viernes, 27 de noviembre de 2009

La bella durmiente

Cayó a plomo junto a la entrada del metro. Los demás, unos completos desconocidos que se dirigían hacia alguna parte, nos miramos sin saber qué hacer. Un hombre con un feo jersey verde césped se agachó a su lado, mientras interrogué enarcando las cejas a una mujercita menuda con gafas que respondió: "ya llamo yo".

También yo me acuclillé junto a su cabeza, otra mujer le hacía las preguntas que aprendí que hay que hacer en un cursillo de primeros auxilios, me oyes? estás bien? cómo te llamas? La chica no reaccionaba. Tenía los ojos cerrados, alguien le levantó las piernas para ver si volvía en sí, la mujer que hacía preguntas dijo que era enfermera, le volvió la cara hacia la acera por si se ponía a vomitar, y yo le abrí la boca para asegurarme de que no se tragaría su propia lengua.

La mujercita que había llamado a urgencias dijo: "tendrá veintisiete o treinta años", y yo pensé pero qué dices tía, pero no dije nada. La mujercita que había llamado a urgencias le pasó el teléfono a la que había dicho que era enfermera, y ella repitió pues eso, que tendría unos veintitantos y que estaba inconsciente en medio de la calle.

La chica empezó a mover los ojos bajo los párpados. Muy rápidamente, como si soñara o no lograra despertarse. La que aseguraba ser enfermera volvió a hacerle las mismas preguntas. Se las hacía en catalán, pero yo estaba segura de que aquella chica era castellanoparlante, no sé por qué. Le miré las uñas, mal pintadas y largas, tenía un par de anillos de oro demasiado brillante. Me descubrí acariciándole el pelo, oxidado por culpa del tinte. Con la otra mano, agarraba su bolso de Tous con osos estampados y otra bolsa de cartón con el cartel de Mamma Mía.

La chica nos miró sin sorpresa, veinte personas a su alrededor comentando la situación, se había rodeado la cintura con ambos brazos y se retorcía de dolor. "Tendrá la regla", dedujo alguien. Se llamaba Patricia, aunque al principio nadie la oyó cuando lo dijo. Luego, todavía en un susurro, contó que había estado vomitando toda la mañana.

La ambulancia no llegaba.

Quien llegó fue un chaval hortera con gafas de sol y anillos gordos en sus dedos flacos, que dijo: "Qué ha pasado? Yo la conozco". Y luego: "Bueno, de hecho soy su novio".

No le creí, pero fui la única. El chico se arrodilló junto a la chica, que no cambió de expresión, mientras alguien se quejaba de la lentitud de la ambulancia. El agente de una administración de fincas, vestido con un traje gris, se acercó y preguntó si podía hacer algo. Un argentino llegó con un vaso de agua caliente y una pajita de color naranja para que la chica bebiera.

Ella volvió a perder la consciencia.

Pum.

La mujercita llamó a urgencias de nuevo, y también lo hizo la dependienta de una zapatería desde la tienda. Y luego un flipado dijo: "soy enfermero, qué ha pasado aquí?". Y la enfermera contestó que estaba todo bajo control.

Agachada junto a la cabeza de aquella desconocida, pensé que no pintaba nada en aquella escena, rodeada de desconocidos que observaban y esperaban a que alguien se hiciera cargo. Algo, no sé qué, hizo que me estremeciera. La mujercita repitió al teléfono: "veintisiete, veintiocho años", y el presunto novio de la chica se escandalizó: "pero de qué vas, pava, si tiene diecinueve".

Había vuelto a abrir los ojos, pero la barriga le dolía tanto que lo que dijeran de ella le daba igual. "Será el apéndice", aventuró el agente de la inmobiliaria pegado a su carpeta de cuero. Ella sacudió la cabeza, y reunió fuerzas para contestar con hilo de voz que ya le habían operado de eso.

La enfermera me arrancó el bolso de Tous de las manos, la bolsa de Mamma Mía, y se los dio a su presunto novio. A mí ese tío no me gustaba, pero quién soy yo.

La calle se había llenado de curiosos; habría cuarenta, cincuenta personas, entre chavales que salían del instituto, currantes que iban a comer, señoras que habían bajado a comprar pan.

