La tarde de los cojones ha empezado a las tres. Entonces un chico ha preguntado por mí a través del interfono y ha subido con un ramo de rosas, once rojas y una blanca. En la nota pone: “Casi llegamos al aniversario”. Cabronazo, así no hay quien corte. Regresó ayer a Madrid, tras dos días de conversaciones infinitas, o quizá mejor monólogos que siempre hacía yo. Algunas lágrimas, "no lo entiendo", sin reproches. Por la noche, un mensaje: “Eres la mujer más inteligente, hermosa, rara, independiente, ingobernable, adorable y cascarrabias a la que he amado”. En la tele, Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo. Yo al teléfono: "Conmigo nunca te has puesto taparrabos". Y él: “Antes me he dejado 'impredecible'”.
Once rosas rojas por lo que ha sido, una blanca por lo que casi fue. Ya sabemos qué fue de él, pero no lo que será de nosotros. Las meto en un jarrón y llueve a cántaros, compro un paraguas y voy a trabajar. Salgo del metro y los maravillosos zapatos que traje de San Francisco resbalan sobre la acera, me doy un trompazo como en los cómics; Tintina en Sans, o mejor la capitana Haddock, por todos los rayos y centellas. Me levanto con el cóccix salpicando estrellas y, buf, tengo un mareo. Me apoyo en una pared, unos segundos nada más, sigo caminando. Me apoyo de nuevo, esta vez en el escaparate de una tienda cerrada, un hombre y una mujer se resguardan de la lluvia y me preguntan si estoy bien, los oigo a través del iPod y mil galaxias. Sigo caminando.
De repente, muchas caras. Cuatro, cinco. Me miran desde arriba, me hablan. Estoy en el suelo, me he desmayado. Estoy empapada y el señor que me ha preguntado hace un momento si estaba bien, me arrastra de nuevo hacia el escaparate para protegerme del chaparrón. Una rusa recoge mis cosas, el paraguas, el iPod, va a buscar agua con azúcar. Un joven trajeado dice que estoy lívida, que tengo los labios blancos y acartonados, me preguntan todo el rato si les entiendo. Creo que sí. Bueno, más o menos. ¿No te acuerdas de nada? No. ¿He comido bien? Nunca como bien, pero precisamente hoy he comido pollo. El primer señor llama a una ambulancia. “Es que se te van los ojos”. Es verdad que estoy mareada. Tengo la tonta impresión de que, cuando te mueres, sientes algo parecido a esto. Qué absurdo morirse así. Me bebo el agua con azúcar, tengo el culo mojado. Tengo que llamar a la radio para avisar de que me voy a retrasar.
La ambulancia tarda. La rusa se excusa, tiene que trabajar, es joven, guapa, lleva unas gafas modernas. Le respondo que claro, le doy las gracias. Miro al trajeado y le digo que él también puede irse, que muchas gracias, en serio, estaré bien. Pasan muchos minutos. Él me envía un mensaje desde Madrid. Pésimas noticias: reunión con el productor, la función provoca pérdidas demasiado bestias, se acabó la temporada. Se queda sin trabajo hasta después de Reyes. "Tendré que criar caballos o reparar bicicletas". Le respondo que me he desmayado, se preocupa, "me gustaría estar allí".
Pasan más minutos. Voy recuperándome. Le pido al señor que ha llamado a la ambulancia que les diga que ya está, que no vengan, que con los recortes en Sanidad y todo eso, sólo faltaría que les hiciera perder el tiempo. Le prometo que después de hacer mi sección en la radio, iré a un CAP. También le doy las gracias y la mano. Ánimo.
Voy en taxi los cuatrocientos metros que me separan del edificio de la Maternitat. Cuatrocientos metros en un taxi de Barcelona cuestan cuatro euros con setenta y cinco céntimos. Hago mi sección y voy al CAP que queda justo detrás. La cabeza sigue dándome vueltas, pero estoy mejor. Un poco aturdida.
Mientras un chico muy majo me pide los datos, nombre, número de Seguridad Social, fecha de nacimiento, etcétera, suena el teléfono. Uno de mis jefes. Los free-lance tenemos muchos jefes, cobramos muy mal pero pagamos Autónomos como si fuéramos empresarios. Yo cobro 1.000 euros brutos al mes y 250 se van a los putos Autónomos. Quiero decir, cobraba. Mi jefe dice: “El director, el subdirector y por supuesto yo te queremos, seguimos contando contigo, pero los recortes, ya sabes. Cobrarás la mitad”.
Se me saltan las lágrimas. El chico majo que toma mis datos me mira como si comprendiera y promete que me atenderán enseguida.
Me atienden enseguida. Una doctora muy simpática solicita que me hagan mil millones de pruebas. Una practicante recién llegada de Alicante llamada Elvira o Eugenia me aplasta un brazo, me pincha un dedo, me pone electros en el pecho, me siento ETE, me hace preguntas. Me hace más preguntas. "¿Tienes pareja estable?". Mierda. Nos hacemos medio amigas. Todo bien, la tensión un poco baja, pero por lo visto eso es bueno. La doctora me toca la rabadilla, no parece rota, pregunta si quiero una radiografía, le contesto que no hace falta. Me receta Ibuprofeno por si acaso.
Vuelvo a casa con muchísimo cuidado para no resbalar de camino al autobús. Lloro otro poco, a escondidas, mirando por la ventana. Qué horrible puede ser esta ciudad cuando no te ofrece ya ningún futuro. Cuando el futuro madrileño también ha dejado de existir. Cuando de momento no tienes fuerzas para empezar de nuevo, y menos con el culo jodido y mojado. Se me pasará.
Al llegar, claro, el ascensor no funciona. Subo a pie los cinco pisos con entresuelo y principal, pensando qué puta desgraciada. Riéndome, en realidad, porque poco más puedo hacer, aunque mi cóccix estalle cada vez que pongo un pie en un escalón.
Sobre la mesa del comedor, las doce rosas. Once rojas, una blanca. Y ese maldito concepto: casi llegamos. Casi.