lunes, 16 de marzo de 2009

La dama amarillea

No había vuelto a verla desde que estudiaba en la Universitat Autònoma. Y su aparición provocó ese miedo incrédulo tan propio de los fantasmas. Pero no, no fue miedo, exactamente. A mí sólo me asustan las cosas reales. O ni siquiera. Esto no me convierte en valiente, sino en empática. Nos aterra lo que no entendemos, y a veces tengo la impresión de que ya lo entiendo casi todo. Precisamente porque todo es incomprensible.

Primero fue un rumor, luego una leyenda urbana. Corría por los pasillos de la facultad con los mismos pasos breves con los que se movía ella. Nunca hablaba con nadie, y si te acercabas adonde estaba, cambiaba de dirección, y desaparecía efectivamente.

Los de cuarto nos contaban que se había enamorado de uno de los profesores, y que había jurado no cambiarse de ropa hasta que consiguiera acostarse con él. Desde entonces, llevaba aquella camiseta blanca, pantalones blancos y un sombrero del mismo color, un chal también blanco con el que se cubría el rostro mientras se iba corriendo, a pasitos cortos.

Según pasaban los cursos, cambiaba el nombre del profesor del que supuestamente se había enamorado la dama de blanco. Cambiaba el profesor, pero no la ropa que ella se ponía; sus bambas estaban destrozadas, creo que eran de la marca Victoria. Cada vez llevaba el sombrero más calado, y lo único que no cubría aquel chal con el que se ocultaba la cara eran sus ojos. 

A veces nos la encontrábamos en los ferrocarriles, nunca respondía a quienes le dirigían la palabra.

Un alumno quiso escribir sobre ella en Periodismo Literario; otro quiso entrevistarla para Periodismo de Investigación. Los profesores nos lo prohibieron: no aceptarían ningún trabajo sobre la dama de blanco.

Una tarde, estaba esperando a un profesor en su despacho, yo hacía tercero, él había salido un momento para ir a buscar unos exámenes, creo, o unos trabajos, cuando alguien llamó a la puerta. 

Era ella.

Fue amable. Preguntó por el compañero de despacho de aquel profesor que había salido un momento. Ese compañero de despacho es hoy regidor de cultura. Entonces sólo era profesor universitario sin cargos y, según la leyenda urbana que corría por los pasillos de la facultad con los mismos pasos breves con los que se mueve la dama de blanco, ella no se cambiaría de ropa hasta que no se acostara con él.

La recuerdo allí, en la puerta del despacho, tan cerca. Tan natural. Sólo preguntó por aquel hombre, lo llamó profesor. ¿Está el profesor Tal? No, dije yo. ¿Sabes cuándo volverá? No, dije de nuevo. Y luego, me parece, algo parecido a "lo siento".

Tal vez debería haberla invitado a entrar, siéntate conmigo y lo esperamos juntas. Habría conseguido lo que nadie logró nunca: hablar con ella. Quizá, retirándole el chal de delante del rostro, conseguiría arrancarle también el nombre, el misterio, la leyenda.

No, no sé cuándo volverá, dije. Y ella respondió: gracias, y cerró la puerta e imagino que se fue. Luego llegó el profesor al que yo esperaba, y repasamos aquel examen, aquel trabajo, o aquello por lo que fui a su despacho. 

Han pasado diez años desde entonces. Hace unos cinco que no me acerco a la Autònoma. 

Estaba el sábado en Sant Cugat, en la Setmana del Llibre en Català, cuando vi a aquella chica. Aquella mujer. Aquel fantasma. No la reconocí en seguida. Sus ropas ya no eran blancas. Llevaba los mismos pantalones, la misma camiseta, el mismo chal, ahora raído. Todo amarilleaba. Su sombrero era gris.

Había cambiado aquellas bambas destrozadas por unas botas también blancas. Y también destrozadas.

Pensé que se había pintado la cara. Pero no. Cuando me acerqué a ella, descubrí que, de todo lo que tiene, es lo único que ahora tiene blanco como el papel.

Hojeaba un libro que había cogido de una estantería. Un libro cualquiera, me temo. Puede que sea un vampiro, pensé. Un vampiro que se alimenta de páginas, por eso es tan blanca, por eso no puede darle el sol de la realidad. Si la realidad la toca, se muere, se desintegra como las hojas abandonadas en el almacén de una biblioteca.

Amarillea como un libro viejo, pensé. Un libro que nadie ha logrado leer. Un libro mal editado, tal vez.

Lo que está escrito no me asusta, porque creo que le he perdido el miedo a casi todo. Esto no me hace valiente, sino insensible. Sólo el dolor podría asustarme, supongo, y eso no sería miedo, sino instinto. No sé.

