jueves, 27 de octubre de 2011

Puta desgraciada


 
La tarde de los cojones ha empezado a las tres. Entonces un chico ha preguntado por mí a través del interfono y ha subido con un ramo de rosas, once rojas y una blanca. En la nota pone: “Casi llegamos al aniversario”. Cabronazo, así no hay quien corte. Regresó ayer a Madrid, tras dos días de conversaciones infinitas, o quizá mejor monólogos que siempre hacía yo. Algunas lágrimas, "no lo entiendo", sin reproches. Por la noche, un mensaje: “Eres la mujer más inteligente, hermosa, rara, independiente, ingobernable, adorable y cascarrabias a la que he amado”. En la tele, Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo. Yo al teléfono: "Conmigo nunca te has puesto taparrabos". Y él: “Antes me he dejado 'impredecible'”.

Once rosas rojas por lo que ha sido, una blanca por lo que casi fue. Ya sabemos qué fue de él, pero no lo que será de nosotros. Las meto en un jarrón y llueve a cántaros, compro un paraguas y voy a trabajar. Salgo del metro y los maravillosos zapatos que traje de San Francisco resbalan sobre la acera, me doy un trompazo como en los cómics; Tintina en Sans, o mejor la capitana Haddock, por todos los rayos y centellas. Me levanto con el cóccix salpicando estrellas y, buf, tengo un mareo. Me apoyo en una pared, unos segundos nada más, sigo caminando. Me apoyo de nuevo, esta vez en el escaparate de una tienda cerrada, un hombre y una mujer se resguardan de la lluvia y me preguntan si estoy bien, los oigo a través del iPod y mil galaxias. Sigo caminando.

De repente, muchas caras. Cuatro, cinco. Me miran desde arriba, me hablan. Estoy en el suelo, me he desmayado. Estoy empapada y el señor que me ha preguntado hace un momento si estaba bien, me arrastra de nuevo hacia el escaparate para protegerme del chaparrón. Una rusa recoge mis cosas, el paraguas, el iPod, va a buscar agua con azúcar. Un joven trajeado dice que estoy lívida, que tengo los labios blancos y acartonados, me preguntan todo el rato si les entiendo. Creo que sí. Bueno, más o menos. ¿No te acuerdas de nada? No. ¿He comido bien? Nunca como bien, pero precisamente hoy he comido pollo. El primer señor llama a una ambulancia. “Es que se te van los ojos”. Es verdad que estoy mareada. Tengo la tonta impresión de que, cuando te mueres, sientes algo parecido a esto. Qué absurdo morirse así. Me bebo el agua con azúcar, tengo el culo mojado. Tengo que llamar a la radio para avisar de que me voy a retrasar.

La ambulancia tarda. La rusa se excusa, tiene que trabajar, es joven, guapa, lleva unas gafas modernas. Le respondo que claro, le doy las gracias. Miro al trajeado y le digo que él también puede irse, que muchas gracias, en serio, estaré bien. Pasan muchos minutos. Él me envía un mensaje desde Madrid. Pésimas noticias: reunión con el productor, la función provoca pérdidas demasiado bestias, se acabó la temporada. Se queda sin trabajo hasta después de Reyes. "Tendré que criar caballos o reparar bicicletas". Le respondo que me he desmayado, se preocupa, "me gustaría estar allí".

Pasan más minutos. Voy recuperándome. Le pido al señor que ha llamado a la ambulancia que les diga que ya está, que no vengan, que con los recortes en Sanidad y todo eso, sólo faltaría que les hiciera perder el tiempo. Le prometo que después de hacer mi sección en la radio, iré a un CAP. También le doy las gracias y la mano. Ánimo.

Voy en taxi los cuatrocientos metros que me separan del edificio de la Maternitat. Cuatrocientos metros en un taxi de Barcelona cuestan cuatro euros con setenta y cinco céntimos. Hago mi sección y voy al CAP que queda justo detrás. La cabeza sigue dándome vueltas, pero estoy mejor. Un poco aturdida.

Mientras un chico muy majo me pide los datos, nombre, número de Seguridad Social, fecha de nacimiento, etcétera, suena el teléfono. Uno de mis jefes. Los free-lance tenemos muchos jefes, cobramos muy mal pero pagamos Autónomos como si fuéramos empresarios. Yo cobro 1.000 euros brutos al mes y 250 se van a los putos Autónomos. Quiero decir, cobraba. Mi jefe dice: “El director, el subdirector y por supuesto yo te queremos, seguimos contando contigo, pero los recortes, ya sabes. Cobrarás la mitad”.

