sábado, 28 de enero de 2012

Sonámbulos por la frase


Queridos dos,

Que no quiero irme lo demuestra mi repentino ataque de cuarentona prematura. He comprado muebles para el piso, he pintado un armario y voy a Pilates dos veces por semana, me da mucha vergüenza cuando la profesora me riñe porque hago los ejercicios mal, y el otro día una chica me dijo: “Perdona que te haga esta pregunta, pero tú no te dedicas a las letras?”. Y yo me quedé muy quieta, sin saber qué contestar.

La cosa está fatal. Ya os dije que cobraba setecientos euros al mes, de los cuales trescientos se van a Autónomos. Supongo que podría buscar trabajo en revistas como Men's Health o GQ, pero ya no me quedan fuerzas para escribir reportajes por los que me pagarían unos cincuenta euros menos IRPF. Me oigo decir esto (o lo leo) y odio ser tan quejica, pero llevo catorce años dedicándome al maldito periodismo y os juro que no puedo más.

He ofrecido mis servicios como traductora y estoy metida de lleno en una novela que debería entregar en mayo (de ahí que dude ante la idea de irme, porque tengo previsto hacerlo a principios de marzo). Por otro lado, es como si lloviera cada puto día en esta puta ciudad. Todo el mundo está triste y de mal humor, y eso que el Barça gana siempre. Las noticias son cada vez más desalentadoras y me siento muy sola. La crisis ha llegado hasta los quesitos. Me gusta más la vaca que ríe, pero ahora compro del caserío me río, porque crearon una cooperativa para salvar la empresa, y bueno, los pobres no tienen ni para el hilo ese rojo con el que podías quitarle el papel a la caja, y me paso varios minutos intentando arrancar el papel del cartón con las uñas, como la secuencia de Mira Sorvino abriendo un CD en aquella película de Paul Auster, creo que era Lulu on the Bridge

Esta tarde vendrá un amigo de Santander que también ha visto frustrado su sueño de irse a NY porque ha cortado con su novia (una modelo que por lo visto está muy buena, pero como una puta cabra). Quizá quiera alquilar mi piso desde marzo hasta finales de mayo, fecha en la que tengo que volver porque se casa mi primo en Córdoba. Y luego, ya veremos.

No me gusta hablar de sueños frustrados ni de personajes que rebuscan en el bolso porque, como dice Zadie Smith, son tópicos que implican ir sonámbulo por la frase. Es una pequeña traición, pero es traición de todos modos. Cuando la cometemos, nos hemos vuelto perezosos y nos adaptamos al clisé. “Cómo separar al bolso de su viejo y persistente amigo rebuscar”, apunta Zadie Smith sin darse cuenta de que “viejo amigo” también es ir sonámbulo por la frase. Ayer lo hablaba con otro amigo, nada viejo, mientras comíamos: escribir es procurar no ir siempre sonámbulo.

Y luego, ya veremos. No sé cuál es mi intención en Buenos Aires, conocer a la gente del mundo editorial, ir a la feria del libro, enrollarme con un par de argentinos cultos y cool, y olvidarme de esta mierda de país donde los jurados populares cometen delitos no sólo ortográficos, quiebran empresas y familias, mandan los hijosdeputa, los oligofrénicos agachan la cabeza, el que no está parado tiene un sueldo paupérrimo y nadie sabe qué hacer, nos limitamos a esperar a que se nos caiga el techo encima. Preferiría irme a Gran Bretaña o Estados Unidos, pero mi nivel de inglés deja mucho que desear. Me asusta la inseguridad ciudadana y en este sentido, aunque haya terremotos, dicen que Chile está mejor. Bueno, tal vez al final opte por Chile. No sé. Me da igual. Sólo quiero salir de aquí.

Hablo de inseguridad ciudadana y ayer, mientras comía con mi amigo, asesinaron a tres personas en el edificio de enfrente, a dos manzanas de mi casa. Dos ancianos y su nieta de dieciséis años. Los vecinos vieron cómo alguien metía al perro de los ancianos en el maletero de su coche, se supone que para que no ladrara. Por qué el asesino no mató al perro plantea una cuestión interesante. El hombre metió al perro en el maletero del viejo Mercedes blanco, propiedad de los ancianos, justo a la misma hora en la que mi amigo y yo salíamos de comer. Pero no vimos nada, o no nos fijamos, porque andamos sonámbulos por las calles de siempre.