Recordé la historia que le pasó a una amiga mía. Tenía un pretendiente, un pretendiente pesado. Se conocieron de adolescentes y el destino (según él), la perseverancia de un obseso (según ella), los reunió años más tarde. Él la llamaba para quedar, ella le decía que no. Tenía mucho trabajo. Es cierto, escribía los discursos de un político importante y solía dormir tres horas diarias. Era una workaholic total. Él no entendía que a menudo el trabajo es peor que el más celoso de los amantes; hasta que ella no lo rechazara por culpa de otro hombre, no se daría por vencido.

Ella le puso la excusa de otro hombre, él no se la tragó. Seguía llamando. Le enviaba e-mails a todas horas. Le enviaba poemas, flores, canciones. Le aseguraba que era la mujer de su vida y que él la haría feliz.

Un día ella aceptó una cita. Lo hizo por cansancio, por hartazgo, para ver si así conseguía quitárselo de encima. Quedamos, vamos al cine, que así no tenemos que hablar, y cuando salgamos, tendré una llamada perdida en el móvil, un asunto urgente, ha estado bien, pero ya ves que ando muy liada, me tengo que ir, ya nos veremos, adiós.

Aceptó porque el trabajo la consumía, aceptó porque no sería para tanto, aceptó con la intención de estar borde, aceptó porque a veces te cansas de decir que no y aceptó, pues, porque sí.

Estaba realmente muy cansada, tenía un dolor de cabeza insoportable y le entraron náuseas. Se derrumbó en el asiento del cine y, nunca sabrá si fue por el calor de la sala o por culpa de la oscuridad, inmersa en aquel abismo de desconexión total, creyó primero que se estaba quedando dormida. Y justo antes de darse cuenta de que se había meado encima, comprendió que se desvanecía.

Le diagnosticaron estrés. Despertó en una cama de hospital, y lo primero que vio al abrir los ojos fue a sus padres con aquel hombre al que tantas veces dijo que no; aquel hombre con el que aceptó ir al cine para que la dejara en paz, hostia ya. Aquel hombre la peinaba y le decía "cariño" y la besaba en los labios como si fueran novios formales. De hecho, mientras ella estaba inconsciente, había dicho a médicos y familiares que llevaban meses saliendo juntos. Que planeaban casarse. Nunca ha pasado tanto miedo como entonces.

Porque, si hay algo que acojona más que descubrir la obsesión que has provocado en alguien son las consecuencias que se derivan de esa obsesión: primero presión y luego mentiras. Y quién sabe, quizá también violencia derivada del acoso. Lo peor, según mi amiga, eran las dudas que generaba aquel miedo: ¿quién le aseguraba que aquel tarado no la había envenenado mientras tomaban un café rápido antes de meterse en el cine? ¿hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿o simplemente se estaría volviendo loca?

Ayer, mientras oía la sirena de la ambulancia por fin cruzando la Meridiana, recordé que mi amiga tuvo que cambiar de trabajo y de país oficialmente por culpa del estrés, en realidad porque temía a ese hombre o a sí misma. Habían pasado veinte minutos desde que aquella chica había caído a plomo en la acera, y ahí estaba ese hortera con gafas de sol, rebuscando en el fondo del bolso Tous su tarjeta sanitaria.

Quise convencerme de que estaba equivocada, de que, cuando ella despertara, lo haría segura y feliz junto a su príncipe.

Pero algo no encajaba.

Los gilipollas del 112 nos echaron de mala manera, "todo el mundo fuera, se acabó la función". Las dependientas volvieron a sus tiendas, y las marujas, al cotilleo mucho menos suculento de la televisión; los chavales compraron tigretones para comérselo después del porro, y el agente de la inmobiliaria se fue a enseñar un piso que total no venderá.

Todos volvimos a ese mundo inalterable en el que la gente hace cosas y no se desmaya, sin conocer el final del cuento de hadas o la película de terror, habrá sido un sueño o empezará la pesadilla. Entonces, con los auriculares en las orejas y una canción a medias en el iPhone, sentada en el vagón del metro, una pregunta seguramente tonta me pellizcó el estómago: ¿por qué, si aquel chico era su novio, no se ofreció a llamar a sus padres ni a nadie de la familia?

5 comentarios:

Alberto Ramos dijo...

A Al le gusta esto.

Don Peperomio dijo...

A Martin tambièn.

tequila dijo...

a Tequila la encanta

besos Mel

dracir dijo...

leyéndolo he recordado dos situaciones ya vividas pero mejor metabolizadas de lo que yo fui capaz.

Diamante dijo...

Yo quisiera responder a tu pregunta, pero si no das más datos del chico...