Se me saltan las lágrimas. El chico majo que toma mis datos me mira como si comprendiera y promete que me atenderán enseguida.

Me atienden enseguida. Una doctora muy simpática solicita que me hagan mil millones de pruebas. Una practicante recién llegada de Alicante llamada Elvira o Eugenia me aplasta un brazo, me pincha un dedo, me pone electros en el pecho, me siento ETE, me hace preguntas. Me hace más preguntas. "¿Tienes pareja estable?". Mierda. Nos hacemos medio amigas. Todo bien, la tensión un poco baja, pero por lo visto eso es bueno. La doctora me toca la rabadilla, no parece rota, pregunta si quiero una radiografía, le contesto que no hace falta. Me receta Ibuprofeno por si acaso.

Vuelvo a casa con muchísimo cuidado para no resbalar de camino al autobús. Lloro otro poco, a escondidas, mirando por la ventana. Qué horrible puede ser esta ciudad cuando no te ofrece ya ningún futuro. Cuando el futuro madrileño también ha dejado de existir. Cuando de momento no tienes fuerzas para empezar de nuevo, y menos con el culo jodido y mojado. Se me pasará.

Al llegar, claro, el ascensor no funciona. Subo a pie los cinco pisos con entresuelo y principal, pensando qué puta desgraciada. Riéndome, en realidad, porque poco más puedo hacer, aunque mi cóccix estalle cada vez que pongo un pie en un escalón.

Sobre la mesa del comedor, las doce rosas. Once rojas, una blanca. Y ese maldito concepto: casi llegamos. Casi.

jueves, 20 de octubre de 2011

Notary Club



Tengo un par de amigos muy pijos y bastante divertidos con un síndrome de Peter Pan que ríete tú de mí. Los conocí una noche en la que me secuestraron para llevarme a un infierno llamado Otto Zutz, en el que los chicos llevaban el jersey sobre los hombros y las chicas, tres meses míos de trabajo en ropa. 

En parte, reconozco que me gusta salir con ellos porque nunca jamás permitirían que pagara nada; es lo bueno de los conservadores. Hace mil millones de años, mi amiga La Loca llevó a cabo en el Otto Zutz uno de sus experimentos situacionistas. Le pidió 50 euros a un desconocido, él se los dio, y ella se fue con lo suficiente para pasar el mes. En otra ocasión, esta vez en la calle, reclamó a los peatones que le ayudaran a comprar un erizo y liberarlo así de la jaula de Las Ramblas, “tenemos que salvarlo!”. Luego, con la suma recaudada en la mano, se sintió tan culpable que se lo dio todo a un homeless.

Pero volvamos a mis amigos los pijos. Uno es laboralista; el otro, notario. El laboralista tuvo una novieta de veinte años que, antes de verano, se resistió un poco a salir con nosotros por el Born porque iba demasiado bien vestida para ese barrio (sic). La convencimos y tampoco era para tanto. Pongamos que se llama Bruni.

Pues bien, estaba yo ayer cruzando la calle Pau Claris, de camino a una cena, en mi iPod sonaba una canción de Glasvegas, cuando un chico hizo ademán de atropellarme con su Vespa. No le reconocí enseguida por culpa del casco. Veo que es el laboralista (a quien llamaremos así: Laboralista). Me quito los auriculares y, mediante gestos, le pregunto si piensa pararse para que hablemos un rato. Sube la moto a la acera y me dice que no puedo ir así por la vida, tan despistada, que cualquier día me matan. Le contesto que el semáforo estaba en verde. Son las diez menos veinte, comenta que no son horas de salir del trabajo. Me fijo en su corbata amarilla de calaveras rollo St. Pauli. Dice: “El proletario postindustrial, ya sabes”. Pienso: proletario, vaya huevos.

Apaga la Vespa y pregunta:
–¿Qué sabes de mi amigo?

Su amigo es el notario (a partir de ahora: Notario) y hace un montón que no lo veo.

