e-mails sin contestar, los platos por fregar. Me importan un comino mis vecinos, mis jefes, mis ex y los que nunca lo serán.

Lo importante es que todo empieza ahora. Y he comprado naranjas, para que no tenga fin.

9 comentarios:

Viuda de Hombrepez dijo...

Mel, Mel, Mel, terminaré cruzándome contigo por Madrid, y entonces me emocionaré, tal vez no tanto como con este post, por haber conocido de manera aleatoria a la chica a la que La Felicidad la llamaba a media noche. Me alegra saber que eres feliz ahora.

vaderetrocordero dijo...

Qué gusto verte así por fín. Me alegro un montón, de verdad. Dísfrútadlo.

Ines dijo...

Siglos sin pasar por aqui y me encuentro con esto...que gusto.
Abrazos

Alberto Ramos dijo...

Amén (la tilde es opcional).

J. COHEN dijo...

Y me doy cuenta del olor a alcohol y tabaco impregnado, me doy cuenta del olor a humo, del dolor de humo, de humo líquido y de palabras, de olor, dolor y prosa. Y me doy cuenta que hoy estás aquí. Me gusta. Gracias. www,jcohen77.com

Anónimo dijo...

joder! no me puedo alegrar más por ti porque es ilegal :)))))

Anónimo dijo...

las cabras te siguen siguiendo!

C. B. dijo...

Leo esto que has escrito y me siento como un niño pobre con la nariz pegada al escaparate de una juguetería. Pero alegra la vista tanta felicidad, manque ajena sea.
Saludos.

eSadElBlOg dijo...

asi dan ganas de comprar naranjas y/o celebrar san valentin...