lunes, 5 de octubre de 2009

Noches en Blanca

Estoy en la habitación de un hotel que no tiene mesas. Escribo con el ordenador sobre mis rodillas, que se calienta. Unos niños juegan en el jardín, oigo sus comentarios, los pájaros, el susurro sordo del aire acondicionado y el movimiento de alguien en otra habitación que se parecerá sospechosamente a ésta. Los mismos cuadros en tonos pastel colgados en las paredes, el mismo mueble junto al armario y el mismo toldo que resulta acogedor no sé por qué.

Tengo ganas de llorar. Hace un rato, tumbada en la cama, he pensado que podría imaginarme que follaba con un desconocido de este pueblo minúsculo de Murcia. Que salía a la calle, le decía: “Tú, eh, ven!”. La idea no me ha excitado. Son unos neandertales. Lo digo en serio. Además tienen grandes discapacidades. En dos días he visto tres chicos en silla de ruedas, cuatro personas con síndrome de Down y la camarera del bar de moda está completamente sorda.

Al principio no sabíamo qué le pasaba. Creíamos que el problema lo teníamos nosotros, porque era imposible entenderse con ella. Como en los bares de moda la música suele estar muy alta y no te queda otra que comunicarte con gestos... pues eso, que el de barman es el trabajo ideal para un sordo. O lo que sería más políticamente correcto: un disminuido auditivo. La cuestión, que aquí están todos tarados. Algunas personas tienen fantasías sexuales con tarados.

También podía imaginar que follaba con alguno de los invitados, pero con cuál.

Estoy resfriada desde el domingo. Cada vez que estornudo o toso, la gente se vuelve y me mira como si estuviera apestada. Nadie quiere estrecharme la mano.

En lugar de montarme una peli porno intelectual, me he levantado y he metido la ropa en la mochila. Las camisetas que he traído para tres días, los pantalones, la ropa interior. Sé dónde guarda el dinero la editora con la que comparto habitación. Hace años que somos amigas. Antes era mi amiga La Loca, pero ahora ya no lo está tanto, no puedo seguir llamándola así.

Esta mañana ha comentado que no quería llevar tanto dinero encima y me he fijado en dónde lo dejaba. He cogido su dinero y me he dicho: no le importará. Ahora ella estará nadando en la piscina de una casa rural entre los limoneros, y luego tiene que presentar un libro. Yo tengo que participar en una mesa redonda. Pero qué más da.

He contado el dinero: 150 euros. Más 75 que tengo yo, 225. He doblado los billetes y me los he metido en el bolsillo del pantalón. Ya está. Ella se divierte con otros editores en la piscina, lleva puestos los calzoncillos de un chico que se los ha prestado. El chico es amigo de otro editor que no ha podido venir y que ha cortado con su novia. Mi amiga La Loca acaba de enterarse y salta al agua dando un grito de felicidad.

Se lió con otro hombre hace dos días. Está enamorada y eso. Pero aquel editor que no ha podido venir y que ha cortado con su novia le gusta mucho. Llevan años tonteando. Por eso salta a la piscina. El agua está helada entre las montañas y los limoneros. Ella chilla.

Aquí todo parece barato, con esto tengo suficiente para desaparecer. Doscientos veinticinco euros. No sé, salgo a la carretera, camino hasta algún sitio, pregunto dónde queda la estación o hago autoestop. Me largo.

Ayer, en este mismo pueblo en el que no lee ni dios porque a ver si te crees tú que dios pasará por este pueblo, durante otra presentación, hablé del morbo. O mejor: de la falta de él, en el caso barcelonés. Esa ciudad quiere mantenerse tan perfecta que oculta sus muertos bajo la alfombra.

Me he colgado la mochila a la espalda y sólo esperaba no toparme con nadie a la salida. De este hotel se sale por el comedor.

Cuando acabamos la presentación, una mujer vino a hablar conmigo. Dijo que tenía razón. Que ella había vivido seis años en Lleida y que lo que yo decía era cierto. Que Cataluña no es morbosa. Que en Valencia, en cambio, se diría que están orgullosos de las mujeres que aparecen muertas y mutiladas en las cunetas.

Ayer me cabreé con mi amor sobre ruedas. Hace dos días, creí haber encontrado el piso de nuestra vida. Él también lo creyó así. Pero es un caprichoso, siempre piensa que merece un poco más, que puede negociar hasta conseguir la perfección. Puso condiciones.

El administrador le dio el piso a otro más conformista y sin tantas puñetas.

Sé que son las casas las que te eligen y me consta que ésa se enamoró de mí. Mi amor sobre ruedas no le gustó tanto. Nadie quiere que le saquen a relucir los defectos.

Adiós piso perfecto.

Quiero sentirme en la puta calle.

El propietario de este hotel es un encanto. Por las mañanas, prepara zumo para desayunar, nos tuesta pan. A veces se distrae con algún rumano que le pide diez euros, y cuando se los da, el rumano le pide diez euros más, y entonces al propietario del hotel (que es vasco) se le quema el pan que estaba tostando. El comedor huele a quemado y dice “otra vez!”, porque siempre olvida que está tostando pan. Acaba de verme en el comedor con la mochila a la espalda, y sé que no hubiera preguntado nada.

Podría haberme dirigido a la carretera, en busca de la estación. Podría haber buscado la piscina entre los limoneros. Podría haberme ido tranquilamente a la cuneta o a la mierda.

Me hubieran buscado esperando no encontrar mi cuerpo. Cuerpo es el eufemismo de eso en lo que nos convertimos cuando estamos muertos en un lugar inapropiado.