Yo: Buf, hace un montón que no le veo. Nada. ¿Cómo está?
Laboralista: Mañana lo veré. Hemos quedado.
Yo: Ah, pues entonces dale recuerdos de mi parte.
Laboralista: La verdad es que yo tampoco sé nada de él, la última vez que nos vimos, nos hizo un feo y se largó a las doce y media o así, muy pronto. Dijo que se iba a casa. Y pensé: Melalcohólica.
Yo: ¿Melalcohólica?
Laboralista: Sí, pensé que había quedado contigo.
Yo: Qué va. Sería con otra.
Laboralista: Le gustas muchísimo. Nos envía todo el rato e-mails diciendo que si hemos visto esto o lo otro, cosas que has escrito y eso.
Yo: Pero qué dices, eso era antes. Ahora pasa de mí.
Laboralista: Te enteraste de que fuimos a ver a José Tomás, no?
Yo: Sí, lo de las entradas del señor Balañá.
(acotación: en la corrida del sábado, el Laboralista perdió las entradas para ver a José Tomás el domingo, en la que sería la última corrida de la Monumental. Entonces, agobadísimo, fue a ver qué podía hacer. Justo en ese momento, se encontró al empresario dueño de la plaza –así como de la mayoría de cines y teatros de la ciudad– y éste le acompañó a la taquilla y lo solucionó todo. Le hicieron un duplicado y al día siguiente, aunque había dos personas sentadas en sus sitios, que compraron las entradas en la reventa, cupieron los cuatro).

Laboralista: Fue muy fuerte, me lo encontré justo cuando estaba bajando del coche.
Yo: ¡Venga! Es un poco increíble.
Laboralista: Notario no me cree, ¿verdad?
Yo: No mucho. Pero Abogado sí.
(acotación: Abogado es el nombre que recibe otro amigo suyo que, pese a su apelativo, no es abogado).

Laboralista: Mierda, tendría que haber sacado una foto.
Yo: Sí. También me contaron lo de Bruni y que te pitaron los oídos y les enviaste un mensaje.
(acotación: en un momento dado, Laboralista vio a Bruni al otro extremo de la plaza. Fue hacia allá, y uno de sus amigos los vio besándose aunque se suponía que ya no estaban juntos. Empezaron a reírse de él y, justo en ese momento, Notario recibió un SMS de Laboralista. Decía: “Dejad de rajar, cabrones!”.

Laboralista: ¡Lo sabes todo!
Yo: ¿Y tú cómo supiste que estaban hablando de ti?
Laboralista: Porque yo también lo sé todo. Por ejemplo, sé que después de la corrida, Notario y tú estuvistéis chateando.
Yo: Exageras, nos enviamos un par de mensajes, como mucho. Le pregunté si se había emocionado. Además quería saber cómo le van las clases de golf y si tiene swing.
Laboralista: Toda la noche mandando mensajes.
Yo: Pues estaría escribiéndose con otra.
Laboralista: Noooo, él escondía su BlackBerry, y yo miraba por encima de su hombro, y ponía algo así como Melita o Mimí...
Yo: Mel.
Laboralista: ¡Claro! ¡Cómo no caí! ¡Mel de Melalcohólica!
Yo: Qué cabrón eres.
Laboralista: Mira, te voy a hacer un regalo que me ha hecho un cliente.

Se saca del bolsillo interior de la chaqueta un pequeño bote de LetiBalm Stick.

Laboralista: Es una crema reparadora para los labios y la nariz, para que los tengas bien tersos.
Yo: ¿Es una indirecta? ¿Tan arrugada me ves?
Él: Un poco.
Yo: !!!
Laboralista: Qué va, me encanta tu nariz, me encantan tus labios. Y a Notario más.
Yo: Qué pesado.
Laboralista: Si llego a saber que no se creerían lo del señor Balañá, les digo que me he encontrado a José Tomás directamente!
Yo: Hubiera molado, mucho más peliculero. Pero Abogado te creyó.

Hablamos de su moto, una vieja Vespa muy bonita de color crema. Él creía que yo ya la había visto, yo le contesto que no porque cuando coincidimos en el Born, se fue en el minicoche de Bruni.