Estoy tan desanimada que me lo tomo como una especie de alternativa al suicidio. Un suicidio figurado, se entiende, no os asustéis, un empezar de nuevo. Preferiría hacerlo con alguien, para espolearnos mutuamente en los momentos difíciles, pero ésta es una excusa que oculta el miedo que tengo en realidad. 

Antes me gustaría hacerte una visita, Anika, pero Pumuky, tú dijiste que no puedes hasta principios de marzo y quizá para entonces ya habré cruzado el Atlántico. Sería divertido vernos los tres masqueperros y pasearnos por los jardines de Londres, ir a St Dunstan in the East, comprar libros y ver algún partido del Manchester. Anika de nuevo: todavía no te he enviado los libros que te prometí, pero lo haré la semana que viene sin falta. Pumuky: hace meses que no voy a Madrid, me hubiera gustado ver tu función. Os echo de menos.

Sin duda la mía es una angustia absurda, hay gente que está mucho peor que yo, pero necesito quitarme de encima esta patética sensación de fracaso. Trapiello dice algo así como que nuestros logros nos resultan ajenos, descubrimos aquello que no sabíamos que sabemos cuando repasamos algo que escribimos, y entonces pensamos que nos lo dictó alguien mejor que nosotros. Mientras que los fracasos, en cambio, los errores, los reconocemos inmediatamente como propios. Cómo despojarme de la impresión de que me he equivocado, tendría que haber leído más, escrito más y mejor. En fin, supongo que también tengo una crisis prematura. O que estoy en crisis más que nunca. O que se contagia la lluvia, aunque no llueva de verdad.

Agradaceré vuestras palmaditas en la espalda y vuestros abrazos virtuales.
Qué es eso de la penicilina????!!!!
Un beso enorme,
Mel

viernes, 6 de enero de 2012

Mi carta


Habíamos dejado polvorones y champán en la mesa del comedor, un bol lleno de lechuga y otro con agua para los camellos. Estábamos en el piso de Concha Espina. Mis abuelos habían vendido el chalet que tenían en el parque de Conde Orgaz. Nos dijeron que era porque, después de que se sus hijos se independizaran, les quedaba grande. Era mentira, pero no la que descubrí aquella mañana de Reyes.

Mis hermanos y yo nos levantamos muy temprano, obligados como habíamos sido a conciliar el sueño cuando la emoción no nos dejaba pegar ojo. Los camellos eran unos guarros, habían pisado el agua del bol y sus huellas se esparcían por todo el comedor. A Sus Majestades el dulce no les gustaba tanto como el champán, se habían acabado la botella. Sobre la mesa, una carta. Para nosotros tres. Como buena hermana mayor, quise leerla en voz alta, pero estaba escrita en árabe. 

Recuerdo algunos regalos bajo el árbol. Recuerdo que aquél fue el año del cuaderno de Hello Kitty, donde empecé a escribir historias sobre la gata y sus amigos: Hello Kitty va de pesca, Hello Kitty en el parque de atracciones, Hello Kitty se hace puta. Muerte a Hello Kitty. Recuerdo el jersey de lana que nos había hecho mi abuela; el de mis hermanos era azul, el mío rojo. En el pecho, la inicial de nuestros nombres. 

Aquel piso gigantesco olía madera buena. Milajros (con jota, porque era gallega) entraba por la escalera de servicio. Tiwá, la pastora de los Pirineos a la que bauticé cuando tenía yo un año ampuntando un verbal petit-waw-waw, estaba gorda. Acompañaba a Milajros en la cocina, y ella dejaba caer una patata frita, un trozo de pan, los restos de la carne picada, como si no se diera cuenta. La perra los engullía.

Cosas de burgueses. Para avisar de que habíamos acabado el primer plato, mi abuela agitaba una campanilla. Entonces Milajros traía los segundos, después el postre. Si no había campanilla, mi abuela hacía tintinear la copa con el mango de su tenedor de plata.

Aquella mañana de Reyes, desmenuzados los paquetes y celebrados los regalos –Milajros tenía el día libre y le habíamos contagiado a Tiwá nuestra excitación: correteaba por la casa con la lengua fuera y agitando el muñón que, por pedigrí, le quedaba en lugar de la cola–, nos sentamos sobre la enorme alfombra persa, a los pies de mi abuelo, que se ajustaba las gafas en el sofá orejero. Dijo que nos traduciría la carta que nos habían dejado los de Oriente, y yo ahí empecé a sospechar.