Me asusta ponerme triste.

Ya casi en la puerta del hotel, como digo, me he topado con el propietario, la ropa en la mochila, el dinero en el bolsillo, el futuro en cualquier parte. ¿Cuánto tiempo compras con 225 euros? Sé que no hubiera dicho nada. Buenas tardes, buenas tardes, hasta luego, adiós. Sólo dentro de un par de horas, cuando alguien me hubiera reclamado en la mesa redonda, él habría dicho: sí, vi que se iba sobre las cinco, pero pensé que querría darse un chapuzón en el río.

Río suena a Marta del Castillo. Y vertedero. Y descampado.

He sentido la necesidad de poner una excusa al propietario del hotel. Del mismo modo, no sé por qué, me siento culpable por haber perdido el que yo creí que sería un piso perfecto.

No puedo volver al piso que alquilo sabiendo que ese ático existe, joder. Y esa puta terraza.

Sé que parece estúpido. Probablemente lo sea. Lo que para ti son tonterías se convierten en abismos ante una premonstruosa.

La mochila, el odio, el morbo, el dinero. Y esa puta tristeza. Se supone que tendría que quedarme por amor. O si no, por responsabilidad. Tengo que participar en una mesa redonda.

También tengo que largarme de aquí. Y de todas partes. Empiezo a pensar en un nombre nuevo. ¿Cómo puedo llamarme? ¿Laura? No me gustan las Lauras. Marta es seco, casi todas mis amigas se llaman Ana y sucedáneos. Los nombres de mujer son feos. Por eso no quiero tener hijas. A mis hijas las llamaría Pablo, Juan o Roberto.

Si me largo, necesito un nombre.

Me he cruzado con el propietario amable del hotel cuando estaba a punto de salir, y aunque sabía que no tenía por qué decirle nada, le he preguntado: “¿Sabe dónde puedo encontrar un cibercafé? Tendría que conectarme un momento”. Era una buena excusa para irme sin levantar sospechas.

Mujer más o menos rubia y más o menos delgada y de estatura media. Se busca. Tres días desaparecida. Seis días desaparecida. Un año desaparecida.

El hombre amable ha contestado que hay internet en el hotel, pero que el WiFi no siempre funciona, que un momento, por favor, que ahora me daba un cable y así podría conectarme.

Ahora estoy sentada en la cama de la habitación sospechosamente idéntica a la de al lado, un cable une mi portátil con la pared -desgastado cordón umbilical con el mundo-, he devuelto al escondite de mi amiga el dinero que he cogido.

Esta noche iremos al concierto de un cantautor con el que descubrí que soy la peor groupie del mundo. Y hablaré de tantas cosas con mis nuevos amigos y nos reiremos tanto. Y el cantautor acabará dando un concierto junto al río rodeado de los cuatro roqueros de este pueblo, todos borrachos perdidos, rascando las guitarras, hasta que la policía les diga “disculpen, señores” a las seis de la madrugada. Mientras mi amiga La Loca que ya no lo está y yo dormimos a pierna suelta sin acordarnos de la resaca de mañana.

Acaba de llegar ahora mismo, el pelo empapado y una sonrisa triunfal. Le brillan los ojos y me comenta que hacía tiempo que no se lo pasaba tan bien como en la piscina. Que qué hago aquí metida. Que tendría que haber ido.

8 comentarios:

Don Peperomio dijo...

:(

Diamante dijo...

Tenemos 3 coincidencias, yo también estoy con gripe, y también me quiero cambiar de nombre, he penado e Isidoro, así me podrian llamar Isi, y tambíen me vienen recuerdos de Marta del Castillo por una picia que solté en un foro...

Diamante dijo...

Siempre hay que llevar un libro a mano para ponerlo entre las rodillas y el portatil para que no te de calor en las piernas.

Toda la descripción de los sonidos es como si fuera un ejercicio de relajación, como vas oyendo cada uno de los sonidos y te detienes en ellos lentamente.

Es verdad lo que dices de Murcia, Toscano, el que va en silla de ruedas en Gran Hermano es de allí.

Todavía los sordos no tiene su dia internacional :S el dia internacional del lenguaje de signos...

Lo de desaparecer, ... espero que no desaparezcas del blog.

Deja a tu amor sobre ruedas y vente a vivir conmigo ;-) :-P

Realmente si, el cable de internet es el cordón umbilical que te une con el mundo, ni trabajo, ni familia ni amigos ni negocios ni ostias XD

Por el título pensé que hablarias de la noche en blanco de madrid en la que están abiertos los museos y hay cantidad de actividades...

vaderetrocordero dijo...

Te sorprendería lo mucho que tenemos que aprender de los tarados de los pueblos de Murcia.

Para empezar: No se andan con tantas hostias a la hora de largarse. Se largan y punto.

Mel Alcoholica dijo...

Olvidé añadir que todos se apellidan Cano.

En cualquier caso, luego sangras un poco y se te pasan las gilipolleces. Vuelvo a estar en forma, antónimo de enferma.

Y aquellas personas (que nunca jamás pasaron por la feria ni se acercaron a los libros) me cayeron bien con ese raro elitismo que confunde lo impensable con lo exótico. Hicieron que me sintiera una esnob y tuve que pagar por ello: en los bares nos cobraban más que a los del pueblo.

vaderetrocordero dijo...

Si, son unos hijos de puta admirables.

humo dijo...

Y quién no se iría de cualquier parte alguna noche de esas...

errante dijo...

y quién no sería todas las noches durante una buena temporada...