Laboralista: Lo nuestro se acabó.
Yo: Eso dijiste la última vez, y luego te pillaron en la plaza de toros.
Laboralista: No, pero ahora estoy saliendo con una chica que creo que te gustará.
Yo: ¿A mí?
Laboralista: Sí, porque es muy creativa.
Yo: Buf, qué mal suena eso de creativa. ¿Qué quieres decir con creativa? No sé si me gustan las creativas.
Laboralista: Entonces, ¿quién te gusta?
Yo: Nadie.
Notario: Devuélveme el reparador de labios.
Yo: Bueno, a ver...
Laboralista: ¿Te gustan los notarios?
Yo: Claro.
Laboralista: Me dijiste que Bruni no te gustaba.
Yo: Nunca dije eso. Nunca se me ocurriría decir algo así.
Laboralista: Bueno, que no le veías futuro a lo nuestro.
Yo: ¡Qué va! ¡Si me pasé la noche insistiendo en que tuviérais hijos!
Laboralista: Jajajaja! Es verdad! ¿Por qué hiciste eso?
Yo: No sé, estaba blanda. De repente le busqué un sentido a la vida.
Laboralista: Siempre te agradeceré una frase que me dijiste aquella noche. La he repetido muchas veces y, joder, en cuanto la digo, las mujeres se abren de piernas ipso facto. Funciona en el 90% de los casos. Te debo la mayoría de polvos que he echado desde entonces.
Yo: ¿Qué frase es?
Laboralista: “Yo sólo quiero devolver lo que me han dado: la vida”.
Yo: ¡Jajajajajajaja! ¿En serio dije eso?
Laboralista: Supereficaz.
Yo: Mierda, un concepto tan trascendental llevado a...
Laboralista: Llevado a la practicidad. ¿Qué sentido tiene tanta trascendencia si no es para follar? Funciona con todas menos con las divorciadas que tienen hijos.
Yo: Claro, porque ya saben el coñazo que comporta ser madre.
Laboralista: Ésas se van corriendo.

En fin, que Laboralista se fue a casa y yo a cenar. Y bueno, reconozco que los pijos tienen su gracia.

martes, 18 de octubre de 2011

Un sueño


Estaba tumbada a su lado, con la cabeza apoyada sobre su pecho, en uno de esos abrazos de oso que solía darnos. Nos hallábamos en aquel espacio desajustado en el que sabíamos lo que iba a pasar al cabo de dos días, pero no lo que ocurriría antes de que se cumpliera ese plazo fatídico. Esto es: el territorio de los sueños. 

Hablábamos creo que de Ellroy. Se giró hacia un calendario de 1971 colgado junto a la cama y dijo: “El día 13 se cumple el aniversario de su muerte. Ochenta años”.

–Ochenta años mola, es una buena edad para morir –le contesté consciente de que él no alcanzaría esa edad. Yo sabía, porque en los sueños esas cosas se saben porque la vigilia va a otro ritmo, que él se moriría al cabo de dos días, a los cuarenta y tres. El siete de octubre. Pero para que esa realidad no se cumpliera (y en el mundo onírico podemos cambiar lo que queramos), añadí: –Claro que nosotros viviremos hasta los ciento veinte.

–No, lo importante es 1971, lo importante es el día 13 –respondió.

Era extraño estar con él en la cama, de aquel modo fraternal, hablando de Ellroy y de la muerte. Descubriendo cosas que no sabía que habían pasado, porque la cronología, la lógica del tiempo, iba en otra dirección. En eso consisten los sueños, sí, y en eso consiste la ficción: en jugar con los datos, en desordenar la información, en mezclarlo todo según unos intereses para otorgarle un sentido. 

Que él se haya muerto no tiene sentido alguno. Que se haya muerto así, tan de repente.

Se levantó. “Me encuentro mal”, dijo. “No”, pensé yo. Así empezó todo. O así acabó. 

–¿Quieres que llame a un médico? ¿Te acompaño a algún sitio?

He intentado aferrarme a ese sueño desesperadamente, porque en el sueño él aún estaba vivo y yo sabía que iba a morirse y él no, y tal vez todavía podríamos salvarle y, en cuanto despertara, nada tendría sentido. Para que la ficción se convierta en realidad, hay que transformarla. Creérsela. Espera, espera.

Me he despertado con el pelo por delante de la cara. Temblando. Ellroy, por qué Ellroy, si ni siquiera ha fallecido. Dice mi amigo el Lobo que los sueños son el lenguaje de... pero para mí aún no está muerto. Como Ellroy. Cómo voy a creerme eso, si no tiene sentido.

La vida, en realidad, es inenarrable. Con la muerte pasa lo mismo.

Eran pasadas las tres y media. He jugueteado con Google, buscando respuestas que sólo inventaría. En 1971, Ellroy fue arrestado por la policía de Los Angeles. Vale. Su madre fue asesinada en 1958, tenía 42 años. 

Su manera de escribir nada tiene que ver con la de él. Mero pasatiempo para no recordar qué era lo que de verdad me había despertado. Intento de recuperar el sueño, ese terreno en el que, aunque sabemos lo que va a pasar, creemos que podemos cambiarlo.

Insomnio. Miedo. La crueldad de morir despierto. La paradoja. La palabra y el concepto "conciliar". Y luego.