La dama de blanco hojeaba aquel libro cualquiera frente al estante, y me acerqué a ella. Sabía que, en cuanto estuviera a unos pasos, dejaría el libro exactamente en el mismo sitio de donde lo había tomado. Y luego, desaparecería con disimulo, como ha hecho siempre desde que la vi por primera vez.

La dama de blanco apesta. 

Me acerqué tanto como pude, imité sus gestos, fingí interesarme por cualquier libro, como había hecho ella. No huele como huelen los almacenes de las bibliotecas, o también.

Entonces lo entendí. La dama de blanco es el tiempo. 

Es todo el tiempo que cabe en una vida. Todo el tiempo que cabe en una espera. La dama de blanco es el tiempo que se pretende quieto, inamovible. Pero que pasa con pasos apresurados en unas bambas destrozadas, un sombrero sucio calado hasta los ojos y un chal andrajoso que cubre un rostro al que nunca ha acariciado el sol.

La dama de blanco huele a tiempo perdido. 

Y mientras yo fingía leer aquel libro cualquiera que me servía como excusa para descubrir su perfume y su misterio, su leyenda, ella dejaba aquel otro libro que también había fingido hojear en el mismo estante, apenas a un metro de mí. 

Para dar media vuelta. Y desaparecer como el fantasma más aterrador de todas las realidades.

13 comentarios:

Argeseth dijo...

Interesante la metáfora y la reflexión, más.
Saludos.

Chafan dijo...

Qué chulada, lo cojonudo es la cantidad de tiempo que se ha perdido hablando de una que no era ella.

Alberto Ramos dijo...

El profesor Tal era un cachondo. Y a algunas las ponía ídem.

Anónimo dijo...

La dama de blanco siempre estuvo enamorada de ti. Esos pasos cortos en el pasillo, ese encuentro en el despacho del profesor. No fueron casualidad. Te buscaba a ti. También en Sant Cugat. Tú no te has dado cuenta, pero la dama de blanco es tu vecina de arriba. Ni el profesor ni leches. Ella te quiere a ti. Tiene tu libro en la estantería. Y tu foto en blanco y negro, con esa mirada llena de vida vivida, en la mesilla de noche.

V.

Mel Alcoholica dijo...

Joder, anónimo-V, casi logras acojonarme. De hecho, he llegado a pensar que la dama de blanco eras tú, a quien a punto estuve de llamar Victoria en esta entrada por sus bambas,

Lo que me tranquiliza es que nadie vive encima de mí. A no ser... claro, los zombies que se esconden en el altillo.

Anónimo dijo...

nunca el tiempo es perdido pués hasta lo más trivial ocupa lugar en la memoria.
te leo a menudo sin comentar y eso no es perder el tiempo.
me gustó, como de costumbre.

salud-saludos

Chexpirit dijo...

Alguien debería decirle a la dama de blanco que la técnica de no ducharse durante varios años para acostarse con una persona no funciona. Simplemente lo sé. Puede que la dama de blanco escuchase que al profesor en cuestión le gustaban las tías guarras, pero vaya tela, le tenía que oler bien el chirri. Entre la caspa, las costras de regla reseca y la rigidez por desuso dudo que ningún profesor se aventurase a lidiar en esas plazas.

Anónimo dijo...

Ya me gustaría ser la dama de blanco. Pero no encontré ligueros de ese color. No. Creo que en el altillo tienes la clave. Recuerdo que un día, mientras estabas sentada en uno de los bancos de la facultad de periodismo, ella se asomó desde lo alto, desde la última planta. Creía que se quería tirar. Ahora lo entiendo. Te estaba mirando a ti, que despreocupada tratabas de desenmarañar unos folios de no sé qué historias. Luego en el tren, mientras leías, ella te observaba, callada, con su gorro blanco, tres asientos más atrás.

V.

Mel Alcoholica dijo...

Vale, anónimo-V, retiro lo dicho en el post: ME DAS MIEDO.

Anónimo dijo...

Tranqui, sin el liguero soy inofensiv@. Pero cuando me lo pongo de antifaz soy temible...

V.

errante dijo...

joder, yo pensando en el tiempo perdido, hoy que es mi cumpleaños... y cuando he leído a anónimo V me han entrado ganas de liarme en un chal, salir corriendo y esconderme en una estanteria...

Diamante dijo...

La dama se esconde

senilDion dijo...

Si la dama de blanco era el tiempo, ¿quién cojones es el que iba por ahí vendiendo pegatinas?