Sabía que mi abuelo hablaba francés, castellano, inglés y un poco de alemán, tiene raíces teutonas. Por otro lado, me constaba que el árabe es un idioma muy difícil y me parecía raro que, si mi abuelo lo conocía, no nos lo hubiera dicho. “Copito”, le pregunté: “¿Tú sabes árabe?”. Llamamos a mi abuelo Copito porque tiene el pelo muy blanco y un espeso mostacho también muy blanco. Y su hija Tantalia empezó llamarle así a escondidas, y él lo descubrió y le gustó, y pidió que a partir de entonces aquel fuera el nombre por el que le reconocieran sus nietos. 

Mi abuelo Copito contestó que sí, que sabía árabe. Le pregunté por qué y respondió que había pasado mil y una noches en Siria.

Entonces se puso a leer la carta muy despacio, repasaba con el dedo índice las letras de derecha a izquierda, y a veces se equivocaba. Se corregía. Como habéis sido buenos piños... niños, niños. Os hemos traído estos pasados... perdón, quise decir presentes. 

A mí todo eso me parecía muy raro. Sobre todo porque dijo algo así como “gracias por los polvorones, estaban de rechupete”, y claro, la expresión no es muy propia de unos señores que llevan vivos más de dos mil años. Mi abuelo nos estaba timando, se estaba inventando el contenido de la carta. La verdad era que no tenía ni puta idea de árabe.

Entonces, mientras esperaba con estoica paciencia que acabara su numerito para poder jugar de una vez con los regalos, un frío terrible se filtró por debajo de mi grueso jersey de lana y se apoderó de mí. De repente entendí que no es que mi abuelo estuviera inventándose el contenido de la carta. El agua por el suelo, la botella de champán. Todo era un montaje. Comprendí con horror que esa carta ni siquiera estaba escrita en árabe, que la había escrito él mismo.

No, pero no puede ser, repetía para mis adentros. La realidad que eso implicaba resultaba inadmisible.

Mi imaginé a Copito escribiendo la carta en falso árabe, sentado la noche anterior en aquella misma mesa mientras mi abuela dejaba los regalos bajo el árbol y, juntos, brindaban por la ilusión. Me embargó una emoción muy profunda que luego he vuelto a sentir muchas veces y que mezcla, sin yo darme cuenta, amor y piedad, el terror del desengaño, la frustración y, a la vez, un agradecimiento infinito. Tantos hombres actuarían así, años más tarde, para no hacerme daño. Y yo, como entonces, me haría la tonta para no perder eso tan valioso, tan necesario, tan definitivo.

Aquel día fingí que seguía creyendo por mis hermanos, que no merecían todavía la hostia en el orgullo que comporta comprender que tus mayores te han mentido año tras año. Y así, me convertí, yo también, en uno de esos mayores que ocultan la verdad para preservar la inocencia de los niños. 

Fingí que seguía creyendo por mi abuelo, que se había esforzado tanto en hacernos creer, que se pondría muy triste si supiera que no lo había conseguido. Fingí sobre todo con la intención de regresar a la felicidad de la ignorancia. Si me esforzaba mucho, mucho, mucho, sería capaz de olvidar lo que acababa de descubrir. Volvería a tener insomnio por culpa de la impaciencia que provoca el anhelo.

La alternativa era el cinismo.

Ahora me levanto en un piso vacío de pasillo infinito con los pies helados, y lo recorro una y otra vez, consciente de que la mejor manera de no llevarse un chasco es no hacerse ilusiones. Supongo que, maldita sea, en eso consiste la madurez. ¿O se trata tan solo de cobardía? Ojalá por lo menos me hubieran traído carbón, porque en tal caso significaría que he sido mala y merezco un castigo. Pero no hay rastro alguno ni siquiera de montaje: ni huellas de camello, ni lechuga mordisqueada, ni una botella de cava agotada por los brindis. 

Este vacío es lo que te queda cuando, en la carta de los deseos, pides que no te engañen.

De modo que sigo inventando. Rápido, rápido. Cualquier cosa. Sal de aquí.

Habrá una carta en el buzón, me prometo, un cuaderno en blanco. El maravilloso presente de lo que aún está por escribir. Y vuelvo a emocionarme mientras espero una excusa para bajar a comprobarlo.