El señor Bernat es un filósofo reputado, uno de esos que pueden pasarse horas hablando de rugby con Edgar Morin durante una cena de intelectuales en el restaurante de Caixa Forum sin que nadie se atreva a interrumpirles. Ahí estaban directores de museos, invitados selectos y otros eruditos sirviéndose otra copa de vino, alguien mira disimuladamente qué hora es, va a perder su vuelo a París, y ellos hablaban de temas casi desconocidos, "¿te has fijado en sus cuerpos?", "no pueden estar bien de la cabeza", y "no confundamos rugby con fútbol americano", "qué estilo!".
El señor Bernat vive en un piso antiguo, tiene cuarentamil euros escondidos en un cajón y guarda las llaves de casa bajo el felpudo de la entrada.
El señor Bernat me abre en bata, me dice, pasa, pasa y desaparece en su pasillo del Eixample, regresa con un teléfono nuevo, un viejo móvil mastodóntico, me pide que le enseñe cómo funciona.
También me pide que le busque.
El señor Bernat no sabe cómo funciona Internet y quiere que cada día recopile la información que aparece sobre él en la red. Hasta el último artículo, hasta el comentario más banal. Me ha contratado para que pase una hora diaria en su despacho de baldosas recargadas y paredes con cuadros enmarcados, cortinas pesadas en las ventanas. Una hora diaria rebuscando en las páginas web, estercolero de información inútil e infamias. En Internet todo empieza muy in, promete ser individual; individualista hasta la vanidad.
Leo su nombre en todos los idiomas. Los textos le convierten en un sabio venido a menos, en un pobre hombre maltratado por la saciedad. Es un ponente de lujo, una promesa arrugada, un viejo que ha perdido pelo y criterio, un enamorado que ha perdido el culo y la cabeza, un pensador que sólo piensa en el dinero, el más grande de los silogistas, el menos reconocido entre los grandes.
Imprimo su yo y todas sus circunstancias, un ciclo filosófico en Londres, una conferencia en Roma, un premio importante en la Haya, un paseo romántico con una mexicana veinticinco años menor que él en Florencia, un hijo de la edad de sus nietos, un divorcio sonado, los insultos en las columnas que publica su exmujer.
Y todos esos agradecimientos, tantos hombres relevantes, mujeres reconocidas que se acuerdan de él.
Imprimo los artículos, desde el más prolijo hasta el más nimio. Perdí el miedo a enseñarle cómo le veían los demás un día que se enfadó conmigo al descubrir que ocultaba aquellos textos que interpretaba que podían herirle. "Te contrato para que seas mi espejo", me dijo. Y le reflejo así como le describen, consciente de que Internet es la payasada de los espejos deformados: lo que permanece es la caricatura, sólo lo grotesco destaca en este vertedero de información que inmediatamente deja de serlo. Como en la televisión o aún peor.
Llevo dos años viniendo cada tarde a la casa del señor Bernat. No diría que le conozco, pero sé qué libros están a punto de hundir las estanterías bajo su peso, sé qué merienda y qué hace mientras tanto. Sé a qué huele su after shave y quién pintó los cuadros que adornan sus paredes. Sé quién le llama por teléfono y qué visitas recibe los viernes por la tarde. Sé con qué llena la nevera y de qué color son las fundas de su sofá, sé cómo sonríe, cómo brillan sus ojos y con qué. Sé lo torpe que puede llegar a ser y reconozco la belleza en su torpeza.
En los dos años que llevo recopilando información sobre él, no he leído nada acerca de sus libros, las llamadas que recibe, sus meriendas o el perfume de su after shave.
Él lee todo lo que se escribe cada día sobre él, atónito. No hace comentarios.
Y eso que internet permite hacerlos, y hay quien suelta unas chorradas que lo flipas. (evidentemente, no me refiero a quienes participáis en este blog, gracias por cierto).
Entiendo su estupefacción. De algún modo, buscando lo que se dice de él, el señor Bernat se busca a sí mismo. En nada de lo que encuentra se reconoce lo más mínimo.
Hace un rato, he encontrado su nombre en una nota de sucesos. Paseaba junto a un bloque de pisos cuando éste se ha derrumbado y se le ha caído encima, bum. Iba de la mano de su hijo, que también ha muerto. Los funerales se celebrarán mañana, se instalará una capilla ardiente en un salón del Palau de la Generalitat, etcétera.
Todavía estoy en su casa, encerrada en el mismo despacho de los últimos dos años, frente a sus libros y este ordenador. He recordado que guarda cuarentamil euros en un cajón. Nadie sabe que sus llaves están bajo el felpudo.
También he recordado que todo lo que se publica sobre él es mentira.
Malaventuras
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Muchas veces somos producto de un desastre que reconvertimos para el bien.
Hace 17 horas